La rama hacia el este. El álamo y el viento. (2 page)

BOOK: La rama hacia el este. El álamo y el viento.
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Algo tuvo que ver esa singular alquimia con el «descubrimiento» de Ortiz por poetas rnás jóvenes en la década del 60, cuando empieza a ser visto como un paradigma, un modelo a seguir: mayoritariamente identificados con ideas de izquierda, los jóvenes hallaron en Ortiz al maestro que mejor que nadie había sido capaz de articular un compromiso político con un lirismo extremo, una escritura sutil y hasta exquisita, un muy vasto patrimonio de referencias culturales y una intensa espiritualidad. Pero, a diferencia de otros poetas de izquierda contemporáneos suyos, como Pablo Neruda o su amigo Raúl González Tuñón, Ortiz nunca concibió a la poesía como instrumento de lucha ni la subordinó a un fin político, e incluso son pocos en su obra los poemas cuya temática sea específicamente política, y en éstos lo político aparece siempre integrando un sistema de preocupaciones más vasto, o quizás habría que decir más íntimo o esencial. Aparece, sobre todo, de dos maneras: como esperanza en una utopía redentora y religadora, superadora de dolorosas desavenencias, y como una suerte de estremecida y nunca abstracta ni retórica compasión ante el concreto dolor de los seres humanos, en particular los más pobres, y de los seres vivos en general, privados precisamente por ese dolor de participar de la armonía de relaciones a que el poeta aspiraba y de cuya evocación o recreación se alimenta en lo fundamental su obra.

Esta constante preocupación «humanitaria» o «social» en Ortiz se basa en que, según Saer, su práctica poética «tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda su obra es una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que perturba la contemplación y el goce de la belleza, que para esta poesía es la condición primera del mundo». Sin duda, la contemplación y el goce de la belleza es la condición primera del mundo que construye su poesía, gran parte de cuya riqueza y densidad, además, se deben a la tensión que instaura la presencia del dolor perturbando el goce estético o espiritual, contrapesándolo y así haciéndolo más complejo y tangible, quizá como su contracara necesaria (
Sí, las rosas / y el canto de los pájaros. / Toda la hermosura del mundo, / y la nobleza del hombre, / y el encanto y la fuerza del espíritu. / Sí, la gracia de la primavera, / las sorpresas del cielo y de la mujer. / ¿Pero la hondura negra, el agujero negro, / obsesionantes?
). Sin embargo, el carácter definitorio que Saer da al tema del dolor no puede verificarse en toda la obra de Ortiz, e incluso en muchos poemas, sobre todo en los primeros y los últimos, el dolor está más bien presente como un eco lejano, a veces hasta imperceptible, desplazado o apenas incorporado como un matiz por la asombrada celebración de lo existente, la recreación en palabras de aquello que de milagrosa revelación tiene el encuentro de la sensibilidad con el mundo.

Cuando también Saer halla en Ortiz «un deslumbramiento ante la proliferación enigmática de materia que llamamos mundo», conviene notar el doble rostro del adjetivo «enigmático»: por un lado, no se sabe qué es eso que se presenta ante los ojos, no se lo puede precisar ni encuadrar, e incluso se celebra esa irreductibilidad asombrosa, y, por el otro, eso que está ahí y que siempre resulta en gran medida inaferrable es, a la vez, muy significativo, tiene algo de promesa y de llamado, de rumbo a seguir. En ese aspecto, precisamente, la poesía de Ortiz —que reconoció su deuda con los simbolistas belgas, particularmente con Maeterlinck—puede ser considerada «simbolista»: en su disposición a descubrir en el paisaje, como lo señaló en una entrevista, «todas las dimensiones de lo que lo trasciende o de lo que, diríamos así, lo abisma». Cada cosa —un grillo, un amanecer, el canto de una paloma, unas hierbas, algunos hombres que regresan del trabajo, un gatito, el rocío, un niño tiritando bajo la lluvia— adquiere una dimensión trascendente, inexplicable y necesaria, y la visión del paisaje y de sus seres es un universo de correspondencias a cuyas vibraciones la escritura parece obedecer (
El Jacarandá, acaso, no se parece a una jovencita /sobre la orilla de sus venas? / Una jovencita, verdad? que se eterniza y se eterniza, / aunque transpareciendo / muy fluidamente / unos secretos de rosa en unos secretos azules / hasta la intimidad, apenas, / de un misterio que no llega a posarse, / que, a pesar de ella, fugitivamente, la viste…
). Un universo en el que, por otra parte, no sólo el paisaje, los seres vivos y los objetos adquieren significación, sino también —aunque más esporádicamente— la música de Wolfgang A. Mozart, Johannes Brahms y Claude Debussy, la literatura de Marcel Proust, Jean Cocteau y Henri Michaux o la poesía de Li-Po y John Keats, de Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé y E. E. Cummings.

