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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (9 page)

BOOK: La mano del diablo
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Eliza siguió dándole al cepillo, mientras Cutforth se ponía cada vez más nervioso.

–He pagado cinco millones y medio por este apartamento y ahora huele a experimento científico. ¿Y si llamaras a los de mantenimiento?

–Tienes el teléfono al lado, pegadito al codo.

A Cutforth no le gustó el tono que utilizó su mujer.

Eliza echó hacia atrás el último mechón de cabello, lo sacudió y lo alisó.

–Falta un cuarto de hora para mi sesión de
spinning.
Ya llego tarde.

Fue lo último que dijo antes de desaparecer de la puerta. Cutforth oyó cómo daba un portazo en el armario del pasillo y se ponía las zapatillas deportivas. Poco después, el zumbido del ascensor reverberó en el vestíbulo. Eliza se había marchado.

Cutforth miró fijamente la puerta cerrada, tratando de recordar que alguna vez había querido tener carne fresca, y eso tenía, carne fresca. ¡Mierda! Demasiado fresca y todo.

Volvió a husmear. Olía igual o peor. No iba a ser fácil conseguir que subieran por tercera vez los de mantenimiento. ¡Qué administración de inútiles! Solo respondían si se les gritaba. Por desgracia, en ese piso solo había dos viviendas, una de ellas vacía, y en los otros nadie parecía haber notado nada raro. Así que Cutforth era el único en gritar.

Se levantó con una pizca de inquietud. En su extraña llamada, Grove se había quejado de que olía mal, entre otras cien cosas, a cuál más rara. Sacudió la cabeza para ahuyentar las nubes de aprensión que se estaban formando. No debía dejarse influir por los absurdos temores de ese mariposón.

¿Por dónde salía? ¿Por los tubos? Caminó por el piso aguzando el olfato. El salón olía peor, pero no tanto como la biblioteca. Siguió el rastro hasta la habitación de control, husmeando como un perro. El olor era cada vez más fuerte. Abrió la puerta con llave, entró, encendió la luz y echó un vistazo. Era donde guardaba su magnífico Studer de sesenta y cuatro canales, su sistema de grabación con disco duro RAID y todos los aparatos de procesamiento de audio en batería. En la pared del fondo había una serie de vitrinas que contenían sus valiosas colecciones, con piezas como la guitarra que Mick Jagger destrozó en Altamont; la Telecaster de 1950 de Keith Richards, un ejemplar muy valioso del primer año de producción en serie, que aún tenía las pastillas originales; y la partitura original de «Imagine», con manchas de café y dibujitos obscenos en los márgenes. Su mujer decía que la sala parecía un Planet Hollywood, algo que a él le cabreaba. Aquella sala era una de las grandes colecciones de rock de todo el mundo. Era en ella donde había descubierto a los Suburban Lawnmowers, gracias a una demo de cuatro canales enviada espontáneamente por correo desde Cincinnati, y donde, oyendo por primera vez las notas de Brillo-P y Rapah Jowly, sintió un hormigueo peculiar en la espalda. Cutforth tenía un oído especial, el don de reconocer lo que daba dinero. No sabía de dónde lo sacaba. Le daba igual. Lo importante, lo único importante, era que funcionaba.

«¿Planet Hollywood? ¡Y una mierda! Pero ¿se puede saber de dónde sale esta peste?»

Guiado por su nariz, se acercó a la ventana de cristal cilindrado que comunicaba la pieza con el estudio. Sí, decididamente salía de ahí dentro. Algún trasto se estaría quemando.

Abrió la puerta blindada, y el olor se le echó encima como una niebla aceitosa. Dentro había una especie de bruma que no había visto por la ventana. El olor, además, ya no era exclusivamente de azufre, sino de algo mucho peor, que le recordó un revolcadero de cerdos en verano.

Echó un rápido vistazo. El piano Bösendorfer, sus queridos micrófonos Neumann, las cámaras aislantes, el revestimiento insonorizado de las paredes...

A ver si algún hijo de puta había toqueteado el estudio.

Lo revisó todo con una mezcla de rabia y miedo. Era imposible que hubieran entrado en la casa, porque estaba dotada de lo último en seguridad. Cuando se tenían tratos con determinados raperos, y otros tíos que preferían el plomo a los abogados para zanjar las diferencias comerciales, había que estar bien protegido.

A simple vista, todo parecía en su sitio. El equipo de grabación estaba desconectado. Puso una mano en la hilera de preamplificadores de micro. Estaban fríos, con los leds apagados. Pero ¿qué era eso? Había algo en un rincón.

Dio un paso y se agachó a recogerlo del suelo de madera clara. Era un diente. Mejor dicho un colmillo, como de jabalí. Con sangre sin coagular. Y un grumo de cartílago ensangrentado en la punta.

Profundamente asqueado, lo dejó caer.

«Mierda, aquí ha entrado alguien.»

