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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (6 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Al cabo de un instante prosiguió:

–Esto –y señaló una tarjeta que llevaba el sello del águila y de la esvástica de la
Standartkommandantur
de Calais– es tu pase para la
zone interdite
, a lo largo de la costa francesa, y aquí está tu carné de identidad.

Catherine cogió dos documentos doblados de color pardoamarillento. La cartulina con la que estaban confeccionados se hallaba cuidadosamente rayada y desgastada, como si ya hubiesen sido manoseados por docenas de gendarmes en docenas de comprobaciones de seguridad en Francia. Una foto grisácea y sin vida, tan típica de los retratos con que se agraciaba cada documento de identidad que se imprimía, pareció mirarla desde una de sus páginas. Se estremeció. Cada detalle de su nueva identidad estaba allí: los nombres de sus padres, de su divorciado marido, su lugar de nacimiento, su fecha de cumpleaños, cada una de las características de aquella extraña cuya existencia debería, a partir de ahora, llevar con tanta naturalidad como el traje de Weingarten.

–Tendrás que firmar aquí –le dijo Cavendish, al tiempo que le indicaba un recuadro señalado con
Firma del titular
.

Cuando acabó, la llevó ante una almohadilla entintada de color púrpura y, cuidadosamente, le hizo aplicar sus huellas dactilares en el espacio que existía para ellas en la tarjeta. Tras soplar para que se secase la tinta, la dobló con cuidado.


Voilá…
Durante algún tiempo, Catherine Pradier habrá dejado de existir –la previno Cavendish mientras le entregaba la tarjeta–. Recuerda que esto no es una charada que te estemos pidiendo que juegues. Piensa en esos padres que te hemos dado, ámalos, cuídalos. Asume tu nueva identidad de una forma tan completa y total, que todos los vestigios de tu ser real lleguen a quedar olvidados.

El teléfono le interrumpió. Lo descolgó, asintió y luego miró a Catherine.

–Parece que el tiempo se mantiene. Te llevarán esta noche.

Había llegado ya el momento de la última fase, para Cavendish la más penosa de este cuidadosamente preparado ritual de despedida.

–Catherine…

Su voz fue suave, casi tierna.

–Ya sabes, desde que te uniste a nosotros, que en nuestra organización todos somos voluntarios. No existe aquí ninguna compulsión. A nadie se le pide nada que crean que no pueden llevar a cabo. Permíteme ahora ser terriblemente ingenuo contigo. Como operadora de transmisión sin hilos, vas a realizar la más peligrosa de nuestras tareas. Debo decirte, con la mayor honestidad, que tus probabilidades de regresar sana y salva son menores del 50 %. Si te cogen allí, nosotros no podremos hacer virtualmente nada por ti. Si resultas herida, como sabes también, tus camaradas tienen órdenes de dejarte y salvarse a sí mismos.

Cavendish dio una larga y contemplativa chupada a su «Gauloise». Estaba apoyado en el quicio de su escritorio, con una de sus largas piernas encima de la rodilla opuesta y el cigarrillo colgándole de los labios.

–La decisión de marcharte o no es tuya, Catherine, y sólo tuya.

Quiero que seas consciente de todas las consecuencias. Y consciente también de que no quedará ningún estigma para ti si ahora dices «no».

Se dio la vuelta y deliberadamente y con gran lentitud, sacudió la ceniza de su cigarrillo en un cenicero, permitiendo a la mujer unos cuantos segundos para considerar las implicaciones de sus palabras sin retenerla durante ese tiempo bajo su mirada.

Cuando se enfrentó a ella de nuevo, sus ojos azules parecieron irradiar una cualidad especial de preocupación y simpatía. Hizo la pregunta ritual que dirigía a cada uno de sus agentes que se ponían en campaña:

–Catherine…, ¿deseas continuar?

Durante varios segundos no se oyó el menor ruido en la estancia. De alguna forma, la lengua de Catherine pareció incapaz de articular la palabra que su mente le mandaba pronunciar. Cuando, finalmente, se produjo, lo hizo en francés como si fuese la respuesta inconsciente al impulso que la empujaba hacia delante.


Oui
–contestó.

Sin pronunciar una palabra, Cavendish se acercó al pequeño departamento de las bebidas que se hallaba en su armario. Sacó dos copas y una botella de «Crockford Port» de 1927.

–Por tu éxito, Catherine –le dijo, alzando su copa hacia ella.

Una vez más era el alegre
paterfamilias
.

–Estoy seguro de que harás las cosas muy bien. Todo en tus antecedentes, en tu adiestramiento, en los informes de tu instrucción, en tu actitud, no hacen más que hablar de ello.

Una vez tomaron unos sorbos de oporto, hurgó en su chaqueta y sacó un objeto envuelto en papel de seda y que tendió a Catherine. Era una polvera «Cartier» 1939 de oro, una de las limitadas series que el joyero había realizado para conmemorar la Feria Mundial de Nueva York.

