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Authors: Antonio Garrido

La escriba (7 page)

BOOK: La escriba
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Wilfred aguardó bajo el pórtico hasta que los últimos feligreses ocuparon sus lugares. Cuando cesaron los murmullos, chasqueó su látigo e hizo que los perros le condujesen por una nave lateral hasta el transepto. Allí, dos acólitos tonsurados le ayudaron a situarse detrás del altar, y tras cubrir las cabezas de los perros con unas capuchas de cuero, liberaron al conde de los correajes que lo aseguraban al artefacto. A continuación, el subdiácono despojó a Wilfred de la capa
pluvia
que portaba y la sustituyó por una túnica
albata
que ajustó mediante un cíngulo. Encima le sobrepuso un
indumentun
bordado del que pendía por su reborde inferior una hilera de campanitas de plata, y finalmente coronó su cabeza con un imponente tocado damasquinado. Una vez ataviado, el ostiario le lavó las manos en un aguamanil y dispuso un modesto cáliz funerario junto a los crismas que custodiaban los santos óleos. Dos candelabros iluminaban tenuemente los sudarios de los fallecidos.

Un clérigo rechoncho de andares dificultosos se acercó al altar provisto de un salterio. El hombre abrió el volumen con parsimonia y, tras humedecerse el dedo índice, comenzó el oficio recitando los catorce versículos preceptuados por la regla de san Benito. Luego entonó cuatro salmos con antífona y salmodió otros ocho, para seguidamente pronunciar una letanía y la vigilia de los difuntos. Después tomó la palabra Wilfred, quien con su sola presencia zanjó de un plumazo las primeras murmuraciones. El conde escrutó a los asistentes como si buscase al culpable de la tragedia. Hacía dos años que no vestía la indumentaria de sacerdote.

—Agradeced a Dios el que hoy, con Su inefable misericordia, se haya apiadado de nosotros —explicó—. Acostumbrados a vivir en la complacencia, a abandonaros en el deleite de los apetitos, olvidáis con deleznable facilidad por qué estáis en este mundo. Vuestro piadoso aspecto; vuestros rezos y limosnas; vuestro turbio entendimiento os lleva a imaginar que cuanto poseéis es consecuencia de vuestro esfuerzo. Os obcecáis en desear mujeres distintas de las vuestras, envidiáis la suerte de los favorecidos y hasta os dejaríais arrancar las orejas si con ello pudieseis conseguir la riqueza que tanto anheláis. Pensáis que la vida es un banquete al que estáis invitados, un convite para saborear los guisos y los licores más refinados. Pero sólo un seso egoísta, un alma débil rezumante de ignorancia, es capaz de olvidar que no es sino el Santísimo Padre el propietario de vuestras vidas. Y del mismo modo en que un padre azota a sus hijos cuando es desobedecido, de igual forma que el alguacil corta la lengua al mentiroso o cercena el miembro del cazador furtivo, Dios corrige a quienes olvidan sus preceptos con el más terrible de los castigos.

Todos murmuraron.

—El hambre llama a nuestras puertas —continuó—, se adentra en nuestros hogares y devora a nuestros hijos. Las lluvias anegan las cosechas, las enfermedades diezman al ganado. ¿Y aún os quejáis? Dios os envía señales, y vosotros os lamentáis por sus designios. ¡Rezad! Rezad hasta que vuestras almas escupan los esputos de la codicia y las flemas de la ira. Rezad para alabar al Señor. Él se ha llevado a Celías y Theresa, liberándolos del pecaminoso mundo que vosotros habéis construido. Ahora que sus almas abandonan la corrupción de la carne, vosotros lloráis como mujeres atusándoos los cabellos. Pues atended, os digo, porque ellos no serán los últimos. Dios os muestra el camino. Olvidad las penas y tan sólo temed, pues el banquete que anheláis no lo hallaréis en este mundo. ¡Orad! Suplicad perdón, y tal vez logréis sentaros a Su festín, pues aquellos que renieguen del Señor se consumirán en el abismo de la condenación, hasta el fin de los siglos.

