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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (3 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—¿Supone eso que piensan abandonarme a mi suerte? No acabo de creerlo.

—Es cierto que sus servicios han sido infinitamente valiosos y que nuestro agradecimiento…

—No me refería a eso, señor de Lorenzo. Me encuentro en perfecto estado físico y mental, y eso supone para la compañía miles de millones. Me sorprendería que los tirasen a la basura.

—No hable así, por favor. Estamos hablando de usted, de una vida humana…

—Considero el valor de la vida humana muy relativo. El valor de mi vida, por ejemplo, es infinito para mí, pero eso carece de importancia. Que el valor de mi vida sea considerable para la compañía sí es relevante. ¿Cuáles son mis instrucciones?

—Simplemente debe esperar.

—¿Esperar a qué?

Algo agudo salió del respaldo de su asiento y se clavó entre sus omóplatos. La respuesta del director de seguridad era ya innecesaria, puesto que Éremos captó en un fogonazo de comprensión lo que le iba a ocurrir.

—Siento actuar así, señor Éremos, pero lo hacemos por su propio bien. Estas instalaciones de hibernación le garantizarn un sueño profundo, largo y absolutamente seguro hasta que lleguen tiempos mejores. En su momento se le compensar…

Mientras el torpor de la droga se adueñaba de él, Éremos comprendió por qué los cerebros de la Honyc no estaban dispuestos a ocultarlo sin más en el anonimato de algún lugar remoto. ¿Cómo permitir que el implacable paso del tiempo rebajase el valor de su más cara inversión genética? Aunque existiera el riesgo de que se produjeran deterioros irreversibles en su mente, era mejor dormirlo en la plenitud de su edad y resucitarlo algún día lejano, aún joven, y dispuesto para matar.

El último pensamiento de Éremos antes de hundirse en la larga inconsciencia no fue de adiós para un mundo al que nunca había llegado a pertenecer, sino de curiosidad por el que vería como espectador desapasionado cuando de nuevo despertase.

19 de Noviembre de 2116
(Veinte Años Después)

En su despacho de Ginebra, Yukio Sikata, comisionado del GNU para las relaciones alienígenas, tuvo una desagradable entrevista.

«Relaciones alienígenas» era tal vez un título demasiado pomposo. Las relaciones para las que se le había comisionado se limitaban a una sola especie extraterrestre, los Tritones, ya que éstos impedían celosamente cualquier contacto entre los humanos y otras razas inteligentes. Por referencias y alusiones, Sikata conocía la existencia de al menos otras tres especies que también comerciaban con los Tritones. Sospechaba que podían ser muchas más, pero todas, a lo que parecía, topaban con el mismo obstáculo: la imposibilidad de viajar entre las estrellas a más velocidad que la luz. Los Tritones, únicos propietarios de aquel secreto, se negaban a compartirlo y detentaban sin concesiones el tiránico poder de su monopolio.

La imagen holográfica se materializó ante él. El Tritón flotaba en un líquido de color ocre que, según suponían los biólogos, debía de tratarse de un fluido rico en metano y amoníaco, una especie de caldo primordial similar al que sustentara los primeros organismos vivientes de la Tierra.

Sin ser un experto, Sikata estaba al tanto de las discusiones que los Tritones, cuyo verdadero nombre era impronunciable para los humanos, habían suscitado entre los científicos. Hasta el contacto con ellos, casi treinta años atrás, la mayoría de los biólogos opinaban que, por más inteligente que fuese una especie, no podría desarrollar una civilización en un medio acuoso. La tecnología del fuego, en particular, parecía lejos de su alcance. En la propia Tierra, animales tan inteligentes como los delfines habían quedado estancados en la evolución muy por debajo de los primeros estadios del hombre. La aparición en escena de los Tritones debería haber derribado aquellas teorías, pero algunos estudiosos aún sostenían que era imposible que hubiesen construido aparatos tan complicados como los mismos arneses que utilizaban para manipular sus herramientas. El xenólogo Capri defendía desde hacía algunos años la teoría de que los Tritones no eran más que los herederos de una cultura ya desaparecida, que les habría hecho ascender desde los estadios animales hasta el viaje hiperespacial.

Fuere como fuere, la triste realidad era que el poder de los Tritones superaba largamente al de los humanos, y que no les incomodaba recordárselo a todas horas. Como tantas otras personas, Sikata se preguntaba si la humanidad obtenía algún beneficio de la relación con los alienígenas. Por el momento, gracias a ellos habían colonizado otros mundos, aliviado sus excedentes de población y paliado las carencias más urgentes de materias primas. Pero los Tritones siempre dejaban presente que cualquier intento de los terrestres para arrebatarles el secreto del viaje hiperlumínico sería castigado con dureza, como habían demostrado tiempo atrás aniquilando el planeta Kali. Y esta amenaza tenía el efecto de una pistola apoyada en la sien de la humanidad.

