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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (4 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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Lo del despido fue fantástico. En principio pensé que un corrector meticuloso, un filólogo de vocación que se sacó la carrera casi sin estudiar, un tipo que consiguió un diez como nota final en el examen de Lengua de selectividad, no iba a tener problemas para encontrar otro trabajo. Pero ocurre que cuando llegan los tiempos de vacas flacas, que siempre llegan, lo primero que se recorta en las empresas editoriales y en los medios de comunicación son los correctores y los diseñadores. Para los altos ejecutivos con sueldos de siete cifras tanto unos como otros son prescindibles: sobre todo porque no hacerlo, no prescindir de ellos, supondría recortar sus astronómicos sueldos. ¿Y cómo, por todos los dioses de la mitología griega, un alto ejecutivo va a prescindir de sus cochazos, de sus vacaciones por todo lo alto, de su casa a las afueras, del colegio de pago de sus hijos, de las operaciones de estética de su mujer y de sus ex mujeres, de sus fiestas, de sus drogas y de sus putas? Es inconcebible, es mucho mejor que tú te vayas a la cola del paro. Después de todo el diseño y la corrección no es tan importante: la producción continuará adelante. La calidad será mucho menor, claro, ínfima si me apuras, pero eso da lo mismo. Que un libro o un periódico tenga faltas de ortografía o un diseño y una maquetación horribles desde el punto de vista estético y funcional parece ser secundario en este país de incultos y memos que no saben ni dónde tienen la cara y en el que el cuidado de los detalles brilla por su ausencia.

Los cinco años de experiencia que acumulé como meticuloso corrector de un periódico diario no sirvieron de mucho después de que decidieran regalarme una magnífica patada en el culo. Todavía debo tener la suela del cuarenta y tres marcada en el trasero, como un sello de calidad. He de reconocer, no obstante, que el hecho de que me mandaran al garete no me terminó de disgustar, porque yo estaba hasta las narices de mi trabajo y era un desgraciado-amargado que se preguntaba con demasiada insistencia qué hacía allí; aparte del primo, claro.

Tras mi despido, durante meses me mantuve con el dinero que había conseguido ahorrar en ese tiempo, hasta que finalmente tuve que renunciar a mi independencia y volverme a casa de mis padres con el rabo entre las piernas. Mis progenitores me acogieron con los brazos abiertos, sonrientes, y me animaron con esa consabida frase que no sirve para nada: «Ya vendrán tiempos mejores». Yo, en cambio, concebí mi vuelta al nido como otro de los innumerables fracasos a los que irremediablemente parecía estar condenado.

Lo bueno de trabajar en un diario es que prácticamente no veía la luz del sol y no gastaba apenas dinero. Y esto lo digo por ser positivo, por buscarle el lado bueno a esa época de mi vida en la que no hacía nada salvo currar como un condenado. Empecé trabajando como auxiliar en talleres, corrigiendo suplementos y otras variantes. Era bueno, muy bueno y, lo que resultaba más relevante en un ámbito como aquél, era especialmente veloz sin perder la eficiencia a la hora de cazar gazapos. Los jefes del departamento estaban muy contentos conmigo, de modo que cuando el corrector de la edición diaria dimitió, me ofrecieron el puesto. En aquellos entonces yo todavía era lo suficientemente ingenuo como para omitir en mi cerebro que ese puesto había sido deliberadamente abandonado por un tipo con diez años de experiencia que, además, parecía estar hasta los santos cojones y encima ilusionarme porque me lo habían ofrecido a mí y a nadie más. Por eso me lo ofrecieron a mí y a nadie más, por mi cara de tonto: nadie en su sano juicio habría cambiado el puesto de corrector en talleres por el de corrector de la edición diaria, en una redacción donde reinaba el estrés, la mala leche y el hartazgo por doquier, por mucho que quisieran pagarme un poco más de lo que ya cobraba.

Bienvenidos al apasionante mundo del periodismo.

Ser corrector es la cosa más jodida del mundo. Tu tarea fundamental consiste en encontrar los defectos en el trabajo de los demás y eso puede ser verdaderamente contraproducente. Corregir los fallos en lo que otros hacen te pone en la tesitura de exponerte a que esos otros se sientan permanentemente cuestionados y amenazados por ti y te odien. Los redactores del periódico no entendían que mi trabajo consistía, precisamente, en corregirles, que yo estaba allí para eso. Muchos, la mayoría, me miraban con condescendencia y sin ocultar cierta repulsa. Esgrimían ante cualquiera que quisiera oírles que mi trabajo no era necesario porque sus artículos, reportajes y noticias estaban condenadamente bien escritos. Pero no lo estaban, por mucho que les doliera en sus egos cuando pasaban por mi mesa y encontraban las páginas impresas repletas, e incluso desbordadas, de tachones fluorescentes. Se indignaban, me preguntaban por qué había cambiado esto o aquello y yo al principio los respondía con una sonrisa y me molestaba en explicarles los motivos, las reglas que había seguido para unificar el estilo, por ejemplo, o para corregir términos que directamente estaban mal escritos o errados en su uso. Algunos hasta buscaban palabras en el diccionario de la RAE cuando se equivocaban y yo los corregía, asegurando que la forma en que ellos las habían escrito también estaba aceptada por la Real Academia de la Lengua. Y no, la mayoría de las veces, su particular manera de deletrear una palabra no estaba aceptada, ni siquiera en otro idioma.

