Read La Tumba Negra Online

Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (54 page)

BOOK: La Tumba Negra
10.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero si la familia de mi mujer no es de esta región.

—Eso es lo que usted afirma.

—Si no me cree, le daré el nombre y el apellido de mi suegro y puede investigarlo. Así verá que no estoy mintiendo.

Lo dijo con una seguridad en sí mismo capaz de irritar a cualquiera. Mientras Esra pensaba qué respuesta darle, el capitán aprovechó para intervenir.

—Sería lo mejor. Me gustaría que escribiera en un papel su nombre, su apellido o título, su apodo, el nombre de su familia y en qué ciudad o pueblo vivía.

Bernd pareció molesto.

—Creía que sospechaba de Kemal —dijo quisquilloso.

—Por desgracia me veo obligado a sospechar de todo el mundo. Por favor, ¿podría anotarme lo que le he pedido?

A Bernd la petición no le gustó lo más mínimo, pero tampoco vaciló en sacar del bolsillo un cuaderno de notas y escribir todos los datos.

Estaba clareando. Las caras estaban cada vez más tensas, las miradas más duras y se prolongaban las conversaciones que no llegaban a ninguna parte. Tim decidió intervenir para romper aquel círculo vicioso.

—Capitán Eşref —dijo con suavidad—, si lo observa, no hacemos más que dar vueltas a lo mismo. Y nos estamos haciendo daño unos a otros al hablar. Algo nada agradable entre gente que tiene que convivir. Sobre todo teniendo dentro de unas horas una conferencia de prensa a la que asistir. Lo que quiero pedirle es que deje por hoy la investigación. Ya tendremos tiempo después de la conferencia de prensa. Hasta entonces, puede que las pistas sobre el asesino sean más claras. Pero ahora, por favor, permítanos volver a nuestro trabajo. —Y añadió señalando al cielo, que estaba enrojeciendo—: Está a punto de salir el sol. Tenemos que irnos a Antep sin perder más tiempo.

—Muy bien —aceptó el capitán. En su cara apareció una expresión avergonzada—. Les pido disculpas si les he molestado, pero tenía que hacerlo. Gracias a todos por su tiempo.

Eşref desvió la mirada hacia Esra, pero al ver que ella no se daba por aludida, echó a andar hacia el jeep con un caminar triste.

Timothy, más tranquilo, se volvió hacia sus compañeros intentando sonreír.

—Me gustaría sugerir algo, si la directora de la excavación me lo permite. Olvidemos la desagradable conversación que acabamos de tener hasta después de la rueda de prensa. Nadie ha acusado a nadie y nadie ha herido a nadie, el capitán no ha venido y todavía seguimos siendo unos alegres científicos que se disponen a subir a sus vehículos después de un buen desayuno para exponer al mundo sus importantes hallazgos.

—Yo estoy dispuesto a olvidarlo todo —dijo Bernd mirando a sus compañeros por encima de las gafas—. No puedo permitir que un día tan importante lo ensombrezcan pequeñas disputas.

—Yo no olvido nada. —Esra seguía temblando de ira—. Pero me uno a la idea de posponer la cuestión hasta después de la rueda de prensa. —Y, mirando a Bernd, continuó—: Kemal no era un asesino, es algo de lo que estoy segura. Y quiero que el verdadero culpable sepa que conseguiré que lo atrapen aunque me cueste la vida.

A pesar de que se lo había dicho en la cara, el alemán no abrió la boca. Se levantó junto a Timothy y se encaminó hacia el todoterreno. Los demás se levantaron tras ellos. Cuando el sol empezó a verse por detrás de las nubes, ya se habían puesto en marcha. Iban a anunciar al mundo su éxito, pero en el corazón de cada uno yacía la misma inquietud ominosa.

