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Authors: Fabio Fusaro & Bobby Ventura

Tags: #Autoayuda

La mujer de tus sueños (7 page)

BOOK: La mujer de tus sueños
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Espero que ahora entiendan por qué evité realizar una descripción detallada sobre las virtudes físicas de Inés, la esposa de mi amigo, al comienzo de este capítulo.

Aunque hace como un año que edité mi primer libro y la turra todavía va por la página diecinueve, éste algún día lo va a leer… Y que se yo… Me da cosa…

¡Hola Inés!

Las que deciden son ellas

—¿Me pongo la remera azul de «Paula» o el tapado negro largo?

—La remera azul te queda bárbara.

—No, mejor me pongo el tapado, porque me lo regaló Mechi.

—¿Y para qué mierda me preguntás, si ya lo tenés decidido?

Es otra de las preguntas sin respuesta para un hombre. ¿Será otra de sus maneras de hacerte sentir como un pelotudo? ¿Será que nos están facturando a todos los hombres, ese lugar relegado que le dejaron en la historia del mundo nuestros antepasados machistas? ¿Será que es la forma que tienen de decidir las cosas, y que ancestralmente llevan en su genética?

Eva a Adán: —¿Así que no somos iguales? OK. ¡No sabés lo que vas a sufrir para coger!

Y de ahí en más, cagamos todos.

Porque las muy turras son capaces de transmitir, de generación en generación, órdenes para cagarnos. Quizá sea a través del amamantamiento.

O tal vez en algún momento de la vida, a cada mujer, otra más grande la sienta y le dice:

—Marcelita: este momento es trascendental en tu vida y en la de todas nosotras las mujeres… Tenés que jurar que jamás hablarás con un hombre sobre esta conversación que vamos a tener.

Y Marcelita jura.

—Los hombres tienen que creer que el parto duele —continua diciendo la mayor.

—¿Y no es así? —pregunta desconcertada Marcelita.

—No tontita, ¿cómo va a doler? Son sólo unas cosquillas. Pero dar a luz es una de las pocas cosas que podemos hacer y ellos no. Tenemos que hacer que, como desde el comienzo del mundo, crean que es un tremendo sacrificio que ellos no podrían soportar. O sea que cuando estés en la sala de parto y la partera te guiñe un ojo empezá a gritar como una marrana, llorá, retorcete, decí «no puedo, no puedo», que se yo… Lo que se te ocurra.

—¿Pero el médico no se va a dar cuenta?

—No… No te olvides que antes de ser médico es hombre. Ni él ni ninguno podrá probar jamás que el parto no duele.

Y es así como desde hace millones de siglos nos vienen rompiendo las pelotas con eso de que ellas pueden dar a luz y nosotros no y que además nosotros no nos bancaríamos ese momento tan doloroso. Yo quisiera meter cien mujeres en una isla desierta y esperar a que dé a luz alguna.

Otra de las cosas que nos hacen creer es que fuimos los que decidimos dar comienzo a una relación. «Me la gané», decimos habitualmente, creyendo que con las pilchas que nos pusimos ese día y nuestra frase matadora final, cayó rendida. Si le hubiéramos dicho otra cosa, o nos hubiésemos vestido de otra manera, habría caído igual. Porque en realidad no cayó; «se tiró», que no es lo mismo.

Germán era redactor de una agencia de publicidad y había viajado a Mendoza a supervisar la filmación de un comercial. Su estadía fue corta. Llegó a la madrugada y ese mismo día a la tarde estaba en la estación de trenes para emprender el regreso a Buenos Aires.

Mientras caminaba por el andén, vió una chica sentada en un banco al lado de un joven, supuestamente esperando el mismo tren. Pocas veces en su vida había visto una belleza semejante. No podía dejar de caminar de un lado al otro del andén, pasando por delante de ella para pegarle unas disimuladas miradas y tratar de darse cuenta de que en realidad no era tan linda como a él le parecía; pero con cada pasada se convencía más de que lo que había visto en un primer momento era cierto.

Al llegar el tren, la chica se despide del joven con un beso en la mejilla y sube sola al 5to. vagón.

«Upa, que casualidad; vamos en el mismo vagón» pensó Germán.

Ni les digo entonces la sorpresa que se llevó al ver que la chica tenía ventanilla 36 y él, pasillo 37. Dios… Qué viaje le esperaba. Ni por casualidad pensó en que existiese siquiera la más mínima posibilidad de lograr algo con ese bombón, pero viajar desde Mendoza a Buenos Aires a su lado, ya era una cosa espectacular.

La chica resultó, además, bastante simpática. Se llamaba Verónica. Al ratito de arrancar el tren, Germán le ofreció prestarle una revista de chistes de «Cicuta» (y bueno… era lo que tenía) y comenzaron a reírse junto de las tontas maldades del personaje.

Buena Onda.

Como a las dos horas de viaje, ya se trataban como amigos.

La noche echó su manto sobre los oscurecidos vagones de aquel tren que como un fantasma atravesaba los campos… Bueno… No me voy a andar poniendo en poeta… Se hizo de noche.