«Apenas si somos agentes de una voluntad de expresión y de ritmo que está en la vida, en la vida de lodos, en la vida del mundo y de las cosas»: con esas palabras sintetizaba Ortiz su tentativa en sus «Notas autobiográficas», y todo en sus versos parece obedecer con un infinito cuidado al cumplimiento de esa misión: la selección de cada palabra y cada signo de puntuación, el ritmo, la versificación, siempre buscando la mayor delicadeza posible, siempre apostando a la sugerencia, hasta constituir un estilo irrepetible.

Ya era irrepetible, altamente personal, en los primeros poemas, que aparecen distantes de cualquier poética anterior, tanto al menos como los de sus coetáneos, los por entonces vanguardistas Jorge Luis borges, Oliverio Girando o González Tuñón (que, en realidad, eran algunos años menores). Es cierto que, a diferencia de éstos, en la poesía juvenil de Ortiz no se encuentran las más notorias características «generacionales» —el escenario urbano, la actitud desafiante y desenfadada, el vértigo de la vida moderna—, si bien varios poemas de
El agua y la noche
presentan rasgos uiltraístas (
La noche murmura como una arboleda / invisible. / Música de grillos, / sutilmente agria, / tan numerosa que es urdimbre tenue
). Pero ya entonces Ortiz utiliza exclusivamente el verso libre, de métrica irregular y sin rima, como seguirá haciéndolo siempre, con la sola excepción de tres sonetos, únicas composiciones con formas regulares que aparecen en su
Obra completa
, y que el autor no incluyó en su edición de
En el aura del sauce
.

Integrado en su mayor parte por poemas breves, por lo general compuestos de versos cortos o cortísimos (
El otoño, /con manos / diáfanas/ y / brillantes, / está abriendo / un azul purísimo / que moja el paisaje / de una delicia / trémula, /primaveral
), ya en
El agua y la noche
están presentes, o al menos esbozados, la actitud, el lenguaje y las preocupaciones que distinguen al conjunto de la producción del autor. En una obra muy marcada por la insistencia y la recurrencia, el estilo de Ortiz desarrolla, se define y se afirma por expansión y complejidad de ese núcleo inicial, a través de diversas variantes. Así transita del poema muy breve y concentrado al poema-libro (
El Gualeguay
), o de la frase nítida y lineal de los primeros libros a la frase muy larga e intrincada de los últimos. Y del mismo modo, de la columna vertical de versos breves llega a la apariencia de prosa que adopta el verso largo en esa suerte de subgénero típicamente orticiano, denominado por Saer «lírica narrativa», iniciado con el poema «La casa de los pájaros» en
El álamo y el viento
(1947) y que tiene su mayor expresión en «Gualeguay» (incluido en
La brisa profunda
, de 1954), donde, a lo largo de quinientos ochenta y seis versos, y presentándola como un homenaje a la ciudad de su infancia y juventud, el poeta traza una suerte de autobiografía que a su manera también es una búsqueda del tiempo perdido.

La culminación de todo ese proceso son los tres últimos libros,
El junco y la corriente
.
El Gualeguay
y
La orilla que se abisma
, sobre todo el último, y los rasgos más marcados de esa etapa se dan en el modo de cortar los versos sin interrumpir la fluencia de la oración y de disponerlos en el espacio, tal como lo describe Roberto Retamoso al hablar de "la línea discursiva que recorre en su desarrollo moroso —y aquí la morosidad es un efecto de lectura que produce la complejísima sintaxis del texto— la infinidad de versos irregulares que se despliegan desplazando sus posiciones de un lado a otro de la página", en una operación bastante semejante a la que lleva a cabo Pound en
Los cantares
y cuyo más evidente modelo parece ser Mallarmé con su Golpe de dados…

Me has sorprendido, diciéndome, amigo,

que "mi poesía"

debe de parecerse al río que no terminaré nunca,

[nunca, de decir…

Oh, si ella

se pareciese a aquel casi pensamiento que accede

hasta latir

en un amanecer, se dijera, de abanico,

con el salmón del Ibicuy…:

sobre su muerte, así;

abriendo al remontarlo, o poco menos, las aletas

[del día…

(La orilla que se abisma)

No sólo en las ideas implícitas o explícitas que la animan, sino también en el estilo, difícilmente haya poesía más carente de taxatividad o autoritarismo que la de Ortiz, con su abundancia de comillas y diminutivos, su peculiar modo de utilizar los signos de interrogación, sus relativizadoras inserciones adverbiales («más bien», «se diría», «quizá», «si se quiere», «es cierto»), sus maneras de presentar múltiples alternativas a las afirmaciones u observaciones, su recurrencia a los puntos suspensivos cada vez más frecuente. «Ninguna obra más alejada que ésta de ser el producto de una voz fuerte que genera una lectura identificatoria», escribe al respecto Támara Kamenszain, para hacer notar que la fortaleza de Ortiz «consiste más bien en un encuentro con la debilidad» y que al fin y al cabo
En el aura del sauce
puede verse como el resultado de "años de trabajo paciente para despojar a la poesía de sus corazas e instalarla en ese lugar desolado ('a la intemperie sin fin') donde habita lo que no tiene más objeto que el de sus propias carencias".