Vigésima séptima tablilla

El rey Pisiris, la asamblea de Panku, el pueblo, los esclavos, todo el mundo en la ciudad estaba inquieto, pero nadie, incluido yo, habría podido suponer el desastre que se avecinaba. Cuando las tropas de Sargon llegaron a nuestras murallas, pensamos que el ejército asirio venía a abastecerse de provisiones. El rey Pisiris estaba tranquilo, los nobles estaban tranquilos, el pueblo estaba tranquilo y los esclavos estaban tranquilos. Estaban tranquilos todos aquellos que se habían salvado de la muerte a manos de Tiglatpileser al precio de la vida de mi padre. Yo no cabía en mí de gozo. Por fin había llegado el día en que podría vengarme de Pisiris. Le contemplaba desde un rincón preparándose a lisonjear a Sargon, como un cordero que corre tras su amo, ignorante de que se dirige al sacrificio. No puedo describir el placer que aquella visión me proporcionaba. Ésa fue la primera vez en que comprendí lo que sienten los dioses al tener en sus manos el destino de los hombres. Yo había preparado aquel amargo final para Pisiris, yo había decidido su destino. Y él lanzaba una lluvia de órdenes para que se recibiera lo mejor posible a sus huéspedes, moviendo su cuerpo cebado por los largos días de paz. Se sacrificaban bueyes, cerdos y corderos, se sacaban de las bodegas los mejores vinos, se cocían panes blancos del mejor trigo.

Por fin llegó el momento. Los carros de guerra de Sargon se acercaron a nuestras murallas. Los asirios entraron en nuestra ciudad como si lo hicieran en su propia casa. Las puertas de palacio estaban abiertas de par en par. El rey, la reina y los miembros de la Asamblea se habían vestido como para un día de fiesta. No tardaron en aparecer por palacio el majestuoso cuerpo y el rostro sombrío de Sargon. Pisiris, acompañado por la reina, se dirigió hacia él. Pero le sorprendió y le asustó ver que tras Sargon entraban sus guardias como un ejército de saqueadores. La reina se echó a llorar. No obstante, Pisiris se rehizo con rapidez y, con una habilidad que hubiera hecho palidecer de envidia al mejor adulador de palacio, sonrió de oreja a oreja y se inclinó respetuosamente ante el monarca de Asiria.

—Gran soberano, heroico rey Sargon, es un gran honor verte en nuestro palacio.

Sargon ni siquiera le prestó atención y, volviéndose hacia nosotros, que permanecíamos de pie tras Pisiris, preguntó:

—¿Quién de vosotros es el escriba Patasana?

En el salón todos se quedaron petrificados, no se oía el menor ruido. Podía sentir sobre mí las miradas de Pisiris, con la cara deformada por la preocupación, las de los nobles junto a los que trabajaba en la Asamblea y las de los guardias de palacio, todos abrumados por la sorpresa, el miedo y el odio.

No les hice el menor caso, por fin iba a conseguir la venganza que llevaba tantos años esperando.

—Soy yo, poderoso señor —dije dando un paso al frente.

Sargon se acercó a mí y me puso la mano en el hombro.

—Así que tú eres Patasana. Nos has hecho un gran favor. Gracias, serás recompensado como te mereces por tu ayuda —luego se volvió hacia Pisiris—. Y en cuanto a ti, rey, tú pagarás como te mereces lo que has hecho.

Pisiris nos miró estupefacto, primero a mí y luego a Sargon, y después, preso del pánico, se echó a los pies del monarca de Asiria y empezó a implorar por su vida como un esclavo, sin demostrar la menor honorabilidad. Recordé el rostro solemne de mi padre, que había sabido mantener su dignidad incluso cuando se encaminaba hacia la muerte y el valeroso cuerpo de Ashmunikal destrozado en las rocas… Volví a odiar a Pisiris.

Sargon ignoró sus súplicas y ni siquiera miró atrás cuando sus guardias arrastraron su cebado cuerpo al jardín para cortarle su fea cabeza. Mientras sacaban a Pisiris del salón, el monarca de Asiria echó una mirada a los cortesanos, que seguían esperando aterrorizados, y dio una nueva orden a sus guardias:

—Apartad a la reina y a las concubinas del harén, decapitad a los demás.

