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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (24 page)

BOOK: En busca del rey
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Luego Juan se levantó y se apoyó fatigosamente en la silla.

—Como sin duda sabes —dijo—, se supone que no estoy en Londres; en verdad, mi permanencia aquí es algo arriesgada. Preferiría que no comentases que me has visto, ¿entiendes? Podría haceros matar a los dos y así no habría ningún peligro, pero eso sería problemático y, claro, eres el amigo de mi hermano. De modo que os dejaré ir, pero deberéis jurar no mencionar en una semana, por lo menos, que os he recibido en Londres.

Blondel y Karl lo juraron.

—Supongo que volveremos a vernos —dijo afablemente el príncipe Juan cuando los dos hombres hicieron una reverencia y abandonaron el cuarto.

El monje jovial acudió al encuentro de ambos y los condujo afuera. No dijo nada, y en cierto modo parecía sorprendido de que los hubieran dejado en libertad.

Fuera, la atmósfera fría resultaba agradable. Blondel estaba empapado de sudor. Tenía la túnica pegada a la espalda y la cara muy caliente.

—¿De veras habría ordenado matarnos? —preguntó Karl, con los ojos abiertos de estupor—. Oh, sí… —Mientras hablaba con Karl pensó en lo que le había dicho a Juan, se preguntó si no había hablado más de la cuenta. Probablemente no, puesto que el mensajero ya había partido hacia Roma y nada que hiciera Juan podría interferir en ese trámite. Bueno, había hecho lo único posible y eso era todo. Dentro de unos días le contaría a Longchamp lo sucedido.

—¿Y ahora? —preguntó Karl; recogió una piedra y la arrojó a un pájaro posado en un muro; le erró al pájaro y le dio al muro—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Esperar —dijo Blondel, que ya estaba acostumbrado a la espera.

IV

LA BATALLA

(28 de marzo de 1194)

1

e la primavera al verano, del verano al otoño; invierno y luego una nueva primavera y todo volvía a empezar.

Recorrían Inglaterra atentos a los rumores, esperando las últimas noticias de Alemania: se hablaba de excomunión y de la división de Europa. Luego, en julio, cuando estaban en Blois, se supo que los enviados de Ricardo se habían encontrado con Felipe, que se había concertado un acuerdo y que el rey francés respaldaba a Ricardo en contra de Juan. Y finalmente tuvieron noticias del juicio.

El valle del Loira era verde oscuro y polvoriento, y el río Loira atravesaba ese verdor como una serpiente de plata. El castillo dominaba la ciudad, asomándose al río, a colinas bajas y tierras de labranza. Blondel y Karl permanecieron allí todo el verano. Ahora Inglaterra les resultaba demasiado peligrosa; nunca se sabía con certeza quién gobernaba, y se rumoreaba que Juan había formado un ejército y estaba a punto de ser coronado, que ya era rey; Longchamp había sido depuesto, Longchamp había muerto: tantos rumores…

Pero el verano florecía. Jardines con flores rojas y amarillas y blancas: el fuerte aroma de múltiples flores en el aire, mientras una película de nubes blancas cubría el cielo, difuminando el azul: un color pálido y tenue distinto del azul vívido y brillante del cielo de Austria. Los pájaros surcaban el aire cálido: de árbol en árbol, de jardín en jardín, pájaros que planeaban y volaban, parloteaban y cantaban.

El calor del verano se esparcía por todas partes. Cuando ninguna brisa soplaba procedente del río el aire estaba caliente, un cubo de calor por donde los hombres circulaban como sonámbulos. Las nubes apenas se desplazaban en el cielo, y a medida que transcurría el verano el sol chamuscaba el verde, lo oscurecía, centelleaba en el agua, deslumbraba los ojos, y ellos pasaban esos días protegidos por las frías paredes de piedra de la torre, o bien bajo los árboles junto a la capilla, grandes árboles de sombra fresca a cuyo amparo se veía el río con claridad.

Sol y calor: el alba y el atardecer de cada día entre colores violentos, el aire con olor a tierra y el ruido de insectos que zumbaban secamente, el canto de los pájaros; el viento, si soplaba, era tórrido y levantaba el polvo de las carreteras, plateando con él el verde oscuro de las hojas; su verano era todo eso y mucho más. Cantaban mientras esperaban, componían baladas juntos y las entonaban en la corte de Blois, donde los recibían con grandes aplausos. Luego, a menudo, nadaban juntos en el río; los dos solos en el agua de plata, una reminiscencia de la plata. Nadaban, sin pensar ni recordar, refrescándose en el río, calentándose en la orilla, al pie de la ciudad y más allá del castillo. Y tendidos de espaldas observaban las nubes imprecisas y pálidas que surcaban el cielo cóncavo y azul como cisnes amorfos, mientras un sol rojo seguía su ardiente trayectoria de este a poniente, perforando ocasionalmente la brumosidad de las nubes, y finalmente inflamándolas, incendiando a los cisnes con colores abigarrados, último resplandor antes de que la noche, con sus nubes negras y calcinadas, desplazara el fuego y la luz.