–Es algo de todos nosotros –le dijo Cavendish–. Si alguna vez te sientes sola y preocupada allí, piensa en nosotros cuando te empolves esa deliciosa nariz. Estaremos detrás de ti tanto como podamos. Creemos en ti. Confiamos en ti. Y, por encima de todo, deseamos que regreses.

Cavendish se rió por lo bajo.

–Y si alguna vez has de dejarlo todo y escaparte sin una moneda en el bolso para regresar, siempre podrás empeñarla.

Alguien golpeó la puerta. Apareció el oficial de escolta de Catherine.

–El coche ha llegado, señor.

Cavendish se acabó su oporto.

–Bueno –anunció–, supongo que será mejor que nos vayamos.

Ambos echaron a andar por el alfombrado pasillo hasta la puerta principal, donde aguardaba Park, el mayordomo. Hizo una leve inclinación a Catherine.


Merde
, Mademoiselle, buena suerte –entonó, mientras abría la puerta y los acompañaba hasta el ascensor.

En silencio, Cavendish y Catherine descendieron hasta la planta baja, luego caminaron bajo la araña de cristal del edificio y pasaron ante un gran ramo de flores artificiales, hasta llegar a un saledizo de cemento debajo del cual se encontraba el «Ford». El agente que iría con Catherine estaba ya instalado en el asiento delantero, junto con la conductora de la WAAF con su uniforme azul. Como estipulaban los reglamentos, él y Catherine apenas intercambiaron una mirada.

Cavendish se inclinó y la besó cariñosamente, a la manera francesa, en ambas mejillas. Se incorporó y le lanzó una cálida sonrisa.


Merde
, querida –murmuró.

Catherine subió al vehículo y la conductora arrancó con suavidad y cogió el camino hasta la arcada que se hallaba en medio de la fachada de Orchard Court's y luego siguió por Portman Square y las oscuras calles de Londres que estaban más allá. Catherine se dio la vuelta y miró a través de la ventanilla abierta. Debajo del saledizo de cemento se hallaba Cavendish de pie, levemente inclinado, con su uniformada figura inmóvil bajo la tribuna, en un saludo final a aquel vehículo que se alejaba. Lentamente, Catherine subió el cristal de la ventanilla. Mientras lo hacía, pudo escuchar, débiles, pero tranquilizadores, los ecos lejanos de las campanadas del Big Ben.

A trescientos cincuenta metros de distancia, en el verdadero corazón de la capital británica, aquellos mismos sonidos resonantes de las campanadas alzaban ecos por Saint James Park, el Almirantazgo y el Desfile de los Caballos de la Guardia, hasta las oficinas en la planta baja del macizo edificio situado en el cruce de Great George Street y Storey's Gate. La oficina y la austera parte de viviendas adjunta a la misma, eran conocidas por los oficiales de alta graduación y empleados del Gobierno de Su Majestad como el «anexo», puesto que estaban cerca de la residencia oficial del Primer Ministro en el número 10 de Downing Street, a cinco minutos de distancia a pie.

Downing Street, con sus doscientos años de antigüedad y su débil estructura de madera, se consideró demasiado peligroso para una residencia de tiempo de guerra del Primer Ministro de Su Majestad y fue en este simple recinto donde Winston Churchill y su esposa vivieron durante los últimos cuatro años. Directamente debajo de ellos existe un laberinto de despachos conocidos como las Salas de Guerra Subterránea. Mantenidas absolutamente a prueba de bombas, han albergado aquellas organizaciones a las que apelara Churchill con mayor frecuencia, a los más importantes estados mayores británicos de planificación y a un puñado de sus agencias secretas más vitales. Esta construcción subterránea fue proyectada, lo más proféticamente, el mismo día de primavera de 1938 cuando Neville Chamberlain regresó de Munich con la promesa de «la paz para nuestro tiempo».

Con sus gafas para leer semilunares bien bajas en su nariz, Churchill estaba sentado ante un pequeño escritorio en el despacho adjunto a su dormitorio, anotando afanosamente algunos de los contenidos de su Caja Negra que se halla abierta a su lado. En el centro de la estancia, dispuestos en torno de una mesa de ébano, los participantes en la reunión aguardaban al Primer Ministro en respetuoso silencio.

Estaban presentes el general Sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor General Imperial; el Comandante Supremo del Aire Sir Arthur Tedder, segundo jefe del SHAEF, el comandante Desmond Morton, asistente personal de Churchill y su oficial de enlace con los servicios clandestinos, el capitán Henry Pim de la Royal Navy, que cuidaba de los mapas, y un levemente intimidado general de Brigada de la Sección de Planificación, que debía llevar adelante la información.

