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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (50 page)

BOOK: La Tumba Negra
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Como al llegar a la escuela vio una pequeña reunión bajo el emparrado, creyendo que Kemal había regresado, Esra saltó alegre del todoterreno, sin esperar siquiera a que Murat aparcara. Pero se había equivocado, Kemal no estaba entre ellos. Primero reconoció a Joachim, de la delegación de Estambul del Instituto Arqueológico Alemán, y recordaba haber visto antes a los otros dos alemanes con los que hablaba Bernd. Probablemente ellos eran el equipo que había llegado ayer desde Estambul. Joachim se puso en pie sonriendo al verla.


Frau
Esra, ¿cómo está?

En sus labios apareció una sonrisa forzada.

—Bien, gracias, ¿y usted?

Dio la bienvenida a sus invitados estrechándoles la mano uno por uno. Timothy, Teoman y Elif no estaban por allí. Debían de estar trabajando en sus habitaciones. «El mejor momento de recibir visitas, con el trabajo que tenemos», pensó.

—La felicito —dijo Joachim empezando a hablar en inglés. Por mucho acento que tuviera, su inglés se entendía mejor que su mal turco—. Han conseguido un éxito extraordinario. Desenterrar un hallazgo como éste en un yacimiento que lleva tantos años excavándose es literalmente un milagro. Los círculos arqueológicos están demostrando un gran interés. Nos llueven correos electrónicos de todas partes del mundo a nuestra página de Internet. Hay una docena de académicos de Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania que quieren venir a Turquía para ver las tablillas y el lugar de las excavaciones. Es algo grande de verdad.

Esra intentó ser modesta.

—Es un éxito para todos nosotros. Su colaboración tampoco ha sido despreciable. ¿Cómo van los preparativos en Antep?

Joachim tenía que prestar toda su atención para entender el rápido inglés de Esra.

—Todo está listo —contestó por fin—. Ayer surgió un pequeño problema, pero lo solucionamos gracias a Bernd y a Tim. Hace una hora hablé con
herr
Krencker, y en Estambul todo está preparado. Llegan mañana por la mañana.

Bernd no pudo quedarse callado más rato.

—Nosotros también estamos listos —disparó. Y luego añadió volviéndose a Esra—: Ahora mismo voy a llevarles a que vean las excavaciones. Es mejor que lo hagan antes que los periodistas.

—Buena idea —dijo ella. Siguió mirando a Joachim mientras lo decía—. Así se quedarán a cenar.

—Por desgracia, esta tarde tenemos que estar en el hotel. Los periodistas que vienen de Ankara pueden querer localizarnos.

Esra no podía haber recibido una noticia mejor. A pesar de todo, insistió:

—No pasará nada porque lleguen un poco tarde.

Por los ojos de Joachim, que consideraba tanta insistencia algo muy turco, cruzó una chispa de superioridad.

—Gracias, pero no nos es posible.

Ella aparentó aceptar el desaire de mala gana. Se disculpó con la excusa de que tenía que ordenar las fotocopias. Ellos se pusieron de pie y se despidieron hasta el día siguiente en el hotel.

Al pasar por la habitación de Timothy, Esra se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Se asomó y al ver por la puerta entreabierta a Nadide,
la Infiel
, y a su nieto, se retiró. Ahora no tenía tiempo de pararse a hablar con ellos. Se dirigió al aula donde estaba el ordenador.

Se encontró a Teoman ante el teclado, tal y como lo había dejado.

—¿Alguna noticia de Kemal? —le preguntó nada más entrar.

Los ojos de su colega estaban cansados de tanto mirar la pantalla.

—No —respondió parpadeando—. Ni ha llamado, ni ha aparecido. ¿Has podido hablar con Rüstem?

—No.

Esra dejó sobre un pupitre las carpetas que llevaba y volvió a sacar el móvil. El mismo resultado. El número al que llamaba estaba fuera de cobertura.

—¿Es que no tiene teléfono ese museo al aire libre? —preguntó Teoman.

—Parece que no. O por lo menos la persona con la que hablé no lo sabía. —Su mirada se desvió hacia la pantalla y vio que el texto tenía que ver con las tablillas—. ¿Qué estás haciendo?

