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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (43 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Las páginas del libro que imaginaba escritas en tinta violeta lo transportaron hasta un palacio de la antigua Persia donde una doncella sufría el maleficio de un genio por despreciar sus proposiciones amorosas. La doncella, convertida en diamante para castigar la dureza de su corazón, estaba recluida en una alcoba a cargo de una esclava que la pulía y sacaba brillo cada mañana para regocijo del malvado genio. Sin embargo, la esclava, que bajo su velo y sus argollas de oro ocultaba las artes de una hechicera, se apiadó de ella. Un día llevó a la alcoba un diván, que colocó bajo una ventana con clamores de fuentes, y que reunía en su seda de damasco el poder de aniquilar, durante los efluvios del atardecer, cualquier embrujo. Así, cuando la alcoba sucumbía a la luz púrpura, la esclava-hechicera depositaba el diamante sobre el diván y la doncella recuperaba su forma humana. Acto seguido, abría una portezuela secreta para que entrara su enamorado, un macho del desierto embozado hasta los ojos y con la fatiga de haber recorrido un laberinto de pasadizos, guiándose a veces por la lírica de su deseo, y otras por los estertores de la entrepierna.

En un principio, tuvieron que aprender a amarse atendiendo a la arquitectura de la magia, pues en cuanto una parte del cuerpo de la doncella se salía del diván, quedaba convertida en diamante. El enamorado del desierto se encontraba, de pronto, deleitándose con el sabor de la piedra, y desgreñándose de desesperación y de ruegos a su dios para que le enviara lo más rápido posible el atardecer del día siguiente. Tras semanas e incluso meses de ardores terminados en el brillo de la joya, consiguieron ser unos virtuosos del amor calculado, y retozar sin sobresaltos en el diván. Sin embargo, una noche la esclava hechicera, que los espiaba detrás de un biombo, se extrañó al comprobar que los retozos de los amantes se habían terminado, dejando paso a una tristeza que sólo los mantenía abrazados sobre el diván.

Santiago salió del baño sin terminar la lectura. Se secó fantaseando con lo que haría si Úrsula Perla Montoya se tumbaba en su diván al atardecer, y se transformaba en diamante. Me daría igual, se dijo, estoy dispuesto a quererla adopte la forma que adopte, viva, muerta o en sueños.

Había quedado con Isidro para ir a misa de una en el Cristo del Olivar. Encontró al vigilante esperándolo en el portal con el rostro serio.

—La que va a caer hoy, muchacho, está el cielo que quiere reventar y no sabe por dónde.

—Eso me temo.

Las nubes oprimían Madrid con una obesidad plomiza. La asediaban en cada una de sus calles con una angustia de agua que le perforaba el corazón municipal, y hundía el domingo de aperitivos y misas en la congoja de la espera. Se comían en los bares las patatas bravas y los boquerones en vinagre asomándose a los ventanales para mirar al cielo. «Aún no rompe, aún no —comentaban los labios entre las espumas de las cañas—. Cuando lo haga caerá una buena». Las copas de los árboles se habían encorvado con jorobas frondosas por el peso del cielo, y los perros orinaban fuera de los alcorques, desorientados por el tufo de una lluvia fantasma.

En la misa del Cristo del Olivar, un grupo de jóvenes tocaba las guitarras y cantaba. Santiago se levantó a encender unas velas por sus muertos: una para la tatarabuela de la que sólo conocía su presencia de encinas; otra para su madre, un nombre de flor; otra para Manuela Laguna, sin remordimientos infantiles de fertilizante de rosas; otra para Olvido, con mano temblorosa, y la última para el padre Rafael que le traía la paz. Se sentó de nuevo junto a su amigo, cantando por lo bajo con la ronquera de grillos que le recordaba su condición de hombre maldito. Comulgó devoto, aunque con el ansia en la tripa del vino de otros tiempos, y rezó bajo la mirada atenta de Isidro, que lo vigilaba por si en las plegarias introducía el evangelio apócrifo de Úrsula Perla Montoya. Después de la misa se fueron a tomar el aperitivo. A Santiago se le había abierto de repente un apetito voraz, que relacionó con la lluvia que no se decidía a caer. Era un muchacho delgado de constitución francesa, y no recordaba haber comido tanto como lo hizo aquel mediodía. Con las primeras cuatro raciones Isidro celebró el hambre del chico —lo consideraba una señal de buena salud y de ausencia de disgustos—, pero cuando él se sintió lleno y Santiago siguió pidiendo gambas a la plancha, champiñones al ajillo y tortilla de patata, entre otros majares que regaba con cerveza helada, comenzó a preocuparse.

