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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (9 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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El conductor del otro vehículo era Lorenzo.

Lorenzo me miró con los ojos muy abiertos y se abalanzó sobre mí, muy asustado, en cuanto me apeé. Era él quien me preguntaba insistentemente si estaba bien. Se preocupó mucho, demasiado. Posteriormente, cuando recordamos el incidente, me dijo que yo tenía cara de encontrarme muy perturbado. Él, animalito, ignoraba que eso no tenía nada que ver con el accidente, que yo traía esa cara de la oficina y puede que hasta de serie, porque nunca he estado muy bien de la cabeza que digamos.

Es una tontería, una completa estupidez; estas cosas no pueden saberse de ninguna de las maneras. Pero cuando posé mis ojos sobre él por primera vez en mi vida con la intención de responder a su pregunta, con las sienes palpitando y el olor a hierro y sangre colmando mi nariz, Lorenzo me pareció alguien relevante, de importancia para mi humilde trayectoria vital. Quizás fuera producto del golpe pero un leve resplandor en torno a su figura me anunció una sensación agridulce que estaba a punto de hacerse con mi cuerpo. Lo miré fijamente, sin disimular el interés que despertaba en mí, mientras él se dedicaba a inquirir sobre mi estado. Tardé en responder, unos segundos cruciales que él siempre achacó entre risas y bromas de cama a que yo había recibido un golpe demasiado fuerte. Lorenzo solía decir que si me había pillado de él había sido porque me había quedado tocado del accidente. Y tal vez tuviera razón: quiero decir que hay estudios que demuestran que es mucho más fácil que te enamores de alguien en una situación crítica, debido a la interacción de determinadas sustancias químicas. El cerebro se encuentra más predispuesto en según qué circunstancias y aquellas que son nuevas y que presentan algún riesgo o sobresalto lo predisponen a volverse turuleta por alguien.

Algún tipo de reacción tuvo que desencadenar el accidente en mi cerebro. O, tal vez, no fuera más que pura casualidad. La cuestión es que es muy posible que de otra manera, sin que hubiera tenido lugar ese suceso singular, yo no me hubiera fijado en Lorenzo jamás.

Su preocupación por mi estado de salud no se disipó tras el mal rato, después de los primeros segundos del accidente. Para mi sorpresa, el chico que superponía su miedo por mi estado de salud a la sensación de enfado por haber estropeado su coche, inició una ronda de llamadas telefónicas muy consideradas. Las primeras veces que me telefoneó tuvieron el fin de comprobar si se había producido algún cambio en el cuadro inicial que me hicieron en el hospital y que determinaba que estaba sano, sanísimo, que aparte del susto que me había llevado me encontraba perfectamente. Aunque no desaproveché la ocasión para explicarle al médico que en mi trabajo eran unos perfectos hijos de puta y que una semana de baja no me vendría del todo mal. El médico me guiñó un ojo haciéndome ver que entendía a qué me estaba refiriendo y luego me explicó que un hermano suyo trabajaba en un periódico local; no el mío, otro distinto, pero al fin y al cabo no dejaba de ser la misma mierda. Los medios de comunicación son todos muy parecidos: están regentados por los mismos ineptos y todos te hacen la vida imposible. Así que, ya que me había quedado sin coche, que me había llevado un susto de muerte y que a juzgar por mis agujetas parecía que me había pasado doce horas seguidas en un gimnasio, decidí relajarme y tomarme un tiempo sabático, de esos para uno mismo de los que tanto había escuchado hablar y que nunca había tenido la ocasión de disfrutar.

Al día siguiente del accidente recibí la primera llamada de Lorenzo. A través de su voz me pareció un chico cordial. Apenas recordaba su aspecto físico: durante el tiempo transcurrido hasta que llegó la ambulancia estaba demasiado nervioso como para retener los detalles de su fisonomía. Únicamente podía rememorar esa sensación de que no iba a pasar desapercibido por mi trayectoria vital. Su cara se desdibujaba en una nebulosa muy parecida a las que más tarde coleccionaría a través de mis noches de alcohol junto a Jorge. No obstante, la conversación fue muy rigurosa y formal. Hablamos unos cinco minutos, sólo para comprobar que todo estaba bien y colgamos, sin más.

Mucho más sospechoso fue lo que sucedió tres días después del accidente, cuando volvió a la carga. En esta ocasión la charla derivó hacia derroteros poco apropiados. No, no formamos una línea erótica de manera espontánea y pusimos voces susurrantes a lo Najwa Nimri. Me refiero a que lanzó preguntas discretas sobre mi vida y a que yo las contesté como si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. Más de una hora de conversación en la que supe muchas cosas de él constituyeron el aliciente inicial de una relación que, aunque yo ni lo sospechara, iba a obsesionarme de manera implacable. Cuando colgué, me dispuse a llevar a cabo mis actividades normales de esa semana de reposo absoluto y para mí mismo, pero no pude. Fue imposible. Tomé el libro que estaba leyendo entre mis manos y no fui capaz de avanzar ni una sola página, al tiempo que la voz de Lorenzo retumbaba dentro de mi cabeza y reverberaba para producirme un deseo incontrolable de continuar conociendo lo desconocido.

Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera volver a oír su voz.

Seguramente, a él le sucedió algo muy parecido. No se hizo esperar mucho: al día siguiente mi teléfono, muy contento por haber despertado de un letargo que duraba muchos años, reclamó poderosamente mi atención otra vez. Nuevamente me vi envuelto en una conversación que se extendió, nada más y nada menos, durante nueve horas. Nueve horas en las que hicimos algunas paradas para cenar, para ir al baño, para atender otras llamadas que despachábamos con asombrosa brevedad con el fin de retornar ávidos a nuestro parloteo incesante. Confieso que en esos cortes, en el transcurso de las pausas, me daba cuenta de la locura en la que me estaba metiendo; pero eso, en lugar de amilanarme, me excitaba todavía más. Si tardaba un poco más en volver a telefonearme, me ponía muy nervioso. Me aterrorizaba pensar que el flujo de palabras podía detenerse, que podía romperse el hilo invisible que había comenzado a unirnos; un hilo fabricado a través de los trazos de las palabras que habíamos pronunciado sin una sola pausa, sin dejar de hablar en ningún momento. Ni una sola vez se produjo uno de esos silencios amenazantes que aparecen espontáneamente en la comunicación y que son como un
horror vacui
inapelable e impreciso que sume en la incertidumbre a los interlocutores y que se resuelve con alguna frase torpe o directamente con la despedida. Me daba pavor que ese instante de incomunicación llegara y transformara nuestra charla extraordinaria en algo vulgar y desprovisto de todo encanto.

Lorenzo me relató casi toda su vida en esas nueve horas de conversación: quién era, a qué se dedicaba, qué esperaba de su futuro… Se trataba de un intercambio de palabras superficial en apariencia que se iba tornando más profundo por momentos, una charla que en sus vértices reunía rescoldos de humor absurdo, de una ironía que me hipnotizaba y me desarmaba y de un sarcasmo que terminaba entremezclándose con una ternura rutilante que no podía dejarme indiferente.

Nunca he logrado determinar qué fue exactamente lo que me enamoró de Lorenzo, qué parte de él era la que más me gustaba. Lo que sí puedo afirmar con rotundidad es que aquella noche empecé a prendarme de él, que su voz se negó a callarse hasta muchas horas después de que colgáramos definitivamente a las cuatro de la madrugada. Sonó dentro de mí toda la noche, interfirió en mi sueño intermitente, me despertó al día siguiente dándome los buenos días, me persiguió toda la mañana flotando por la casa como un ente intangible y sólo se silenció cuando mi teléfono volvió a sonar y cuando Lorenzo, ya sí, me propuso que le invitara a un café.

Y yo le contesté que no, que mejor le invitaba a cenar.

Clásico que es uno.

Un chupito de vodka caramelo

—O sea, maricón, vamos a ver si me aclaro: Ojos Bonitos se presentó en la tienda, así, por la cara, porque le salió del coño, y te pidió el teléfono.

—Sí.

—¡Ahhhhh! ¡Qué fuerte, qué paranormal es todo! ¿Ves? Si ya te lo dije yo, que éste iba de putita, que el otro día no dejaba de mirarte y no paró hasta presentarse…

—Que sí, pesado, que sí, que tenías razón, que Ojos Bonitos parece tener un gusto exquisito para los tíos y quiere echarme el polvo de mi vida. ¿Contento?

—Uy, yo sí, pero tú más seguro, no me digas que no. Debes tener la polla del tamaño de la A-7 con este subidón de autoestima.

—Sí, coño, sí. Claro que sí. ¿Cuánto tiempo hace que nadie viene formalmente a pedirme el teléfono? Siempre igual, siempre gente borracha intentando comerme el hocico y metiéndome mano como si yo fuera un cacho de carne colgante de cualquier carnicería…

—Sí, bonita, hazte la digna, pero tú bien que te dejas comer el hocico y meter mano hasta la saciedad y te pones jachonda perdida. Y me preguntas si el tipo que te está sobando hasta el carné de identidad está bueno, ya que no eres capaz ni de verle la cara porque vas más ciega que Topacio. Y no me cuentes historias, que tú tampoco te acercas a pedirle el teléfono a nadie en plan caballero andante. Nos ha jodido.

—Hay que reconocer que ha tenido un par de huevos.

—¡Anda que no! ¡Muy bien puestos! ¿Te ha llamado?

—No, maricón, espérate, que esto ha sido esta tarde, que no he hecho más que salir del trabajo, que todavía voy en el autobús. Y no veas lo mal que me ha mirado la vieja que se acaba de bajar.

—Ay, hijo, pues que no hubiera pegado la oreja para cotillear. En cuanto a Ojos Bonitos no sé, ¿para qué esperar tanto? Ya podíais estar con los preliminares o algo en lugar de estar aquí gastando teléfono.

