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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (38 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Transcurrieron dos años y unos meses desde la primavera del incendio hasta que el padre Rafael tuvo que meterse en su cama de desahuciado. Comenzaba entonces el verano. Santiago estaba a punto de cumplir diecinueve años y había terminado sus estudios en el colegio con buenas notas. El cura nuevo llegó al pueblo con pelo de alcanfor y labios prietos, la emisora de radio se cerró y los cachivaches técnicos y la colección de vinilos de música sacra salieron de la vida de Santiago en una furgoneta con rumbo desconocido. Cuando se asomó a la plaza para verla alejarse por una callejuela, el runrún de motor epiléptico que despedía el vehículo se llevó lo poco que le quedaba de alma.

Se encerró en la iglesia a cuidar del padre Rafael ese verano de vientos caniculares que adormecieron al pueblo. Clausuró los revolcones de la cripta. La nieta del boticario tuvo que conformarse con verlo sólo los domingos al acabar la misa. Se escabullía en su cuartito y lo esperaba impaciente hasta que él la abrazaba para consolarse de la impertinencia de los ojos de Ezequiel Montes. Permanecían fijos en los suyos mientras una bolsita de cuero, sujeta en una presilla de los pantalones del pastor, interponía entre ellos una fina putrefacción que olía a pólvora de muerto. De un lado a otro de la iglesia se balanceaba el incensario y un viento color mostaza se colaba por las rendijas de muros y vidrieras hirviendo feligreses y al padre Rafael que, armado con una trompetilla, se afanaba en escuchar la misa desde la cama.

Santiago volvió a componer poemas en los ratos que pasaba velando las siestas del enfermo. Compartían el mismo aire que viciaban las medicinas, el calor supurante y los ronquidos del cura atravesados por pesadillas y delirios, donde recitaba de forma intermitente, en latín y en euskera, la amargura de aquel secreto de confesión que sus votos no le permitían revelar al chico lúcido y despierto.

—Tranquilícese, padre.

Santiago le enjugaba la frente.

—¿Lo comprendes, ahora? Pensó que no había más remedio —insistía él en la lengua de sus sueños.

—¿Quién?

—Ella, ella. —El dolor le nublaba los ojos.

—No sufra más, se lo ruego.


Morituri le salutam
—soltaba, de pronto, riendo.

Se le mezclaban los secretos con las películas de romanos, que tanto le gustaban, y con su propia muerte. Cuando se tranquilizaba, Santiago aprovechaba para beberse el vino de la sacristía que luego echaría en falta el cura nuevo.

Había llegado al pueblo una plaga de chicharras montada en el aire mostaza como en una alfombra voladora. Santiago encontraba los insectos ronroneando en las esquinas del dormitorio del cura y los mataba a escobazos; luego se sentaba junto al lecho para entregarse de nuevo a los poemas cuyos versos encerraban la nostalgia de un cuerpo y un nombre manchado por ojos verdes de traidores. En ocasiones, sucumbía al sopor sagrado del vino y se quedaba dormido. Soñaba con cientos de chicharras entonando un réquiem y despertaba entre alaridos de lágrimas, aferrándose al vientre del padre Rafael como si éste fuera el de antaño, gordo y pletórico, en vez del bulto escuchimizado en que se había convertido. Aún somnoliento, el cura le consolaba en latín, hasta que la tristeza del chico le despejaba del todo y rezaban las oraciones de la tarde.

Un mediodía sofocante de últimos de agosto, el padre Rafael vio al espíritu de su madre matándole las chicharras apelotonadas en el alféizar de la ventana, y supo que Dios lo avisaba de que se lo llevaría con la llegada del crepúsculo. Pidió a Santiago, que no había visto a la vasca aplastando los insectos con sus zuecos de caserío, que sacara del cajón de su armario un sobre con las rayas rojas y azules de la vía aérea. Antes de entregárselo, el chico acertó a leer las palabras «París» y «France» y el corazón le latió deprisa.

