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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (4 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—¿Todas? —preguntó Antón, asombrado—. ¿Quiere decir las seis hermanas?

—Sí, claro, todas. ¿No lo sabía? —repuso Sofonisba con una sonrisa divertida, como si fuera ella la que se sorprendiera de que Antón no supiera algo tan obvio.

En efecto, el joven ignoraba ese detalle. Cuando se afanaba en recoger información sobre ella, nunca nadie había mencionado a las hermanas. Más que sorprendido, parecía perplejo.

—No, no lo sabía —admitió finalmente—. Usted proviene de una familia verdaderamente curiosa, señora. Seis hermanas pintoras. Casi me parece increíble.

Sofonisba se encogió de hombros. A ella no le parecía tan increíble.

—La vida está llena de cosas curiosas —dijo—, aunque a mí no me parece un hecho tan fuera de lo común.

—¿Y su hermano Asdrubale? ¿También era pintor?

—No, Asdrubale no. Él se dedicaba a otras cosas.

—Perdone si le parezco impertinente, señora, pero nunca he oído mencionar a sus hermanas como pintoras.

—No se preocupe —repuso ella, restándole importancia.

—¿Sus hermanas han hecho carrera, como usted? —preguntó él, para mayor aclaración.

—Desde luego. Aunque, modestamente, debo reconocer que quizá yo tuve más suerte que ellas. Todas, a su manera, estaban dotadas de verdadero talento.

Antón reflexionó sobre esto. «Seis hermanas pintoras, en pleno Renacimiento, de las cuales sólo una adquirió celebridad… ¡Muy interesante!» Ninguno de sus conocidos había mencionado nunca a las hermanas. Sin embargo, era un hecho insólito. Tal vez se debía a que sólo una había alcanzado fama internacional. Probablemente ella, Sofonisba, con su aureola de gran retratista, había ensombrecido involuntariamente el talento de las otras.

—¿Y por qué eligieron precisamente la pintura? —preguntó al cabo—. ¿Se sentían atraídas?

—No particularmente. No fue una elección deliberada. Intervino la casualidad. Nosotras recibíamos enseñanza diversa: literatura, música y poesía, además de dibujo. En aquella época, en la ciudad de Cremona vivía un pintor de cierto renombre, Bernardino Campi. Mi padre lo conocía bien y le preguntó si podíamos, mi hermana Elena y yo, seguir cursos de dibujo en su taller. El maestro aceptó. Naturalmente, no íbamos al taller principal, porque era frecuentado por aprendices de diversa índole, lo cual habría sido inconveniente a ojos de la sociedad. Se nos asignó un pequeño taller aparte. Luego Elena eligió otro camino, aunque siempre siguió pintando.

—¿Otro camino?

—El camino del Señor.

—¿Quiere decir que se hizo monja?

—Sí, aunque después de entrar en el convento siguió pintando. Arte sacro, claro. Quizá por este motivo no alcanzó mi misma… digamos… notoriedad. Éramos las dos mayores. Por eso estudiamos juntas.

—Es muy curioso —dijo Antón, como pensando en voz alta— que seis hermanas se hayan convertido todas en pintoras. Me cuesta concebirlo.

—Sí, puede parecer curioso, pero a nosotras nos resultaba muy natural. Fuimos educadas así. Nuestro padre no quería discriminar a la una o a la otra; para él, éramos todas iguales. Era normal que cada una tuviese las mismas oportunidades.

—Pero usted es la que ha destacado. Se ha hecho famosa. Habrá un motivo, supongo.

Sofonisba esbozó una media sonrisa. Parecía embarazada.

—Digamos que he tenido más suerte que mis hermanas —admitió finalmente—. Poseía cierta predisposición natural para el dibujo, pero eso no significa que tuviera más talento que ellas. Me gustaba mucho dibujar, y aproveché las clases que me impartían.

—Pero entre tener cierta predisposición por el dibujo y hacer una gran carrera pictórica hay un buen trecho —insistió Antón.