—Tim ha traducido los colofones de las tablillas. O sea, ha sacado los resúmenes de las tablillas de Patasana. Los estoy pasando al ordenador. Podemos necesitarlos en la rueda de prensa.

—Bien pensado. Seguro que habrá preguntas sobre lo que cuentan las tablillas.

Se dirigió a la puerta.

—Voy a darme una ducha —dijo—. Estoy toda pegajosa de tanto sudar.

Se detuvo apenas hubo dado unos pasos, dio media vuelta y dejó el teléfono móvil junto a Teoman.

—Quédatelo, puede que llame Kemal.

Esra se abandonó un buen rato al agua fría de la ducha. Era como si el agua que la golpeaba en la frente se llevara con ella las ideas que no dejaban de corroerle la mente y le transmitiera un profundo sosiego a su espíritu. Al salir de la ducha sintió cómo se le caía encima el cansancio. Se dirigió con pasos rápidos a su habitación para que nadie la retuviera. Tuvo suerte y pudo llegar a su dormitorio sin tropezarse con Halaf ni con Timothy. Se acostó en la cama y durmió casi una hora. Al despertarse, estaba de nuevo bañada en sudor. Se levantó y salió del cuarto.

Timothy estaba sentado bajo el emparrado. Halaf se encontraba delante de la cocina pelando cebollas y ajos frescos para la cena. Esra se encaminó hacia el americano.

—Hola, parece que se han ido nuestros huéspedes.

—Hola —respondió él, dejando lo que estaba haciendo—. Sí, se han marchado ya.

—No pareces de muy buen humor.

—Lamentablemente, no he podido darle buenas noticias a la pobre mujer. —Timothy parecía tan triste que, de no conocerle, Esra habría creído que estaba a punto de echarse a llorar.

—¿Cómo? ¿Has sabido algo de su hermano?

Él suspiró.

—Sí, ya te había comentado que tengo un antiguo alumno que vive en Nueva York. Le envié un correo electrónico con la dirección de la carta y le pedí que investigara sobre Dikran Papazyan. Ayer me comunicó los resultados de sus pesquisas.

—¿Tan pronto?

—Tuve suerte; mi alumno no tenía nada que hacer. Ese mismo día fue a la dirección. El edificio seguía tal cual, pero no había nadie que conociera al hombre en cuestión. En el bar de la esquina había un tal Bill que llevaba años trabajando allí. Le dijeron a mi alumno que fuera a verlo pues, si alguien sabía algo, debía de ser él. Y la verdad es que el viejo Bill recordó de inmediato a Dikran Papazyan. Había sido amigo suyo. Lo conocía desde que llegó al barrio. Dikran, después de dejar a su hermana Nadya en Turquía, se fue con su madre a Alepo y desde allí logró pasar a Beirut. Pero su madre, que ya estaba enferma para entonces, murió en la capital libanesa. Dikran se quedó allí un tiempo, pero luego, gracias a la insistencia de unos parientes que habían emigrado hacía tiempo a América, viajó al Nuevo Mundo. Fueron esos mismos parientes quienes le encontraron alojamiento y trabajo. De aquellos días conocía Bill a Dikran. Era un hombre muy cortés y silencioso. Quizá demasiado silencioso. Pero cuando bebía perdía la cabeza; primero lloraba y luego le daba por pelearse con todo el mundo. Era un hombre fuerte y no se le podía contener con facilidad. Por eso, Bill empezó a no servirle alcohol. Aunque era un tipo apuesto, como era consciente de su tendencia a perder el control, procuraba mantenerse alejado de los demás, especialmente de las mujeres. Pero ellas no le dejaban en paz. Por fin, una mujer llamada Nancy Wilkinson logró seducirle. Dikran, incapaz de resistirse a la insistencia de Nancy, consintió en casarse con ella. El primer año de matrimonio todo fue bien. Tuvieron un hijo y ambos estaban muy contentos. Dikran llamó a su hijo Armenak. Pero según el niño crecía iban aumentando sus miedos. Las pesadillas le despertaban a medianoche y echaba a correr hacia la cama de su hijo gritando que querían matarle. El miedo se fue convirtiendo en paranoia. Creía que cualquiera con quien se cruzaba quería arrebatarle al niño, y si su hijo sufría la menor enfermedad, le daba una tremenda paliza a su mujer pensando que le estaba envenenando. La pobre Nancy sólo resistió unos meses las palizas y los malos tratos, y una noche abandonó la casa a toda prisa, temiendo que su marido la matara. Dikran, que se quedó solo con su hijo tras la fuga de su esposa, perdió la cabeza por completo. A los médicos que lo examinaron no les costó demasiado emitir un diagnóstico: esquizofrenia paranoide. Así que lo encerraron de inmediato en un hospital psiquiátrico. A partir de ese día se interrumpieron las cartas que recibía Nadide. El pobre hombre murió en el hospital hace veinte años.