Wilfred guardó silencio. Con el paso de los años había comprendido que, con independencia de la causa que lo motivase, el mejor discurso era el de la condenación eterna. Sin embargo, Korne frunció el ceño y se adelantó.

—Si me lo permitís —dijo elevando la voz—. Desde mi conversión siempre me he tenido por buen cristiano: rezo al levantarme, ayuno cada viernes y sigo los preceptos. —Miró a todos como esperando su aprobación—. Hoy Dios se ha llevado a mi hijo Celías: un chico sano y robusto; un buen muchacho. Acepto los designios del Señor, y ruego a Él por su alma. También ruego por la mía, por la de mi familia y la de casi todos los presentes. —Tragó saliva antes de volverse hacia Gorgias—. Pero la culpable de esta desgracia no merece recibir ni una sola plegaria que alivie su castigo. Esa muchacha nunca debió entrar en mi taller. Si Dios usa la muerte para enseñarnos, tal vez debamos emplear Sus mismas enseñanzas. Y si es Dios el que juzga a los muertos, seamos nosotros quienes juzguemos a los vivos.

Un griterío atronó la iglesia.


Nihil est tam volucre quam maledictum; nihil faálius emiltitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur
—intervino Wilfred gritando—. Pobres hombres
iletratti:
no hay cosa más veloz que la calumnia, nada que se nos escape más fácilmente, nada que se acepte mejor y nada que se extienda más sobre la faz de la tierra. Ya he escuchado los rumores que acusan a Theresa. Todos habláis de lo mismo, pero ninguno conocéis la realidad de lo sucedido. Guardaos de la falsedad y la ignominia porque no hay secreto que tarde o temprano no se descubra.
Nihil est opertum quod non revelavitur, et ocultum quod non scietur
.

—¿Mentiras decís? —respondió Korne agitando los brazos—. Yo mismo sufrí la ira de esa hija de Caín. Su odio provocó el fuego que ha destruido mi vida. Y lo afirmo aquí, en la casa de Dios. Mi hijo Celías lo habría atestiguado de no haber muerto por culpa de esa muchacha. Pueden dar fe cuantos estuvieron presentes, y juro ante el Altísimo que así lo harán cuando Gorgias y su familia se enfrenten a la justicia. —Y sin esperar al beneplácito de Wilfred se echó a hombros el cadáver de Celías y abandonó la iglesia seguido de su familia.

Gorgias aguardó hasta que el resto de los feligreses acabaron de desalojar el templo. Deseaba hablar con Wilfred sobre el enterramiento de Theresa y sabía que no dispondría de mejor momento. Además, las palabras de Wilfred le habían sorprendido sobremanera. Rutgarda le había comentado los rumores que apuntaban a Theresa como la causante del incendio, pero la advertencia del conde parecía sugerir algo diferente. Rutgarda esperó en el exterior mientras aprovechaba para comentar con las vecinas los preparativos del entierro. Cuando Gorgias se acercó a Wilfred, lo sorprendió acariciando el lomo de sus molosos. Se preguntó cómo un hombre sin piernas podía manejar con tal facilidad a aquellas bestias.

—Siento lo de vuestra hija —dijo Wilfred meneando la cabeza—. En verdad era una buena chica.

—Era todo lo que tenía. Toda mi vida. —Sus ojos eran una cuenca de lágrimas.

—Muchos piensan que sólo existe una muerte, pero eso no es del todo cierto. Cada vez que un hijo muere, la muerte también alcanza a sus padres, y eso a su vez origina la penosa ironía de que cuanto más vacía es la vida, más pesada se revela. Sin embargo, vuestra esposa todavía es joven. Tal vez aún podáis…

Gorgias negó con la cabeza. Lo habían intentado en numerosas ocasiones, pero Dios no había querido bendecirles con un nuevo hijo.