—A ver si tienes un parásito de esos dentro y por mucho que comas nunca te sacias.

—Si se despejara el cielo, a lo mejor se me pasaba el hambre, o si lloviera y sucediese ya todo.

—¿Y qué le va a importar al estómago el clima? —replicó Isidro—. ¿No será el amor lo que se te come todo lo que te cae dentro?

—El amor también.

Siguió comiendo hasta que un trueno rompió la aflicción del cielo. Se le cerró el estómago en ese mismo momento.

—Vámonos —le dijo a Isidro.

Pagó la cuenta y salieron a la calle. Sin embargo, todo continuó igual después del trueno. Las nubes apretaban uno contra otro sus muslos para que no se escapara ni una gota sobre la ciudad, abandonándola de nuevo a la inquietud de los presagios.

Y así permaneció mientras Isidro dormía la siesta en su sofá acunado por los documentales, y Santiago cocinaba bollos de canela y hojaldre. Sobre las cinco de la tarde, Úrsula Perla Montoya abrió los postigos de las ventanas. La brisa fresca con la que amaneció se había ido recalentando tornándose soporífera. Mareadas, las golondrinas buscaban refugio en los huecos de los tejados para abandonarse a las lipotimias; y las palomas se lanzaban empicadas a la espesura de las fuentes.

En ese domingo de letargos y suicidios, Santiago Laguna tocó por primera vez la piel de la mujer que llevaba cinco años buscando. Sucedió al entregarle el plato con los bollos de canela y hojaldre. Lo había recibido en su casa recién salida de la ducha; ella envuelta en un albornoz blanco por encima de las rodillas, y el cabello, en un turbante. El piso aún olía a sueño y a mondas de placeres literarios. Al principio fue sólo un roce en la mano cuando Úrsula cogió el plato, pero él lo convirtió en tacto, en paladeo de carne en el que se demoró mientras le traspasaba la espina de morirse y resucitar a un tiempo.

—Se me va a caer al suelo —le dijo ella sonriéndole.

La soltó y, a través de un pasillo en penumbra, la siguió hasta la cocina.

—Son los bollos de los que te hablé anoche. Me enseñó a hacerlos mi abuela.

Aún brillaban en los ojos de Úrsula párrafos de novela y su mirada lanzaba destellos violeta. Dejó los bollos sobre una mesa. Si probaba alguno, un empacho de su vecino la llevaría a la tumba. Había desayunado más pastel y tenía el sabor de Santiago en la garganta.

—¿Quieres un café o una cerveza? —le preguntó.

—No, gracias.

—¿Querrás, entonces, contarme otra historia o más cosas de ti y tu familia?

—Te contaré lo que quieras, aunque luego me cortes la cabeza si no te ha gustado.

—Pues voy a cambiarme. No sería respetuoso que te condenara a muerte en albornoz.

—Estás preciosa así, con la toalla en la cabeza.

Un calor de síncope les enredaba los sentidos. A Úrsula comenzó a pesarle el albornoz, los brazos, las rodillas. Quiso llevar a Santiago hasta el salón para que la esperara allí mientras se ponía un vestido, pero él le pidió que le enseñara la habitación donde trabajaba.

—Si ya la conoces.

—No es lo mismo estar dentro de ella.

