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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (2 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Se trataba de una extensión de césped con una piscina y varias mesas cubiertas con sombrillas. Un viento ligero hacía moverse los bordes de los manteles y refrescaba a los socios que ya estaban comiendo.

Tancredi y Davide tomaron asiento. Llegó la familia perfecta y se sentó varias mesas más allá. Giorgia y Mattia seguían fastidiándose el uno al otro:

—¡Venga ya! ¡No cojas nada de mi plato!

—¡Ni que fuera tuyo! Es del bufé, así que es de todos.

Mattia cogió una aceituna del plato de Giorgia y se la metió rápidamente en la boca.

—¡No vale! —Giorgia le dio un golpe en el hombro.

Su madre los regañó:

—¿Ya habéis acabado de pelearos?

El niño robó un trozo de
mozzarella
y la masticó haciendo que la leche fresca le resbalara por la boca.

—¡Mattia, no comas así! —Le pasó impulsivamente una servilleta por los labios para detener el chorrito de leche antes de que acabara en la camiseta. Entonces su mirada de madre se transformó. Se perdió a lo lejos, entre las mesas, hasta cruzarse con la de Tancredi. Él le sonrió, divertido. Roberta se ruborizó recordando algún que otro momento. Después volvió a su papel de madre.

»Si no dejáis de pelearos, no volveré a traeros al club nunca más.

Un camarero se acercó a la mesa de Tancredi y Davide.

—Buenos días, señores, ¿van a pedir?

—¿Tú qué quieres?

—Bueno, tal vez un primero…

—Aquí hacen muy bien los
paccheri
rellenos de tomate y
mozzarella
—le sugirió Tancredi con convicción.

—Vale, pues para mí la pasta.

—Yo tomaré una ensalada fría de sepia. ¿Puede traernos también un vino blanco bien frío? Un Chablis, Grand Cru Les Clos de 2005, por favor.

El camarero se alejó.

—De segundo podríamos pedir calamares a la plancha o una buena lubina en salsa. Aquí el pescado es fresquísimo.

Y permanecieron así, a la espera. Tancredi se volvió hacia el fondo del jardín. Gregorio Savini estaba allí, en la puerta de entrada al club; parecía que no miraba hacia donde estaban ellos. Llevaba el pelo corto y vestía un traje ligero. Su mirada negra e impenetrable seguía a la gente de un modo casi distraído, fijándose en todo y en nada, concentrada en cualquier posible movimiento.

—Nunca te abandona, ¿eh?

Tancredi le sirvió un poco de agua a Davide.

—Nunca.

—Lo sabe todo sobre tu familia. Hace mucho que está con vosotros.

—Sí. Yo era pequeño cuando llegó, pero es como si hubiera estado desde siempre.

El camarero se acercó, sirvió el vino y se retiró.

—Es bonito contar con una persona así. Que no haya nada que él no sepa. Pero debe de ser difícil no tener secretos para alguien, ¿no?

Tancredi bebió un sorbo de agua. Luego dejó el vaso y miró a lo lejos.

—Sí. Es imposible.

Davide sonreía con gesto burlón.

—¿También sabe lo de esa mujer? ¿Lo de Roberta?

—Fue él quien me dio su teléfono y me proporcionó toda la información sobre ella.

—¿En serio?

—Claro. Es quien me informa siempre de todo: las joyas que luce una mujer, las flores que prefiere, su círculo de amistades… De otro modo no habría conseguido hacer todo lo que he hecho en tan poco tiempo.

—Y, para entrar en este club, ¿qué has tenido que hacer?

—Ya ves, ha sido lo más sencillo del mundo: descubrí que tenían que hacer frente a unos gastos y los sufragué todos comprando más participaciones.

Justo en aquel momento, apareció un camarero en la puerta. Miró a su alrededor hasta que reconoció a la persona que estaba buscando.

Atravesó el jardín caminando de prisa y pasó entre algunas mesas. Tancredi lo vio.

—Eso es. No te pierdas esta escena.

Su amigo lo miró con curiosidad. No sabía a qué se refería. El camarero se detuvo ante la mesa de la familia De Luca.

—Perdone…

Fabrizio levantó el rostro del plato. No esperaba a nadie.

Roberta también dejó de comer.

—Esto es para la señora. —Y le tendió una preciosa flor, una orquídea salvaje jaspeada encerrada en una caja cubierta de celofán y acompañada de una nota—. Y esto es para usted, doctor De Luca.

Fabrizio cogió el sobre que sujetaba el camarero. Le dio la vuelta con curiosidad. No iba dirigido a nadie. En aquel instante Roberta abrió la nota: «¿En serio me quieres?» La mujer levantó rápidamente la mirada y se encontró con la de Tancredi. Él acabó de servir el vino blanco y la miró fijamente mientras levantaba la copa como brindando desde lejos. Luego lo probó. Estaba a la temperatura perfecta.

—Sí, es un excelente Chablis.

