Read La Colmena Online

Authors: Camilo José Cela

La Colmena (4 page)

BOOK: La Colmena
7.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si la Virgen! ¿No te dije bien claro que no echases más que onza y media? Con vosotros no vale hablar en español, no os da la gana de entender.

Doña Rosa respira y vuelve a la carga. Respira como una máquina, jadeante, precipitada: todo el cuerpo en sobresalto y un silbido roncándole por el pecho.

—Y si a don Pablo le parece que está muy claro, que se vaya con su señora a donde se lo den mejor. ¡Pues estaría bueno! ¡Habráse visto! Lo que no sabe ese piernas desgraciado es que lo que aquí sobran, gracias a Dios, son clientes. ¿Te enteras? Si no le gusta, que se vaya; eso saldremos ganando. ¡Pues ni que fueran reyes! Su señora es una víbora, que me tiene muy harta. ¡Muy harta es lo que estoy yo de la doña Pura!

Gabriel la previene, como todos los dias.

—¡Que la van a oír, señorita!

—¡Que me oigan si quieren, para eso lo digo! ¡Yo no tengo pelos en la lengua! ¡Lo que yo no sé es cómo ese mastuerzo se atrevió a despedir a la Elvirita, que es igual que un ángel y que no vivia pensando más que en darle gusto, y aguanta como un cordero a la liosa de la doña Pura, que es un culebrón siempre riéndose por lo bajo! En fin, como decía mi madre, que en paz descanse: ¡vivir para ver!

Gabriel trata de arreglar el desaguisado.

—¿Quiere que quite un poco?

—Tú sabrás lo que tiene que hacer un hombre honrado, un hombre que esté en sus cabales y no sea un ladrón. ¡Tú, cuando quieres, muy bien sabes io que te conviene!

Padilla, el cerillero, habla con un cliente nuevo que le compró un paquete entero de tabaco.

—¿Y está siempre así?

—Siempre, pero no es mala. Tiene el genio algo fuerte, pero después no es mala.

—¡Pero a aquel camarero le llamó bobo!

—¡Anda, eso no importa! A veces también nos llama maricas y rojos. El cliente nuevo no puede creer lo que está viendo.

—Y ustedes, ¿tan tranquilos?

—Sí, señor; nosotros tan tranquilos. El cliente nuevo se encoge de hombros.

—Bueno, bueno...

El cerillero se va a dar otro recorrido al salón.

El cliente se queda pensativo.

—Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o esta partida de gaznápiros. Si la agarrasen un día y le dieran una somanta entre todos, a lo mejor entraba en razón. Pero, ¡ca!, no se atreven. Por dentro estarán todo el día mentándole al padre, pero por fuera, ¡ya lo vemos! "¡Bobo, lárgate! ¡Ladrón, desgraciado!" Ellos, encantados. "Si, señor; nosotros tan tranquilos." ¡Ya lo creo! Caray con esta gente, ¡asi da gusto!

El cliente sigue fumando. Se llama Mauricio Segovia y está empleado en la Telefónica. Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir. Tiene unos treinta y ocho o cuarenta años y el pelo rojo y la cara llena de pecas. Vive lejos, por Atocha; vino a este barrio por casualidad, vino detrás de una chica que, de repente, antes de que Mauricio se decidiese a decirle nada, dobló una esquina y se metió por el primer portal.

Segundo, el limpia, va voceando:

—¡Señor Suárez! ¡Señor Suárez!

El señor Suárez, que tampoco es un habitual, se levanta de donde está y va al teléfono. Anda cojeando, cojeando de arriba, no del pie. Lleva un traje a la moda, de un color clarito, y usa lentes de pinza. Representa tener unos cincuenta años y parece dentista o peluquero. También parece, fijándose bien, un viajante de productos químicos. El señor Suárez tiene todo el aire de ser un hombre muy atareado, de esos que dicen al mismo tiempo: "Un exprés solo; el limpia; chico, búscame un taxi". Estos señores tan ocupados, cuando van a la peluquería, se afeitan, se cortan el pelo, se hacen las manos, se limpian los zapatos y leen el periódico. A veces, cuando se despiden de algún amigo, le advierten: "De tal a tal hora, estaré en el Café; después me daré una vuelta por el despacho, y a la caída de la tarde me pasaré por casa de mi cuñado; los teléfonos vienen en la guía; ahora me voy porque tengo todavía multitud de pequeños asuntos que resolver". De estos hombres se ve en seguida que son los triunfadores, los señalados, los acostumbrados a mandar.