Era más pequeña de lo que parecía a través de la ventana. Dos maceteros con troncos del Brasil custodiaban las esquinas que Santiago no alcanzaba a ver desde su piso. En cuanto entró, comenzaron a cuajarles brotes nuevos. No tenía más muebles que la mesa, la silla, el diván y una estantería en cuyas baldas se arremolinaban, entre numerosos libros, unos pergaminos.

—¿Puedo echarles un vistazo?

Úrsula eligió uno de ellos, y lo desplegó con una veneración que la devolvía a la infancia.

—Son los poemas de mi abuela. Ella siempre escribía en pergamino y con la pluma de ave que yo heredé. Decía que, a pesar de los tiempos, tenía un alma antigua y sólo así lograba inspirarse.

Una caligrafía alargada y puntiaguda discurría por el pergamino.

—¿En qué idioma está escrito?

—Es persa. Mi abuela nació en Irán, en la ciudad de Shiraz, la ciudad de los poetas. Ella me crió.

—¿Aún vive?

—No, y mis padres tampoco. Se pasaban el día viajando, eran actores, y murieron hace años en un accidente de aviación.

—Yo también soy huérfano.

Úrsula le acarició una mejilla. El pergamino se enrolló al tiempo que el corazón de Santiago se sumergía en una taquicardia.

—¿Puedo preguntarte qué ocurrió?

—Te dije que te contaría lo que quisieras. Mi madre se tiró por una ventana cuando yo era un bebé. Tenía mal de amores; son los riesgos de nacer en una familia maldita. Mi padre murió de una enfermedad de los riñones hace unos años.

—Lo siento, eres muy joven.

—Tengo veintiún años. —La miró con su aire francés.

Úrsula desenrolló el pergamino para disimular la turbación.

—¿Sabes hablar persa?

—Mi abuela me enseñó.

—¿Me traducirías el poema?

—Claro, además éste cuenta la historia de un genio que nunca se apiadó de los ojos de un muchacho.

Úrsula Perla Montoya comenzó a recitar versos en persa abandonándose al despropósito de la poesía. Cada hexámetro, aunque impenetrable para Santiago, le sublevaba los sentidos hundiéndole en el calor efervescente de la tarde y en la dicha de estar vivo. Cuando ella terminó, dejó que se enrollara el pergamino, y se puso a recitar de nuevo el poema, pero en castellano y de memoria, mientras sus dedos jugaban en el cabello de Santiago, enredándose y desenredándose. El no pudo aguantar hasta el final. La besó en los labios profanando los hexámetros. La cicatriz de la muñeca se le abrió en una llaga de lirios. A ella se le cayó al suelo el pergamino y la toalla de la cabeza. Se extraviaron en una tarde insomne. Santiago contempló la daga del escote y dejó descender su boca desde la empuñadura hasta la punta, desatando el cinturón del albornoz y precipitándose por el vientre de Úrsula hasta el fin del mundo. Enloquecieron las cañerías del patio en un sube y baja de agua que atormentó la siesta de los vecinos, se descascarillaron de las fachadas los lunares de moho; cada mueble de la habitación se convirtió en ellos. Úrsula lo desnudó, él la levantó por la cintura y la sentó en la mesa, voló por los aires la novela, se derramó el tintero en un abrazo, Santiago le garabateó los senos con lava violeta, le escribió versos, le pintó palomas hasta olvidar el alfabeto y la fauna, hasta olvidar su propio nombre y sus sueños; se amaron en equilibrios circenses sobre la silla, contra la estantería de pergaminos que bufaban como oro arena del desierto y hechizos de siglos ajenos al tiempo mortal, y terminaron, destroncados de amor, en el diván, aplastando los pavos reales, Úrsula bajo el poder de la criatura extraordinaria con la que vino al mundo Santiago Laguna, saciada sin saciarse del sabor a pastel de su amante, aullando que la inspiración era sólo un juguete, mientras los brotes nuevos de los troncos del Brasil rompían a crecer en manglares de fertilidad prodigiosa, y el patio se deshacía en el anuncio de un atardecer que, sin duda, los transformaría en diamantes.

