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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (15 page)

BOOK: La vida iba en serio
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—¿Cómo?

—Bueno, jugueteábamos, tonteábamos con los pies, los entrelazábamos de tal manera que llegarías a fliparlo. Nos íbamos a la cama con un dolor de huevos que no puedes imaginarte, pero éramos incapaces de hablar a las claras sobre…

—Aquel sentimiento que os estaba consumiendo.

—Estaba a punto de pronunciar una frase tan ridícula como esa, gracias por tomar la delantera y evitar que me sintiese un gilipollas.

—De nada. ¿Entonces fue cuando quedasteis en la cafetería España?

—Cómo se nota que ya te sabes la historia. Así es, le dije que tenía que hablar con él en ese lugar. Faltaban pocos días para las fiestas de Navidad, él se marchaba a Pamplona y yo a Plasencia… Me entró el agobio, no me veía capaz de pasar tantos días sin verlo y decidí confesarle lo que sentía por él.

—¿Te costó decírselo?

—No, la verdad es que no. Bueno… no sé. Mira, en Salamanca, cuando pedías un café te ponían también una tapa, y recuerdo que antes de hablar se me cayeron unas natillas al suelo de lo nervioso que estaba. Pero cuando comencé a explicarme me relajé, le dije que estaba empezando a sentir algo muy fuerte por él, que creía que me estaba enamorando, y él contestó que le pasaba lo mismo. Al final todo fue muy sencillo, y decidimos adelantar nuestro regreso de las vacaciones para estar solos en el piso.

—¿Y qué pasó cuando volvisteis? —Yo lo preguntaba con ferocidad profesional, como si estuviera entrevistando a una de las famosas habituales para
Pronto
, pero la verdad era que me sabía la historia de memoria.

—Que una de nuestras compañeras estaba ya en el piso y aquella noche tuvimos que follar haciendo el menor ruido posible para que no se enterara. Mira que lo tuvimos complicado, porque durante el polvo no sé qué pasó que a mí se me quedó el condón dentro y nos dio un ataque de risa horroroso, tuvimos que taparnos con las almohadas para intentar que no saliera ningún ruido de la habitación. Esa es otra, la de los condones: tú sabes que el de Pamplona los tiene
cuadraos
, así que aunque le juré y le perjuré que no había estado con ningún hombre me obligó a hacerme la prueba del sida.

Miré para otro lado. Era la parte de la narración que menos me gustaba.

—Me las hice y di negativo, claro. Quizá sea algo que deberías plantearte en serio, ir a un centro de salud y hacértelas de una puta vez —me soltó sin ningún disimulo.

Pese a que les había explicado una y mil veces el terror que para mí suponía pasar por aquel trance, ni Pablo ni Luis entendían que yo prefiriera vivir en la ignorancia:

—Pero si además nosotros te querríamos igual, ya lo sabes.

Y poniendo voz de entregada monjita comenzó a decirme al oído mientras me acariciaba exageradamente un brazo:

—Y te cuidaríamos y estaríamos al tanto de que te tomaras la medicación, y te prepararíamos calditos en invierno y gazpachos no muy fríos en verano. ¿A que sí, Luis? —gritó Pablo desde el salón. Pero Luis no contestó, llevaba tiempo en la cocina hablando por teléfono. Ante su silencio, Pablo cambió el tono y se puso serio:

—Tienes que hacértelas. La gente ya no se muere, convive con la enfermedad. Mucha más gente de la que tú crees, incluso compañeros de trabajo.

—¿Quiénes?

—No te lo voy a decir, pero más de los que te imaginas. Y llevan una vida normal.

—Bueno, tal vez después del verano —concedí remolón.

—Jorge, cuando te pones así te daría de hostias.

—¿Os seguís hablando con vuestras compañeras de piso? —Cambié de conversación más que nada por ver si había suerte, no creía que fuera a colar, pero Pablo estaba tan acostumbrado a mis giros que pasó sin transición de darme la charla a continuar con su historia de amor en Salamanca.