—Mi único deseo es que Theresa reciba sepultura como la cristiana que siempre fue. Sé que lo que voy a pediros es difícil, pero os ruego que atendáis mi súplica.

—Si está en mi mano…

—Últimamente he visto cosas terribles: muertos desnudos por las roderas; cadáveres tirados por los estercoleros; cuerpos sacados de sus tumbas por hambrientos desesperados. No quiero que a mi hija le ocurra eso.

—Desde luego. Pero no veo de qué modo…

—El cementerio del claustro. Sé que sólo los clérigos y los prohombres descansan en ese jardín, pero os lo pido como un favor especial. Sabéis cuánto he hecho por vos…

—Y yo por vos, Gorgias, pero lo que me pedís es algo imposible. En el claustro no cabe un alma, y las tumbas de las capillas pertenecen a la iglesia.

—Lo sé, pero había pensado en la zona del pozo. Ese lugar está virgen.

—Ese lugar es casi roca viva.

—No me importa. Cavaré.

—¿Con ese brazo?

—Encontraré quien me ayude.

—En cualquier caso, no creo que fuese buena idea. La gente no comprendería que una chica acusada de homicidio descansase en un claustro rodeada de santos.

—Pero no entiendo… Hace un instante, vos mismo la habéis defendido.

—Es cierto. —Meneó la cabeza—. Nicodemo, uno de los trabajadores heridos, pidió confesión. Debió de sentir la presencia de la muerte, y entre pecado y pecado habló de lo ocurrido. Al parecer, las cosas no sucedieron tal como las describe Korne.

—¿Qué queréis decir? ¿No fue Theresa la causante del incendio?

—Digamos que no está claro que lo fuera. Sin embargo, aunque la acusación de Korne resultase falsa, sería harto difícil demostrarlo. Nicodemo habló bajo secreto de confesión, y es de suponer que el resto de los empleados confirmarán la versión de Korne. No creo que Nicodemo sobreviva, pero además, aunque lo hiciera, seguramente se desdiría de sus palabras. Recordad que trabaja para Korne.

—Y Korne para vos.

—Mi buen Gorgias. En ocasiones menospreciáis el poder de Korne. La gente no lo respeta por su trabajo. Temen a su familia. Han sido varios los aldeanos que ya han sufrido su ira. Sus hijos desenvainan la espada con la misma facilidad con que un adolescente desenfunda su miembro.

—Pero vos sabéis que mi hija no pudo hacerlo. Conocíais a Theresa. Era una chica bondadosa y caritativa. —Las lágrimas le brotaron.

—Y terca como una muía. Mirad, Gorgias, os aprecio profundamente, pero no puedo concederos lo que me pedís. Lo siento de veras.

Gorgias se quedó pensativo. Entendía la posición de Wilfred, pero no iba a consentir que profanasen el cuerpo de su hija en cualquier estercolero.

—Veo, vuestra dignidad, que no me dejáis opción. Si no puedo enterrar a mi hija en Würzburg, deberé trasladar su cadáver hasta Aquis-Granum.

—¿A Aquis-Granum, decís? Debéis de estar bromeando. Los pasos siguen cegados y lo mismo sucede con las postas. Aunque dispusieseis de un carro con bueyes, los bandidos os despedazarían.

—Os digo que lo haré aunque me cueste la vida.

Gorgias aguantó la mirada a Wilfred. Sabía que el conde precisaba de sus servicios y no permitiría que nada le sucediera. Wilfred se demoró en contestar.

—Olvidáis que hay pendiente un manuscrito —dijo al cabo.

—Y vos que hay pendiente un entierro.