Por teléfono, el señor Suárez habla en voz bajá, atiplada, una voz de lila, un poco redicha. La chaqueta le está algo corta y el pantalón le queda ceñido, como el de un torero.

—¿Eres tú?

—¡Descarado, más que descarado! ¡Eres un carota!

—Sí... Sí... Bueno, como tú quieras.

—Entendido. Bien; descuida, que no faltaré.

—Adiós, chato.

—¡Je, je! ¡Tú siempre con tus cosas! Adiós, pichón; ahora te recojo.

El señor Suárez vuelve a su mesa. Va sonriendo y ahora lleva la cojera algo temblona, como estremecida; ahora lleva una cojera casi cachonda, una cojera coqueta, casquivana. Paga su café, pide un taxi y, cuando se lo traen, se levanta y se va. Mira con la frente alta, como un gladiador romano; va rebosante de satisfacción, radiante de gozo.

Alguien lo sigue con la mirada hasta que se lo traga la puerta giratoria. Sin duda alguna, hay personas que llaman más la atención que otras. Se les conoce porque tienen como una estrellita en la frente.

La dueña da media vuelta y va hacia el mostrador. La cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras la registradora de cobriza antigüedad suena constantemente.

Algunos camareros de caras flaccidas, tristonas, amarillas, esperan, embutidos en sus trasnochados smokings, con el borde de la bandeja apoyada sobre el mármol, a que el encargado les dé las consumisiones y las doradas y plateadas chapitas de las vueltas.

El encargado cuelga el teléfono y reparte lo que le piden.

—¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer?

—Es que estaba pidiendo más leche, señorita. —¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana? —Como siempre, señorita: sesenta.—¿Y no ha habido bastante?

—No, parece que no va a llegar.

—Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la Maternidad! ¿Cuánta has pedido?

—Veinte más.

—¿Y no sobrará?

—No creo.

—¿Cómo "no creo"? ¡Nos ha merengao! ¿Y si sobra, di?

—No, no sobrará. ¡Vamos, digo yo!

—Si, "digo yo", como siempre, "digo yo", eso es muy cómodo. ¿Y si sobra?

—No, ya verá como no ha de sobrar. Mire usted cómo está el salón.

—Sí, claro, cómo está el salón, cómo está el salón. Eso se dice muy pronto. ¡Porque soy honrada y doy bien, que si no ya verías a donde se iban todos! ¡Pues menudos son!

Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar inadvertidos.

—Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas! ¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza.

Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en doña Rosa.

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con la mano —triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión—, habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino.

El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador.

Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.

—Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.

—Pues que se las arregle corno pueda para sacarle los cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira.

—¿Cuál es?

—Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.

—¡Anda, qué tío, pues esto si que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar?

—Ya ve... Dice que se ha venido sin dinero.

—¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son picaros.

El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz:

—Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón.

—Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cria cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!

El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle.

—¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara!

—Sí, señorita.

Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído.

—Eso es todo lo que dice. Por mí, ¡bien lo sabe Dios!

Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo.

—Si quiere, le dejo el libro.

—No. Ande, a la calle, no me alborote.

El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral.

El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo del francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poesías ultraístas.

El limpia habla con don Leonardo. Don Leonardo le está diciendo:

—Nosotros los Meléndez, añoso tronco emparentado con las más rancias familias castellanas, hemos sido otrora dueños de vidas y haciendas. Hoy, ya lo ve usted, ¡casi en medio de la rué!