Delante de cada uno de esos hombres había una carpeta de cartulina. En cada una de ellas figuraba el sello de «FANÁTICO» y la espada flamígera del Cuartel General Supremo, Fuerza Aliada Expedicionaria. Contenían los planes detallados de «Overlord», el próximo asalto a la Fortaleza Europea de Hitler. Al lado de cada carpeta aparecía un segundo y mucho más pequeño conjunto de hojas con el estampillado de «ALTAMENTE SECRETO» y el título de «Resumen semanal de la Situación europea, 18 de marzo de 1944, Comité Conjunto de Espionaje».

El último hombre en llegar, el general Sir Hastings Ismay, jefe personal de Estado Mayor de Churchill, se perfiló en el umbral. Al verle, el Primer Ministro le hizo un ademán hacia el armarito de las bebidas situado en un rincón de la habitación.

–Sírvete tú mismo un coñac con soda,
Pug
–le ordenó.

Garrapateó unas cuantas notas más en un papel y luego cerró la caja semiabierta.

Con su andar desgarbado y sin prisa, el Primer Ministro cruzó el cuarto para ocupar su sitio en la cabecera de la mesa. Consciente o inconscientemente, Churchill rezumaba una auténtica aura personal, una presencia que dominaba una habitación antes de que se pronunciara una palabra. Con excepción del general de Brigada, los hombres de la estancia eran todos íntimos de Churchill; sin embargo, ninguno de ellos se mostraba indiferente o no afectado por aquella sensación especial que emanaba del líder británico. Con cuidado, encendió de nuevo su cigarro «Romeo y Julieta», aspiró dos veces para que se encendiese la punta, luego hizo un ademán para apartar el humo y se quedó mirando a la mesa, en dirección al nervioso general de Brigada.

–Ruego que empecemos –ordenó.

–Señor –replicó el hombre, poniéndose en pie–, se nos ha pedido nuestra valoración actual de las perspectivas de éxito de la inmínente invasión, basándonos en nuestras recientes estimaciones de Inteligencia.

Alzó el más pequeño de los dos expedientes.

–Aquí se indica que, en la actualidad, existen cincuenta y dos Divisiones alemanas en Francia y en los Países Bajos.

Se produjo un crujido de papeles mientras los hombres de la mesa seguían su ejemplo y cogían sus carpetas.

–Estimamos que el día D habrá sesenta: diez «Panzer», dos de paracaidistas, diecisiete Divisiones móviles de Infantería de primera clase y treinta y una Divisiones ordinarias, algunas de las cuales son Divisiones estáticas de defensa costera. Por lo general, se hallan dispuestas tal y como mostramos en este mapa.

El capitán Pim, al unísono de las palabras del general de Brigada, corrió las cortinas que protegían un caballete en el extremo del cuarto.

–El grueso de sus fuerzas se concentra aquí, en el 15.° Ejército, que cubre el área desde el Somme a las tierras bajas holandesas. Un segundo ejército, el 17.°, cubre Bretaña y Normandía, nuestra zona de desembarco, con más o menos la mitad de fuerzas que el 15.°. Las restantes unidades se hallan esparcidas entre su Primer Ejército, cerca de Burdeos, y el 9.°, en la costa mediterránea. Por lo general, mantenemos treinta y dos Divisiones norteamericanas, británicas y canadienses aquí, en el Reino Unido. El Día D tendremos treinta y siete, de las que quince serán blindadas y cuatro de paracaidistas.

–En otras palabras, ¿exactamente la mitad de las fuerzas que Hitler tiene a su disposición?

El que ha preguntado es el general Brooke.

–Sí, señor.

–¿Y los nuestros se encuentran aquí, en esta isla, separados del campo de batalla por ciento cincuenta kilómetros de aguas abiertas?

–Sí, señor.

El general de Brigada se volvió a su caballete, con un puntero retráctil en la mano.

–Sin embargo, Hitler se ve obligado en este momento a dispersar sus fuerzas a todo lo largo de la línea costera.

El puntero barrió el Atlántico desde el golfo de Vizcaya hasta el extremo de Holanda.

–Nosotros podremos concentrar las nuestras en el punto de asalto. Además, esperamos tener un absoluto dominio táctico del aire en la zona de desembarco. Y contamos con el bombardeo naval. El éxito o el fracaso de la invasión, señor Primer Ministro, se basa, en última instancia, en la más simple y exacta ecuación que rige todos los asaltos por mar. ¿Podremos fortalecer a nuestras fuerzas en la cabeza de playa con mayor rapidez de la que empleen los alemanes para aportar refuerzos por tierra? Si podemos hacerlo, el triunfo está asegurado. En caso contrario, fracasaremos.

–Esto supone, naturalmente, que tenga éxito nuestro desembarco inicial.

–Winston…

Fue Brooke de nuevo, el único hombre de aquella reunión que tenía el privilegio de dirigirse al Primer Ministro por su nombre de pila.

–Las tropas llegarán a la playa…

–¿A pesar de todos esos obstáculos que Rommel está colocando por todas partes en la línea costera francesa?

–Pueden entorpecer el desembarco. Pero no impedirlo.

–¿A pesar de su evidente determinación de detenernos en las playas?

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