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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (21 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—El Santo Padre no quiere otro retrato de la reina. Ése ya lo he hecho. La solicitud es más personal: le gustaría recibir un autorretrato mío.

Con toda la indolencia de que era capaz, posó lentamente la mirada en la cara pasmada de Sánchez Coello, observando sus ojos, a la espera de una reacción. Quería averiguar si había dado en el blanco.

De hecho, el arrogante pintor de la corte se había quedado mudo. Alelado, el pobre estaba conmocionado. Pensaba que la había impresionado con su arrogancia y, en cambio, había sido ella quien lo había dejado de una pieza.

—Interesante —logró balbucear al fin, forzando una media sonrisa—. Debe de estar orgullosa por semejante honor…

—Ya —respondió ella, sin darle importancia—. ¿Quién no lo estaría?

Sofonisba comprendió que había llegado el momento de retirarse. Su primer encuentro se había resuelto con un resultado ecuánime. Si Sánchez Coello había ganado la primera «batalla» forzándola a acudir a su estudio gracias a la imprevista complicidad del rey, ella había empatado con su revelación. En efecto, el pintor se había quedado estupefacto del pedido del Sumo Pontífice. Eso significaba que su notoriedad debía de ser suficientemente alta como para que el mismo Papa sintiera curiosidad por conocerla, aunque sólo fuera a través de una pintura. Probablemente, si ella hubiera estado en Italia la habría recibido en audiencia.

Se saludaron, con una cordialidad no desprovista de cierta frialdad. Sofonisba salió del estudio con paso de reina, bajo la mirada atónita de los ayudantes. Por la puerta abierta, habían asistido a toda la conversación, sin perderse palabra. Creían que el maestro se vengaría de la «diletante», poniéndola en su sitio, y en cambio había sido ella quien lo había sorprendido con un golpe de efecto. Pasó delante de ellos, gratificándolos con una amable sonrisa y, sin más, abandonó el estudio.

Volvió a los aposentos de la soberana. Isabel la esperaba, curiosa por saber cómo había ido el encuentro. Sofonisba no tenía la intención de contárselo todo. Quería responder con pocas y mesuradas palabras. Confiaba en la reina, pero temía que por un error de juventud dejara escapar alguna palabra de más en una conversación con su marido, y Sofonisba no quería nuevas tensiones. En suma, el encuentro había ido bien y era la impresión que quería transmitir. Ya corrían bastantes rumores sobre la rivalidad con el pintor, sin que ella necesitara alimentarlos con sus comentarios.

De regreso, todos sus pensamientos se habían centrado en el encuentro. Aquel hombre no le gustaba. De su comportamiento intuía que le costaba esconder la suficiencia que sentía hacia una mujer que pretendía imitarlo con su extravagante interés por la pintura. Aunque nunca hubiera visto uno de sus cuadros, Sánchez Coello estaba convencido de que el arte de una mujer no podía compararse con el suyo. ¿Acaso no era el pintor oficial de la corte?

En cuanto Sofonisba se hubo marchado, se encerró en su estudio, furioso. No quería hablar con nadie y respondió con malos modos a un ayudante que se acercó para hacerle una pregunta. Necesitaba estar solo para reflexionar.

Era, pues, verdad lo que se decía. El Papa le había solicitado un cuadro suyo. Era un rumor que había oído circular, y ella acababa de confirmarlo. Qué rabia. ¿Cómo era posible que una mujer llegara tan lejos? