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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (5 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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—Es el hombre más rico que conozco y el menos célebre. Siempre quiere que me ocupe de sus asuntos para que su nombre no aparezca y, sobre todo, para no tener problemas. No entiendo por qué no debería ayudarlo a gastarse su dinero. —Sara se movía de prisa por la casa. Davide la siguió—. Además, si no lo hiciera yo, lo haría otro… Pero él no se fía de nadie y me ha escogido a mí. ¿Qué culpa tengo yo?

Sara se volvió de repente y se le acercó. Se encontraba a pocos pasos de él.

—¿Tú? Ninguna, pero tienes que ser objetivo. El hecho de que te haya llenado los bolsillos influye en que te caiga especialmente bien, así que no le encuentras ningún defecto… claro. Y siempre por esa misma razón.

Sara se fue a la cocina. Al cabo de un momento, Davide se situó a su lado.

—Tú hoy tienes ganas de discutir…

Sara abrió la nevera y se sirvió un poco de agua.

—En absoluto. ¿Quieres un poco?

—No, gracias. —Se sentó frente a ella—. De todas formas, no es verdad, hay muchas cosas que le critico. Como lo que ha hecho hoy, por ejemplo.

Sara acabó de beber y después le preguntó con ironía:

—¿Qué ha hecho que sea tan grave como para que merezca que lo critiques?

Davide comprendió al instante que había hablado con demasiada ligereza. A veces la rabia no permite pensar con claridad. Si le contaba la historia de la mujer del club, de las fotografías que le habían llevado a la mesa delante de sus hijos… bueno, lo más seguro es que tuviera problemas para poder seguir viéndolo. Digamos que la amistad se acabaría, y con ella también las oportunidades de hacer negocios. Intentó distraerla cambiando de tema.

—A propósito, ¿te acuerdas de la familia Quarti? No están pasando por una buena época. Hay una villa de su propiedad, preciosa aunque un poco deteriorada, que Tancredi quiere ver a toda costa. Debe de costar al menos quince millones de euros, pero creo que puede sacarse por doce.

—Y bien, ¿se puede saber la que ha organizado hoy tu amigo Tancredi?

No había conseguido distraerla.

—Ah, sí… —Davide se resignó a retomar el tema—. Prácticamente ha hecho que una pareja acabe separándose. Dos amigos del club, creo…

—¿Eran amigos suyos?

—No exactamente. Ha actuado con ligereza…

—A lo mejor hacen las paces. Ojalá todos los problemas fueran así.

—Sí…

Sara regresó al salón. Davide se encogió de hombros.

«Seguro que hacen las paces… Con esas fotos… Bueno, creo que será el divorcio menos problemático de todos los tiempos.»

Sara empezó a ordenar los periódicos que había sobre el sofá; los puso en la mesita baja delante del televisor.

—Ahora que me acuerdo, no es la primera vez que hace que una pareja se pelee. Ya ocurrió en otra ocasión, en la playa, en Tavolara, cuando estábamos en su magnífico yate.

—Lo ha vendido.

—¿Ah sí? Ha hecho bien. Vete a saber lo que costaba mantenerlo durante el año…

—Trescientos mil euros, me parece. Pero ahora tiene otro más grande.

—Ah… Pues hizo que aquella pareja se peleara. Pareció que los hubiera invitado a propósito. Y pensar que formaban una pareja estupenda. Eran guapos, jóvenes, se los veía enamorados, ella estaba esperando un hijo… ¿Te acuerdas de aquella historia?

—Vagamente…

—Sí, bueno… Sólo te acuerdas de lo que te interesa. Se marcharon del yate después de una violenta discusión. Incluso se pegaron en el camarote.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé porque estábamos en el de al lado. Cuando bajaron del barco, Tancredi estaba en el puente. Estaba tomando algo y los miró de una manera que me impactó muchísimo.

—¿Qué hizo que fuera tan raro?

—Sonreír.

—¡Venga ya! Tú siempre has querido ver en él lo que no hay.

—Eres tú quien nunca lo has querido ver de la manera adecuada. Es como si gozara con la infelicidad de los demás, como si no quisiera a nadie, como si le molestara que alguien fuera feliz… Y aún más si se trata de una pareja. Es eso, parece que busque la manera de romperla… ¿No te parece raro?

Davide intentó echar un poco de tierra sobre aquella discusión.

—Bueno, mirándolo así, sí…

—No sé verlo de otro modo. Y, mira por dónde, siempre ha tenido aventuras que no han durado nada.

«Sí», pensó Davide. Tancredi había estado con mujeres famosas, actrices, modelos preciosas. Una vez, su amigo había visto en un reportaje televisivo a una sumiller que explicaba las particularidades de sus viñedos de Australia. Era la hija de un magnate que se había metido en el mundo del vino por entretenerse y había alcanzado un enorme éxito. A través de Gregorio Savini, averiguó todo lo que podía interesarle sobre ella. Después se puso en camino y le dio una sorpresa: aterrizó con un helicóptero cerca de su propiedad. En la primera colina donde acababan sus viñedos, preparó una mesa con mantel de lino y las más variadas especialidades italianas, incluyendo, naturalmente, los mejores vinos. Ella llegó hasta allí paseando. Al principio se quedó boquiabierta, después sonrió. Él la hizo reír y al final la conquistó. Al día siguiente se marchó dejándole una rosa y una nota: «Tus vinos son deliciosos y tú eres más que un sueño…» Pero no volvió a verla nunca más.