Ya medio agotados los temas de conversación, y como para cortar uno de esos incómodos silencios, a Germán se le ocurre tararear una canción.

—Ay, me encanta ese tema —dijo Verónica.

—¿En serio? —pregunta Germán sorprendido.

—Sí, de verdad. ¿Quién lo canta? —pregunta con gesto de hacer memoria.

—Yo.

—Que tonto, dale…

—Son by four.

—Ah… Cierto… Dale… Cantalo.

—No… No… No canto bien.

—Dale, dale; cantalo, que me encanta.

—Bueno… Perdona si te estoy llamando en este momento, pero me hacía falta escuchar de nuevo… aunque sea un instante tu respiración…

—Ay… ¿Por qué decís que cantás mal? Me encanta como cantás —le dice Vero.

«Esto no está pasando» piensa Germán, mientras continúa haciendo gala de sus dotes como cantante melódico.

—¿No me cantás otra? —le pide ella al finalizar «A puro dolor».

—¿Me vas a hacer cantar hasta Retiro? —pregunta Germnán con sonrisita de ganador.

—Dale… —le ruega ella dulcemente —¿Sabés alguna en inglés?

—I’ve never seen you looking so lovely as you did tonight… I’ve never seen you shinning so bright…

—Ay… Me encanta…

Y el tipo, así en voz bajita, casi al oído y en medio de la tenue luz del vagón, se despachó con Lady in Red completa.

—¿Te gustan más las canciones en inglés que en castellano? —pregunta Germán.

—En realidad, los temas que más me gustan son en portugués.

Él, en portugués no sabía ninguno, pero algo había que inventar.

La miró a los ojos con carita de galán y sin meditar palabra previa, arrancó: Eu… qui de si yeitu so voce saimia brij… que soluasi qui eu consigo describí… janiniu dolci que mi jave pri seinchí…

El tipo mandaba cualquier verdura, pero sonaba lindo… Y ella estaba como hipnotizada.

Obviamente, luego de cantarla toda, ella le pidió otra, ya con su cabecita levemente apoyada en su hombro.

«Soy un ganador total» pensaba Germán, sin poder creer aún lo que estaba pasando. Él nunca había sido el rey del levante y mucho menos, en un viaje en tren con un bombón como ese.

—Me encantan… Me encantan esas canciones —suspiraba Verónica.

Y ya que había enganchado la onda brasilera y que ella moría por esas canciones, siguió:

—Eu prichiso chi falá… encontá di chualquie yeitu… pre sentá y conversá… di coisas van du contuvejtuuuuu…

Agrandado el tipo, ya sentía que ese era su idioma natal.

Como al cuarto tema brasuca, Germán se decide y le pone un beso.

«¡Tigreee, Fieraaa, Geniooo!» Pensaba sobre sí mismo, mientras se besaban dulcemente bajo el estrellado cielo cordobés.

Que ganador. De película. Qué bien la había hecho. Qué derroche de seducción y romanticismo. La había matado.

Ya llegando a Retiro y habiendo pasado el furor de aquel romántico momento, venían tomados de la mano, charlando, y conociéndose un poco más.

—¿Y vos que hacías en Mendoza? —pregunta ella.

—Vine a supervisar la filmación de un comercial. Soy redactor publicitario.

—Ah… Mirá que lindo.

—¿Y vos?

—Yo fui unos días a visitar a mi hermano, que vive allá.

—¿Y a que te dedicás?

—Soy profesora de portugués.

Germán en ese momento sintió que pasaba de ser Luis Miguel a Mr. Bean.

No podía creer que había estado cantando esa sarta de pelotudeces en el momento y que ella le hubiese demostrado que estaba enloquecida.

La mina lo que quería era atracárselo porque le había gustado y le hizo creer que la había seducido como los galanes de las películas.

Los hombres creemos que en el momento previo al primer beso, ponemos la trampa y ellas la pisan, cuando en realidad la ven y ponen el pie. Se dejan agarrar.

Cuando nos levantamos una mina, es porque desde antes, ya sea años o minutos, ellas tienen la decisión tomada.

El caso anterior nos sirve para ilustrar el hecho de que, aunque nos hagan creer lo contrario, las que se dejan agarrar son ellas.

Germán la había conocido en ese momento, pero cuando tenés a una mujer en la mira desde hace tiempo, es lo mismo. No tenés que buscar las palabras exactas, la salida perfecta, la frase matadora. Esos son sólo detalles que adornan. Lo que tenés que hacer es que sienta curiosidad, que se fije en vos, que te vea distinto. Así es como se enamoran.

Nosotros no decidimos nada. Las que siempre tienen la decisión final son ellas. No nos engañemos. Lo que tenemos que hacer es inducirlas a que la tomen.

—Bueno, —responde Marcelita— prometo seguir la tradición y no revelar lo del parto.

—Esperá —continúa diciendo la mujer mayor—, que hay muchas más cosas que los hombres deben creer que sentimos… ¿Escuchaste hablar del orgasmo?

