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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (9 page)

BOOK: La Colmena
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Martín, por el andén, se finge cojo; algunas veces lo hace.

—Puede que cene en casa de la Filo (¡sin empujar, señora, que no hay prisa!) y si no, pues mira, ¡de tal día en un año!

La Filo es su hermana, la mujer de don Roberto González —la bestia de González, como le llamaba su cuñado—, empleado de la Diputación y republicano de Alcalá Zamora.

El matrimonio González vive al final de la calle de Ibiza, en un pisito de los de la Ley Salmón, y lleva un apañado pasar, aunque bien sudado.

Ella trabaja hasta caer rendida, con cinco niños pequeños y una criadita de dieciocho años para mirar por ellos, y él hace todas las horas extraordinarias que puede y donde se tercie; esta temporada tiene suerte y lleva los libros en una perfumería, donde va dos veces al mes para que le den cinco duros por las dos, y en una tahona de ciertos perendengues que hay en la calle de San Bernardo y donde le pagan treinta pesetas. Otras veces, cuando la suerte se le vuelve de espaldas y no encuentra un tajo para las horas de más, don Roberto se vuelve triste y ensimismado y le da el mal humor.

Los cuñados, por esas cosas que pasan, no se pueden ni ver. Martín dice de don Roberto que es un cerdo ansioso y don Roberto dice de Martín que es un cerdo huraño y sin compostura. ¡Cualquiera sabe quién tiene la razón! Lo único cierto es que la pobre Filo, entre la espada y la pared, se pasa la vida ingeniándoselas para capear el temporal de la mejor manera posible.

Cuando el marido no está en casa le fríe un huevo o le calienta un poco de café con leche al hermano, y cuando no puede, porque don Roberto, con sus zapatillas y su chaqueta vieja, hubiera armado un escándalo espantoso llamándole vago y parásito, la Filo le guarda las sobras de la comida en una vieja lata de galletas que baja la muchacha hasta la calle.

—¿Eso es justo, Petrita?

—No, señorito, no lo es.

—¡ Ay, hija! ¡Si no fuera porque tú me endulzas un poco esta bazofia!

Petrita se pone colorada.

—Ande, déme la lata, que hace frío.

—¡Hace frío para todos, desgraciada!

—Usted perdone...

Martín reacciona en seguida.

—No me hagas caso. ¿Sabes que estás hecha una mujer?

—Ande, cállese.

—¡Ay, hija, ya me callo! ¿Sabes lo que yo te daría, si tuviese menos conciencia?

—Calle.

—¡Un buen susto!

—¡Calle!

Aquel día tocó que el marido de Filo no estuviese en casa y Martín se comió su huevo y se bebió su taza de café.

—Pan no hay. Hasta tenemos que comprar un poco de estraperlo para los niños.

—Está bien así, gracias; Filo, eres muy buena, eres una verdadera santa.

—No seas bobo.

A Martin se le nubló la vista.

—Sí; una santa, pero una santa que se ha casado con un miserable. Tu marido es un miserable, Filo.

—Calla, bien honrado es.

—Allá tú. Después de todo, ya le has dado cinco becerros.

Hay unos momentos de silencio. Al otro lado de la casa se oye la vocecita de un niño que reza. La Filo se sonríe.

—Es Javierín. Oye, ¿tienes dinero?

—No.

—Coge esas dos pesetas.

—No. ¿Para qué? ¿A dónde voy yo con dos pesetas?

—También es verdad. Pero ya sabes, quien da lo que tiene...

—Ya sé.

—¿Te has encargado la ropa que te dije, Laurita?

—Sí, Pablo. El abrigo me queda muy bien, ya verás como te gusto.

Pablo Alonso sonríe con la sonrisa de buey benévolo del hombre que tiene las mujeres no por la cara, sino por la cartera.

—No lo dudo... En esta época, Laurita, tienes que abrigarte; las mujeres podéis ir elegantes y, al mismo tiempo, abrigadas.

—Claro.

—No está reñido. A mí me parece que vais demasiado desnudas. ¡Mira que si te fueras a poner mala ahora!

—No, Pablo, ahora no. Ahora me tengo que cuidar mucho para que podamos ser muy felices...

Pablo se deja querer.

—Quisiera ser la chica más guapa de Madrid para gustarte siempre... ¡Tengo unos celos!

La castañera habla con una señorita. La señorita tiene las mejillas ajadas y los párpados enrojecidos, como de tenerlos enfermos.

—¡Qué frío hace!

—Sí, hace una noche de perros. El mejor día me quedo pasmadita igual que un gorrión.

La señorita guarda en el bolso una peseta de castañas, la cena.

—Hasta mañana, señora Leocadia.

—Adiós, señorita Elvira, descansar.

La mujer se va por la acera, camino de la plaza de Alonso Martínez. En una ventana del Café que hace esquina al bulevar, dos hombres hablan. Son dos hombres jóvenes, uno de veintitantos y otro de treinta y tantos años; el más viejo tiene aspecto de jurado en un concurso literario; el más joven tiene aire de ser novelista. Se nota en seguida que lo que están hablando es algo muy parecido a lo siguiente:

—La novela la he presentado bajo el lema "Teresa de Cepeda" y en ella abordo algunas facetas inéditas de ese eterno problema que...

—Bien, bien. ¿Me da un poco de agua, por favor?

—Sin favor. La he repasado varias veces y creo poder decir con orgullo que en toda ella no hay una sola cacofonía.

—Muy interesante.

—Eso creo. Ignoro la calidad de las obras presentadas por mis compañeros. En todo caso, confio en que el buen sentido y la rectitud...

—Descuide; Hacemos todo con una seriedad ejemplar.

—No lo dudo. Ser derrotado nada importa si la obra premiada tiene una calidad indudable; lo que descorazona...

La señorita Elvira, al pasar, sonrió: la costumbre.

Entre los hermanos hay otro silencio.

—¿Llevas camiseta?

—Pues claro que llevo camiseta. ¡Cualquiera anda por la calle sin camiseta!

—¿Una camiseta marcada P. A.?

—Una camiseta marcada como me da la gana.

—Perdona.

Martín acabó de liar un pitillo con tabaco de don Roberto.

—Estás perdonada, Filo. No hables de tanta terneza. Me revienta la compasión.

La Filo se creció de repente.

—¿Ya estás tú?

—No. Oye, ¿no ha venido Paco por aquí? Tenía que haberme traído un paquete.

—No, no ha venido. Lo vio la Petrita en la calle de Goya y le dijo que a las once te esperaba en el bar de Narváez.

—¿Qué hora es?

—No sé; deben de ser ya más de las diez.

—¿Y Roberto?

—Tardará aún. Hoy le tocaba ir a la panadería y no vendrá hasta pasadas las diez y media.

Sobre los dos hermanos se cuelgan unos instantes de silencio, insospechadamente llenos de suavidad. La Filo pone la voz cariñosa y mira a los ojos a Martin.

—¿Te acuerdas que mañana cumplo treinta y cuatro años?

— ¡Es verdad!

—¿No te acordabas?

—No, para qué te voy a mentir. Has hecho bien en decírmelo, quiero hacerte un regalo.

—No seas tonto, ¡pues sí que estás tú para regalos!

—Una cosita pequeña, algo que te sirva de recuerdo.

La mujer pone las manos sobre las rodillas del hombre.

—Lo que yo quiero es que me hagas un verso, como hace años. ¿Te acuerdas?

—Si...

La Filo posa su mirada, tristemente, sobre la mesa.

—El año pasado no me felicitasteis ni tú ni Roberto, os olvidasteis los dos.

Filo pone la voz mimosa: una buena actriz la hubiera puesto opaca.

—Estuve toda la noche llorando...

—Martin la besa.

—No seas boba, parece que vas a cumplir catorce años.

—Qué vieja soy ya, ¿verdad? Mira cómo tengo la cara de arrugas. Ahora, esperar que los hijos crezcan, seguir envejeciendo y después morir. Como mamá, la pobre.

Don Roberto, en la panadería, seca con cuidado el asiento de la última partida de su libro. Después lo cierra y rompe unos papeles con los borradores de las cuentas.

En la calle se oye lo de los pantalones estrechitos y lo de los señoritos de la misa.

—Adiós, señor Ramón, hasta el próximo dia.

—A seguir bien, González, hasta más ver. Que cumpla muchos la señora y todos con salud.

—Gracias, señor Ramón, y usted que lo vea.

Por los solares de la Plaza de Toros, dos hombres van de retirada.

—Estoy helado. Hace un frío como para destetar buitres.

—Ya, ya.

Los hermanos hablan en la diminuta cocina. Sobre la apagada chapa del carbón, arde un hornillo de gas.

—Aqui no sube nada a estas horas, abajo hay un hornillo ladrón.

En el gas cuece un puchero no muy grande. Encima de la mesa, media docena de chicharros espera la hora de la sartén.

—A Roberto le gustan mucho los chicharros fritos.

—Pues también es un gusto...

—Déjalo, ¿A ti qué daño te hace? Martín, hijo, ¿por qué le tienes esa manía?

—¡Por mí! Yo no le tengo manía, es él quien me la tiene a mí. Yo lo noto y me defiendo. Yo sé que somos de dos maneras distintas.

Martín toma un ligero aire retórico, parece un profesor.

—A él le es todo igual y piensa que lo mejor es ir tirando como se pueda. A mí, no; a mí no me es todo igual ni mucho menos. Yo sé que hay cosas buenas y cosas malas, cosas que se deben hacer y cosas que se deben evitar.

—¡Anda, no eches discursos!

—Verdaderamente. ¡Así me va!

La luz tiembla un instante en la bombilla, hace una finta, y se marcha. La timida, azulenca llama del gas lame, pausadamente, los bordes del puchero.

—¡Pues sí!

—Pasa algunas noches, ahora hay una luz muy mala.

—Ahora tenía que haber la misma luz de siempre. ¡La Compañía, que querrá subirla! Hasta que suban la luz no la darán buena, ya verás. —¿Cuánto pagas ahora de luz?

—Catorce o dieciséis pesetas, según.

—Después pagarás veinte o veinticinco.

—¡Qué le vamos a hacer!

—¿Así queréis que se arreglen las cosas? ¡Vais buenos!

La Filo se calla y Martín entrevé en su cabeza una de esas soluciones que nunca cuajan. A la incierta lucecilla del gas, Martín tiene un impreciso y vago aire de zahori.

A Celestino le coge el apagón en la trastienda.

—¡Pues la hemos liado! Estos desalmados son capaces de desvalijarme.

Los desalmados son los clientes.

Celestino trata de salir a tientas y tira un cajón de gaseosas. Las botellas hacen un ruido infernal al chocar contra los baldosines.

—¡Me cago hasta en la luz eléctrica! Suena una voz desde la puerta.

—¿Qué ha pasado?

—¡Nada! ¡Rompiendo lo que es mío!

Doña Visitación piensa que una de las formas más eficaces para alcanzar el mejoramiento de la clase obrera, es que las señoras de la Junta de Damas organicen concursos de pinacle.

—Los obreros —piensa— también tienen que comer, aunque muchos son tan rojos que no se merecerían tanto desvelo.

Doña Visitación es bondadosa y no cree que a los obreros se les debe matar de hambre, poco a poco.

Al poco tiempo, la luz vuelve, enrojeciendo primero el filamento, que durante unos segundos parece hecho como de venidas de sangre, y un resplandor intenso se extiende, de repente, por la cocina. La luz es más fuerte y más blanca que nunca y los paquetillos, las tazas, los platos que hay sobre el vasar, se ven con mayor precisión, corno si hubieran engordado, como si estuvieran recién hechos.

—Está todo muy bonito, Filo.

—Limpio...

—¡Ya lo creo!

Martin pasea su vista con curiosidad por la cocina, como si no la conociera. Después se levanta y coge su sombrero. La colilla la apagó en la pila de fregar y la tiró después, con mucho cuidado, en la lata de la basura.

—Bueno, Filo; muchas gracias, me voy ya.

—Adiós, hijo, de nada; yo bien quisiera darte algo más... Ese huevo lo tenía para mí, me dijo el médico que tomara dos huevos al día.

—¡Vaya!

—¡Déjalo, no te preocupes! A ti te hace tanta falta como a mi.

—Verdaderamente.

—Qué tiempos, ¿verdad, Martín?

—Sí, Filo, ¡qué tiempos! Pero ya se arreglarán las cosas, tarde o temprano.

—¿Tú crees?

—No lo dudes. Es algo fatal, algo incontenible, algo que tiene la fuerza de las mareas.

Martin va hacia la puerta y cambia de voz.

—En fin... ¿Y Petrita?

—¿Ya estás?

—No, mujer, era para decirle adiós.

—Déjala. Está con los dos peques, que tienen miedo; no los deja hasta que se duermen. La Filo sonríe, para añadir:

—Yo, a veces, también tengo miedo, me imagino que me voy a quedar muerta de repente...

Al bajar la escalera, Martín se cruza con su cuñado que sube en el ascensor. Don Roberto va leyendo el periódico. A Martín le dan ganas de abrirle una puerta y dejarlo entre dos pisos.

Laurita y Pablo están sentados frente a frente; entre los dos hay un florerito esbelto con tres rosas pequeñas dentro.

—¿Te gusta el sitio?

—Mucho.

El camarero se acerca. Es un camarero joven, bien vestido, con el negro pelo rizado y el ademán apuesto. Laurita procura no mirarle; Laurita tiene un directo, un inmediato concepto del amor y de la fidelidad.

—La señorita, consomé; lenguado al horno y pechuga Villeroy. Yo voy a tomar consomé y lubina hervida, con aceite y vinagre.

—¿No vas a comer más?

—No, nena, no tengo ganas. Pablo se vuelve al camarero.

—Media de Sauternes y otra media de Borgoña. Está bien.

Laurita, por debajo de la mesa, acaricia una rodilla de Pablo.

—¿Estás malo?

—No, malo, no; he estado toda la tarde a vueltas con la comida, pero ya me pasó. Lo que no quiero es que repita.

La pareja se miró a los ojos y con los codos apoyados sobre la mesa, se cogieron las dos manos apartando un poco el florerito.

En un rincón, una pareja que ya no se coge las manos, mira sin demasiado disimulo.

—¿Quién es esa conquista de Pablo?

—No sé, parece una criada, ¿te gusta?

—Psché, no está mal...

—Pues vete con ella, si te gusta, no creo que te sea demasiado difícil.

—¿Ya estás?

—Quien ya está eres tú. Anda, rico, déjame tranquila que no tengo ganas de bronca; esta temporada estoy muy poco folklórica.

El hombre enciende un pitillo.

—Mira, Mari Tere, ¿sabes lo que te digo?, que asi no vamos a ningún lado.

—¡Muy flamenco estás tú! Déjame si quieres, ¿no es eso lo que buscas? Todavía tengo quien me mire a la cara.

—Habla más bajo, no tenemos por qué dar tres cuartos al pregonero.

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