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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (26 page)

BOOK: La mirada de las furias
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El viejo no había mencionado a Polifemo en ningún momento; Éremos lo había dicho por tantear, pero dio en el clavo.

—¡Maldito viejo cabrón! Polifemo es mi mejor amigo y me hubiera cortado un brazo antes de desprenderme de él.

—¿Por qué ha cambiado de personalidad? ¿Tiene algo que ver con ese viaje del que le he hablado?

—Más o menos. En realidad no he cambiado de personalidad. Sólo me he cambiado la cara y el nombre y he hecho que borren algunos archivos para evitar que gente como usted venga a preguntarme precisamente por lo que me está preguntando.

—Yo a eso le llamaría cambiar de personalidad. ¿Recibió amenazas o presiones de alguien?

—Amenazas exactamente, no. Lo que recibí fue un tiro en el estómago que me tuvo tres meses fuera de la circulación, y puedo decir que tuve suerte. No tengo ninguna gana de volver a esas malditas cuevas. La primera vez perdí a aquella mujer y tuve que cargar con Miralles cuando salió escupido de allí, pero por lo menos a mí no me pasó nada.

El interés de Éremos se redobló. Aun sin dejar de apuntarle con el rifle, Zuilo-Kaimén se volvió de pronto más comunicativo, acaso porque nunca había hablado de aquella historia con nadie. Unos meses atrás había recibido la visita de dos hombres y una mujer que, después de haber escuchado en la térmica 7 el extraño relato de Miralles, se habían mostrado interesados en visitar aquel sistema de túneles y, en particular, la caverna en forma de esfera. A Kaimén le parecía que aquel lugar era de mal agüero, pero los desconocidos pagaban con mucha generosidad y, en cualquier caso, le habían prometido que él no tendría que entrar a la esfera. Le habían cargado el deslizador con cajas de equipos técnicos cuya función ignoraba, y cuando llegaron a los túneles se embutieron en unos trajes blancos con cascos de fibra y cristal que les hacían parecer astronautas. Dos de ellos traspasaron el negro diafragma que cerraba la esfera, mientras el tercero acompañaba a Kaimén a la salida del túnel «
porque era mejor que no supiese lo que iban a hacer, para no comprometerle
», según le explicó.

—Tendría que haber desconfiado de esa gente, pero claro, es fácil decirlo ahora. No me habían dicho nada, pero yo me olía que serían tecnos. Eso me daba igual, siempre que pagaran, pero querían guardarse para ellos solos lo que demonios hubiera en aquella cueva. El tipo aquél me pegó un tiro nada más salir al exterior y se debió creer que me había matado, porque me dejó tirado en la jungla y no volvió a preocuparse de mí.

Kaimén había perdido el sentido, y cuando lo recuperó era de noche y estaba abandonado en aquella plataforma, con la única compañía de Polifemo; precisamente eran sus lametones los que habían detenido la hemorragia y le habían salvado la vida. Los tecnos se habían llevado su deslizador. Kaimén pidió ayuda con el comunicador de pulsera que llevaban todos los vestigatores para mantenerse en contacto. Aunque no eran gente gregaria, siempre acudían en auxilio de los colegas en aprietos. El que le salvó entonces fue un vestigator llamado Naibolán, que apareció con un helirreactor treinta minutos después y lo llevó a la población más cercana para que lo atendieran. Fue el propio Naibolán el que le aconsejó desaparecer por un tiempo e incluso cambiar de nombre, ya que durante su convalecencia había comprobado que mucha gente extraña se interesaba por el paradero de Kaimén.

—No sé qué buscaban en aquella cueva y si lo consiguieron o no, pero desde hace un tiempo se han olvidado de mí… hasta que ha aparecido usted. ¿Quién demonios le manda?

—No me mandan los tecnos, si eso es lo que le preocupa. Ni siquiera sé quiénes son. No hago más que oír hablar de ellos, pero parecen tan huidizos como los elfos de los bosques.

—Los tecnos viven aparte de todos los demás, en una ciudad propia que ni siquiera nosotros sabemos dónde está y que, según dicen, se llama Opar. No se meten mucho en los asuntos ajenos, pero cuando sugieren algo hasta los burgraves obedecen. Ha habido otras veces en que he trabajado para gente que tenía que ver con los tecnos. Siempre pagaban bien, hablaban poco, no se metían en mis negocios ni me metían en los suyos. Pero estos últimos se pasaron de la cuenta. Si sospecho que es usted de ellos, le pegaré un tiro ahora mismo. Si no, aún le pueden quedar unos minutos de vida.

—No tengo nada que ver con ellos. Me temo que los tecnos consiguieron lo que querían en aquella cueva, y yo precisamente estoy aquí para averiguar qué había. Vengo de parte de una compañía, la… —estuvo a punto de decir el nombre de la Honyc, pero el bloqueo se lo impidió— Akira. Aquí en Radam hay algo que nos interesa mucho, y estamos dispuestos a recompensar con mucha generosidad a quien nos ayude. No tiene que temer que yo amenace su vida. Sólo busco información, y si para obtenerla es necesario pasar por encima de los tecnos lo haré.