«Aquella mujer, como todas las que ha tenido —pensó Davide—, tenía tal belleza que era imposible olvidarla.» Pero era mejor que aquello tampoco se lo contara a Sara.

Se sirvió una copa y sonrió para sus adentros. Había llegado a una extraña conclusión sobre las relaciones de pareja: la duración de un matrimonio depende de lo rápido que seas en decidir lo que se puede decir y lo que no. Tomó un sorbo de su Talisker.

—En el instituto sí que tuvo una historia realmente importante…

Sara se fue al dormitorio y empezó a desnudarse.

—Es verdad. ¿Cómo se llamaba?

—Olimpia Diamante.

Ella dejó caer la ropa al suelo y se fue desnuda hacia la ducha acristalada.

—Tienes razón, se llamaba así…

—Y además fue en la época en que nos conocimos —continuó Davide desde el salón—. ¿Qué habrá sido de ella…? —Se levantó y apareció en el umbral del baño—. Tancredi estaba locamente enamorado de ella… Lo recuerdo con claridad, como si fuera ayer…

Sara abrió el grifo y metió la cabeza bajo el chorro. Le habría gustado no oír aquellas palabras. Pero Davide no le dio tregua.

—En aquella época Tancredi incluso te caía bien, ¿verdad? No tenías esta actitud hacia él…

Ella cogió el champú y se lo esparció lentamente por el pelo. Después se lo aclaró y empezó a peinarse.

—¿Qué? No te oigo…

—No, nada. No tiene importancia. —Davide levantó la voz para hacerse oír—: Me voy al salón.

—¡De acuerdo!

No era cierto. Lo había oído sin ningún problema. Pero casi nada de lo que siempre le había dicho a su marido sobre Tancredi era verdad.

7

—¿Quién te ha dejado entrar?

—Tengo mis métodos…

Sara sonrió, insinuante y maliciosa. Tancredi siguió nadando. Dio unas cuantas brazadas más en la gran piscina cubierta y después se detuvo donde estaba el
jacuzzi
y lo puso en marcha. En el borde, había una botella de Cristal con una sola copa de champán.

—¿Quieres un poco?

—¿Sabes que anteayer fue mi cumpleaños?

Tancredi sonrió.

—Felicidades con retraso.

—Lo sabías y no me felicitaste a propósito.

—Se me olvidó, en serio; perdóname.

Sara inclinó la cabeza hacia un lado para mirarlo mejor, para averiguar si estaba mintiendo.

—¿Sabes que en psicología me han enseñado a descubrir si alguien miente?

—¿Ah, sí?, ¿cómo?

—Sólo hay que observar el lenguaje corporal: si los ojos miran hada otra parte, el movimiento de las manos, los cambios de postura en la silla, si se mueve una pierna…

—¡Pero si estoy en una piscina!

—Si se habla demasiado o de forma agresiva…

—¿Y bien?

—Has mentido. Sabías que era mi cumpleaños y no me felicitaste a propósito. Pero quizá lo hayas hecho para atraerme hasta esta piscina.

—Sara, si fuera tan inteligente, sería otro hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. A veces digo cosas sin sentido.

—No es verdad, detrás de cada frase siempre hay un porqué.

—¿Eso también te lo han enseñado en psicología?

—¿Lo ves? Te burlas de mí. ¿Hay algún bañador que pueda ponerme?

—Sí, en el vestuario.

Sara se encaminó hacia la puerta que Tancredi le había indicado, al final de la piscina. Antes de atravesarla, se dio la vuelta, lo miró una última vez y le sonrió. Como una niña, incluso con picardía. Como si estuviera tramando algo o quisiera dar a entender que lo estaba haciendo. Después cerró la puerta del vestuario a su espalda. Tancredi salió del agua, se acercó al viejo mueble y sacó otra copa alargada. Sirvió un poco de Cristal y luego volvió a meter la botella en el cubo lleno de hielo.

«¿Quién la habrá dejado entrar?» Miró hacia fuera por el gran ventanal. A lo lejos se veían los viñedos y, alrededor de la finca, algunos campos iluminados. Estaban recién segados; también los rosales estaban perfectamente alineados. Al fondo se distinguían dos grandes robles entre los que discurría un camino de piedras blancas que se perdía detrás de una suave loma. Allí se encontraba la casa de los guardeses. Aparte de ellos, en la villa trabajaban tres camareras, el cocinero, el chófer y, naturalmente, Gregorio, su hombre de confianza. Debía de tener ya casi sesenta años, pero tenía un físico esculpido y esbelto que no dejaba adivinar su edad exacta. De una cosa estaba seguro: él no había sido quien la había dejado entrar. Aquello lo había molestado. Mucho. Tancredi quería vivir en completa soledad. Él decidía cuándo era el momento de quedar con alguien, de ver a gente, de dar fiestas, de divertirse o, simplemente, de aparentarlo.