—Al principio nos costó, porque cuando se enteraron de lo nuestro fue una tragedia. Resulta que una estaba enamorada de Luis y la otra de mí. De risa, vamos. Y por las noches, en vez de dedicarnos a follar, teníamos que ir a consolar a cada una de nuestras enamoradas hasta que se quedaban dormidas.

—¿Y luego?

—Jorge, pero si ya lo sabes. Pasamos el curso como pudimos, evitándolas siempre, a veces no salíamos de la habitación para no coincidir con ellas, y en cuanto acabamos la carrera nos vinimos a Madrid.

Fue en Madrid donde los conocí. Primero a Pablo, en la rueda de prensa de una estrella norteamericana que venía a promocionar una película. Trabajaba en la radio, como su novio, en el mismo programa de tarde que conducía una periodista de esas que se autodenominan «de prestigio».

Luis apareció en el salón con otra cerveza en la mano.

—Mira que eres
pesao
, Pablo, el que dijo de ir a hablar contigo a la cafetería España fui yo.

—Esta es nuestra eterna lucha, Jorge; él dice eso y yo estoy convencido de que fui yo el que dio el primer paso. Por cierto, ¿con quién hablabas?

—Con Inés.

Inés era la periodista de prestigio para la que ambos trabajaban en la emisora.

—¿Y qué le pica un sábado por la noche a la pesada esa?

—Lo de siempre —respondió Luis—: que a ver si nos ponemos las pilas para llevar a gente de primera a las entrevistas. Se piensa que con sólo pronunciar su nombre los personajes van a decir que sí al momento, pero ¿a quién le importa que lo entreviste esa tía cuando por hacerlo en la tele cobran un pastón? Por cierto, Jorge, en septiembre comienza a hacer radio Linda Rubio, y están buscando a gente para hacer crónica social. ¿Quieres que te echemos un cable?

—¿Linda Rubio? Pero ¿esa no es la que presentaba la quiniela hípica en Televisión Española? —añadí yo con un poso de maldad.

—La misma.

—Te vendría bien empezar a hacer otras cosas —me aconsejó Pablo—, aunque sea con ella. Qué coño, Luis y yo vamos a hacer todo lo posible para que trabajes con Linda y sepas lo que significa estar al lado de una estrellita de ese calibre. De abrirse las venas, te lo puedo asegurar.

—¿Inés también es así?

—Inés es una tonta con ínfulas, pero tonta, tontísima. Sin embargo, fíjate, la Rubio tiene pinta de ser una hija de puta en toda regla.

—Bueno, haced lo que queráis. Por cierto, la revista me manda este verano a currar a Marbella. ¿Vendréis a verme?

—Hombre, si nos deja el tío ese que te ha dejado un poco más idiota de lo que eres, quizá podamos hacerte una visita. ¿Cómo se llama? ¿Cuándo nos vas a contar lo de anoche?

—En cuanto me líes un porro.

Pablo se puso serio.

—Que sepas que es el último que te lío.

Nos dio la risa a los tres. Llevaba pronunciando la misma frase desde el día que nos conocimos.

12

ROMA, CIUDAD ABIERTA

—Y la Rigalt, ¿cómo es? Porque cuando la veo por la tele parece muy parada.

—Mama, pagamos aquí y te lo cuento mientras nos tomamos el café en la piazza Navona —dije haciéndole un gesto al taxista para que se detuviera.

—Bueno, hijo, lo que tú quieras. Pero ¿es simpática?

—¿Qué te he dicho?

—Qué pesado eres, hijo. Desde luego estás hecho un
zinguango
.

Y me sacó la lengua. Mi madre sabía que aquel gesto me ponía de los nervios, como cuando por la mañana temprano mi padre hacía ruido con la cucharilla dándole cientos y cientos de vueltas al café con leche. Sin embargo, desde que no vivía con ellos, mis padres y sus manías habían dejado de sacarme de quicio.