Segundo Segura siente admiración por don Leonardo. El que don Leonardo le haya robado sus ahorros es, por lo visto, algo que le llena de pasmo y de lealtad. Hoy don Leonardo está locuaz con él, y él se aprovecha y retoza a su alrededor como un perrillo faldero. Hay días, sin embargo, en que tiene peor suerte y don Leonardo lo trata a patadas. En esos días desdichados, el limpia se le acerca sumiso y le habla humildemente, quedamente.

—¿Qué dice usted?

Don Leonardo ni le contesta. El limpia no se preocupa y vuelve a insistir.

—¡Buen día de frío!

—Si.

El limpia entonces sonríe. Es feliz y, por ser correspondido, hubiera dado gustoso otros seis mil duros.

—¿Le saco un poco de brillo?

El limpia se arrodilla, y don Leonardo, que casi nunca suele ni mirarle, pone el pie con, displicencia en la plantilla de hierro de la caja.

Pero hoy, no. Hoy don Leonardo está contento. Segura mente está redondeando el anteproyecto para la creación ile una importante Sociedad Anónima.

—En tiempos, ¡oh, mon Dieu!, cualquiera de nosotros se asomaba a la Bolsa y allí nadie compraba ni vendía hasta ver lo que hacíamos.

—¡Hay que ver! ¿Eh?

Don Leonardo hace un gesto ambiguo con la boca, mientras con la mano dibuja jeribeques en el aire.

—¿Tiene usted un papel de fumar? —dice al de la mesa de al lado—; quisiera fumar un poco de picadura y me encuentro sin papel en este momento.

El limpia calla y disimula; sabe que es su deber.

Doña Rosa se acerca a la mesa de Elvirita, que habia estado mirando para la escena del camarero y el hombre que no pagó el café.

—¿Ha visto usted, Elvirita?

La señorita Elvira tarda unos instantes en responder.

—¡Pobre chico! A lo mejor no ha comido en todo el día, doña Rosa.

—¿Usted también me sale romántica? ¡Pues vamos servidos! Le juro a usted que a corazón tierno no hay quien me gane, pero, ¡con estos abusos!

Elvirita no sabe qué contestar. La pobre es una sentimental que se echó a la vida para no morirse de hambre, por lo menos, demasiado de prisa. Nunca supo hacer nada y, además, tampoco es guapa ni de modales finos. En su casa, de niña, no vio más que desprecio y calamidades.

Elvirita era de Burgos, hija de un punto de mucho cuidado, que se llamó, en vida, Fidel Hernández. A Fidel Hernández, que mató a la Eudosia, su mujer, con una lezna de zapatero, lo condenaron a muerte y lo agarrotó Gregorio Ma yoral en el año 1909. Lo que él decia: "Si la mato a sopas con sulfato, no se entera ni Dios". Elvirita, cuando se que do huérfana, tenia once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela, que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivia mal, y cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: "¡En otra igual colgaron a tu padre, tía asquerosa!" Elvirita, un dia que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, en Ribadavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita todo fue rodar y coser y cantar, digámoslo así.

La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida, todavía un poco orgullosa.

Don Jaime Arce, aburrido de estar sin hacer nada, mirando para el techo y pensando en vaciedades, levanta la cabeza del respaldo y explica a la señora silenciosa del hijo muerto, a la señora que ve pasar la vida desde debajo de la escalera de caracol que sube a los billares:

—Infundios... Mala organización... También errores, no lo niego. Créame que no hay más. Los bancos funcionan defectuosamente, y los notarios, con sus oficiosidades, con sus precipitaciones, echan los pies por alto antes de tiempo y organizan semejante desbarajuste que después no hay quien se entienda.

BOOK: La Colmena
7.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Gamble (I) by Lavyrle Spencer
Wire Mesh Mothers by Elizabeth Massie
The Summer Bones by Kate Watterson
Water Rites by Mary Rosenblum
The Empty Chair by Jeffery Deaver
Rebel Waltz by Kay Hooper
Homefires by Emily Sue Harvey
Yours Accidentally by Nevatia, Madhur
La Maldición de Chalion by Lois McMaster Bujold