—Bueno, ¿y qué fue del pequeño Armenak? —preguntó Esra muy impresionada por la historia.

—No pudo encontrar a su madre, a pesar de que toda su familia estuvo buscándola. Lo dieron en adopción a una pareja norteamericana de clase media. Pero ahora es imposible hallarlo porque en Estados Unidos esos asuntos se llevan a cabo con mucha discreción. De hecho, tampoco creo que la tía Nadide quiera esforzarse mucho en encontrar al niño.

—¿Y qué hizo la tía Nadide cuando supo lo que le había pasado a su hermano?

—¿Qué va a hacer? Primero rompió a llorar, y cuando se calmó, señaló el cielo y dijo: «Es el destino. Él es quien decide». Como puedes ver, intentó consolarse usando un sistema de defensa que la gente de Anatolia lleva milenios poniendo en práctica. Lo intentó, pero esta vez la religión no le sirvió. No podían consolarla ni Jesús, ni Mahoma, ni lo que dicen la Biblia o el Corán. Yo la observaba con atención y podía ver que no había manera de consolar la pena de sus ojos negros. Viéndola así, me dije: «Timothy, estúpido, ¿por qué le has contado la verdad?»

—¿Y tú qué culpa tienes? No seas injusto contigo mismo. La has ayudado en todo lo que has podido.

—No creo haberla ayudado.

Esra nunca lo había visto tan desesperado.

—La mejor manera de ayudarla era mentirle. Así habría seguido viviendo pensando que tenía un hermano allá lejos, aunque fuera un ingrato. Yo le arrebaté la esperanza al contarle la verdad. ¿Tanta falta hacía?

—Vamos, Tim, sabes que no es bueno pensar así. Si no tienes la verdad, ¿qué te queda? Con lo contentos que estamos de haber encontrado las tablillas de Patasana porque nos acercan a la verdad, aunque sólo sea un poco…

—Tienes razón, pero todo eso no sirve para nada.

Esra lo miró como si no le entendiera. La verdad era que a veces pensaba que Timothy contemplaba las cosas sin darles demasiada importancia, que se enfrentaba a la vida con un sentimiento de desapego indefinible. Ahora podía ver que tenía razón, pero eso no impidió que le sorprendiera su actitud.

—Dime, Esra —continuó el americano, parecía que le apeteciera más compartir sus secretos que discutir—. ¿Qué verdad que no sepamos nos van a enseñar las tablillas de Patasana?

—El final de los hititas tardíos… —comenzó a decir ella.

—No, no, ¿qué verdad más básica, más universal nos van a enseñar?

Esra no entendía lo que pretendía decir y Timothy se vio obligado a responder a su propia pregunta.

—La crueldad del ser humano, ¿no? Ésa es la realidad que nos muestran las tablillas de Patasana. ¿Es algo que no supiéramos ya? —y, alzando la voz, repitió—: Dime, ¿es algo que no supiéramos ya?

Miraba a Esra con insistencia, directamente a los ojos. Tras un instante de silencio, continuó hablando:

—De hecho, eso es lo que nos enseña la historia de la humanidad desde sus inicios. Y es una realidad que no cambiará aunque algunos estúpidos digan tonterías como que el hombre es bueno, es hermoso, es sublime…

Guardó silencio y respiró profundamente, como si le costara trabajo hablar.

—¿Sabes por qué he estado tanto tiempo sin unirme a ninguna excavación?

Esra inclinó la cabeza, indicándole que lo ignoraba.

—Por esa verdad de la que estamos hablando. Todo lo que viví en Vietnam me puso enfermo. Estuve meses en una clínica sometido a tratamiento psicológico.