—Paciencia, chico. Lo mismo ni me llama, ya ves…

—Te llamará. No se hubiera tomado tantas molestias. Yo no voy hasta el trabajo de un tío para coleccionar su teléfono como si tal cosa en la agenda.

—De algún modo hay que rellenar las mil entradas que traen las agendas de los móviles de última generación. Además, no sabemos si ha venido a verme o, casualmente, pasaba por allí.

—Me encanta cuando te haces la inocente. Ahora me dirás que acabas de escribir a la Nueva Vale para preguntar si puedes quedarte embarazada si la chupas sin condón.

—Con los maricones nunca se sabe, Jorge. Parece mentira que yo tenga que contarte esto, teniendo en cuenta que tantos y tantos han pasado por nuestras agendas de teléfono y nuestras cuentas de Facebook y Messenger y han sido borrados mientras la palabra gilipollas flotaba sospechosamente en el ambiente.

—Ya pero no seas gafe, maricón. Ésa no es la actitud.

—Bueno, cambiemos de tema. ¿Y tu novio?

—Yo no gasto de eso, querida. Aunque supongo que te refieres a Jesús.

—Claro. A tu oso amoroso. Qué bonito tu romance.

—My Bad Romance.

—Ello. ¿No te iba a hacer una compresa… que diga, una sorpresa?

—Sí, tía. Me invitó a cenar anoche en plan picnic con mantel de cuadros y velitas en el local de ensayo del grupo. Lo preparó todo él.

—Jo, tía, en el local de ensayo. Tu vida es súper Al salir de clase.

—Total.

—Qué bonito tu romance.

—Y me acaba de decir que mañana jueves tiene un concierto en uno de los chiringuitos de estos modernos de la muerte del paseo marítimo. Yo no le he dicho nada porque quiero que sea sorpresa pero había pensado que podíamos ir.

—Claro, ¿por qué no? No hay nada que me encante más que darle sorpresas a tu novio en recompensa a las sorpresas que te da él.

—Hija de puta, que no es mi novio. Y sí, ya sé que Jesús te ha caído en gracia.

—Sí. Y tengamos en cuenta que el hecho de que un maricón me caiga en gracia a mí es una cosa hipercomplicada desde hace algunos años.

—Sin estar tú resentida ni nada de eso.

—Ya ves, el mundo y los hombres me hicieron así.

—Me encanta cuando parafraseas a Lina Morgan en Celeste no es un color.

—Fíjate qué ecléctico soy, que lo mismo te parafraseo a Lina como me tiro a un fotógrafo que expone en el centro cultural provincial. Un gran artista, el señor. Llevaba el flash incorporado en el ojete.

—¿Qué es de él? ¿Te ha llamado?

—No. Ni ganas.

—Jo, tía, qué zorra eres, que te lo tiras y si te he visto no me acuerdo.

—En el caso de que aquella experiencia pueda clasificarse como polvo. Yo más bien la metería dentro del apartado de deportes de riesgo. Por poco pierdo un huevo.

—Eres una putita mala. Luego te quejas de que no conoces a nadie interesante.

—¿De verdad piensas que lo mío con Miguelito tenía algún futuro?

—No pero algo hay que decirte para que puedas dramatizar a gusto y flagelarte como te encanta.

—Anda, hija de perra, vete a abrir la hucha en la que guardas tus ahorros para comprarle regalos a tu novio.

—Hasta luego, zorrita. No te toques mucho pensando en Ojos Bonitos.

—Descuida. Ya me tocaré pensando en tu novio, que me pone más.

—Puta.

—Te adoro.

Un
gin-tonic

El jueves me encuentro en mi habitación escuchando la radio mientras me miro al espejo y decido si cambiarme de camiseta para el concierto. Yo soy así de idiota: si tengo tiempo y me miro al espejo seguramente pensaré en ponerme cualquier otra cosa diferente. Se ve que tengo un defecto en el cerebro.

Puntual como un reloj, el claxon del coche de Jorge, señal de que se encuentra frente al portal esperándome, me salva de mi pozo de inseguridades, de forma que decido que me quedo con la puesta por una cuestión de economizar tiempo y no hacerle esperar.

Cuando se trata de ver a su novio, o a su proyecto de novio como lo llama él, mi amigo, que normalmente es un desastre con patas, se metamorfosea en la persona más formal que conozco. Al subirme en su coche, de color naranja chillón, con el cual vamos dando el cante por toda la ciudad, observo que se ha arreglado a conciencia: se ha ataviado con un chaleco de punto marrón sobre una camisa amarilla y ha rematado colocándose una corbata. Al momento me doy cuenta de que Jorge, el mismo Jorge que muchos fines de semana decide no complicarse colocándose los primeros vaqueros y la primera camiseta de dudoso color y más de trescientos lavados que encuentra en su armario, cuida su aspecto más que de costumbre últimamente: otro de los signos distintivos de que Jesús le gusta de verdad.

—¿Te ha llamado Ojos Bonitos? —me pregunta a bocajarro, sin saludarme siquiera.

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