A poca distancia, en la otra mesa, Fabrizio De Luca palideció de pronto. Había abierto el sobre. No podía creer lo que veían sus ojos. Contenía unas fotografías que no dejaban lugar a duda: eran de su mujer, Roberta, tomada por otro hombre en las posturas más atrevidas y violentas. En las instantáneas se veía el colgante que él le había regalado en su décimo aniversario de boda, lo cual confirmaba que eran imágenes recientes. Aquello había ocurrido a lo largo de las últimas semanas, puesto que hacía sólo un mes que se lo había regalado.

Fabrizio De Luca le mostró las fotos a su mujer y, antes de que ella pudiera recuperarse del estupor, le asestó una violenta bofetada en pleno rostro. Roberta se cayó de la silla. Giorgia y Mattia se quedaron inmóviles, en silencio. Entonces Giorgia empezó a llorar. Mattia, más fuerte, continuó boquiabierto.

—Mamá… mamá…

No sabía qué hacer. Los dos niños la ayudaron a levantarse. Fabrizio De Luca cogió unas cuantas fotos —seguramente a los abogados les resultarían útiles en el juicio de separación— y luego se marchó bajo las miradas atónitas de los socios del club.

Roberta intentó consolar a Giorgia.

—Venga, cariño, no pasa nada…

—Pero ¿por qué ha hecho eso papá? ¿Por qué te ha pegado?

Entonces una foto cayó de la mesa. Giorgia la recogió.

—Mamá… ¡ésta eres tú!

Roberta se la arrancó de las manos y, con las lágrimas resbalándole por el rostro, se la metió en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Después cogió a Giorgia en brazos y a Mattia de la mano y empezó a caminar, vacilante, mientras todos la observaban. En la mejilla, marcados en rojo, llevaba los cinco dedos estampados en la piel. Cuando llegó a la mesa de Tancredi, se detuvo.

Davide se sentía incómodo. Roberta estaba de pie frente a ellos, en silencio. Las lágrimas seguían surcándole la cara sin que pudiera contenerlas.

Mattia no podía entenderlo. Le tiró del brazo.

—Mamá, pero ¿por qué lloras? ¿Por qué te has peleado con papá? ¿Se puede saber qué pasa?

—No lo sé, cariño. —Entonces miró a Tancredi—. Dímelo tú.

Él permaneció en silencio. Cogió la copa y tomó un sorbo de vino. Después se secó los labios con la servilleta y, lentamente, se la colocó de nuevo sobre las piernas.

—Quizá te estuvieras cansando de la felicidad. Cuando vuelvas a encontrarla, sabrás apreciarla.

3

—Cariño, ¿estás en casa?

En el mismo instante en que dijo aquellas palabras, a Sofia se le encogió el corazón. ¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Dónde podría haber ido? Y, sobre todo, ¿cómo? Justo en aquel momento le pareció oír el eco de un frenazo y luego una colisión: cristales rotos, chapa retorcida, una secuencia que pasaba a cámara lenta por su mente.

Dejó la bolsa de la compra sobre la mesa. Se tocó la frente, que estaba sudada. Luego se llevó las manos a las caderas y miró a su alrededor: la mísera cocina, los vasos rayados por el uso y con el cristal gastado. Se vio reflejada en un espejo y casi no se reconoció. Tenía el rostro cansado, el pelo despeinado y, por encima de todo, la mirada apagada. Aquello era lo que le faltaba: luminosidad. La belleza que siempre le habían alabado como si se tratara de su única virtud, a veces hasta el punto de llegar a molestarla, todavía estaba allí en realidad. Pero estaba cansada. Sofia se arregló el pelo. Después se quitó la chaqueta y la puso en una silla. Empezó a colocar la compra en su sitio. Metió la leche en la nevera. Desde muy joven había luchado contra aquella belleza; le habría gustado que sólo la valoraran por su gran pasión, por su increíble talento, por aquel don que tenía desde niña: su amor por la música. El piano era su única razón de vivir. Las notas llenaban sus pensamientos. A los seis años, durante las primeras clases, escogió unas cuantas piezas clásicas, pidió permiso para llevarse las partituras a casa, les hizo unos arreglos y las interpretó de un modo distinto. Se convirtieron en la banda sonora de su vida. Se columpiaba, corría, se zambullía en el mar, miraba la puesta de sol, lo hacía todo con aquellas notas en la cabeza. Todos los momentos de su vida iban acompañados de una pieza musical que añadía la mejor glosa.

Sofia era así. Había elegido
Après une lecture de Dante
, de Franz Liszt, para usarla como himno al amor.

Había decidido que sólo la tocaría para su hombre, el que la hiciera sentir feliz y enamorada. Pero nunca había tenido oportunidad de hacerlo. Hasta que conoció a Andrea, arquitecto y jugador de rugby, bien dotado física e intelectualmente. Igual que ella. Todo pasión y racionalidad. Se conocieron en una fiesta y empezaron a salir. Por primera vez, se dejó llevar y ocurrió. Se enamoró. Al fin podría tocar su himno al amor. Los días anteriores ensayó varias veces para que saliera perfecto, como ella quería, como lo sentía, como quería tocarlo para él, sólo para él, para su Andrea. Y aquella noche estaba preparada, si no hubiera sido…

Acababa de llegar a casa cuando se dio cuenta de que el teléfono estaba sonando. Sofia cerró la puerta, dejó el bolso y fue corriendo a contestar.