Los guardias desenvainaron sus espadas y se arrojaron sobre los cortesanos. Aquella gente con la que yo había estado conviviendo empezó a huir lanzando gritos. No me esperaba que fueran a hacer aquello. Creía que Sargon simplemente castigaría a Pisiris, como había hecho en Tabal, pero su intención era acabar por completo con los hititas y convertir nuestra ciudad en una urbe asiria. Mientras mis amigos y conciudadanos huían para salvar sus vidas, yo me eché a los pies de Sargon y le dije:

—No lo hagáis, gran Sargon. Ellos no tienen ninguna culpa.

Él me clavó una mirada enloquecida que recordaba a la de una fiera embriagada por el olor de la sangre y me dijo:

—No te preocupes. Tú y tu familia estaréis a salvo.

Mis súplicas fueron en vano, Sargon estaba decidido a convertir aquello en una ciudad asiria. La matanza del exterior era aún más sangrienta que la que se estaba llevando a cabo en el palacio. Se incendiaban las casas, se degollaba a la gente, se violaba a mujeres y niñas, se saqueaban los templos. A los que se resistían se los desollaba, se los arrojaba al fuego, se les arrancaban los ojos. Y yo, el pobre, el ignorante Patasana, que creía que podría haber manejado a los dioses, contemplaba la destrucción de mi pueblo, encogido de miedo en un rincón.

Los dioses me hicieron pagar cara mi arrogancia. La masacre de los asirios duró siete días y siete noches. Durante siete días y siete noches escuché los gemidos, los gritos y los llantos de mi pueblo. Al séptimo día, los supervivientes fueron agrupados al pie de las murallas, tras pasar ante las cabezas del rey Pisiris y los notables, clavadas en las lanzas plantadas ante la Puerta Real.

Los colocaron en fila, viejos, jóvenes, mujeres, niños, heridos, enfermos, y les hicieron encaminarse hacia Asur, vigilados al frente, a los flancos y a la retaguardia por guardias que parecían perros de presa. Si hubiera estado seguro de poder soportar sus miradas y sus amargas palabras, me habría gustado formar parte de aquella triste procesión que avanzaba entre gemidos y lágrimas. Pero no podía arriesgarme a mezclarme con aquella gente que me había conocido como un sabio, un noble, un diestro hombre de Estado. Y no porque temiera que me mataran, sino por vergüenza.

Desde aquel día desapareció para mí la luz del sol, desde aquel día no pude volver a tocar a mi mujer ni a mirar a mis hijos a la cara. Para mí eran veneno el aire que respiraba, el agua que bebía, la comida que tomaba. El Éufrates, que antes tanto me tranquilizaba cuando paseaba por sus orillas, se convirtió en mi enemigo. Ya no aliviaba mi tristeza ni me ayudaba a superar mis preocupaciones. Dejé de salir a la luz del día y me abandonaron los dulces sueños que calmaban mis pensamientos diurnos. Las noches pasaban entre pesadillas, delirios y malos recuerdos. Mis manos olvidaron el tacto, mi voz su resonar, mis labios su sonrisa, mis ojos la visión. El río de vida que corría por mis venas se fue secando poco a poco. Pero resistí, intenté permanecer en pie y evitar los rayos con los que el dios de la tormenta derriba árboles gigantescos de un golpe. Porque quería finalizar mi vida, que no creía que se alargara mucho más y que estaba tan llena de bajezas, traiciones y cobardías, con algo que le diera sentido, proclamando ante todo el que quisiera oírlo lo que había hecho, los crímenes que había causado.

28

—Tenemos que detener la excavación —dijo Teoman en susurros, como si no quisiera que nadie le oyera.

Caminaba junto a Esra por el jardín sin árboles del hotel en el que se celebraría la reunión.

Se habían quedado un par de metros por detrás de los demás miembros del equipo.