Sofonisba dejó escapar otra de sus medias sonrisas.

—No sé si se puede decir que he hecho una gran carrera. Yo no lo veo de ese modo. Diría que la suerte me ha acompañado.

Antón van Dyck entendió, por el modo en que pronunciaba esas palabras, que no era por instinto de protección ni por disciplina familiar que defendía el arte de sus hermanas. Era simplemente por verdadera y genuina modestia. Ella era así y punto.

—Usted es demasiado humilde, señora. Su fama es notable. No se alcanza semejante fama si no se posee un gran talento.

—No diga tonterías —zanjó Sofonisba.

Antón comprendió que esa conversación la disgustaba. Luego ella continuó con tono más suave, como arrepentida de haberse mostrado un poco brusca.

—He tenido suerte. Mi manera de pintar gustaba, eso es todo. La posibilidad de tratar a los grandes de este mundo, y de caerles en gracia, fue desde luego un factor importante para mi carrera. El destino me sonrió, ofreciéndome una gran oportunidad, pero no creo que haya sido sólo por mi «talento». —Su tono era irónico. Cambió súbitamente de tema, como si tanto hablar de su talento la incomodara, preguntó—: ¿Está seguro de que no se aburre?

—En absoluto —repuso al punto Antón, dolido—. Se lo puedo asegurar. Para mí es un gran honor compartir este momento con usted.

—Usted es muy joven, señor Van Dyck, pero veo que ya ha aprendido las maneras y las cortesías de los viejos caballeros —comentó la anciana.

Antón rió de buena gana. Tenía una risa simpática.

A Sofonisba aquel joven de aspecto serio y estudioso, con aquella hermosa cabellera que le caía sobre los hombros y aquella media sonrisa eternamente dibujada en la comisura de los labios, le resultaba muy agradable. Era afectuoso y discreto, y su manera afable de decir las cosas lo hacía inmediatamente simpático.

Desde el primer momento había demostrado que sabía tratar a las personas ancianas, y eso la hacía sentirse a gusto. Antes del encuentro, había temido tener que enfrentarse a un joven desconocido que la sometería a un interrogatorio frío y distante, como ya le había sucedido en el pasado. No lo habría soportado.

Mientras hablaban, el joven tomaba apuntes en un cuaderno blanco, donde anotaba detalles de su conversación para recordarlos más tarde: «Seis hermanas, todas pintoras, Amilcare, Asdrubale, Annibale.» Casi sin darse cuenta, de nuevo por deformación profesional, había empezado a esbozar un retrato de su anfitriona tal como estaba en aquel momento, sentada en su sillón. Siempre lo hacía cuando se encontraba frente a alguien interesante o un paisaje atractivo. Era más una manera de reavivar el recuerdo que de esbozar un cuadro posterior. En su dibujo puso particular énfasis en el rostro y las manos, que tanto lo fascinaban.

—Prosiga, señora —dijo tras una breve pausa, sin dejar de dibujar—. A menos que esté demasiado cansada. ¿Quiere que hagamos un alto?

—No, no, aún no. Cuando esté cansada, se lo diré. ¿Dónde habíamos quedado?

—Decía que usted y su hermana Elena habían sido admitidas en el taller del maestro Campi.

—Ah, sí.

—Perdone, ¿recuerda qué época era, más o menos?

—Veamos… Ha pasado mucho tiempo. —Pareció sumirse en los recuerdos, cuando de repente preguntó—: ¿Sabe cuántos años tengo?

Si Antón hubiera sabido sonreír por dentro sin traslucir la más leve emoción y sin que un pequeño estiramiento marcara las comisuras de sus labios, lo habría hecho. En cambio, esbozó una sonrisa de suficiencia. Lo sabía.