Kaimén no movió una ceja mientras Éremos hablaba, pero había apartado ligeramente el cañón del rifle y parecía estar pensando.

—Es usted un tipo muy raro y sigue sin caerme bien. Además se me revuelve el estómago de pensar en volver a aquel lugar. Debería matarlo ahora mismo.

—No se lo recomiendo. En primer lugar, porque moriría usted también. Y no creo que haya que añadir nada en segundo lugar. Pero si me lleva a ese lugar, le daré cien mil créditos por un solo día de trabajo, y es posible que haya más gratificaciones después si las cosas van bien.

—Quiero cincuenta mil por adelantado. Ahora mismo. A lo mejor, si veo los billetes me empezar a caer usted mejor.

—Llevo el dinero en el bolsillo superior derecho de la cazadora. Voy a sacarlo, si es que a usted no se le escapa el gatillo.

Después de esquilmar sin piedad todas las mesas de póquer la víspera, había traído mucho dinero en efectivo previendo lo que podía suceder. Arrojó un fajo de billetes a los pies de Kaimén, que se agachó un instante para recogerlo. Cuando el vestigator quiso levantar la vista, Éremos ya estaba en pie ante él y le había arrebatado el rifle.

—¿Cómo demonios…?

—Bien, ahora está usted en mi poder, ¿no es así? —dijo Éremos, retrocediendo y volviendo a sentarse, con el rifle entre las piernas—. Pero no tengo intención de amenazarle, y menos de pegarle un tiro. Es sólo que no me gusta que me apunten tanto rato.

—Bueno, veo que aquí hay cincuenta mil de verdad. Me empieza a caer usted mejor, y más ahora que tiene mi rifle. Compartir las cosas siempre ayuda a llevarse bien, ¿verdad?

Como si se diera cuenta de que las tornas habían cambiado, Polifemo abandonó a su amo y se plantó de un salto en el hombro de Éremos, donde empezó a canturrear y agitar alegremente sus dos colas.

—Parece que también le empiezo a caer bien a su mono. Bien, ahora le explicaré mis condiciones…

No había vuelo para volver de Kore hasta el día siguiente. Éremos tuvo que rascarse el bolsillo y pagar el viaje hasta Euríalo, la ciudad principal de Radamantis, y de ahí a Tifeo. Su estancia en Euríalo fue breve, apenas una hora, pero le sirvió para hacer preguntas en varios establecimientos. Supo así que Sharige era más aborrecido por su soberbia y despotismo que respetado por su inteligencia, aunque ésta no se ponía en duda. Nadie sabía nada de la partida de kraul; o bien era pronto para que se hubiese difundido el rumor o bien aquel juego no gozaba de popularidad, o ambas razones a la vez. También dejó caer algunas preguntas sobre los tecnos, pensando que acaso los ciudadanos de Euríalo estarían más informados que los de Tifeo. Le contaron las típicas obviedades que ya sabía, aderezadas con apostillas y comentarios que caían en lo fantasioso. Sobre la explosión que había sacudido el Tártaro unos días antes empezaban a correr curiosas versiones, ya que había personas que tenían familiares o conocidos en Cerbero y las autoridades no les habían permitido que se pusieran en contacto con ellos. Pero todo eran rumores que no añadían nada a sus propias conjeturas. Y en cuanto a la nave Tritónide, los pocos a quienes les preguntó algo ni siquiera captaron sus insinuaciones.

Llegó al hotel a las veinte horas. De nuevo había un recado en recepción, esta vez de Urania. Éremos la llamó y la joven le contestó recién salida de la ducha, con el pelo aún goteando y envuelta en una toalla.

—¡Vaya, el señor aventurero ya ha vuelto a su cubil! ¿Qué tal fueron tus averiguaciones? ¿Lograste encontrar a ese vestigator que buscabas?

—Por el momento no. Parece que se lo hubiera tragado la tierra.

—Quizás haya muerto. Seguro que si estuviera vivo ya lo habrías encontrado, con esos contactos tan altos que tienes.

—Creo que sobrestimas mis influencias. Soy un… recién llegado, no me digas más. Pero no a todos los recién llegados les invitan a ir al Lusitania. La mayoría de la gente no pisa por allí en toda su vida.

—Las noticias vuelan, por lo que veo.

—Una tiene sus canales de información.

Éremos chasqueó la lengua, incómodo. Resultaba frustrante saber que todos sus movimientos eran conocidos por tantas personas. El Turco sabía de sus andanzas con Urania y Clara, así como Urania se enteraba de sus tratos con el Turco. ¿Sabrían algo de su visita a Kaimén y del viaje que planeaba? No tenía demasiadas esperanzas de lo contrario. Pero lo que resultaba más preocupante era que los tyrsenios o los huidizos tecnos pudiesen estar tras su pista. El estaba acostumbrado a agazaparse en la sombra y esperar a sus víctimas para saltar sobre ellas, y ahora se encontraba expuesto a plena luz mientras eran los enemigos quienes seguían bien ocultos en sus escondrijos.

—¿Piensas ir hoy al casino, o ya se sació tu codicia? —le estaba preguntando Urania.