A las nueve de la noche, el cielo de Madrid continuaba bajo la sospecha de una tormenta inminente. Santiago se despidió de Úrsula besándole las clavículas.

—Tengo que irme, actúo a las diez en el café.

Tras la contienda, habían sucumbido en el diván a la ternura. Se habían explorado la piel con gusanitos y risas, mirándose a los ojos sin decirse nada, fumando, oliéndose la eternidad como dos perros.

—Ven a hacerme una visita cuando termines, te estaré esperando.

El cielo formaba un bloque de nubes que detenía la llegada del universo, y dibujaba la luna como una mancha espectral. A pesar de que se había duchado y puesto ropa limpia, todo él seguía oliendo a Úrsula, por eso no pudo darse cuenta de que se extraviaba ya entre los coches y los semáforos, entre las farolas y las casas de otros siglos, el rastro de la lluvia. Las primeras gotas le cayeron encima al llegar al café. Sólo entonces recordó aquel presentimiento insaciable que aparecía en su pesadilla. Le agarrotó los huesos el temor al repiqueteo de la lluvia, a su monotonía de agua, a los relámpagos que la iluminaban, y a los truenos ensordecedores.

El público de los domingos por la noche era algo mayor de lo habitual, consumía cócteles caros y botellines de marcas extranjeras. Casi todas las mesas estaban llenas, sonaba música de Nacha Pop, las luces eran tenues, y las llamas de las velas ondeaban hundidas en vasos de cristal. Los ventiladores del techo cortaban el calor como si fuera gelatina.

—Llegas tarde —le dijo la camarera, y le sirvió el whisky que acostumbraba a beber antes de la actuación—. Que sepas que hoy está el jefe, y no voy a poder bajar a la cueva que tanto te gusta, y que sepas también que tampoco bajaría aunque no estuviera porque no has venido a verme en todo el día, y ayer estuviste hecho un borde.

—Ahora estoy con alguien que es muy importante para mí. —Se bebió la copa de dos tragos.

—Sois todos unos capullos —replicó lanzando la bayeta a la pila— y cuanto más buenos estáis, peor.

Las luces del escenario parpadearon y Santiago se dirigió hacia él. Se apagó la música y el dueño del café le presentó como un muchacho que, a pesar de su procedencia de tierra de montes y sierras frías, relataba mejor que nadie historias del mar. Luego le dejó solo y sonaron los aplausos. Un foco blanquecino se cernió sobre la figura de Santiago.

—Cuentan que hace muchos siglos navegaba por las costas del norte un barco fantasma que tenía aterrorizados a marineros y capitanes. Cubría cielo y mar una niebla fría y espesa como cabelleras de muertos, y no se podía saber con certeza si era de día o de noche. —Tuvo que interrumpir la historia.

El cielo de Madrid se había desplomado como en su sueño, y llovía contra las cristaleras del café, contra el asfalto humeante y los tejados con un desahogo insoportable. Los espectadores se quedaron mirando un rato el poder de la tormenta.

—Eran muy pocos los que se atrevían a embarcarse por aquellos mares —prosiguió—, pero los que lo hacían y regresaban con vida —estalló un trueno— contaban que, de entre la niebla, surgía la silueta monstruosa de un galeón con cañones de sirenas. Todos sabían lo que sucedería a continuación, y se tapaban los oídos para no enfrentarse a la terrible amenaza, una campana roja que brillaba como el fuego… —Se le quebró la voz. Acababa de descubrir, sentada en un taburete de la barra, a la mujer que cubría su cabello con un pañuelo blanco. No la había visto entrar, y habría jurado que cuando él llegó, aún no estaba allí. Hubiera salido de donde hubiera salido, ahora estaba de espaldas al escenario como el día anterior.

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