—Santiago, muy pronto voy a marcharme, y Dios quiera que a gozar de su gloria en el cielo. Sólo me preocupas tú, aunque ya eres mayor de edad y puedes vivir sin apuros económicos con la herencia de tu familia.

—Usted se quedará más tiempo conmigo.

—Eso quisiera, hijo, eso quisiera. Pero no temas, cuando me vaya no te quedarás solo en el mundo. Esta carta que tengo en mis manos es de tu padre, Pierre Lesac, que, como sabes, vive en París. Quiere que te reúnas allí con él para estudiar en la universidad lo que se te antoje, como hizo tu madre.

Santiago miró fijamente al padre Rafael y su piel dejó escapar aquel aroma a monte húmedo.

—Me puse en contacto con él antes de que la enfermedad me postrara en este lecho —continuó el padre— y está muy arrepentido de no haberte escrito apenas en todos estos años. Sin embargo, Dios, que todo lo puede, no lo olvides nunca, tuvo a bien alumbrar su camino y ahora tu padre es sacerdote en esa catedral de París, Notre-Dame.

—Jamás contestó a mis cartas, por eso dejé de enviárselas siendo muy niño. Pero seguí recibiendo sus felicitaciones de Navidad y algunas por mi cumpleaños. Incluso una vez me envió uno de sus cuadros, un retrato de mi abuela, que me hizo muy feliz. Mi padre era un artista y me sentía orgulloso. Pero no he vuelto a tener noticias suyas desde que cumplí los quince.

—Ahora está arrepentido y se ha ordenado sacerdote, como te he dicho. Merece una segunda oportunidad.

—¿Cómo pudo encontrarlo?

—Tu abuela me dio la última dirección que tenía de él. —Se atragantó al mencionar a Olvido.

—¿Cuándo? —Le ardía en las mejillas el mego del establo.

—Hace años me rogó que si le pasaba algo cuidara de ti, y cuando ya no pudiera, que hiciese todo lo posible para encontrar a tu padre. Me dejó también una carta escrita que debía dirigir a Pierre Lesac, y así lo hice.

—¿Sabe lo que decía esa carta?

—Claro que no, muchacho. No tengo por costumbre leer la correspondencia de los demás.

—No importa.

—¿Te irás a París cuando yo falte? Dime que sí para que muera tranquilo. Es lo mejor; al fin y al cabo él es tu padre.

—Usted es el único padre que yo tengo. —Rompió a llorar—. Usted es el único padre al que he querido, y cuando Dios se lo lleve para él, ya no me quedará nada, nada…

El cura se incorporó bruscamente, se le salió la sonda de la orina, y abrazó a Santiago con la fuerza de cuando reventaba con su peso las maderas del pulpito.

A la hora del almuerzo, la mujer encargada de la limpieza y la cocina les llevó la comida en unas bandejas y los encontró rezando. Después, Santiago le contó una historia de Manuela Laguna y él se quedó adormilado. La tarde descendía hacia la muerte mientras el chico le apretaba la mano, y miraba de reojo la carta de Pierre Lesac encima de la mesilla.

Cuando en el crepúsculo brillaron las primeras estrellas, volvió la madre del cura a reventar chicharras en la ventana y se acabó todo. El médico rubio certificó la defunción y las pompas fúnebres se hicieron cargo del cadáver para que fuera hermoso a su entierro. Sin embargo, éste se demoró tres días, lo que tardó en fabricarse un ataúd de pino con las prisas de la descomposición. El cadáver del padre Rafael había recuperado, de pronto, el tamaño que lució el cura en sus mejores años; la muerte, arrebatándole la enfermedad, le había concedido esa última gracia de irse a la tumba como lo que había sido, un vasco gigante que hacía temblar el mundo.