Sabía que ocurriría. Conocía suficientemente bien la mentalidad de los ancianos para saber que en un momento dado la conversación siempre tocaba la cuestión de la edad. Trató de esconder su modesta satisfacción, y asumió una actitud seria. Fingió estudiar el rostro de Sofonisba como si lo viera por primera vez. ¿Cómo reaccionaría si se aventuraba a darle una edad aproximada? Decidió no arriesgarse en los complejos meandros de la psicología femenina y optó por una respuesta diplomática, la que marcaba la buena educación:

—No sabría decirle, señora.

—Oh, qué galante —exclamó Sofonisba sonriendo—. Pues bien, acabo de cumplir los noventa y seis.

¿Era verdad o se había quitado un par de años para no parecer demasiado cercana al siglo? Él había oído decir que tenía uno o dos años más. En todo caso no importaba.

Ella lo miró como si esperara una reacción de sorpresa. De nuevo, Antón supo reaccionar con tacto.

—Una edad muy venerable, señora —declaró con respeto—. Son muy pocos los que pueden jactarse de una vida tan fecunda.

—Por desgracia, por desgracia. No crea que es un mérito. Vea mis achaques. Por no mencionar a todas las personas que he conocido y que ya no están. No es agradable vivir tanto y ver morir a todos los parientes y amigos. Es muy duro quedarse sola, aunque he sido agraciada con la gran suerte de tener un marido que me adora.

—No lo dudo —dijo Antón, y no supo qué más añadir.

—Mire, jovencito —prosiguió ella, lanzada sobre los infortunios de la vejez—, siempre he sido una persona positiva. Cuando me levanto por la mañana, en vez de considerar las partes de mi cuerpo que no funcionan, agradezco a Dios por las partes que todavía funcionan. Cada día es un regalo para mí y lo tengo muy presente en mi mente.

—Si no fuera así, nunca habría tenido el honor de conocerla, señora —dijo Antón, galantemente. Y trató de reconducir la conversación a su terreno—: Me decía, pues, que ya de muy joven empezó a asistir al taller del maestro Campi.

—Sí, sí, muy joven —respondió Sofonisba, luego de pensarlo un instante—. A los ocho o diez años.

—Eran niñas —se le escapó a Antón.

—Sí, lo éramos. Pero las artes como la música y el dibujo deben aprenderse de muy joven. Más tarde, cuando se es mayor, cuesta asimilar cosas nuevas.

—Así es. También yo empecé muy joven —admitió Antón—. ¿Decía, pues…?

—Mi padre, que era un notable de nuestra ciudad, Cremona, donde todos se conocían porque en realidad es una ciudadela muy pequeña, había tenido contactos con el maestro Campi. Le pidió el favor de que mi hermana y yo pudiéramos tomar clases de dibujo con él, y él aceptó. Pero, en realidad, estuvimos poco tiempo con el maestro Campi, porque fue llamado para un trabajo en Milán y se marchó para siempre de nuestra ciudad. Lo sustituyó Bernardino Gatti. Un pintor de Pavía, activo entre Cremona y Piacenza. Con él aprendí mucho. Entretanto mi padre, al darse cuenta de que mi hermana y yo poseíamos ciertas dotes para el dibujo, y muy orgulloso de ello, empezó a escribir a todos los poderosos de Italia para ensalzar los méritos de sus hijas. A veces acompañaba sus cartas con algunos dibujos. Quería dar a conocer nuestras cualidades, aunque, a decir verdad, sólo estábamos dando los primeros pasos. Pero fue gracias a su vena epistolar que los Gonzaga de Mantua nos invitaron a su ciudad. Tenían curiosidad, tras tanto oír hablar de nosotras, y querían conocernos, ver con sus propios ojos si aquella fama incipiente se correspondía con la realidad. Pidieron ver nuestras primeras obras. Para nosotros fue una verdadera suerte, porque se quedaron ciertamente conmovidos, o por lo menos eso me pareció, por cuanto puedo recordar. Fuera como fuese, gracias a su interés se nos permitió asistir al taller del gran maestro Giulio Romano, el heredero de Rafael, que vivía precisamente en Mantua. Fue uno de los episodios más importantes de mi vida, porque allí fue donde más perfeccioné mi arte. Con Giulio Romano aprendí muchísimo. Es a él a quien debo gran parte de mi carrera.