Rara vez decían algo mientras nadaban; Karl, tostado por el sol, solía nadar con rapidez en el río como si lo obligaran a hacerlo, como si las aguas lo apremiaran y fueran un reto. Blondel prefería permanecer en la orilla y observar, sin pensar en nada; ni siquiera una palabra o la estrofa de una balada cruzaba su mente cuando se tendía al sol y miraba a Karl en el agua. Hasta Ricardo, el centro, era algo remoto. Sólo percibía el instante, la calidez, la frescura: la fragancia de las flores, el rumor del agua, la forma sólida y precisa de su propio cuerpo, tostado por el sol y lavado por el río.

Las noches eran oscuras y cálidas y los árboles hacían un ruido suave y continuo; los insectos y las ranas producían ruidos más fuertes, un trasfondo para las voces humanas, un constante contrapunto.

Después de cantar en la corte solían caminar juntos entre los árboles junto a la capilla. El aire de la noche parecía tener casi la misma temperatura de sus cuerpos: cálida y voluptuosa, y la brisa era suave como el aliento. A veces venían aquí, cada uno con una muchacha de la corte, y hacían el amor a la luz de las estrellas, cerca del río, y luego observaban el diseño extrañamente regular de las estrellas y se preguntaban qué eran las estrellas.

Otras veces venían solos, y los dos se sentaban juntos a la luz de las estrellas y escuchaban los sonidos de la noche, oyendo apenas las voces confusas y lejanas de las gentes que se afanaban en vivir: sonidos irreales, voces oídas en sueños, una intrusión en el ámbito personal y secreto de sus noches estivales rebosantes de estrellas.

Solos, rara vez hablaban; con Karl, Blondel se sentía cerca de la naturaleza; para él, Karl era la naturaleza, obvia pero no del todo previsible; natural. Karl solía permanecer tranquilamente sentado, examinando con Blondel los dibujos formados por las estrellas, y de pronto se levantaban y bajaba corriendo hasta el río; o tal vez se ponía a cantar en voz alta, sobresaltando a Blondel y despertando a los pájaros. O bailaba, brincaba en la oscuridad, daba vueltas y lanzaba estocadas, fingía pelear con alguien que no veía; luego, de modo igualmente abrupto, se fatigaba y volvía a acostarse, acalorado, jadeante, húmedo de transpiración, pues las noches eran tórridas y ni las frías estrellas ni el río fresco enfriaban el viento o aplacaban el calor. Una noche, hacia el final del verano, cuando las hojas verdes y oscuras empezaban a ennegrecer, a arrugarse, y algunas eran brillantes y amarillas y otras rojas, cuando el viento traía el fresco de una región más templada y las aves sobrevolaban los jardines moribundos donde se arremolinaban los pétalos de rosas deshojadas, pardas y marchitas, cuando los pájaros volvían a emigrar al sur, permanecieron despiertos hasta el alba y, por segunda vez, observaron el despuntar del día.

Luego, cuando el sol apareció en el cielo y la noche se hundió dondequiera que la noche se hunda, regresaron al castillo, mientras las brillantes zarpas del sol laceraban los bordes de la oscuridad.

De nuevo en marcha: desde Blois siguiendo el curso del río, entre las hojas rojas y amarillas, entre los restos de flores y los rastrojos de una vieja cosecha; el otoño cesó y volvió el invierno.

Permanecieron un tiempo en París y Blondel cantó para Felipe, un hombre agradable, de menos de treinta años, más joven que Ricardo, más delicado y apuesto y, en opinión de todos, más astuto que todos los príncipes de Europa. Fue en su corte donde se enteraron de la noticia.

la Dieta entró en sesiones y ya se han enunciado los cargos. —El que hablaba, un hombre regordete, acababa de volver de Francfort. Blondel se quedó junto a él mientras el hombre, con voz jadeante, contaba las novedades a un grupo de cortesanos—. Lo acusan del asesinato de Montferrat, tal como todos suponían, y también por hacer las paces con Saladino.

Me dicen que ya han llegado a un acuerdo sobre la multa…, el rescate, mejor dicho: doscientos mil marcos y el reconocimiento de que el emperador es su señor. —El hombre regordete pasó a describir los pormenores del juicio: testigos, jueces y demás.

—¿Cuándo —preguntó Blondel en cuanto el hombre se detuvo para recobrar el aliento—, cuándo se dictará la sentencia?

