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Authors: Antonio Garrido

La escriba (8 page)

BOOK: La escriba
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—Theresa será enterrada esta noche en el claustro —dijo—. Y seréis vos quien se ocupe de ese juicio. Al fin y al cabo, vuestra dignidad necesita de mi libertad mucho más que yo.

El conde sacudió las riendas y los perros gruñeron amenazadoramente.

—Mirad, Gorgias. Desde que comenzasteis a copiar el pergamino os he proporcionado comida por la que muchos matarían, pero ciertamente con esto estáis tensando la cuerda más de lo aconsejable. A tal punto, que tal vez debiera reconsiderar el alcance de nuestros compromisos. De algún modo vuestras habilidades me resultan imprescindibles, pero suponed que un accidente, una enfermedad, o incluso ese juicio os impidieran cumplir lo pactado. ¿Acaso creéis que mis planes se detendrían? ¿Que vuestra ausencia impediría el desarrollo de mi empeño?

Gorgias supo que pisaba un terreno resbaladizo, pero su única oportunidad pasaba por presionar a Wilfred. Si no lo conseguía, su cabeza acabaría junto a Theresa en un estercolero.

—No dudo que consiguieseis encontrar a alguien. Desde luego que podríais hacerlo. Tan sólo deberíais localizar un amanuense cuya lengua materna fuese el griego; que conociese las costumbres de la antigua corte bizantina; que dominase la diplomática con igual maestría que la caligrafía; que distinguiese una vitela nonata de un pergamino de cordero y que, obviamente, supiese mantener la boca cerrada. Decidme, su dignidad, ¿a cuántos de esos hombres conocéis? ¿Dos escribas? ¿Tal vez tres? ¿Y cuántos de ellos estarían dispuestos a embarcarse en tan incierto encargo?

Wilfred gruñó como uno de sus animales. Su cabeza ladeada, encendida por la ira, se veía más grotesca que nunca.

—Puedo encontrar a ese hombre —le retó mientras se daba la vuelta.

—¿Y qué es lo que copiaría? ¿Un trozo de papel quemado?

Gorgias se detuvo en seco.

—¿A qué os referís?

—A lo que oís, eminencia. A que la única copia existente se evaporó en el incendio, de modo que, a menos que también conozcáis a alguien capaz de leer en las cenizas, tendréis que aceptar mis condiciones.

—Pero ¿qué pretendéis? ¿Que acabemos todos en el infierno?

—No es ésa mi intención, ya que, por fortuna, recuerdo palabra por palabra el contenido del documento.

—¿Y cómo demonios pensáis que puedo ayudaros? Represento la ley en Würzburg. Debo obediencia a Carlomagno.

—Decídmelo vos. ¿O acaso el poderoso Wilfred, conde y custodio del mayor secreto de la cristiandad, no va a poder solucionar un simple entierro?

Nada más enterarse de la noticia, Reinoldo y Lotaria se personaron en San Damián para colaborar en el sepelio de Theresa. Al fin y al cabo, Lotaria era la hermana mayor de Rutgarda, y tras su matrimonio con Reinoldo la relación entre ambas familias se había estrechado. Una vez ultimados los detalles, Gorgias y Reinoldo acordaron el traslado del cadáver. Rutgarda y Lotaria decidieron marchar solas para ir adelantando trabajo, pero sus maridos les dieron alcance al poco, merced a unas parihuelas que encontraron en la hostería catedralicia.

Ya en la vivienda, Gorgias depositó el cuerpo sobre el jergón que su hija siempre ocupaba. La miró con ternura y sus ojos se enrojecieron. No podía admitir que nunca más disfrutaría de su sonrisa, que no volvería a contemplar sus ojos vivarachos ni sus mejillas encendidas. No podía aceptar que de aquellos rasgos tan dulces, tan sólo perviviera un rostro desfigurado.