Retrocedió tragando saliva. Era imposible. No se podía entrar. ¡Si acababa de abrir con llave! Quizá hubiera ocurrido el día antes, al enseñarle la casa al promotor, a quien no conocía demasiado. En aquel mundo se entraba en contacto con gente muy rara. Se apresuró a coger un trapo, recoger el colmillo, ir a la cocina casi corriendo, tirarlo al triturador de basura, encenderlo y oír su estridente vibración. Apestaba. Apartó la cara.

Un brusco zumbido le sobresaltó. Respiró hondo, se acercó al interfono y pulsó el botón.

–¿Señor Cutforth? Quiere verle un policía.

Cutforth miró por la pantallita contigua al interfono y vio que en el vestíbulo había un poli esperando, de cuarenta y pico años.

–¿En sábado? ¿Qué quiere?

–No me lo ha querido decir.

Cutforth recuperó el control de su respiración. En un momento así, la idea de tener la pasma en el piso casi resultaba atractiva.

Visto de cerca, respondía al prototipo de poli italoamericano, con acento obrero de Queens incluido. Le hizo sentarse en el sofá del salón, mientras él lo hacía delante, en un sillón. Al leer «Southampton» en la insignia, vio confirmadas sus sospechas. Venía por lo de Grove. Había sido una tontería ponerse y hablar con ese chalado, teniendo identificador de llamadas.

El poli sacó una libreta y un bolígrafo y enseñó una grabadora de microcasete.

–Sin grabar –dijo Cutforth.

El poli se encogió de hombros y la guardó en el bolsillo.

–Huele raro.

–Problemas de ventilación.

Antes de empezar, el poli pasó unas cuantas páginas de la libreta. Cuando vio que estaba a punto de empezar, Cutforth se acomodó en el sillón, con los brazos cruzados.

–Bueno, agente, ¿en qué puedo ayudarle?

–¿Conocía a Jeremy Grove?

–No.

–Le llamó por teléfono el dieciséis de octubre a primera hora de la mañana.

–¿Ah, sí?

–Es lo que le pregunto.

Cutforth separó los brazos y cruzó dos veces las piernas. Se arrepentía de haberle dejado subir. Lo único bueno era que no parecía muy listo.

–La respuesta es que sí, que me llamó.

–¿De qué hablaron?

–¿Tengo que contestar?

–No. Al menos por ahora. Si quiere podemos organizar algo más formal.

No sonaba muy bien. Cutforth pensó deprisa.

–No hay nada que esconder. Tengo una colección de instrumentos musicales, objetos de rock y cosas de esas, y Grove quería comprarme algo.

-¿Qué?

–Nada, una carta.

–Enséñemela.

Cutforth logró disimular su sorpresa y se levantó.

–Venga.

Volvieron a la habitación de control. Cutforth buscó con la mirada.

–Es esa.

El poli se acercó y frunció el entrecejo al leerla.

–Es una carta que escribió Janis Joplin a Jim Morrison, pero no llegó a echarla al correo. Solo son dos líneas. Dice que fue el peor polvo de su vida.

Cutforth soltó una risita.

El poli cogió la libreta y empezó a copiar la carta, mientras Cutforth ponía los ojos en blanco.

–¿Cuánto vale?

–Le dije que no la vendía.

–¿Le explicó por qué le interesaba?

–No, solo que coleccionaba cosas de los Doors.

–¿Y a usted le pareció normal que le llamaran a las tres menos cuarto de la madrugada?

–En el negocio de la música hay horarios muy extraños.

Cutforth se acercó a la puerta de la habitación de control y la mantuvo abierta, invitando al poli a salir sin grandes sutilezas, pero no consiguió que se moviera. Volvía a olisquear.

–Es un olor muy raro.

–Estaba a punto de llamar a los de mantenimiento.

–En el lugar del homicidio de Jeremy Grove olía exactamente igual.

Cutforth tragó saliva. ¿Qué había dicho Grove? «Lo peor es el olor. No puedo pensar con claridad.» Y le contó que había encontrado algo, un trozo de carne con pelos del tamaño de una pelota de golf, que parecía vivo... al menos hasta que Grove lo pisó, lo echó al váter y tiró de la cadena. Cutforth sintió el martilleo de su corazón en la caja torácica. Respiró hondo y espiró dos veces, como le habían enseñado en las clases de control de la ansiedad. Era absurdo. ¡Joder, que estaban en el siglo XXI! Tranquilo, Nigel.

–Señor Cutforth, ¿conoce a Locke Bullard? ¿O a Ranier Beckmann?

El hecho de oír las dos preguntas tan seguidas provocó un malestar casi físico en Cutforth, que negó con la cabeza, esperando que no le delatara su expresión.

–¿Ha hablado con Beckmann hace poco?

–No.

«¡Qué estupidez haber dejado entrar a la pasma!»

–¿Y Bullard? ¿Ha hablado con él? No sé, una llamadita para comentar los viejos tiempos...

–No. No le conozco. No conozco a ninguno de los dos.

El poli hizo una larga anotación en su libreta. Cutforth se preguntó por qué tardaba tanto, mientras sentía cómo las gotas de sudor resbalaban por sus costados. Tragó saliva, pero no había nada que tragar. Tenía la boca seca.