Total, que fui un puñetero incomprendido y tuve que acostumbrarme a que se me mirara mal sistemáticamente. Estuve a punto de dejarlo, sobre todo al principio, pero Olga, la chica que hizo aquel genial comentario sobre la cantidad de tiempo que hacía que no echaba un polvo sin estar borracha, me animaba. Olga, como una ingente cantidad de sujetos inteligentes condenados al ostracismo más burdo gracias a las condiciones que rigen estos tiempos inciertos, es capaz de esgrimir la frase más frivola conocida nunca en castellano y, a continuación, la más profunda y reveladora. En aquel momento era la encargada de la sección de local. La pobre me sirvió de apoyo en innumerables ocasiones, cuando mis nervios estallaban y sentía la tentación de liarme a pedradas con aquella panda de ineptos idiotizados.

Recuerdo una de esas tardes de estrés y peleas absurdas. Había discutido con el subdirector sobre una chorrada. Resulta que a ese señor, que se creía el tipo más listo del mundo, razón por la que miraba por encima del hombro a todos sus subordinados y nos trataba con la punta del pie, se le ocurrió usar la palabra "aplaudible" en un artículo de opinión. Yo se la cambié por "plausible", cosa de lo más lógica. Pero aquel día ese señor, que se creía el tipo más inteligente del planeta, se empeñó en llevarme la contraria delante de toda la redacción. Me gritó durante un par de minutos de una forma desaforada y totalmente desproporcionada mientras yo permanecía en silencio, sentado delante de mi ordenador. Cuando finalizó su perorata sin sentido le abrí la ventana del diccionario y tecleé su palabra. Efectivamente, "aplaudible" no viene en el diccionario. Claro que no, maricón. ¿Desde cuándo? No dije nada, sólo le señalé la pantalla (con aire de suficiencia, lo admito). Y ese señor que se creía el más culto de entre todos los humanos, pero que en realidad no era más que un mequetrefe con suerte que había llegado a dónde estaba por suerte o enchufismo, estalló y se lió a voces acusándome de inepto.

Estuve a punto de responderle pero en lugar de eso me contuve y escapé tan rápido como pude hacia la puerta de salida, dejando al gilipollas del subdirector con la palabra en la boca. Necesitaba respirar aire fresco y relajarme. Estaba allí, con los ojos cerrados y las sienes palpitantes cuando alguien me abrazó por detrás.

Yo no sabía quién era. Podría haberse tratado de cualquier pirado. Sin embargo, me sentía tan mal, tan ajeno a ese mundo que me rodeaba, que me dejé abrazar. Sencillamente, experimenté esa sensación de protección sin plantearme nada más. Luego, una voz me susurró al oído:

— Uno crece el día en que por primera vez se ríe de sí mismo. Tú puedes reírte de todo esto y crecer. Él ni siquiera puede admitir que se ha equivocado, ni siquiera quiere verlo. Prefiere vivir cegado por su certidumbre fingida. Ya sabes quién es el estúpido aquí.

Era la voz de Olga, que había salido tras de mí a rescatarme. Si no llega a ser por ella, creo que esa misma tarde habría presentado mi carta de dimisión.

Por suerte, Olga consiguió convencerme de que me quedara. Ciertamente, seguí su consejo y sobreviví en innumerables ocasiones mediante la estrategia consistente en reírme de mí mismo, de las situaciones y de los demás. Pero, con el tiempo, dejó de ser efectivo: no era suficiente.

Pronto logré que me dejaran en paz, para lo cual sólo tuve que suprimir todas mis sonrisas, mi simpatía y mi talante agradable y metamorfosearme en un cacho de borde de cuidado, con malas pulgas, cara de pocos amigos y una frase hiriente y sarcástica continuamente en la punta de la lengua. «El corrector es un borde, hay que tener cuidado con él» se convirtió en uno de los sempiternos avisos que se les calzaba a los nuevos en cuanto atravesaban el vestíbulo, incluso a los pobres becarios, los cuales, pobrecitos, ya se encontraban suficientemente acojonados a priori. Yo me limitaba a mover la cabeza en una negación retórica: no podía entender cómo aquellos imbéciles con carrera no se daban cuenta de que mi fachada era obligada porque estaba hasta las narices de sentirme constantemente atacado por ellos y sus inseguridades. De hecho, cuando quería era un cielo, un amor, pura simpatía. El problema era que ellos nunca conseguían que yo quisiera.

