Read La isla de las tormentas Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (6 page)

BOOK: La isla de las tormentas
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El Abwehr le puso en contacto con otros dos agentes alemanes en Inglaterra, a quienes apresamos inmediatamente. A ellos también les habían dado un código y detalladas indicaciones para realizar las transmisiones, todo lo cual era valiosísimo.

A Snow le siguieron Charlie, Rainbow, Surnmer, Biscuit, y a su debido tiempo un pequeño ejército de espías enemigos, todos en contacto permanente con Canaris, todos aparentemente dependientes de él y todos a su vez totalmente controlados por el aparato de contraespionaje británico.

Entonces MI5 comenzó a vislumbrar un futuro interesante: con un poquito de suerte, ellos habían podido controlar y manipular la red de espionaje alemán en Inglaterra.

—Convertir a los espías en doble espías en lugar de colgarlos tiene dos ventajas fundamentales —redondeó Terry—. Puesto que el enemigo cree que sus espías aún están en activo, no trata de remplazarlos por otros que quizá pudieran pasarnos inadvertidos. Y puesto que estamos enviando la información que los espías transmiten, podemos engañar al enemigo y confundir a sus estrategas.

—No puede ser que la cosa resulte tan fácil —dijo Godliman.

—Por cierto que no. —Terry abrió la ventana para dejar salir el humo de los cigarrillos y de la pipa—. Para que funcione, el sistema tiene que estar muy ajustado. Si hay un número sustancial de agentes reales, su información contradecirá la enviada por los dobles espías, y en consecuencia el Abwehr se olerá que algo no anda bien.

—La cosa parece interesantísima —dijo Godliman. Su pipa se había apagado.

Terry sonrió por primera vez en toda la mañana.

—La gente que trabaja aquí te dirá que es un trabajo duro, pues implica largas horas de espera, tensiones, y frustraciones, pero sí, efectivamente es muy interesante. —Consultó su reloj—. Ahora quiero presentarte a un brillante y joven miembro de mi equipo. Te llevaré a su oficina.

Salieron del despacho, subieron algunos peldaños y siguieron por diversos corredores.

—Se llama Frederick Bloggs, y se disgusta si se bromea con su nombre —continuó Terry—. Lo trajimos de Scotland Yard. Era inspector y tenía asignada una función especial. Si necesitas brazos y piernas llámale a él. Tu jerarquía será superior, pero no le daría mayor importancia a eso. Aquí no hacemos demasiado caso de estas cosas. Supongo que no es necesario que te lo diga.

Entraron en un pequeño cuarto sin muebles que daba al exterior, a una pared desnuda. No tenía alfombra. Sobre la pared había una fotografía de una hermosa muchacha y en el perchero colgaba un par de guantes de boxeo.

—Frederick Bloggs, Percival Godliman —dijo Terry—. Os dejo solos para que habléis.

El hombre que se encontraba detrás del escritorio era rubio, grueso y bajo; debía tener apenas la altura suficiente como para haber sido admitido en las filas de Scotland Yard. Su corbata era horrorosa, pero tenía una cara abierta, franca, y agradable sonrisa. Su apretón de mano revelaba firmeza.

—Mira Percy, en este momento me iba a comer algo a casa —dijo—. ¿Por qué no te vienes conmigo? Mi mujer hace unas excelentes salchichas con patatas fritas —tenía un fuerte acento cockney.

Las salchichas con patatas fritas no constituían el plato favorito de Godliman, pero de todos modos aceptó. Caminaron hacia Trafalgar Square y pescaron un autobús en dirección a Hoxton. Bloggs dijo:

—Estoy casado con una muchacha estupenda, pero no es una brillante cocinera. Me da todos los días salchichas con patatas fritas.

El este de Londres todavía humeaba como consecuencia de las incursiones de la noche anterior. Pasaron junto a grupos de bomberos y voluntarios que removían los escombros y dirigían sus mangueras por encima de los fuegos que se iban extinguiendo mientras retiraban todo lo que obstruía las calles. Vieron a un hombre viejo que salía de una casa semiderruída llevando una radio como si fuera un tesoro.

