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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (7 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—¿Y…? —preguntó Mezzoferro, impaciente.

—El objeto en cuestión no puede caer en manos de nadie —afirmó tajante Pío IV, picado por el escaso interés demostrado por el cardenal—. Muy especialmente en manos del inquisidor general.

Para insistir tanto, debía de tratarse de algo verdaderamente importante. Ahora entendía la urgencia del Papa en reunirse con él y por qué no quería que Valdés fuera avisado de su viaje. Antes debía recuperar ese objeto misterioso. ¿Qué podía ser, si le preocupaba tanto que cayera en manos del inquisidor? Había dicho «de extrema importancia para la Santa Iglesia». ¿Se refería acaso a sí mismo cuando hablaba de la Iglesia?

—¿Puedo preguntar a Su Santidad cuál es el objeto cuya recuperación resulta tan prioritaria?

—No, no puede. Lamentablemente, no estamos autorizados a revelarle de qué se trata. No creemos que Carranza se fíe de dejarlo en otras manos, por eso no es necesario que usted sepa de qué se trata. Lo importante es saber si ha sido guardado en un lugar seguro. Obviamente —añadió tras una breve pausa—, no podrá preguntárselo abiertamente cuando lo visite en la prisión. Habrá mil oídos escuchando, aunque no los vea. Por eso, deberá pronunciar una frase cifrada muy precisa; él la entenderá. Y encontrará la manera de contestar de modo que usted entienda su respuesta para luego referírmela.

Lo miró a los ojos con inusual dureza. Mezzoferro comprendió el mensaje: Pío IV se sentía amenazado y estaba dispuesto a todo con tal de recuperar un objeto comprometedor.

¿El «autorizados» había sido un desliz? ¿Autorizados por quién? ¿Quién podía autorizar a la máxima autoridad de la Iglesia, si no él mismo? Ahora ya no tenía dudas. Si al Papa le acuciaba tanto recuperar ese objeto misterioso, sólo podía significar que era peligroso para él.

—Le sugiero —prosiguió el pontífice— que encuentre la manera de reunirse con Carranza lo antes posible y sin que lo sepan los de la Inquisición. En caso contrario, no lo dejarán en paz. Le entregaré una carta personal que hará entender a Carranza que usted está autorizado a recibir el objeto, para el improbable supuesto de que aceptara entregárselo, o al menos a traerme la respuesta de si está seguro.

Pío IV escribió unas palabras en una hoja que luego tendió al cardenal.

—Ésa es la frase. Apréndala de memoria y destruya el papel. Ahora somos tres los que la sabemos y no podemos ser cuatro. ¿Me ha entendido bien?

—Desde luego, Santo Padre. Sabe que puede confiar en mí.

Supuso que la entrevista había llegado a su fin y esperó una indicación para retirarse. Regresaría rápidamente a su amada villa y satisfaría a su estómago con una gratificante comida. Pero el Papa aún añadió:

—Necesitamos la respuesta de Carranza lo antes posible. Para garantizar el éxito de su misión, es mejor que no nos escriba. Conoce perfectamente la eficacia de la Inquisición a la hora de interceptar la correspondencia ajena. Además, son muy competentes en lograr que la gente confiese pecados nunca cometidos. ¡Es lo que más les gusta!

El cardenal sonrió educadamente ante la ocurrencia. En realidad, no encontraba nada divertido en los métodos de la Inquisición. No venía a cuento ironizar antes de echarlo al foso de los leones.

—Su Santidad puede estar tranquilo —respondió con fingida complacencia—. Le informaré personalmente del resultado de la misión a mi regreso.

—¡No! —exclamó Pío IV, sorprendiéndolo—. No podemos esperar tanto. El viaje a España es demasiado largo.

El cardenal Mezzoferro se quedó confundido. Pensó «¿Y entonces qué?», pero no lo dijo. Esperó las nuevas instrucciones. ¿Qué habría pergeñado Pío IV para comunicarse con él, si no quería que le escribiera y tampoco podía esperar a su regreso para ser informado?

—¿Cómo puedo dar a conocer a Su Santidad el resultado de la misión, si no es escribiendo o viniendo en persona a informarle? —preguntó—. ¿Quiere que mande a una persona de mi confianza con un mensaje de viva voz y en código?

—No podemos fiarnos de nadie —cortó Pío IV—. Pero hemos pensado en un modo singular y totalmente discreto, que sólo nosotros y usted conoceremos.

Mezzoferro prestó toda su atención. Aquel hombre —aunque le parecía irreverente pensar en el Santo Padre como en un simple mortal, de vez en cuando se lo permitía por los largos años de relación— era más astuto que un zorro. ¿Qué había tramado ahora?

—Usted recordará ciertamente al maestro Giorgio Vasari…

¿Qué demonios tenía que ver Vasari? Mezzoferro se ruborizó ligeramente por la blasfemia, y entonó un rápido
mea culpa
mental por haber pensado en el diablo.