Había pasado el verano trabajando en Marbella y llevaba cerca de un mes colaborando en el programa de Linda Rubio. Además, seguía colando reportajes en
Pronto
a buen ritmo, y de repente comprendí que me apetecía celebrar aquella buena racha con ellos, por lo que decidí llevármelos cuatro días a Roma. Cuando llamé a mi padre al trabajo para invitarle desde mi recién estrenado teléfono móvil, lo noté tan feliz que un gustoso escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—Muchas gracias, hijo. Llama a tu madre a casa, que va a ponerse muy contenta. Pero ¿de verdad te va bien gastarte ahora ese dinero? —insistió prudente; era la segunda vez que me lo preguntaba en menos de un minuto—. Oye, que mira que también podemos coger el coche y llegar hasta Francia…

—Que no, que no. Mejor Roma, y tú no te preocupes por nada.

Ya en la piazza Navona, sentados en una terraza y con unos capuchinos delante para nosotros dos y un café solo para mi madre —detesta la leche, nunca he sabido por qué—, me sentí preparado para saciar la curiosidad de mis padres. En la comida había bebido vino, acababa de pedirme una copa de champán y llevaba encima un puntito muy agradable. «Mira que si les hablara de Daniel», pensé.

—¿De qué te ríes? —preguntó mi madre.

Me había pillado, era pensar en su nombre y entrarme la flojera, y claro, ella me había notado algo raro, una expresión embobada o un yo qué sé qué, en la cara. ¿Me habría gustado compartirlo con ellos? No lo sabía aún… Quizá más adelante.

—¿Ah, sí?, ¿me estaba riendo?

—Bueno —cortó yendo a lo suyo, que ella no era de zarandajas—, ¿y entonces la Rigalt cómo es?

—¿Y Marbella?, ¿es tan lujosa como sale en la tele? —preguntó mi padre.

Aunque hubiera querido, no habría podido escabullirme: comenzaba el interrogatorio. Bebí un sorbo de champán y me dispuse a explicarles con pelos y señales cómo se había desarrollado mi verano. Pero evitando mencionar, por supuesto, la gozosa visita de Daniel, las fumadas en los bares cutres del puerto —A saco Paco, se llamaba uno—, y la excursión que hicimos al puticlub Milady Palace la Rigalt, su fotógrafo, una compañera de agencia llamada María —que desde el momento en que la conocí se convirtió en mi amiga— y Lita Trujillo, que llegó al local para reunirse con nosotros a bordo de un espectacular Rolls-Royce. Bueno, lo del puticlub igual terminaba contándolo, fue todo muy naíf; yo acabé dormido en una silla de mimbre y la Rigalt y Lita recorriendo de la mano y con curiosidad cada una de las estancias del local. En una de ellas, por cierto, pillaron a un miembro del Ayuntamiento que luego llevaría a la ciudad al borde del abismo haciendo «tratos» con una tal Sherezade, de Melilla, creo recordar que me contaron. Lo que todavía tengo muy presente, sin embargo, es la bronca que me echó Carmen antes de que me quedara dormido por no parar de repetir que tenía hambre. Tantas veces lo dije, tan pesado me puse, que dos putas me sacaron una bandejita con cacahuetes y aceitunas.

—Y luego tienes que contarnos cómo te va con Linda Rubio. A mí me gusta cómo lo hace, y tú también lo haces muy bien, pero hablas muy rápido, tienes que ir más despacio —recordó mi padre.

—Pero primero cuéntame a mí lo de la Rigalt —insistió mi madre—. ¡Mira que a veces le cuesta hablar a este chico —refunfuñó refiriéndose a mí—, como si no le pagaran por ello…!