—De modo que tendremos que descubrir a los espías entre los dos —dijo Godliman para iniciar la conversación.

—Así es. Lo intentaremos.

La casa de Bloggs tenía tres habitaciones y estaba algo apartada, en una calle de casas exactamente iguales. Los pequeños jardines del frente se utilizaban sin excepción para cultivar verduras. La señora Bloggs era la hermosa muchacha de la fotografía sobre la pared de la oficina. Parecía cansada.

—Conduce una ambulancia durante las incursiones aéreas. ¿No es así querida? —dijo Bloggs, orgulloso de ella. Su nombre era Christine.

—Todas las mañanas, cuando me acerco a casa, me pregunto si la encontraré tal como la dejé —dijo ella.

—Advierta que lo que le preocupa es la casa, no yo —dijo Bloggs.

Godliman tomó una medalla que Bloggs había obtenido por su intervención en un caso. Estaba sobre la repisa del hogar.

—¿Cómo obtuvo esto?

—Consiguió desarmar a un asaltante que estaba saqueando una oficina de Correos —respondió Christine.

—Son una singular pareja, ustedes dos —observó Godliman.

—¿Está casado, Percy? —preguntó Bloggs.

—Soy viudo.

—Ah, ¡qué pena!

—Mi mujer murió de tuberculosis el año 1930. Nunca tuvimos hijos.

—Nosotros aún no tenemos, ni tendremos mientras el mundo se encuentre en semejante estado.

—¡Oh, Fred, él no está interesado en estos asuntos! —dijo Christine, yendo hacia la cocina.

Se sentaron ante una mesa cuadrada que había en el centro de la habitación y se dispusieron a comer. Godliman estaba un tanto emocionado con aquella pareja y la escena doméstica, y se encontró a sí mismo pensando en su Eleanor, lo cual era absurdo, pues había sido inmune a los sentimientos desde hacía algunos años. Quizá sus nervios se estaban reconstituyendo por fin. La guerra tenia curiosos efectos.

Las habilidades culinarias de Christine eran deplorables. Las salchichas estaban quemadas. Bloggs inundó su comida en salsa «Ketchup» y Godliman, con buena voluntad, le imitó.

Cuando estuvieron de nuevo en Whitehall, Bloggs mostró a Godliman el archivo de agentes del enemigo no identificados que aún seguían operando en Inglaterra.

Había tres fuentes de información sobre dichas personas. La primera eran los registros de la Home Office. El control de pasaportes era desde hacía tiempo un arma útil para el Servicio de Inteligencia Militar y había una lista volviendo a la guerra pasada— de extranjeros que habían entrado en el país y que no habían vuelto a salir, o que no habían sido tornados en cuenta por otras causas, como muerte o nacionalización. Al principio de la guerra, todos se habían presentado ante los tribunales que los clasificaban en tres grupos. Al principio, solo los extranjeros de la clase «A» quedaban internados; pero hacia julio de 1940, tras algunos incidentes en Fleet Street, las categorías «B» y «C» también fueron sacadas de la circulación. Quedaba un pequeño número de inmigrantes que no pudieron ser localizados, y no era del todo erróneo suponer que algunos de ellos eran espías.

Sus documentos se encontraban en el archivo de Bloggs La segunda fuente eran las transmisiones de radio. La sección C de MI8 las vigilaba durante la noche registraba todo cuanto no supieran a ciencia cierta procedía del país. Luego lo enviaban a la escuela de Código y Cifrado del Gobierno. Este equipo, que recientemente había sido trasladado de la calle Berkeley de Londres a una casa de campo en Bletchley Part, no era en absoluto una verdadera escuela, sino un conjunto de campeones de ajedrez, músicos, matemáticos y entusiastas de los crucigramas, totalmente convencidos de que si un hombre podía inventar un código, también podía desentrañado. Ciertas señales que partían de las Islas Británicas y que no tenían explicación para ninguno de los servicios, debían ser indiscutiblemente mensajes de los espías.