El Tritón se agitaba en su fluido, tal vez impaciente. Por ambos costados corrían dos largas aletas, tornasoladas e inquietas como cortinas movidas por el viento. El alienígena tenía tres ojos, dos en los laterales, como un cetáceo terrestre, y uno enorme en la frente, que a pesar de la distancia taladraba a Sikata con su pupila inhumana. El comisionado no tenía forma de saber si aquel individuo en particular se había entrevistado ya antes con él. Los Tritones no tenían la delicadeza de presentarse, sus arneses eran todos iguales y en cuanto a las diferencias físicas, tal vez lo fuesen para ellos, pero los humanos no las captaban.

—Mis saludos —empezó Sikata, sin muchas formalidades. Si los Tritones las tenían, no dejaban de ser incomprensibles para los humanos y era mejor prescindir de ellas que cometer un afrentoso error—. Hoy no teníamos previsto ningún encuentro. ¿Ocurre algo fuera de lo normal?

Su pregunta tardó unos segundos en llegar al Tritón. ¿Demora del traductor o distancia espacial? Era imposible saberlo. El espécimen con el que hablaba podía encontrarse a bordo de una nave en las inmediaciones de la Tierra o en cualquier otro lugar si, como se suponía, los Tritones dominaban también las comunicaciones a velocidades mayores que la luz.

—Es un problema que tú debes solucionar, comisionado —respondió en los auriculares la voz de Freida, su traductora particular, que trabajaba con el apoyo de un ordenador—. Hay un problema en uno de los planetas que se os han concedido.

Sikata tragó saliva y se agarró el abdomen, en el que había sentido una punzada de miedo.

—¿A qué planeta te refieres?

—Planeta código 878-54-04.

«Radamantis», añadió la voz de Freida, después de consultar con el ordenador. Sikata resopló entre dientes. Nada bueno podía venir de aquella escoria orbitante.

—Conozco el planeta. ¿Qué ocurre allí? ¿Algo que incumba a vuestro pueblo?

La frente roma del Tritón se arrugó y aquel ojo monstruoso se contrajo en un gesto indescifrable.

—Nave nuestra… (ruido de fondo: Freida se confesó incapaz de traducir)… Radamantis. Los humanos han puesto sus palpos… sus manos en la nave (…) Destrucción.

La voz de Freida, siempre tan profesional, sonaba nerviosa, y no era para menos. Si Sikata no estaba malinterpretando al Tritón, en Radamantis había una nave alienígena. Pero sus vehículos jamás aterrizaban en los mundos humanos; ni siquiera se acercaban lo bastante para permitir reconocimiento visual. Sólo un accidente podía explicar que una nave Tritónide se hubiera posado en Radamantis, pero su interlocutor jamás lo reconocería. Si algo le había enseñado su experiencia con los Tritones era que nunca mostraban sus debilidades. Sikata había disfrutado en ocasiones fantaseando sobre el día en que viese por fin un error de los alienígenas, pero ahora se le resecaba la garganta al pensar en lo que podría ocurrir.

—¿Destrucción? ¿A qué destrucción te refieres?

—En trece días queremos la devolución de la nave. Todos los humanos que la hayan visto deben sernos entregados.

—Quieres decir que nosotros debemos devolveros la nave. Con «nosotros», Sikata se refería al GNU, aunque dudaba de que al Tritón le importara ese detalle.

—Afirmativo.

—Pero el problema es que… Radamantis está… —¿cómo explicarle aquello?— fuera de nuestra jurisdicción. Los que gobiernan en Radamantis no van a obedecernos si nos limitamos a pedirles la devolución de la nave. Se nos debería dejar transferir naves de combate para ello.

—No transferiremos naves de combate. Nunca. Nosotros os concedimos ese planeta.

Los Tritones no tenían problemas para imponer su autoridad en ningún lugar y no entendían que otros sí los tuvieran. Sikata respiró hondo. Tendrían que ponerse en contacto con las autoridades del planeta y explicarles la verdadera gravedad del problema. Por desgracia, no estaba demasiado clara la identidad de estas autoridades, y hasta el momento al GNU no le había interesado solucionar aquella cuestión. Se decía que el planeta era casi un feudo de la Tyrsenus, aunque estaba prohibido que las compañías poseyesen mundos de tamaño mayor que la Luna, y que en el departamento de Colonización del GNU corrían sobres con cifras astronómicas para tapar bocas; pero aquello caía fuera de las competencias de Sikata. Sin embargo, ahora tendría que actuar. La otra opción era la destrucción del planeta entero. Aunque Radamantis hubiese nacido como colonia penal, a Sikata le era difícil pensar en la muerte de varios millones de personas como una elección tolerable.

—De modo que en trece días aniquilaríais el planeta… —dijo, pensando en voz alta. Tenían al menos la suerte de que las unidades discretas en que los Tritones dividían el tiempo eran distintas de las humanas: para ellos, el lapso que Freida traducía como trece días expresaba la misma urgencia que para los hombres veinticuatro horas.

—Si en trece días no cumplís las instrucciones, será la destrucción para los humanos —insistió el Tritón.