No me inquietaba someterme a aquella batería de preguntas porque no tenía que enmascarar la realidad, que era lo que siempre me había obligado a hacer cuando vivía con ellos y me preguntaban cómo me había divertido la noche anterior y con qué amigos había salido.

Nada más llegar a Marbella alquilé una Vespa, como en
Vacaciones en Roma
, y cuando la probé me acordé de las veces que mi padre me había prohibido de chaval comprarme una.

—Mientras vivas con nosotros, aquí no entra ninguna moto.

La de peloteras que tuvimos por aquel motivo. En Marbella lo entendí.

El señor que me la alquiló se ofreció a dar un par de vueltas conmigo para que me fuera haciendo con ella; cuando se despidió me miró a los ojos con tristeza, como si fuese la última vez que iba a verme con vida. Me costaba domarla más que a un pura sangre jerezano, y ya en Madrid la Rigalt me confesó que, desde que nos conocimos y se fijó en lo mal que se me daba montar en ella, había vivido todo el verano con el miedo en el cuerpo, pensando que de una hostia en moto no me libraba ni san Dios.

—Pero ¿tan torpe era? —le pregunté yo, todavía inconsciente del peligro que había corrido.

—Mucha habilidad no tenías, para qué vamos a engañarnos.

Con Carmen ya había coincidido en un par de ocasiones en Madrid, en presentaciones de libros, creo recordar, y las dos veces me había acercado para decirle cuánto me gustaba como periodista, pero ella, tímida profesional, apartaba la mirada, balbuceaba algo ininteligible y desaparecía. Fue en Marbella, gracias a una compañera conocida de ambos, donde comenzamos a trabar amistad. Mi compañera organizó una cena a la que Carmen asistió con el fotógrafo que le había asignado su periódico, y allí, sentados uno al lado del otro, al fin rompimos el hielo. Comenzamos a hablar y ya no paramos en toda la noche. ¿De qué hablamos durante tantas horas? Aunque no lo recuerdo con claridad, sí sé que nos reímos mucho repasando al paisanaje que se había dejado caer por la ciudad aquel verano y enumerando algunos de los tópicos que se empleaban en los medios del corazón para describir a los personajes más usuales de la prensa rosa: «la proverbial elegancia de la Reina», «la campechanía del Rey», «el halo misterioso de Isabel Preysler», «la valentía de Carmen Martínez-Bordiú, que se puso al mundo por montera», «la estilizada figura de una recién parida que ha recuperado con rapidez sus medidas…».

—¡O que Soraya era «la princesa de los ojos tristes» cuando en realidad los tenía vidriosos de tanto darle al alpiste! —sentenció la Rigalt.

A la mañana siguiente Carmen me llamó muy temprano desde Incosol, el hotel donde se alojaba, y a partir de entonces seguimos llamándonos todos los días y quedando por las tardes o por las noches con su fotógrafo para trabajar. Compartíamos las largas esperas a las que a veces nos sometía nuestro oficio charlando sin parar, contándonos la vida y muchas cosas que jamás hubiéramos imaginado que podríamos confesar a personas más queridas o conocidas desde hacía más tiempo. Lo nuestro era afinidad pura y dura, instintiva, animada, una amistad surgida de un flechazo y, como uno de esos flechazos que duran toda la vida, tan duradera y profunda como verdadera. A ella le hacían mucha gracia casi todos mis arranques y mis historias del bloque, pero quizá lo que más divertido le parecía era que yo presumiera de trabajar en
Pronto
.

—Hombre, Carmen, tal y como están las cosas, tener un trabajo fijo es muy importante —respondía yo cargado de razón.

Por mi parte, me hacía muy feliz que una mujer a la que yo había llegado a escribir y enviar, en mi adolescencia de Badalona, una carta muy cursi confesándole lo mucho que la admiraba me llamara entonces, tantos años después, para preguntarme dónde tenía pensado trabajar aquel día y ver si podíamos ir juntos.

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