A eso se refiere Hugo Gola cuando señala que «Ortiz se esmeró por restarle gravedad a la lengua, por aliviarla de todo peso». El modo en que, por ejemplo, al colocar palabras o frases entre comillas, relativiza lo que dice, lo deja un poco en estado de cita y lo carga de temblorosa indecisión, así como su proclividad hacia los diminutivos, la notoria preferencia por la vocal "i", el estado de suspensión en que suele dejar las frases —y no sólo mediante la recurrencia a puntos suspensivos—, la presencia del modo potencial o bien los signos de interrogación gracias a los cuales las afirmaciones terminan convirtiéndose en trémulas preguntas, parecen surgidos de un temor radical a la posibilidad de una lengua obnubiladora, impositiva o enajenante. Es en esa dirección en la que, como apunta Gola, Ortiz «eliminó las estridencias, apagó los sonidos metálicos, multiplicó las terminaciones femeninas, disminuyendo la distancia entre los tonos, aproximándose al murmullo».

Claro que, tanto como una prevención o más, esta actitud implica un profundo respeto a la lengua. Así como a las señales provenientes de los hombres y del paisaje, amorosa y escrupulosamente, Ortiz atiende a las resonancias de las palabras, sus íntimas razones de ser. No hay en su escritura nada de ingenuidad —como tampoco es ingenua su apertura al mundo— sino una suerte de encuentro amoroso con una materia que se siente tan íntima y cercana como irreductible y ajena, sin jamás forzarla y entendiendo que esa materia verbal tiene sus razones propias, o, más bien, su propio modo de hacerse cargo de aquellas necesidades por las que surge el poema, o la escritura en general.

No hay palabra en la poesía de Ortiz, podría decirse, que no diga siempre «algo más» de lo que significa habitualmente, lo que se acentúa con el uso del entrecomillado, pero ese «decir algo más» implica exactamente lo opuesto a cualquier culto del poder de las palabras. Lo singular, o al menos un rasgo que aparta mucho a la poesía de Ortiz de la de sus compañeros de generación y de la mayor parte de la que vino después, es que, a la vez, no hay en ella palabras que acepten exhibirse mucho por sí mismas, ni siquiera cuando el poeta recurre a vocablos de otras lenguas, sobre todo el francés («
bassins
», «
féerie
», «
élan
», «
revene
»), o cuando usa ciertos términos de un modo desusado o incluso los inventa («olivamente», «ocarinar», «subescalofrío», «transparecer», «vahear», «enguirnaldadamente»). No sólo esa renuencia de las palabras a ocupar un primer plano notorio tiene que ver con la decisión de que todo en la escritura se subordine a una necesidad profunda, sino que tampoco las palabras pueden pesar mucho porque deben abandonarse al destino de fluir que Ortiz otorga a sus poemas.

Todo poema de Ortiz fluye, como fluyen las aguas, las nubes y las estaciones del año en el paisaje entrerriano, de ahí que tantas veces esta poesía haya sido descrita —incluso por su autor— a través de la metáfora del río. No casualmente, por otra parte, los ríos constituyen una referencia asidua en Ortiz, hasta el punto de que
El Gualeguay
es un solo extenso poema, el más largo de su obra —2.639 versos—, que tiene como único tema el río que recorre junto a la ciudad homónima (a la que Ortiz dedicó otro poema extenso, «Gualeguay») y es a la vez un poema-río, por su forma y por cómo su corriente va arrastrando nombres e imágenes y reflexiones con un ritmo pausado y persistente, dedicado más que nada a dejarse correr.

Así también, el transcurrir del poema orticiano se ve metaforizado en la expresión «hilo de flauta» usada por el autor varias veces. Por las delicadas sonoridades cristalinas que pueblan los versos y porque antes que a cualquier otra cosa —y mucho más en los últimos libros— la poesía de Ortiz tiende a ser música: aunque existe en el espacio, porque está impresa en el papel de la página, quiere ser leída como si sólo existiera en el tiempo de la lectura, siempre deshaciéndose y sucediéndose a sí misma a medida que se despliega. Y no sólo «lo musical» se da en lo sonoro o en el transcurrir de las oraciones: se podría decir que Ortiz piensa de acuerdo con el modelo de la música y hasta es posible hablar, quizá, de una «música del pensamiento», en tanto su poesía cada vez más tiende a ser un pensamiento que se permite desplegarse sin restricciones, ensimismado en lo que él mismo va convocando. Éstos son rasgos que, aunque están ya esbozados en los casi estupefactos y levísimos brochazos breves con que irrumpen la materia y el tiempo en
El agua y la noche
y
El alba sube
…, se vuelven dominantes a través de la arborescente proliferación de balbuceos que es cada poema de sus últimos libros.

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