—¿Para todos los humanos?

—Todos los sistemas humanos serán destruidos. Adiós.

La comunicación se cortó abruptamente. Donde había estado la imagen holográfica sólo quedó la negrura de una pared oscura. Sikata se había quedado con los dedos agarrotados en los reposabrazos de su sillón.

Su terror habría sido aún más intenso de haber sabido que la comunicación había sido interceptada. En ese mismo momento, orbitando en una estación a miles de kilómetros sobre la superficie terrestre, el genedir Newton, de la Honyc, estaba integrando datos para tomar una decisión. Pero, programado con el fin de perseguir tan sólo el beneficio de la compañía, no sentía ningún estremecimiento pensando en el filo de la espada que acababa de quedar suspendida sobre las cabezas de toda la humanidad. El punto básico que entendía en la información recibida era que se presentaba una ocasión única de apoderarse de una nave Tritónide.

Los músculos de sus ojos intentaron entrecerrar éstos para meditar, pero las cuencas estaban vacías. Un dedo blancuzco y esquelético rascó la sien hipertrofiada, junto a una de las entradas de interfaz que le abastecía de datos exteriores y que hubiera supuesto su inapelable condena a muerte de no haber sido Newton una abominación oculta a las autoridades.

El consejo de administración le hubiera reprochado tomar una iniciativa tan arriesgada. Pero el tiempo urgía, y él dependía directamente de Paul Honnenk Sr., y sabía que a su patrón la decisión le parecería acertada cuando se la comunicara.

De modo que, veinte años después de que fuera congelado para salvarlo de la caza de genetos, Newton dio la orden de despertar a Éremos.

20 de Noviembre

Teresa Duque, joven criomédica, había oído de niña historias de terror acerca de los genetos. Eran monstruos sedientos de sangre, creados por científicos locos que habían intentado suplantar a Dios y sustituir su obra natural por otra más perfecta. Pero, según la versión oficial, un tanto abundante en literatura, el corazón de las células del hombre albergaba un secreto más poderoso y mortífero que el del átomo, más indomeñable que la fusión nuclear, y aquellos aprendices de brujo acabaron engendrando horrores incontrolables. Cuando algunas de aquellas abominaciones salieron a la luz, la opinión pública, que a finales del siglo anterior se había ido volviendo cada vez más desconfiada y suspicaz ante la ingeniería genética, exigió espantada a sus líderes que tomaran decisiones drásticas.

En la penumbra del laboratorio, la plataforma que sustentaba el féretro cristalino empezó a ascender lentamente desde la bodega. El biohielo que rodeaba el cuerpo se estaba sublimando entre jirones de vapor, blanquecino y fantasmal a la luz de los dos focos que se centraban en la cuba. Teresa podía escuchar las respiraciones de sus dos compañeros, tan acezantes como la suya, concentradas en exhalar cada aliento e inhalar cada bocanada. No se hubiera sentido más receloso el profesor Van Helsing al destapar el ataúd de su enemigo ancestral.

Éremos. Así se llamaba el geneto al que tenían que descongelar. Horas antes, Teresa había consultado el significado de aquel nombre griego: solitario, desierto. Baldío.

Seguramente, el geneto no había tenido nada que ver con el virus de Hampton, que mataba selectivamente a los negros, y que, según se había descubierto, era un desarrollo de la Kwel, encargado por varios paragobiernos. Y era más antiguo que los Mirmidones, la raza superior creada en Öo por la secta de los cainitas. Pero aunque aquel individuo particular al que debían descongelar no tuviese la culpa de aquellos crímenes del pasado, Teresa no pudo evitar un escalofrío cuando se asomó a la cubeta y vio su cuerpo desnudo, sumergido en el fluido nutriente que había quedado al descubierto bajo el hielo ya sublimado. No era un gigante hercúleo como había imaginado. En su cuerpo apenas había una gota de grasa y los músculos se veían escrupulosamente tallados, pero eran finos y ligeros, y las manos de dedos delicados, casi femeninos, no parecían las de un asesino.

—Vaya, no es para tanto. —La voz de Marcos, el técnico de sistemas, expresó la opinión que había pasado por la cabeza de los tres. Mientras tecleaba la secuencia de reanimación, miró a Teresa con una sonrisa que él quiso pícara y a ella se le antojó rijosa—. Ni siquiera está más dotado de lo normal. Si yo hubiese dejado que retocasen mis cromosomas, lo primero que habría pedido es que me aumentasen el tamaño del…

—… Del cerebro, que es lo que tienes entre las piernas —completó Alicia, la criotécnica, con voz malhumorada. Era difícil distinguir los rasgos de aquel hombre, ya que tenía la cabeza rodeada de cables, sensores y estimuladores que en aquel momento enviaban a su cerebro paralizado las señales de reanimación. Teresa vigilaba los signos vitales con recelo. No era la primera vez que descongelaba a un paciente, pero nunca lo había hecho con tanta premura como ahora se le exigía.

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