Esta revelación, que Timothy le hizo como si se tratara de un detalle sin importancia, sorprendió de veras a Esra. Así que el americano había estado sometido a tratamiento psicológico. Ahora entendía que, cuando Eşref explicó que había sufrido un síndrome de guerra, él supiera tanto sobre esa enfermedad. Él también la había padecido, y por eso comprendía al capitán. Pero ¿por qué no se lo había contado hasta hoy? Aunque, la verdad, ¿quién contaría algo así? No era tan fácil decir: «He estado en tratamiento psicológico». Y, no obstante, Esra había pensado que un hombre tan en paz consigo mismo como Timothy no habría tenido el menor problema en admitirlo. Bueno, pues ya lo había admitido.

—Había un psiquiatra muy grandullón, pelirrojo y con el pelo de punta al que yo llamaba Jerry, aunque nunca supe su verdadero nombre —continuó Timothy poco después—. Era muy distinto a los demás. Me contaba que la guerra era algo natural. «Tú no eres el único que ha matado a gente. Antes de ti, millones de hombres han matado a otros hombres. Tu comportamiento ha sido muy normal. No te culpes». Me recuperé gracias a sus consejos. Fue de él de quien aprendí que ese instinto salvaje, esa ansia de matar, no era una enfermedad exclusiva de nuestra época. Así fue como olvidé a los compañeros que habían caído a mi lado, que habían quedado mutilados, que gemían de dolor y temblaban de miedo, los cadáveres carbonizados de las aldeas a las que prendimos fuego, los gritos de los guerrilleros del Vietcong a los que fusilamos sin que nos importara que fueran hombres o mujeres. Pude volver a mi carrera después de la guerra gracias a las sesiones de rehabilitación con Jerry.

»Para olvidar los horribles acontecimientos que había vivido, me entregué en cuerpo y alma a mi profesión en cuanto regresé a mi país. Había terminado el tiempo de matar y ahora llegaba el momento de ser creativo. Yo era un hombre de ciencia y estaba obligado a sacar a la luz el pasado desaparecido para que la humanidad pudiera forjarse un futuro más hermoso y más avanzado. Las civilizaciones desconocidas tenían muchas cosas que enseñarnos. Y para aprenderlas, me vine a Mesopotamia en cuanto acabé mi máster en Yale. Cavé con esperanza, fe y decisión. Pero, por desgracia, cada túmulo, cada ciudad antigua, cada templo, cada biblioteca, cada tumba que excavaba, no me mostraban nada distinto a lo que me había dicho Jerry. El ser humano era una criatura despiadada sin remedio posible, que disfrutaba derramando sangre y haciendo sufrir a los demás, y no sólo en nuestros tiempos, sino desde el principio de su existencia. Pero no cejé y seguí excavando con la esperanza de encontrar una tablilla, una inscripción, un relieve o una señal que indicaran lo contrario. Pero, como si fuera un detective que intenta demostrar la inocencia de su padre y que acaba desmoronándose porque cada pista, cada prueba y cada testigo le demuestran que en realidad era un monstruo, yo también acabé sumido en el dolor y la vergüenza en todas las ocasiones. Por eso me escapé de allí y me vine a Turquía hace cinco años. En la vida relativamente más atrasada de aquí, intenté encontrar nuevas amistades y cosas más simples que me ataran a este mundo. Y en parte lo conseguí; hice amigos en Antep, en el pueblo, en las aldeas, y ellos me hicieron generosamente un hueco en sus vidas. Descubrí lo atractivo que puede ser el rojo de la flor del granado, el sabor agridulce de las ciruelas verdes, el gusto de las uvas y el milagro de la melodía de una canción tradicional. Pero también descubrí que todo eso convivía con esa realidad que no me dejaba en paz. Aquí había la misma violencia que en Estados Unidos o que en Vietnam. Comencé a no ver las noticias y a no leer periódicos para no enterarme de las muertes. Intenté huir de la humanidad, o sea, de mí mismo. Pero no pudo ser, no puedes huir de ti mismo… Por eso tuve dudas antes de aceptar cuando me ofrecieron trabajar en el yacimiento. Me daba miedo llegar de nuevo a esa maldita conclusión. Y ha pasado justo lo que me temía. Me he topado con la misma realidad terrible, no sólo en las tablillas de Patasana, sino también en la vida de esa anciana, destrozada por las emigraciones, las enemistades raciales y el fanatismo religioso.

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