La noche se adivinaba larga y el frío les atería los huesos, así que Rutgarda propuso tomar algo caliente antes de emplearse en las distintas ocupaciones. Gorgias se mostró de acuerdo y encendió el hogar. Cuando el fuego prendió, Rutgarda puso a calentar la sopa de nabos que había preparado el día anterior, aumentándola con agua y espesándola con un trozo de manteca que había traído Lotaria, mientras ésta se dedicaba a adecentar un rincón que juzgó adecuado para amortajar a Theresa. La mujer, pese a su voluminosa figura, se desenvolvía con la agilidad de una ardilla, y en un abrir y cerrar de ojos dejó el lugar limpio de aperos y utensilios.

—¿Saben vuestros hijos que pasaréis la noche fuera?

—Lotaria los puso sobre aviso —respondió Reinoldo—. Está mal que lo diga, pero esta mujer es un tesoro. Fijaos: en cuanto se enteró de lo ocurrido, salió corriendo a pedir un frasco de esencia a casa de la partera. No está bien que yo lo diga, pero a veces creo que piensa más que algunos hombres.

—Debe de ser cosa de familia. Rutgarda también es sensata —confirmó Gorgias.

Rutgarda sonrió. Gorgias no solía decirle cosas bonitas, pero era un hombre cabal como pocos, y eso la enorgullecía.

—Dejaos de halagos y salid a cortar un poco de leña, que he de preparar la mortaja. Ya os avisaré cuando termine —refunfuñó Lotaria.

Rutgarda rellenó un cuenco con sopa y se lo acercó a Gorgias.

—Ves lo que decía. Piensan más que algunos hombres —reiteró Reinoldo.

Los dos tomaron el caldo con avidez. Antes de salir, Gorgias se fijó en el único arcón que guarnecía la estancia. Lo observó detenidamente y tras dudar un instante lo abrió y comenzó a vaciarlo.

—¿Qué estás buscando?

—Creo que podré convertirlo en un ataúd. Ahí fuera tengo unos tablones que tal vez sirvan.

—Pero es nuestro único arcón. No podemos tirar el ajuar al suelo —intervino Rutgarda.

—Dejaremos la ropa sobre la cama de Theresa, y no te preocupes, que ya te compraré otro más bueno —dijo Gorgias al tiempo que sacaba el último vestido—. Cuando terminéis con la mortaja, envolved el ajuar con una manta. Luego recoged todo lo que encontréis de valor: comida, pucheros, vestidos, herramientas… Yo me ocuparé de los libros.

—¡Dios mío! Pero ¿qué ocurre?

—No preguntéis y haced lo que os digo.

Gorgias aferró una tea y pidió ayuda a Reinoldo. Éste prendió otra, y juntos arrastraron el arcón hasta el exterior de la vivienda. Lotaria dejó a Rutgarda a cargo de la casa mientras ella desnudaba el cuerpo abrasado de Theresa. Desde luego no era la primera vez que amortajaba un cadáver, pero nunca se había enfrentado a uno cuya piel se desprendiese a trozos como la corteza de un eucalipto. La mujer retiró cuidadosamente los restos del vestido y limpió el cuerpo ennegrecido con agua caliente. Luego lo perfumó, salpicándolo con esencia de cardamomo. Para embozarla empleó una sábana de lino que aplicó desde los pies hasta los hombros. Después escogió un vestido usado que rasgó con la ayuda de un cuchillo hasta conseguir un retal parejo con el que embellecer la mortaja. Para cuando terminó, Rutgarda ya había recogido casi todos los enseres.

—Aunque no fuese hija mía, siempre la quise como tal —dijo Rutgarda con lágrimas en los ojos.

Lotaria prefirió no hablar. Ya era suficiente desgracia el que Rutgarda no hubiera podido concebir, como para añadirle la pérdida de su hijastra.

—Todos la queríamos —acertó a contestar—. Era buena chica. Distinta pero buena. En fin. Voy a avisar a los hombres.

Se secó las manos y llamó a Gorgias y Reinoldo. Ambos regresaron a la casa con el arcón convertido en un extraño ataúd.