—Cualquier día de éstos, tal vez ya la han dictado; pero los que tardarán, por supuesto, son los ingleses. Tendrán que reunir el dinero y todos saben cómo son ésos con el dinero. —Evidentemente los franceses lo sabían, pues todos soltaron una carcajada.

—¿Y ahora? —preguntó Karl no bien Blondel le refirió estas novedades.

—Regresamos a Inglaterra.

—Habrá una guerra, ¿no? —dijo Karl, y Blondel asintió. Karl esbozó una sonrisa—. Creo que eso me gustaría.

2

En febrero se enteraron de que Ricardo estaba libre y luego, en marzo, se supo en Londres que el rey había desembarcado en Sandwich, que Juan había movilizado un ejército, que Ricardo, con tropas reclutadas apresuradamente en Francia a las que pronto se sumarian los hombres de los barones leales, avanzaba hacia Nottingham, la capital de Juan.

Ahora, por tercera vez, volvieron a contemplar el alba, Blondel y Karl y un grupo de caballeros de Londres. Habían pasado la noche en un terreno frío y escarchado, en una colina baja en las afueras de Nottingham. Las fogatas habían ardido toda la noche en las colinas de los alrededores de la ciudad, y el ejército de Ricardo, ahora bastante numeroso, aguardaba el día para iniciar el ataque.

Blondel esperó que el nuevo sol lo calentara, le entibiara los huesos entumecidos. Aún no había visto a Ricardo. Nadie en esa colina sabia dónde estaba. No obstante, el rey enviaba mensajeros regularmente, con instrucciones para los capitanes. Poco después del alba se lanzaría un ataque combinado. Ahora los hombres iban de un lado al otro, ajustándose la armadura, parándose al sol, calentándose.

Era un día claro. Una tenue neblina flotaba sobre el suelo, pero el cielo estaba despejado y un viento crudo sacudía las ramas desnudas de los árboles; todos temblaban y maldecían el frío. Esperaban.

Karl estaba excitado. Los ojos le brillaban como en el día del unicornio y no se podía estar quieto. Examinaba la armadura, el caballo, la capa, practicaba con la espada, apuñalaba los arbustos.

Blondel se ajustó el viejo camisote de cuero, tan gastado que por dentro el cuero era tan terso como su propia piel; por fuera estaba cubierto de discos metálicos superpuestos como escamas de dragón. En él se sentía seguro e invulnerable pero también incómodo, y antes de terminar el día lo sofocaría el calor. Se ajustó las calzas; le ceñían estrechamente las piernas y ahora eran cálidas y confortables. Por el momento, había dejado su casco en el suelo. Había echado la espada y el arnés sobre la silla de su montura. Ahora pensaría en algo sin importancia, algo que lo distrajera.

Pero sólo podía pensar en la batalla. Se preguntó cuántas veces en la vida había repetido estos actos: examinar la armadura, aguardar una señal, el alboroto y el estrépito del primer asalto; ¿seis veces? No, sólo cinco. Acre fue la peor y la mejor. La mejor porque habían esperado poco; la lucha empezó antes de lo previsto y no se interrumpió hasta la caída de la ciudadela. La peor, sin embargo, a causa de la gran matanza; el calor era terrible y los muertos se pudrían rápidamente al sol.

Se imaginó a si mismo muerto, como siempre hacía en estas circunstancias. Habría una terrible sacudida: como cuando de niño se había caído del caballo; después la oscuridad. Imaginó su cuerpo despatarrado en el suelo, pisoteado por los caballos. Luego la tierra encima, la corrupción; pronto nadie mencionaría a Blondel, que había escrito canciones que todos cantaban; seria olvidado: una anónima sonrisa de un cráneo vacío en los alrededores de Nottingham.

Tiritó. Por lo que veía, los caballeros que se encontraban a su alrededor pensaban en otras cosas. Reían, describiendo a unas muchachas campesinas con las que habían pasado la noche. Eran hombres bajos, normandos vigorosos de pelo negro y lacio y ojos claros. Reían en voz alta, se ayudaban el uno al otro a ceñirse los camisotes y las espadas. Todos vestían colores apagados, en su mayoría verde y pardo.

Los pájaros parloteaban en los árboles, parodiando la risa de los caballeros. ¿Los otros tenían tanto miedo como él? ¿Era el único con miedo? Entonces comprendió qué tranquilo debía de parecerles él a ellos, qué indiferente, mientras bostezaba y se estiraba: todos sentían lo mismo… salvo Karl, que jamás tenía miedo. El muchacho, aburrido de apuñalar árboles y traidores invisibles, estaba sentado en un tronco frente a los restos de la fogata. Silbaba y trazaba figuras en las cenizas. No sentía temor pero, recordó Blondel, además era muy joven y nunca había presenciado una batalla. La próxima vez sería diferente.

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