Volverse un borde gilipollas era realmente sencillo. Trabajaba una media de doce horas diarias. Nunca, jamás, conseguía irme a casa a mi hora, la hora acordada, las diez y media de la noche, que ya de por sí es una mala hora para salir de trabajar. Habría sido más correcto informarme de que trabajaría hasta las doce, que era lo habitual, hasta la una, que era frecuente y hasta las dos de la madrugada, algo que ocurría a menudo, al menos dos veces por semana. Para colmo, yo tenía la responsabilidad de que no hubiera un sólo error en toda la edición y cualquier nimiedad que al director, al subdirector o a la puta que se la chupaba a cualquiera de ellos le pareciera importante era derivada directamente a mí. No me pagaban las horas extra y éstas ni siquiera valían si al día siguiente llegaba diez minutos tarde por culpa de un atasco. En mi contrato rezaba "auxiliar administrativo" como categoría profesional y mi sueldo era tan mísero, tan irrisorio en comparación con las tareas que desempeñaba y con la responsabilidad que ostentaba, que Marx me habría llamado "gilipollas" a la cara y sin pestañear mientras se descojonaba a mi costa.

Además, descansaba dos días a la semana, pero nunca eran fijos; variaban en función de una serie de circunstancias: los redactores que descansaran, si había que cubrir algo importante, lo que le picara en la punta de la polla al jefe de redacción… En fin, que nunca podía hacer planes, que a veces incluso me llamaban por teléfono en pleno día de descanso y me obligaban a personarme en el periódico para corregir algún articulito que al director le había dado por escribir. Y como todos eran unos cagados y unos chupaculos, nadie se atrevía a modificar los textos que ese soplapollas analfabeto con la misma sintaxis que un crío de seis años había enviado para incluir. Si el subdirector era un mequetrefe, el director era un mindundi. Los medios de comunicación son así. En esos textos escritos supuestamente por alguien culto, al menos lo suficiente como para ostentar el cargo de director de un medio de comunicación, se apreciaban errores garrafales de ortografía y gramática, de los que se aprenden con el Micho: palabras con hache sin hache, be en vez de uve, errores de sintaxis… En conjunto, verdaderos desastres de la lengua escrita. A mí me daba igual lo que el director dijera o las malas pulgas que se gastara: si estaba mal estaba mal, yo para eso era muy profesional, ya podía venir el Papa a escribir que yo le iba a corregir igual que si fuera cualquier plumilla becario. Porque el estatus o la posición en la empresa no tiene nada que ver con eso que se llama formación y cultura general. ¿A que es superchuli?

Como ha quedado patente ya, mis jefes y, en general, aquellos que ocupaban posiciones intermedias eran unos completos ineptos que ni siquiera eran capaces de escribir una columna sin faltas de ortografía y sin repetir "poner", "asimismo" o "ayuntamiento" mogollón de veces. Hubo una vez en la que en un artículo de veinte líneas del redactor jefe conté treinta y tres "que". ¿Para qué vamos a hacer uso de las comas, de los puntos y de otros relativos? No, subordinemos doce frases mediante ques y santas pascuas, mucho mejor. Y es que se me revolvían las entrañas, no podía evitarlo, porque sabía que él cobraba el doble, justo el doble que yo, que el director y el subdirector quintuplicaban mi sueldo y, encima, yo no era más que un corrector cuyo puesto era prescindible mientras ellos ostentaban cargos prestigiosos. Sin embargo, cada vez que había que escribir algo importante, allí estaban suplicándome que le echara un vistazo a sus textos, porque yo era su tabla de salvación y sin mí se sentían inseguros, por mucho que presumieran de que el corrector de Word y el de Quark Xpress ejecutaban las mismas funciones que yo y gratis. Hijos de puta.

En ocasiones, con excesiva frecuencia en los últimos meses de mi período laboral, me preguntaba qué coño hacía allí, por qué narices había terminado en esa mierda de trabajo, por qué mi sueldo no había aumentado en años, por qué cada vez tenía peores condiciones, por qué me mantenía allí hecho un puto amargado, fumando como un carretero, habiendo cambiado mi buen humor por una actitud permanentemente defensiva, sin sonrisas, agriando mi carácter afable como mecanismo de supervivencia y detestando mi vida. Yo tenía un futuro brillante y me había imaginado una rutina diametralmente opuesta a la que estaba intentado sobrellevar. ¿Por qué lo soportaba? ¿Por qué narices estaba aguantando?

Preguntármelo, dejarme caer en la espiral existencial de la que mi generación es presa fácil, era el acabóse: volvía a casa llorando, a lágrima viva, tanto que a veces tenía que parar el coche a un lado de la autovía porque las lágrimas no me dejaban divisar la carretera, me impedían conducir; pero, sobre todo, detenía el coche porque un instinto salvaje, una pulsión irracional dentro de mí, me invitaba a veces a pensar que podía acabar con todo aquel sufrimiento mediante un solo volantazo. Un gesto, un simple gesto al volver a casa en ese coche a ciento veinte por la carretera y, ¡pum!, a la mierda.

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