—¿Diga?

—¡Por fin! Pero ¿dónde estabas?

—En clase. Acabo de llegar.

—Muy bien, cariño. Oye, te he cogido la pizza con tomates
cherry
y
mozzarella

—¡Pero si te había dicho sólo con tomates
cherry
, tomates y nada más!

—Cariño, pero ¿por qué te pones así?

—Porque nunca me escuchas.

—Cuando llegue, la
mozzarella
ya estará fría y podrás quitarla fácilmente. Así sólo quedarán los tomates, y ya está: como tú la quieres.

—El problema no es la pizza, ¡es que no me escuchas! ¿Lo entiendes o no?

—Lo entiendo… Ya estoy llegando.

—¡No te abriré!

—¿Y si doy la vuelta y te llevo la pizza de tomate y
mozzarella
?

—Te he dicho que sólo tomate.

—Claro… ¡Era una broma!

—¡Sí, sí, pero no me escuchas y siempre me tratas como si fuera idiota!

—Cuando te empeñas en discutir no hay manera, ¿eh…?

—¡Pareces mi madre! Me fui de casa en cuanto cumplí los dieciocho precisamente por eso… Y ahora resulta que vivo con alguien que no me escucha y se ríe a mi costa.

Le colgó el teléfono sin más. Andrea se guardó el móvil en el bolsillo, sacudió la cabeza, arrancó la moto y aceleró lleno de rabia; le molestaban aquellas continuas ganas de pelearse por todo. Primera, segunda. «¿Será posible que tengamos que estar siempre discutiendo? Bueno, no me he acordado de que no quería
mozzarella
, ¿y qué? ¿Es necesario darle tantas vueltas?» Tercera, cuarta, cada vez más rápido, cada vez más enfadado, bajando la pendiente otra vez de camino a la pizzería. Ochenta. Cien. Ciento veinte. Ciento cuarenta. A aquella velocidad, la visión de la calle se iba estrechando, y la cólera, además de las lágrimas provocadas por el viento, casi lo cegaban, así que no vio que al final de la bajada había un coche parado en la esquina.

Una mano accionó el intermitente, que parpadeó una, dos veces, y, sin esperar, el vehículo surgió de la oscuridad, avanzó. Penetró en la calle al mismo tiempo que Andrea llegaba a su altura a toda velocidad. Fue un instante. Al volante del coche iba una mujer mayor. En cuanto vio las luces que se acercaban, se asustó. Se quedó bloqueada, sobrecogida, en medio de la calle, sin moverse ni hacia delante ni hacia atrás, incapaz de tomar una decisión.

—Pero…

Andrea no tuvo tiempo de reducir, de frenar; se quedó con la boca abierta, con una mirada de horror en los ojos. Era como si aquel coche, detenido en medio de la calle, se acercara hacia él a una velocidad inaudita.

Ni siquiera pudo gritar. Nada: se aferró con fuerza al manillar y cerró los ojos. No hubo tiempo de hacer nada, ni siquiera de rezar, sólo de reconocer un último pensamiento: «Una pizza de tomates
cherry
sin
mozzarella
.» No volvería a olvidarlo. Nunca más.

Oscuridad.

4

—Me preocupa presentártelo.

—¿Por qué?

—Porque podría gustarte más que yo…

—Imposible. —Benedetta rio al tiempo que se llevaba la mano a la boca. Luego bebió un poco del bíter que había pedido y se encogió de hombros.

Gianfilippo la miró con curiosidad.

—¿Por qué imposible? Es más joven que yo… Es más guapo que yo y, sobre todo, es mucho, pero que mucho más rico que yo…

Benedetta se puso seria de repente.

—Entonces me gustará un montón.

Gianfilippo levantó una ceja.

—Ah…

—Sí… En especial porque tú eres idiota. —En aquel momento parecía estar muy irritada—. Pero ¿de verdad crees que puede que me interese porque es más rico que tú?

—He dicho mucho, pero que mucho más rico.

—¡Entonces tú eres mucho, pero que mucho más idiota!

Gianfilippo tomó un sorbo de su Campari. Después sonrió e intentó arreglarlo.

—Cariño, contigo nunca se puede bromear…

—No estás bromeando. —Benedetta se encogió de hombros, decidida, y volvió la cabeza a un lado. Miró hacia el fondo del salón: hacia los cuadros, las estatuas y los huéspedes del Circolo della Caccia, uno de los clubes más exclusivos de la ciudad.

Todos caminaban tranquilamente, seguros. Algunos se saludaban sonriendo. Se conocían desde siempre: eran un círculo reducido, los más poderosos y ricos de toda Roma.

Gianfilippo intentó cogerle la mano.

—Venga, no te pongas así.

Benedetta la apartó con rapidez.

—Ha sido una broma de mal gusto. No entiendo por qué te divierte bromear sobre el hecho de que es más rico que tú…

Gianfilippo extendió los brazos.

—¡Pero es que no estoy bromeando! Lo es… y muchísimo.

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