Ellas dicen que buscan una cosa, pero buscan otra

Fernando tenía una secretaria que te tenías que tomar dos Valium antes de verla, si no querías infartarte y quedar mal delante de la mina. Se llamaba Carmen. Tenía un cuerpo escultural. Mucha onda. Era muy despierta. Y además, del tipo «guerrera». Después de varios escarceos y de declaraciones de mutuas ganas de trincarnos, la saqué una noche. Yo no te puedo explicar… Se apareció con un saco y una pollerita, muy sobria. Toda de negro. Salvo que la mini le quedaba, como corresponde, tres talles más chico. Las gambas se lo permitían. Quiero que te imagines la situación: la llevé a cenar a uno de esos sitios. Cuando levanté la cabeza del menú para preguntarle qué iba a tomar, todo el mundo nos estaba mirando. Se había sacado el saco y debajo sólo tenía un corpiño de encaje negro que dejaba ver dos globos hermosos peleando por escaparse de él. Lo más impresionante (si algo podía ser más impresionante) era que la mina actuaba como si nada. Tipo «Quién me va a mirar, si no tengo nada». Primera situación en la que cualquier animal hubiera caído en una vulgaridad que no lo habría llevado demasiado lejos.

Yo, por el contrario, me comporté como un caballerito. Como si me fuera cotidiano salir con un huesito infernal en corpiño. Es más: le tiré un par de chistes al respecto, muy educados, por cierto, enalteciendo su belleza natural. El tema es que terminamos de cenar y me propone ir a tomar algo. Cazamos el auto y no habíamos hecho doscientos metros, que sin mediar palabra al respecto, encaré el portón de un telo.

Nunca nos habíamos besado hasta el momento, pero las charlas que veníamos manteniendo lo permitían; si no, yo jamás me hubiera expuesto tanto a un posible rechazo bochornoso.

Pero volamos a la puerta del telo. La chiquilla en corpiño de encaje negro me tira:

—¡Ay! No, por favor… No te enojes, pero no estoy preparada… Sorry… Te juro que me encantás, pero por favor, no entremos… Ya se que soy una boluda, pero es la primera vez que salimos…

—Todo bien. No te preocupes… Te entiendo.

Segunda situación en la que un animal hubiera reaccionado vulgarmente.

Yo comprendí. No me enojé. Más allá de ser lo humanamente correcto si es que la minita no te está histeriqueando o gastando, es lo mejor que podés hacer. Podés hacer otras mil cosas. Suplicar, tratar de violarla (la violación es un delito, perpetrado por cobardes impotentes, que los autores rechazamos de plano), recontraputearla. Pero no sólo te va a perder el respeto, sino que además va a saber que te tiene comiendo de la mano.

En cambio, una retirada con onda… Mirá, si no: al otro día, me llama Fernando para contarme que Carmen estaba muerta conmigo. Que le había fascinado mi actitud de respeto y comprensión, y que nunca la había pasado así con un tipo. Mentiras. Seguro que alguno lo habrá hecho cagar más de risa que yo o habrá sido más romántico. Pero eso fue con lo que ella se quedó. Y mirá que tipos le sobraban a full.

Es más: tres días después salimos por segunda vez.

—Vamos a comer algo —le propuse.

—No, mejor vamos primero a un telo y en todo caso comemos algo después.

Nuevamente: las mujeres no son como los hombres.

Ellas hablan de lo que creen que quieren o lo que creen que sienten. Y en esto (solo en esto) no es que sean tan turras y jueguen con nosotros. En todo caso, el calificativo es otro; porque el tema es que hasta ellas se lo creen.

Carmen creía sinceramente que ni bien nos viésemos íbamos a tener sexo descontrolado, que lo nuestro era pura química y que íbamos a explotar en la cama. Pero lo que realmente quería esa noche, era que el chico que le gustaba en ese momento la sedujera un poco más. O quería comprobar que todo lo que nos decíamos era verdad. Sólo Dios sabe lo que Carmen quería. Pero ella no. Y lo que ella quería verdaderamente en la primera cita, estaba muy lejos de lo que demostraba la infartante chica en corpiño.

Claro: en la segunda cita todo cambió y fue más parecido a lo que ella creía que quería para la primera. Se relajó, se puso unos pantalones que le marcaban hasta las intenciones, una remerita que no decía nada (salvo «acá abajo tengo un par de gomas que nunca te las vas a olvidar en tu vida»), y entonces sí nos pasamos toda la noche en un telo.

Las minas son así. Se te aparecen en corpiño, pero no significa que quieran tener sexo; se te aparecen en armadura, y no significa que no lo quieran.

Algo similar sucedió con Florencia.

Estábamos con un grupo de amigos y amigas una cálida noche de diciembre en el cantobar, cuando de repente apareció Florencia disfrazada de «nenita». Tenía una remerita blanca de algodón, una pollerita escocesa, estaba peinada con dos colitas, se había pintado unas pequitas alrededor de la nariz y en la mano llevaba un chupetín de esos grandotes de colores.

—¿Qué hacés así vestida, Flor? —le preguntó una de sus amigas.

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