—Tengo bastante por el momento. No quisiera caer en la ludopatía.

—Yo tampoco iré. Hoy he trabajado mucho y me encuentro muy cansada. Creo que me quedaré esta noche en casa.

—Es una lástima.

—Precisamente estaba pensando en lo relajante que puede resultar una buena cena a media luz, con una botella de vino de reserva, una velita, música suave, un masaje después… —La toalla empezó a resbalar, de una manera demasiado oportuna para ser fortuita. Urania la recogió con pocas prisas, cuando ya había obsequiado a Éremos con la vista de sus senos de adolescente. El geneto silbó entre dientes, fingiendo un nerviosismo que no sentía.

—La verdad es que casi todo lo puedes hacer sola, pero no me explico cómo te las vas a arreglar para lo del masaje.

—Ese es mi problema. Necesitaría unas manos hábiles y cariñosas. ¿Conoces a alguien?

—Tal vez. Pero me imagino que ese alguien querría participar también de la cena, la velita, el vino y todo lo demás.

—Pues si ese alguien estuviera en mi casa dentro de una hora, no creo que le cerrara la puerta.

—Abre la puerta dentro de una hora y puede que encuentres a alguien.

Éremos subió a ducharse, se cambió de ropa y volvió a bajar a recepción. Estaba pensando en la profecía de Miralles, sorprendido de hasta qué punto él mismo se tomaba en serio la fecha de su muerte, y distraído en sus cavilaciones se sentó en el restaurante. Sólo cuando llegó el camarero para ofrecerle la carta se dio cuenta de que Urania le había invitado a cenar. Con una disculpa, se levantó para acudir a la cita.

La velada empezó a las veintiuna en el comedor y se prolongó hasta las tres en el dormitorio. Urania no parecía dispuesta a dejarle marchar, pero Éremos insistió en que era demasiado pronto para quedarse a dormir con ella y logró escapar de sus abrazos. La cena había sido exquisita —sospechaba que Urania la había encargado, aunque ella no lo reconocía—, la conversación agradable, y en los postres había descubierto que la joven poseía interesantes facultades de contorsionista. Pero en los momentos más ardorosos había estado a punto de pronunciar otra vez el nombre de Clara, y aquella fijación le resultaba tan preocupante como el augurio que había recibido por la mañana.

Empezaba a desear que los cerebros de la Honyc le hubiesen dejado descansar otros treinta años en el tanque de congelación. Allí no había sueños, ni profecías de muerte, ni nombres de mujer que se venían a sus labios sin que él los convocara.

«
De los pocos placeres que la edad le había dejado
» era una frase que Jaume había leído muy a menudo refiriéndose a la ancianidad. Bien, él había pasado los ochenta hacía ya algún tiempo y seguía disfrutando de casi todo lo que le ofrecía la vida. Mientras la mayoría de los técnicos y científicos de Opar se afanaban en una carrera contra reloj por desentrañar los secretos de los objetos alienígenas, él reposaba sentado en el cómodo campo suspensor de su habitación y se complacía en hacer anillos con el humo de su cigarro mientras paladeaba su bourbon y escuchaba los últimos compases del Neptuno de Holst antes de acostarse. Unos años atrás tal vez lo habrían sorprendido compartiendo todo aquello con alguna mujer bastante más joven que él, pero aquello ya no se lo podía permitir. Ni siquiera sentía el deseo de hacerlo: como dijera un poeta mucho tiempo atrás, la edad lo había liberado de un tirano cruel. Aunque a veces, debía reconocerlo, echaba de menos las dulzuras de aquel impulso irracional.

La música se apagó, interrumpida por una llamada exterior. Irritado por aquella intromisión, Jaume aplastó la colilla en el cenicero de metacristal y contestó:

—¿Puedo saber qué pasa?

Jaume, soy Anne. Siento molestarte a esta hora, pero debo hablarte de tu geneto.

—¿Ha descubierto algo?

—Creo que lo sobreestimas. No, es a él a quien han descubierto. Los tyrsenios ya saben que está aquí, y Puelles se ha enfadado mucho conmigo por no decírselo.

—Le habrás dicho que no sabías nada, supongo.

—Sí, pero no parece que confiara mucho en mi sinceridad. Ya te dije que no me hacía gracia este asunto. Ahora son ellos los que quieren liquidarlo.

—¿Y cómo se han enterado? Si no lo hicieron cuando llegó a Radam, es que alguien les ha informado. No habrá sido uno de…

—Ya te dije que iba a dejar estar este asunto, y así ha sido. No tengo ninguna necesidad de engañarte. Son los suyos quienes lo han delatado, Jaume, los de la Honyc.

El viejo sacudió tristemente la cabeza y apuró el último trago de bourbon.

—Siempre ha habido gente muy rastrera en la Honyc, pero no me cuadra que tiren piedras contra su propio tejado. Esto no puede haber sido cosa de Paul, seguro.

—No, no ha sido cosa del viejo. Lo han puenteado: debe de estar perdiendo facultades.

—El tiempo es muy cruel —comentó Jaume, pensando en el Saturno que acababa de oír.

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