—Naturalmente, pero…

—Bien —lo interrumpió Pío IV—, hace tiempo el maestro nos indicó a una noble dama de Cremona, ahora en la corte de España en calidad de dama de compañía de la reina, como una persona dotada de gran talento en el arte de la pintura.

¿Pintura? ¿Había dicho «pintura»? Ahora ya no entendía nada. ¿Adonde quería llegar?

Como si le leyera el pensamiento, Pío IV continuó:

—Sí, ha entendido bien. Es extraño, ¿verdad?, una mujer pintora. Bien, hemos solicitado oficialmente a la corte de España un retrato de la nueva reina, Isabel de Valois, precisando nuestro deseo de que dicho retrato fuera pintado por la noble dama. Por desgracia, el cuadro ya está en camino y no puede ser utilizado, pues, para nuestro objetivo.

Mezzoferro seguía sin entender. ¿Cuál era el nexo con su misión?

—No obstante, mediante carta privada hemos solicitado a esa dama, de nombre Sofonisba Anguissola, que satisficiera nuestro deseo de recibir, para nuestra colección personal, un autorretrato suyo.

Pío IV sonrió, visiblemente satisfecho de su ingenio, pero el cardenal seguía sin entender. ¿Adonde quería llegar con todo aquel discurso?

—Temo no entender bien la conexión, Santo Padre —admitió finalmente.

—Es muy sencillo, eminencia. Escuche con atención: el maestro Vasari, cuando describió el trabajo de su protegida, nos explicó que la dama en cuestión, al no poder firmar sus cuadros porque resultaría indigno para una dama de la corte, utiliza a veces una pequeña estratagema, creemos que típicamente femenina, para dar autenticidad a sus obras y permitir que puedan ser reconocidas como suyas. Una pequeña extrañeza, no evidente al ojo de alguien desprevenido, pero significativa para quien lo sabe. ¿Ha entendido ahora? ¡Es facilísimo!

Mezzoferro seguía a oscuras. ¿Facilísimo? ¿Acaso era una adivinanza? Él tenía hambre. No estaba para adivinanzas.

—Me temo que…

—Me sorprende, eminencia. Lo creía más astuto.

El cardenal quiso responderle con una frase tajante, pero no se podía permitir ese placer.

—Utilizaremos ese insignificante detalle para comunicarnos —anunció por fin—. Un mensaje incomprensible para quien no esté al corriente de su significado. Y sólo nosotros y usted lo sabremos. Usted deberá encontrar el modo de asegurarse que la pintora utilice o no su peculiar firma, según la respuesta que deba comunicarme. Si está la firma, significará que su misión ha tenido éxito, y que usted ha recuperado el objeto o que está seguro. Si no está, significará lo contrario. ¿De acuerdo?

«Es como si no hubieras dicho nada», pensó Mezzoferro, que veía cómo su misión se complicaba cada vez más. ¿Qué era eso de convencer a una artista para que pintara un detalle de una manera u otra?

—¿Significa que la dama está autorizada a participar de nuestra confidencia? —preguntó con falsa ingenuidad—. Para darle tales instrucciones, alguien debería explicárselo antes, de otro modo no veo cómo podría incluir o no ese detalle.

—De ninguna manera —replicó Pío IV, tajante—. Usted ha de ingeniárselas para que transmita el mensaje inocentemente, sin saber que es portador de un secreto. Si la respuesta es positiva, dígale, por ejemplo, que al Papa le complacería que la pintura esté firmada de la manera con que ella autentifica sus obras, o afirme lo contrario si la respuesta es negativa. Todo debe desarrollarse con su completa ignorancia. Sólo así podemos garantizar su seguridad. No podemos poner su integridad física en peligro. Si Valdés sospechara de ella, no dudaría en someterla a tortura para obtener información. Si no sabe nada, no podrá decir nada. Actúe con sentido común. Dios estará con usted y nosotros lo ayudaremos con nuestras plegarias.

—Supongo que el autorretrato ya debe de estar listo…

—Debería —respondió Pío IV, como si fuera un detalle nimio—. Nuestro nuncio en Madrid ha recibido el encargo de enviárnoslo en cuanto la pintora se lo entregue. Preocúpese sólo de que incluya el mensaje que necesitamos. El nuncio se ocupará de enviárnoslo por correo diplomático de inmediato, antes de que usted abandone España.

Se levantó, dando a entender que la entrevista había terminado.

El cardenal se quedó pensativo. No veía la necesidad de tanto misterio. Tenía a su servicio hombres de confianza que habrían dado la vida por él. No habrían hablado nunca, ni siquiera sometidos a tortura. Además, había muchas maneras de transmitir mensajes. No entendía por qué el Santo Padre complicaba inútilmente la cuestión, implicando a terceras personas.