—No es bonito, pero servirá —afirmó Gorgias. Seguidamente arrastró el ataúd hasta el lugar donde descansaba el cuerpo. Miró con tristeza a su hija y se volvió hacia Rutgarda—. Estuve hablando con Wilfred. Me advirtió que Korne nos denunciaría.

—¿A nosotros? Pero ¿qué quiere ese malnacido? ¿Que nos destierren? ¿Que reconozcamos que Theresa nunca debió entrar en el taller? ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no hemos tenido suficiente castigo?

—Parece que para él, no. Supongo que pretende resarcirse de las pérdidas ocasionadas por el fuego.

—Pero qué va a conseguir, si apenas nos queda para comer.

—Eso mismo le dije a Wilfred. Pero según las leyes francas, pueden arrebatarnos todo cuanto tengamos.

—¿Y qué es lo que tenemos, si cuanto poseemos está ahí, envuelto sobre la cama?

—Podrían quitaros la casa —intervino Lotaria.

—La vivienda es arrendada —respondió Gorgias—. Y eso es lo malo.

—¿Y por qué lo malo? —preguntó Rutgarda con ansiedad.

Gorgias miró fijamente a su mujer y contuvo la respiración.

—Porque podrían vendernos en el mercado de esclavos.

Rutgarda abrió los ojos casi tanto como la boca. Luego ocultó la cabeza entre las rodillas y rompió a llorar, mientras Lotaria meneaba la cabeza y recriminaba a Gorgias sus palabras.

—He dicho que podrían hacerlo, no que fueran a conseguirlo —aclaró él—. Antes deberían demostrar la culpabilidad de Theresa. Además, Wilfred ha dicho que nos ayudará.

—¿Que nos ayudará? —dudó entre sollozos Rutgarda—. ¿Ese tullido?

—Te aseguro que lo hará. Mientras tanto quiero que traslades todos los enseres a casa de Reinoldo. De ese modo evitaremos que alguien se tome la justicia por su mano. Deja aquí algún cacharro, el que peor veas, y un par de mantas raídas. No te olvides de los jergones. Vacía la paja y aprovecha las fundas para transportar las cosas. Así no levantaremos sospechas. Luego tú y Lotaria os encerráis con los niños mientras Reinoldo y yo nos ocupamos del entierro. Al amanecer nos reuniremos con vosotras.

Ya a solas, Gorgias se sentó sobre el ataúd y esperó a que anocheciera. Había acordado con Reinoldo acudir al claustro tras la puesta de sol, de modo que sólo le restaba velar el cadáver y aguardar la aparición de las primeras estrellas. Pasado un rato, en su mente se dibujó la figura de Theresa. Recordó Constantinopla, la perla del Bósforo, la tierra que le vio nacer. Tiempos de fortuna y abundancia, de goce y felicidad. Qué distantes ahora, y qué crueles sus recuerdos. Nadie en Würzburg habría podido imaginar que Gorgias, el hombre que ejercía de humilde escriba en el
scriptorium
, había ostentado tiempo atrás el título de patricio en la urbe de urbes, la lejana Constantinopla.

Rememoró el nacimiento de su hija Theresa, aquella bolita de melocotón; aquel manojo de vida tiritando entre sus brazos. Durante semanas corrió el vino y se derramó la miel. Envió noticias a los foros del imperio, ordenó que se erigiese un altar a espaldas de la villa y exigió a sus siervos que conmemorasen con ofrendas aquella dichosa fecha. Ni siquiera su nombramiento como optimate de la provincia de Bitinia le había producido mayor satisfacción. Su esposa Otiana lamentó no haber engendrado un varón, pero él tampoco tenía prisa. Aquella chiquilla llevaba su sangre, la sangre de los Theolopoulos, la estirpe de comerciantes más renombrada de Bizancio, desde el Danubio hasta Dalmacia, desde Cartago hasta el Exarcado de Rávena, respetada y temida más allá de las defensas de Teodosio. Tiempo habría para que llegasen más niños y llenasen las salas con sus travesuras. Eran jóvenes y con la vida por delante. O al menos, así lo creía…