La anciana se concedió una pequeña pausa.

—Más tarde —prosiguió al cabo—, siempre gracias a la continua propaganda de mi padre, también los Farnese de Parma pidieron conocerme. Allí trabajé junto a Giulio Clovio, que vivía en aquella espléndida ciudad. El me inició en el arte de la miniatura. Una nueva técnica que no conocía. Fue una experiencia increíble.

—Por entonces habría comenzado a ganar un buen dinero —observó Antón—, pues supongo que esos príncipes compraron sus primeras obras.

Sofonisba dejó escapar una risita nerviosa.

—No, no, señor Van Dyck. Se equivoca por completo. Debe saber que mis hermanas y yo nunca vendimos una sola obra. Para nosotras, era un honor ser elegidas por aquellos grandes señores. No vendíamos nuestras obras: ¡las regalábamos!

Antón no pudo evitar palidecer.

—¿Nunca vendió un solo cuadro? ¿Nunca? ¿Sólo en sus inicios o tampoco después?

—Nunca —confirmó ella.

—Pero, perdone la impertinencia de la pregunta, ¿cómo podían vivir si regalaban todos los cuadros?

Sofonisba compuso una expresión extraña, entre satisfecha y condescendiente. Sabía que había sorprendido a su joven huésped.

—Mire, jovencito, los tiempos eran distintos, y nosotras éramos damas. Vender nuestros cuadros no habría sido correcto. Una dama no puede vender su arte. Eso es cosa de mercaderes. Era imprescindible mantener la categoría y el decoro. Sin embargo, éramos ampliamente recompensadas por los riquísimos obsequios con que nos honraban príncipes y soberanos.

—Increíble —dijo Antón, perplejo—. Así pues, su gran fama se cimentó regalando cuadros…

—Me doy cuenta de que puede sorprenderle, pero ése era el único modo de practicar el arte de la pintura para una mujer de mi condición. De otro modo no habría sido… cómo decirlo… —pareció buscar la palabra en su memoria— adecuado. Habría sido indigno de una persona de mi posición. Le diré más: estoy feliz de que las cosas hayan sido así. Me sentía más libre y la gente hablaba de mí. La voz corría de corte en corte. El propio Vasari quiso conocerme e incluso se tomó la molestia de venir en persona hasta Cremona para verme pintar. No fue el único. También nuestro grandísimo maestro universal, Miguel Ángel Buonarroti, me escribió halagadoras cartas de aliento después de haber visto algunos de mis dibujos.

—Fueron ellos, pues, quienes hicieron correr la voz sobre su talento de corte en corte, ¡hasta el punto de que la llamaron de la corte de España para ser nombrada pintora de la corte! —comentó Antón, mientras cambiaba de hoja para dibujar un detalle de la mano de su modelo.

—No exactamente —corrigió ella—. Las cosas no fueron así, aunque bien es cierto que el hecho de que esos grandes maestros hablaran de mí me ayudó notablemente, puesto que empezaron a llegarme encargos de cuadros desde diversas partes. Pero no corra tanto. ¿O tiene prisa por marcharse?

—No lo diga ni en broma, señora. Dispongo de todo el tiempo del mundo.

Sofonisba se concedió un instante de reflexión.

—Ante todo, debo precisar que nunca fui nombrada pintora de la corte española, aunque viví en ella quince años. Las cosas fueron de otro modo. En realidad, fui elegida por su majestad Felipe II, por indicación del duque de Alba, como dama de la corte. Debía cumplir esas funciones para la nueva reina de España, Isabel de Valois, joven esposa del rey, que estaba a punto de llegar de París. Me permito recordarle que la posición de dama de la corte es de mayor categoría que la de pintora de la corte. Además, no existía ningún título de «pintora de la corte», puesto que estaba exclusivamente reservado a los hombres.

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