Los mensajes ya codificados se encontraban en el archivo de Bloggs.

Por último estaban los agentes dobles, pero su valor era más potencial que real. Los mensajes del Abwehr, para ellos les avisaban sobre la llegada de varios agentes y descartaban a una espía residente: la señora Matilda Drafft de Bounermouth, quien había enviado dinero a Snow por correo y por lo tanto fue encarcelada en la prisión de Holloway. Pero los agentes dobles no habían podido revelar la identidad o ubicación de esa clase de espías profesionales que pasaban inadvertidos, y eran considerados sumamente valiosos para un servicio de inteligencia secreto. Nadie dudaba de que tales personas existían. Habían indicios. Alguien, por ejemplo, había traído el transmisor de Snow y lo había depositado en la sala de equipajes de la estación Victoria para que él pudiera ir a retirarlo. Pero ya fuera el Abwehr o los espías mismos, eran demasiado cautelosos para ser pescados por los dobles.

No obstante, los indicios figuraban en el archivo de Bloggs.

Se estaban buscando otras fuentes. Los expertos trabajaban para perfeccionar métodos de triangulación (la localización direccional de los transmisores); y MI6 trataba de reconstruir las redes de agentes europeos que habían desaparecido tras la embestida de los ejércitos de Hitler.

Cualquiera que fuese la información, figuraba en el archivo de Bloggs.

—A veces resulta indignante —le dijo a Godliman. Mire usted esto.

Tomó del archivo un largo mensaje radiofónico interceptado, sobre los planes británicos para reunir una fuerza expedicionaria destinada a Finlandia. Esto fue tomado a comienzos de año. La información es impecable. Trataban de localizarle cuando interrumpió la transmisión sin que hubiera causa aparente. Quizás alguien le interrumpió. La retomó pocos minutos más tarde, pero ya había salido del aire antes de que nuestra gente pudiera establecer la conexión.

—¿Qué es eso: «Saludos a Willi?» —dijo Godliman.

—Sí, eso es importante —dijo Bloggs, que se estaba entusiasmando—. Aquí tiene otro fragmento, es muy reciente. Mire: «Saludos a Willi.» Esta vez obtuvo respuesta. Le denominan Die Nadel.

—La aguja.

—Éste es otro. Observe este mensaje: claro, conciso, pero detallado y carente de ambigüedades.

Godliman estudió el fragmento del segundo mensaje.

—Parece referirse a los efectos del bombardeo —dijo Godliman mientras estudiaba el fragmento del segundo mensaje.

—Evidentemente anduvo por el East End. Aquí tiene otro, y otro.

—¿Qué más sabemos acerca de Die Nadel?

—La verdad es que eso es todo. Me temo que así es —dijo Bloggs cambiando totalmente la expresión de interés juvenil.

—Su nombre de código es Die Nadel, firma «Saludos a Willi» y posee buena información… ¿y eso es todo?

—Me temo que sí.

Godliman se sentó sobre el borde del escritorio y se quedó mirando a través de la ventana. Sobre la pared del edificio lindero, bajo el vano de una ventana ornamentada, podía ver el nido de unas golondrinas.

—Sobre esa base, ¿qué posibilidades tenemos de atraparle?

—Sobre esa base, absolutamente ninguna —respondió Bloggs encogiéndose de hombros.

5

Para describir lugares como éste se ha inventado la palabra «siniestro».

La isla es un trozo de tierra en forma de jota que emerge súbitamente del mar del Norte. En el mapa figura como la mitad superior de un bastón roto, se encuentra paralela al Ecuador, pero mucho, mucho más al Norte; su parte curvada mira hacia Aberdeen, su parte escarpada señala amenazadoramente a la distante Dinamarca. Tiene una extensión de quince kilómetros.

La mayor parte de sus costas está rodeada de acantilados, sin que en ningún momento se produzca un amable declive de playa. Hostilizadas por tanta hosquedad, las olas rompen contra las rocas con furia impotente; se trata de un continuado ataque de mal carácter que tiene diez mil años de antigüedad y que la isla ignora impunemente.