Pero en el fondo no le sorprendía demasiado la compleja maquinación urdida por Pío IV. Conocía su mente tortuosa, siempre receloso de complots imaginarios, aunque desde luego tenía motivos para sospechar de todo y de todos. Sus reformas no habían gustado en Roma y se había descubierto una conjura para asesinarlo. Salvó la vida, pero desde entonces se había vuelto aún más desconfiado. Habría sido inútil malgastar energías para convencerlo de lo contrario. Cuando algo se le metía en la cabeza, Pío IV era inflexible. Se ofendía con facilidad y no era aconsejable contradecirlo. No habría vacilado en truncar su brillante carrera y privarlo de sus bienes y privilegios por el solo hecho de no haber avalado su proyecto. Había algo maquiavélico en su manera de actuar, y Mezzoferro, recordando los años en que ambos eran sólo dos anónimos obispos, pensó que quizás era precisamente esa mente tortuosa lo que le había permitido alcanzar la cúspide.

Prefirió dejar de lado sus inútiles consideraciones sobre los entresijos del Vaticano. Conocía demasiado bien sus mecanismos y también él formaba parte del mismo. Eran las reglas del juego, y si uno no se conformaba, su futuro estaba inexorablemente comprometido.

—Se hará según los deseos de Su Santidad —respondió finalmente, tras una breve pausa, impaciente por reunirse con sus amigos en la mesa.

Pío IV lo miró a los ojos. Desde que su viejo amigo había entrado en el despacho, apenas lo había hecho. Lo había recibido con calculada frialdad, para imponerse. Ahora podía mirarlo con otros ojos. Debía de pesar el doble de cuando se habían conocido, tantos años atrás. Había notado que respiraba fatigosamente. Estaba claro que la edad y el sobrepeso comenzaban a devastar su salud. Quizá no era la persona más adecuada para semejante misión, pero no tenía a nadie más en quien confiar ciegamente. Sabía que Mezzoferro cumpliría sus instrucciones al pie de la letra. Sentía un leve sentimiento de culpa por no dejarlo descansar en su hermosa villa de extramuros, pero prefirió reprimirlo. El bien de la Iglesia, y el suyo en particular, eran mucho más importantes que los sentimientos personales.

Habría querido abrazarlo como en los viejos tiempos, pero era imposible: su altísima función se lo impedía. Los deberes de su cargo habían creado entre ellos un abismo insuperable. Ahora él era el jefe supremo de la cristiandad, representante y defensor de la Verdadera Fe. No podía comportarse como un simple mortal. Por un instante añoró su juventud, cuando el poder aún no lo había aislado del resto de los hombres.

—Por favor, Giovanni, sé prudente y cuídate —dijo al fin.

El cardenal levantó bruscamente los ojos, sorprendido, y se encontró con la mirada del Papa. Sintió una profunda emoción y debió esforzarse por contener las lágrimas que afloraron espontáneamente. Era la primera vez, desde que Ángelo se había convertido en Pío IV, que se dirigía a él de una manera tan personal. El Papa había usado voluntariamente la primera persona, olvidándose por un instante del plural mayestático.

—Le agradezco, Santidad, que se preocupe por mi humilde persona. Seguiré su consejo.

Ambos entendieron que la audiencia había terminado. El cardenal se acercó a besar el anillo y Pío IV le impartió su bendición. Era la única manera que tenía de transmitir sus sentimientos a su viejo compañero.

Capítulo 5

Había pasado bastante tiempo desde su llegada a España. Algunas semanas habían sido tumultuosas y otras más tranquilas, pero Sofonisba fue adaptándose a su nuevo papel como dama de la corte y a un estilo de vida al cual no estaba habituada. Estaba satisfecha de su nueva condición, aunque a veces añoraba la época en que tenía más tiempo para dedicarse a su distracción favorita: pintar.

Cuando finalmente consiguió algunas horas de libertad que podía disfrutar con total autonomía, decidió consagrar esos primeros momentos verdaderamente suyos a la meditación y la plegaria. Quiso visitar una pequeña iglesia que había visto por casualidad, en el camino cotidiano que hacía a pie entre el palacio del duque de Alba, donde se alojaba, y el del duque del Infantado, donde se había establecido momentáneamente la residencia de los soberanos en Guadalajara.

No la motivaba sólo la fe. Sentía una necesidad imperiosa de estar a solas un rato. Al menos el tiempo suficiente para encontrarse a sí misma. Necesitaba meditar y reflexionar. Últimamente demasiados acontecimientos habían contribuido a trastornar una existencia hasta entonces bastante tranquila y corriente.

Buscaba un lugar de paz. Y ¿qué mejor lugar que la sosegada penumbra de una iglesia desconocida, alejada de los ruidos y el trasiego de la corte, para meditar y rezar? El pequeño edificio parecía idóneo para sus necesidades. Allí, sin duda, encontraría la serenidad y la paz interior que tanto precisaba.

El viaje a España había sido larguísimo y dificultoso. Sofonisba había llegado de Cremona a Milán acompañada por su padre, Amilcare Anguissola, el cual, tras recibir la invitación del soberano, extendida también a su persona, había aceptado acompañar a su hija hasta España, pero al darse cuenta de las fatigas que suponía semejante viaje, y pensando en el bienestar de sus otros hijos, que habían quedado en casa, escribió una carta a Felipe II para excusarse de no acompañar a su hija, aduciendo su avanzada edad.

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