—No estamos seguros —insistió Teoman—. No podemos arriesgarnos a que maten a alguien más.

La brillante luz del sol, que les había atrapado en su camino a Antep, se iba volviendo cada vez más inaguantable.

—¿Y qué pasará con el asesino de Kemal? —preguntó Esra. Tenía una expresión tensa, casi como si estuviera acusando a su amigo—. ¿Se quedará tan tranquilo después de sus crímenes?

—No, pero eso no es cosa nuestra. No somos policías, somos científicos.

Esra se detuvo y lo miró a los ojos.

—Pero han matado a un amigo nuestro. Y puede que lo haya hecho uno de nosotros.

—Eso no podemos saberlo —contestó Teoman. Él también se había parado—. Si intentamos resolver el asunto, estoy seguro de que sólo lograremos empeorar las cosas. Quizá mueran algunos más de los nuestros. Creo que lo mejor es que dejemos el trabajo. Aplazamos la excavación y se acabó.

—No puedo, todavía no.

Echaron a andar de nuevo. Teoman, que seguía a Esra arrastrando los pies, suspiró abrumado y le preguntó:

—¿Cuándo entonces?

—No lo sé —replicó ella con dureza. En su cara había aparecido una expresión de hartazgo—. No lo sé. Y tampoco quiero seguir hablando de esto.

—Pero tenemos que hablarlo. Tú has convertido todo este asunto en algo personal. Respeto tu sentido de la responsabilidad, pero estos asesinatos no son un ataque dirigido contra tu excavación. El verdadero objetivo del asesino no somos nosotros. A Kemal lo mataron por estar donde no debía.

—No me lo tomo como algo personal, pienso en todos los que estamos aquí —se opuso Esra, pero había dulcificado la voz. Sabía que Teoman tenía razón. No tenía derecho a poner en peligro a nadie. Las tablillas de Patasana estaban ya completas. Era una oportunidad perfecta para dar un descanso a la excavación. La ciudad antigua de los hititas se había portado más que generosamente con ellos dándoles mucho más de lo que hubieran esperado. Había llegado el momento de parar. Cualquier otro en su lugar detendría la excavación. Y, como muy bien había precisado Teoman, su trabajo no era atrapar criminales, sino iluminar el pasado. Debía dejar que Eşref resolviera el caso. Todo aquello era verdad, pero no podía conseguir que obedecieran a su razón la incansable cólera y la testaruda rabia de su interior. El asesino les había desafiado, había matado a uno de los suyos, les había destrozado la vida. No podía aceptar que siguiera libre y que, probablemente, continuara matando. Veía como una especie de fuga, como una especie de cobardía, interrumpir en ese momento la excavación y regresar a la universidad representando el papel de científica de éxito.

—Si realmente piensas en todos, debes interrumpir los trabajos —insistió Teoman—. Es lo mejor.

Se acercaban a la puerta del hotel. En ella les esperaban Joachim y sus dos compañeros. Esra, aprovechando la oportunidad para librarse de la charla con Teoman, le dijo:

—Ya hablaremos después de la rueda de prensa.

Se encaminó hacia la puerta. Gracias a su pelo rojo se distinguía de inmediato a Joachim entre el pequeño grupo que se había formado.

—¿Tiene sueño? —le preguntó en su inglés de fuerte acento al ver los ojos hinchados por el llanto de Esra.

—Algo así —contemporizó ella—. He estado trabajando esta noche y…

—No debería haberlo hecho. Debería haber evitado cualquier cosa que ensombreciera su belleza en un día así.

Esra se cansó de aquella conversación.

BOOK: La Tumba Negra
10.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Big Fear by Andrew Case
Rough & Tumble by Kristen Hope Mazzola
From A to Bee by James Dearsley
Raging Blue by Renee Daniel Flagler
La clave de las llaves by Andreu Martín y Jaume Ribera
Advice by Clyde by Amber Lynn
Damage Done by Virginia Duke