En esos días el cura nuevo vio a Santiago deambular por la iglesia y la casa parroquial como un animal sonámbulo. Cada rincón de esos lugares apestaba a tierra mojada por la lluvia. El cura nuevo se asomaba a las ventanas o sacaba la mano por ellas esperando empapársela, pero el aire mostaza se la chocaba con un calor enjuto, y el hombre enloquecía siguiendo aquel rastro a resaca de tormenta por las capillas laterales, por la sacristía, por el cuartito donde estuvo la estación de radio, y siempre encontraba a Santiago al final del rastro, con los ojos azules aturdidos por la pena, recitando de memoria poemas de santa Teresa de Jesús, y en las palmas, abiertas como ofrendas, manojos de chicharras embalsamadas con cera de difuntos. Acordó con sus superiores que el chico abandonara la casa parroquial en cuanto se le diera sepultura al padre Rafael. Cuando fue a comunicárselo, un atardecer en el antiguo cuarto de las escobas, lo encontró en compañía de una chica de bucles rubios, semidesnuda, en cuya piel él dibujaba animales del bosque con un rotulador azul mientras recitaba, en esta ocasión, un capítulo del Apocalipsis.

No pudo borrar aquella imagen de su cabeza durante muchos años.

—Mañana, tras el entierro, te marcharás y no profanarás más esta casa —le dijo con la voz fascinada por la ira.

—Mañana me marcharé para siempre, no se apure.

Entretanto, la casona roja, sin ningún Laguna vivo que la habitara, sucumbía pausadamente a los espíritus. El jardín se doblegaba a la climatología. Se secaban las hortensias y los dondiegos con el furor del verano, palidecía el castaño, empequeñecían las cabezas de las rosas, las madreselvas tronchaban los brazos de tristeza, las calabazas, los tomates y las lechugas se pudrían en el huerto y no volvían a nacer. La fertilidad del jardín se apagaba con Santiago. Sólo las margaritas seguían chisporroteando de odio.

El sepelio del padre Rafael se celebró a última hora de la tarde para burlar la canícula mostaza. Como el ataúd no cabía en el coche fúnebre, se dispuso que lo llevara hasta el camposanto un carro tirado por dos percherones negros. Asistió todo el pueblo. Hicieron falta trece hombres para trasladar la caja hasta la tumba («Ahí va el padre Gigante —murmuraban las viudas—; ya no nos volverán a resonar los dientes ni las porcelanas») y otros tantos hombres para manejar las cuerdas que lo hundieron en la tierra. La tarde se cerró en el horizonte rojizo de padrenuestros, y el pueblo desalojó el cementerio porque sintió la amenaza de un aguacero. Pero cuando se hizo de noche aún no había caído ni una gota y el viento se había hecho más seco. Santiago decidió que era el momento propicio para morir. Burlando la vigilancia del cura nuevo, que ya se había instalado en la habitación del padre Rafael, se dirigió al oratorio de santa Pantolomina de las Flores. Encendió los dos cirios que alumbraban el retrato de la santa y quemó las cartas de Pierre Lesac. El fuego se reflejó en sus pupilas y volvió a aquella noche. La boca le supo a ceniza. Se marchó a la sacristía para remojársela con vino. Regresó sigiloso al oratorio. Una luna de lobos se filtraba como plata líquida por las vidrieras y las grietas de los muros encharcando el suelo de piedra.