—No tentéis a vuestra suerte. Hasta ahora os he protegido como a un hijo, pero eso no os autoriza a comportaros como un muchacho insolente —repuso mientras volvía a manosear la cabeza de los perros—. Recordad que fui yo quien os acogió cuando llegasteis a Würzburg mendigando un trozo de pan. Que fui yo quien facilitó vuestra inscripción en el registro de hombres libres pese a que carecíais de los documentos o armas que os acreditaran, y que fui yo quien os ofreció el trabajo que habéis disfrutado hasta el día de hoy.

—Sería un desagradecido si lo olvidara. Pero de eso hace ya seis años, y creo que mi trabajo ha respondido con generosidad a vuestra ayuda.

Wilfred lo miró con dureza, pero luego suavizó el rostro.

—Lo siento, pero no puedo ayudaros. A estas horas Korne ya habrá acudido al corregidor para denunciaros por lo sucedido. Como comprenderéis, sería una temeridad por mi parte aceptar el cadáver de una persona que puede ser hallada culpable de homicidio. Y aún hay más: os recomendaría que comenzaseis a preocuparos por vos mismo. No dudéis que Korne irá a por vos.

—Pero ¿por qué motivo? Durante el incendio yo estaba con vos, aquí en el
scriptorium..
.

—Mmm… Veo que aún desconocéis las complejas leyes carolingias, cosa que deberíais remediar si en algo apreciáis vuestra cabeza.

Wilfred restalló el látigo y los perros se movieron como si supieran adonde dirigirse. Los animales tomaron un pasillo lateral y arrastraron el artilugio rodante hasta unos aposentos lujosamente decorados. Gorgias siguió sus pasos obedeciendo una seña del conde.

—Aquí suelen hospedarse los optimates —explicó Wilfred—. Príncipes, nobles, obispos, reyes. Y en esta pequeña sala custodiamos los capitulares que nuestro rey Carlos ha venido publicando desde su coronación. Junto a ellos archivamos códigos de la
lex
Sálica y Ripuaria, decretales y actas de los Campos de Mayo… En definitiva, las normas que gobiernan a los francos, sajones, burgundios y lombardos. Ahora dejadme ver…

Wilfred hizo rodar la silla hasta una estantería deliberadamente baja y examinó uno por uno los volúmenes ordenados y protegidos por cubiertas de madera. El clérigo se detuvo ante un tomo raído que sacó con dificultad y hojeó humedeciéndose los dedos con la punta de la lengua.

—Aja. Aquí está:
Capitular de Vilbis
.
Poitiers, anno domine 768. Karolus rex francorum
. Permitidme que os la lea: «Si un hombre libre infligiere daño material o de vida a otro de igual condición, y por innominada circunstancia resultase incapaz de responder de su falta, recaerá sobre la familia del ofensor el castigo que en justicia al primero correspondiera.»

Wilfred cerró el libro y lo devolvió a la estantería.

—¿Mi vida corre peligro? —preguntó Gorgias.

—No sabría qué deciros. Conozco al
percamenarius
hace tiempo. Es un hombre egoísta. Peligroso tal vez, pero, desde luego, listo como pocos. Muerto no le servís de nada, así que imagino que buscará vuestros bienes. Otra cosa es su familia. Proceden de Sajonia, y sus costumbres no son las de los francos.

—Si lo que busca es riqueza… —sonrió con amargura.

—Precisamente ése es vuestro mayor problema. El juicio podría terminar con vuestros huesos en el mercado de esclavos.

—Eso ahora no me preocupa. Cuando entierre a mi hija ya veré el modo de resolverlo.

—Por Dios, Gorgias, recapacitad. O al menos pensad en Rutgarda. Vuestra esposa no tiene culpa de nada. Deberíais concentraros en preparar vuestra defensa. Y ni se os ocurra pensar en la huida. Los hombres de Korne os darían caza como a un conejo.

Gorgias bajó la mirada. Si Wilfred no autorizaba la inhumación, sólo le quedaría la opción de trasladar el cadáver hasta Aquis-Granum, pero eso le resultaría imposible si, tal como apuntaba el conde, los parientes de Korne estaban dispuestos a impedírselo.

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