La segunda gestación trajo consigo la mayor de las desgracias. Los galenos atribuyeron la muerte de Otiana a la humedad y las blanduras del feto… ¡Malditos necios! Si al menos le hubieran evitado todo aquel sufrimiento…

Durante meses la desesperación se convirtió en su única compañera. En cada rincón imaginaba a su esposa, olía su perfume y escuchaba sus risas. Al final, aconsejado por sus hermanos, decidió alejarse de la melancolía que le consumía y se trasladó a la vieja Constantinopla. Allí adquirió una villa ajardinada próxima al foro de Trajano, donde se instaló con sus siervos y un ama de cría.

Transcurrieron varios años durante los cuales vio crecer a Theresa rodeada de libros y escritos, su única pasión; el remedio que los físicos no supieron recetarle. Su título de patricio y su amistad con el cubiculario del Basileus le abrieron las puertas de la Biblioteca de Santa Sofía, y de ese modo tuvo acceso al más grande almacén de sabiduría de la cristiandad. Cada mañana acudía al paraninfo de la catedral acompañado de Theresa, y mientras ésta jugaba con los faisanes, él releía a Virgilio, copiaba pasajes de Plinio o recitaba estrofas de Luciano. Pasado su sexto cumpleaños, la pequeña comenzó a interesarse por las actividades de su padre. Se sentaba entre sus piernas e insistía hasta lograr que le dejara alguno de los códices que manejaba. Al principio, para distraerla, le ofrecía pliegos estropeados, pero pronto comprobó que mientras él escribía, Theresa imitaba con extraordinaria delicadeza cada uno de sus movimientos.

Con el tiempo, lo que parecía un pasatiempo acabó por convertirse en una preocupación. La pequeña apenas jugaba con otras niñas y cuando lo hacía, disfrutaba garabateándoles la ropa con las plumas que robaba de los gallineros. Recordó que al comentarlo, Reodrakis, el titular de la biblioteca, le persuadió para que la iniciase en los secretos de la escritura postulándose a sí mismo como preceptor de la pequeña. De ese modo Theresa aprendió a leer y, poco más tarde, a imprimir sus primeros trazos sobre tablillas de cera.

Rememoró con tristeza cómo su pasión por la lectura se interrumpió a los dieciséis años, a resultas del asesinato del emperador León IV a manos de su esposa, la emperatriz Irene. La muerte del Basileus deparó una interminable sucesión de rencillas y venganzas que acabaron con la detención y ajusticiamiento de cuantos osaron oponerse a la nueva Basilissa. Pero no sólo los críticos acabaron en los cementerios. Aquellos que en vida del Basileus habían establecido vínculos políticos o comerciales con él, sufrieron igualmente la ira de la emperatriz.

Una noche de invierno, el cubiculario se presentó en su casa embozado y con un par de caballos. De no haber sido por su aviso, al día siguiente él y su hija habrían sido ejecutados. Luego vino la huida a Salónica, la peregrinación hasta Roma y el traslado a las frías tierras germanas.

Pero ¿por qué pensaba aquello en ese preciso momento? ¿Por qué evocar unos recuerdos que alimentaban su dolor?

«Destino maldito, tormenta de crueldad. Meandro de caprichos que arrancas de mi alma la carne que era mía, dejándome vacío. Cilicio infame, senda de castigo. Llévame contigo para regalarte mi odio. Ven y abrázame.»

Cerró los ojos y se echó a llorar.

Pese a lo dificultoso del terreno, Gorgias y Reinoldo concluyeron la fosa poco después de la medianoche. A esa hora los clérigos descansaban en sus aposentos y Wilfred pudo oficiar el sepelio en el más estricto secreto. Luego ordenó a Gorgias que cubrieran el féretro sin cruz o signo que pudiese delatar lo acontecido.

—En cuanto al manuscrito… —le recordó el conde.

Gorgias asintió con los ojos enrojecidos. Entonces Wilfred bajó la cabeza y lo dejó a solas con su amargura.

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