Se sirvió un poco más de champán y se lo bebió de un trago. Acto seguido, se llenó de nuevo la copa, la puso cerca de la otra en el borde del
jacuzzi
, metió la botella en la cubitera y, poco a poco, se deslizó en el agua. Justo en aquel momento se abrió la puerta del vestuario y salió Sara. Se había recogido el pelo y parecía más joven. Se le veían los ojos violetas y el rostro, entonces ya descubierto, parecía más delicado y, en cierto sentido, más bello. Llevaba un esponjoso albornoz de color azul intenso; le iba ligeramente ancho y la hacía parecer todavía más pequeña.

«Quién sabe qué bañador habrá escogido —fue el primer pensamiento de Tancredi—, ¿un biquini o uno entero? ¿De color oscuro, claro o estampado?» Los había de mil clases y de todas las tallas. Había mandado equipar un armario con prendas de hombre y de mujer, todas rigurosamente nuevas, con la etiqueta todavía colgada. Se los había hecho elegir a Arianna, su estilista personal, que se ocupaba del refinamiento y la exclusividad de todos los detalles de su vida, además de las cenas y las atenciones a los invitados, que naturalmente tenían que ser perfectas.

Arianna era una mujer de unos cincuenta años, elegante y sobria en extremo, casi austera. Le gustaba su trabajo y no quería aparecer en público. Trabajaba, como decía ella, entre bambalinas. Sólo un gran trabajo permite obtener un excelente resultado. Estaba prometida con un riquísimo hombre inglés al que veía de vez en cuando durante los pocos fines de semana libres que tenía y a lo largo de las vacaciones estivales. Sin embargo, Tancredi no creía mucho en aquella relación. Él consideraba que, más bien, le gustaban las mujeres jóvenes. Arianna siempre comentaba de un modo discreto y elegante la manera de vestir de sus conquistas. Pero él se había fijado sobre todo en la manera en que admiraba su belleza. La había descubierto varias veces mirándolas embobada, quizá incluso con una pizca de deseo.

Pero lo más seguro era que no hubiera sido ella la que había dejado entrar a aquella invitada inesperada. Entonces miró de nuevo a Sara. Estaba quieta junto al borde de la piscina, cerca de la pared. Extendió la mano y, al encontrar el interruptor, atenuó un poco las luces. Tancredi se preguntó cómo sería su cuerpo, si tendría los pechos grandes o pequeños, qué aspecto tendrían las nalgas y las piernas. En realidad nunca la había mirado con demasiada atención; no era porque no fuera guapa, que lo era, sino por otro pequeño detalle: estaba saliendo con su mejor amigo. Pero Sara no pensaba de la misma manera. Y en un instante sació toda la curiosidad de Tancredi: dejó caer el albornoz al suelo. Estaba desnuda.

—No he encontrado ningún bañador adecuado.

No se trataba de que no le gustaran o no le fueran bien. Sino de que no había «ningún bañador adecuado». Por lo menos había dado como excusa una frase peculiar. Se había quedado allí, quieta, con las piernas ligeramente separadas y los brazos caídos junto a las caderas. La débil luz exaltaba la perfección de su cuerpo: las piernas torneadas y largas, la cintura estrecha, los pechos de pera, naturales. Más abajo, entre las piernas, el vello rasurado de forma cuidada, un triángulo recortado con mesura. Tancredi advirtió que se había quedado mirando aquel punto; entonces levantó los ojos. Aquella vez Sara le pareció distinta, mucho más mujer.

«No hay nada que hacer, los hombres son todos iguales», pensó ella. Separó las piernas de manera aún más provocativa, se quitó la horquilla y la tiró al suelo. Sacudió la cabeza para soltarse el pelo; luego sonrió y se zambulló. Aguantó la respiración. Con un impulso nadó por debajo del agua y emergió a poca distancia de él.

Las luces de las bombillas, ahora más tenues, resbalaban silenciosas sobre el agua. El eco de la piscina cubierta era el único sonido, aparte de su respiración. Y de su silencio. Sara metió la cabeza de nuevo bajo el agua y, al salir, se echó todo el pelo hacia atrás.

—¿Y bien? —Le sonrió, segura de su completa desnudez—. ¿No me ofreces un poco de champán?

Se acercó al borde de la piscina y apoyó el codo sobre él. Movía las piernas para estar más ligera; desde abajo, la luz se mezclaba con sus movimientos. Tancredi dio unas cortas brazadas hacia atrás y se metió en el
jacuzzi
. Se estiró un poco para alcanzar la copa de Cristal que acababa de llenar, pero, antes de que pudiera volverse, Sara se había situado ya a su lado. Sonrió moviéndose con lentitud en el agua poco profunda; luego se sentó a su lado y cogió la copa.

—Gracias… —Y se la bebió toda de un trago—. Riquísimo. Mmm, y frío, a la temperatura ideal…

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