Como el hombre maldito que creía ser, había decidido morir en la iglesia siguiendo la tradición de sus antepasadas, aunque Manuela Laguna le enseñó a burlarse de ella. El vino sagrado le revoloteaba en la cabeza, empujándolo a una sonrisa inconsciente. Bajo el retrato de santa Pantolomina se exponía, dentro de un relicario de cristal, el dedo corazón de la mano derecha de la santa, sin una pizca de carne, con sus dos falanges de hueso nacarado por destellos divinos. Se santiguó antes de apoderarse del relicario y abrió su cerradura diminuta con una llave que había sustraído de la sacristía. Cogió el dedo y se recostó en un banco. La reliquia terminaba en un filo de puñal ebúrneo; la santa había sido descuartizada por los infieles, y sus huesos, quebrados para triturarle la fe. Sólo se había salvado aquel dedo al que se le atribuía, de antiguo, el poder curativo de los milagros. Santiago se cortó con él una muñeca y su sangre comenzó a fluir. Cuando iba a cortarse la otra, un rayo de luna le atravesó la herida, solidificándole la sangre en burbujas de plata, y continuó su trayectoria hasta estrellarse en un muro de piedra, donde vio cómo surgía el rostro de una mujer. En un principio la imagen se dibujó borrosa y creyó que se trataba de santa Pantolomina de las Flores que se le revelaba con la palidez de un milagro. Sin embargo, conforme fue definiéndose, se dio cuenta de que no era ella. Aquella mártir tenía los cabellos enredados de lirios y rubios como brasas de Dios, y los ojos muy claros en los que se transparentaba la resurrección de los muertos. En cambio, la mujer que flotaba en el albor del muro tenía los cabellos castaños, los ojos negros de aceitunas tristes, y la nariz pequeña que Santiago veía en sus sueños. Un estremecimiento le hizo arrodillarse cuando pudo contemplar los rasgos que tanto había buscado: los labios gruesos, la barbilla ovalada, el cuello esbelto y unos pechos redondos como planetas. Un vaho a tinta, a pergamino centenario perfumó el esplendor de la luna. Los labios de la mujer se abrieron y él pudo escuchar unas palabras: «Llévame a la casona roja». Tras ellas, igual que si despertara de un sueño, la mujer desapareció. El muro se tornó melancólico en sombras y la sangre volvió a fluir goteando sus pantalones y el suelo de tumbas, mientras el vino se desperezaba en su cabeza y le inflamaba el corazón con la duda de si se habría dormido.

20

E
n el café madrileño, el humo de los cigarrillos se adensaba con el calor de julio formando nubes que ascendían hasta los ventiladores del techo. La música de Mecano animaba las conversaciones, y las velas de encima de las mesas hacían brillar las sombras chillonas que lamían los párpados de algunas chicas. Santiago había abandonado el escenario, entre aplausos y vítores de «tío bueno», para sentarse en un taburete frente a la barra del local. Apuraba un whisky con cola bajo la admiración de la camarera, una joven que apenas rebasaba los veinte, castaña y con un tupé cardado como una ola de surf.

—¿Nos bajamos un rato? —le preguntó tras beberse el último sorbo de la copa.

La camarera llamó a un chico embutido en una camiseta negra que servía las mesas para que ocupara su lugar en la barra.

Descendieron unas escaleras a las que se accedía por una puerta con grafitis próxima a los servicios. Un mundo subterráneo les refrescó la piel. La luz tenue de una bombilla iluminaba una cueva que servía de almacén al café. Se amaron entre cajas de Pepsi cola y Mirinda, echados sobre un saco de cacahuetes monumental que la pasión machacó mientras temblaban los botes de pepinillos y aceitunas colocados en las estanterías. De los rincones más íntimos de la cueva se escapaba un terror a insecticida y a matarratas fluorescente, muy distinto al romanticismo de encinas y huesos de templarios que expelía la cripta donde Santiago se desfogaba con las muchachas del pueblo.

La camarera se enganchó en los tirantes del sujetador unas hombreras de poliéster y se puso una camiseta entornando unos párpados azul intenso. Aquel color a mar junto con los hombros cuadrados de la chica, semejantes a los de las chaquetas de los militares, recordaron a Santiago el tiempo que pasó haciendo la mili en Valencia. Había recibido la carta llamándole a filas cuando se alojaba en el hotel del pueblo, dominado por la obsesión que le arrastraba a pasarse los días en el oratorio de santa Pantolomina mirando el muro en el que se le había aparecido la mujer castaña, y las noches rebozándose en sábanas de un blancor inmaculado, buscándola en su maraña de sueños.

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