En la curva de la jota el mar es más tranquilo; ahí se ha permitido una más agradable recepción. Sus olas han arrojado en esa especie de cuenco tanta arena y plantas marinas, material de arrastre, guijarros y conchas, que ahora, entre el pie del acantilado y el borde del agua, se ha acumulado una plataforma que parece tierra firme y, de un modo más o menos aproximado, una playa.

Todos los veranos, la vegetación del borde de los acantilados deja caer puñados de semillas sobre la playa, del mismo modo que un hombre rico arroja puñados de monedas a los mendigos. Si el invierno es manso y la primavera se apresura a llegar, unas pocas semillas alcanzan a desarrollar sus débiles raíces; pero nunca llegan a ser lo suficientemente saludables para lograr florecer y esparcir sus propias semillas, de modo que la playa existe de año en año gracias a ese proceso.

En la tierra, la parte de tierra firme protegida del oleaje por los acantilados, las plantas crecen y se multiplican. La vegetación está compuesta en su mayoría por pastizales lo bastante buenos como para servir de alimento a las pocas ovejas magras, y lo suficientemente resistentes como para fijar el suelo al lecho rocoso. Hay algunos arbustos, todos espinosos, que dan guarida a los conejos, y también hay resistentes coníferas en la ladera resguardada que mira hacia el Este.

La parte más alta está dominada por el brezo. Cada tantos años, el hombre porque es verdad, hay un hombre aquí— prende fuego al brezal, y entonces crece el pasto y las ovejas también pueden alimentarse; pero pasados dos años la maleza vuelve a crecer, sabe Dios de dónde, y aleja a las ovejas hasta que el hombre vuelve a quemarla.

Los conejos están porque nacieron aquí; en cambio las ovejas están porque fueron traídas; y el hombre porque debe cuidar a las ovejas; pero los pájaros están simplemente porque les gusta. Hay cientos de miles; se trata de unas alondras de largas patas que al remontarse emiten un largo piippiip y una especie de pepepepe cuando irrumpen como un «Spitfire» abalanzándose sobre un «Messerschmidt» que se despega del sol; codornices, rara vez divisadas por el hombre, pero cuya presencia advierte porque su castañeteo le mantiene despierto por la noche; cuervos y cornejas, y gaviones e innumerables gaviotas; y un par de águilas doradas contra las que el hombre dispara cuando las ve, porque sabe —independientemente de lo que puedan decirle los naturalistas y los expertos de Edimburgo— que se lanzan sobre los corderos vivos y no sólo sobre los despojos de los ya muertos.

El visitante más asiduo de la isla es el viento. La mayoría de las veces llega del Noreste, de lugares realmente fríos, donde hay glaciares, fiordos o icebergs; a menudo trae consigo la nieve y la lluvia, el frío, la niebla helada; otras veces llega sin ninguno de estos invitados tan temidos, sólo para soplar y asolar el lugar desgajando los arbustos, y doblando los árboles y las mareas de oleaje embravecido y espumoso. Es incansable este viento, y ése es su error. Si llegara ocasionalmente, podría tomar a la isla de sorpresa y ocasionar algún daño verdadero; pero dado que casi siempre está ahí, la isla ha aprendido a convivir con él. Las plantas echan raíces muy profundas, y los árboles crecen con sus lomos encorvados para resistir el castigo, y las aves anidan en lugares resguardados, los conejos se guarecen en matorrales espesos y la casa del hombre es tosca y resistente, hecha con toda la habilidad del que conoce a este viejo viento.

BOOK: La isla de las tormentas
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The King's Mistress by Gillian Bagwell
Painting The Darkness by Robert Goddard
Carpathian by David Lynn Golemon
The Beothuk Expedition by Derek Yetman
Floods 6 by Colin Thompson
Eternal Love by Fevrier, Jessika, du Lys, Cerys
The Tailor of Gloucester by Beatrix Potter
As You Like It by William Shakespeare
Damaged Goods by Lauren Gallagher