–¿Seguro que no quiere contarme nada más de la llamada? Todos los que hablaron con Grove esa noche coinciden en que estaba muy nervioso, nerviosísimo. No parecía con ánimos para comprar objetos de rock.

–Ya se lo he contado todo.

Volvieron al salón. ¡Por fin! Cutforth no se sentó ni ofreció asiento al policía. Lo único que quería era que se fuese.

–¿Siempre tiene tan alta la calefacción como ahora, señor Cutforth?

Este se dio cuenta de que era verdad. Hacía calor incluso para su gusto. No contestó.

–En el lugar del homicidio de Grove también hacía más calor de lo normal, y eso que la calefacción estaba apagada.

El poli le miró inquisitivamente, pero al ver que no decía nada cerró la libreta con un gruñido y metió el bolígrafo en la tira de cuero.

–Yo de usted, señor Cutforth, la próxima vez me negaría a responder a las preguntas de un agente de la policía en ausencia de un abogado.

–¿Por qué?

–Porque un abogado le informaría de que es mejor callarse que mentir.

Cutforth le miró fijamente.

–¿Por qué cree que miento?

–Porque Grove odiaba el rock.

Cutforth se calló la respuesta. Ese poli no era tan simple como parecía. De hecho, tenía tanto de simple como un zorro.

–Volveré, señor Cutforth; y la próxima vez será con grabadora y juramento. Tenga presente que el perjurio es un delito grave. Sabremos de qué habló con Grove. Gracias por recibirme.

En cuanto oyó el zumbido del ascensor al llegar a la planta baja, Cutforth cogió el teléfono con una mano temblorosa y marcó un número. Lo que necesitaba eran unas buenas vacaciones en la playa. Una playa en la otra punta del mundo. Conocía a una chica de Phuket que hacía maravillas. No podía salir al día siguiente, porque esperaba a Brillo-P, su mejor cliente, para una sesión de remezclas, pero después de eso ya no le verían el pelo. A la mierda con el resto de los clientes. Estaba decidido a irse de la ciudad, lejos de su mujer y de ese poli con sus preguntas. Lejos, sobre todo, de aquel piso y su olor.

–¿Doris? Soy Nigel. Quiero reservar un vuelo a Bangkok. Si puede ser, mañana por la noche; si no, el lunes a primera hora. No, para mí solo. Con una limusina y un chófer para Phuket. Y encuéntrame una casa grande y bonita en la playa, algo seguro de verdad, con cocinero, criada, entrenador personal, guardaespaldas... Que no falte de nada. Y no le digas a nadie adonde he ido, ¿eh, Doris, guapa? Sí, Tailandia. Ya, ya sé que en esta época del año hace calor. Eso déjamelo a mí.

«¿Siempre tiene tan alta la calefacción como ahora, señor Cutforth?»

Colgó con fuerza y fue al dormitorio, donde tiró una maleta encima de la cama y empezó a sacar cosas del armario: bañadores, una chaqueta y unos pantalones de piel de tiburón, gafas de sol, sandalias, dinero, reloj, pasaporte, teléfono móvil...

Difícilmente le arrestarían por perjurio si no podían encontrarle.

Once

El sargento Vincent D'Agosta que entró por la puerta trasera del New York Athletic Club era un poli cabreadísimo. El portero le había impedido entrar por Central Park South, aunque su uniforme completo incluyera una corbata, y al oír su petición, en vista de que no era miembro del gimnasio, le había dirigido a la puerta trasera, lo cual significaba tener que caminar hasta la Sexta Avenida, dar la vuelta a la manzana y volver por la calle Cincuenta y ocho. Casi medio kilómetro en total.

D'Agosta murmuraba palabrotas mientras caminaba. Estaba seguro de que Cutforth no decía la verdad. Lo de que Grove odiaba el rock había sido un farol, pero los ojos de Cutforth le delataron. Sin embargo, a pesar de su pose de duro, el sargento era consciente de que entre él y un tío tan rico como el capullo de Cutforth mediaba todo un sistema legal. Por su parte, la Milbanke le había salido rana. Solo tenía ganas de enrollarse sobre su nuevo collar de esmeraldas. No le había dado ni una sola pista decente, la muy pirada. Y ahora, sin comerlo ni beberlo, tenía que dar un paseíto por una de las interminables manzanas de Manhattan. Mierda.

Cuando llegó a la puerta trasera del Athletic Club, pulsó el botón de llamada del ascensor de servicio (el único que había), que tardó tres minutos y una larga sucesión de crujidos en abrirse. Una vez dentro, apretó el número nueve. La cabina subió despacio, quejándose durante todo el trayecto, hasta que sus puertas volvieron a abrirse con un resuello y D'Agosta salió a un pasillo mal iluminado («qué poca luz para un club tan elegante como ese»), donde siguió un pequeño letrero de madera con una mano de color oro, cuyo dedo índice señalaba «Billares». El ligero olor a humo de puro le hizo ansiar un buen habano. Su mujer le había obligado a dejar de fumar antes de irse a Canadá, pero quizá se lo pensase. Total, ya no existía ninguna razón para no hacerlo.

BOOK: La mano del diablo
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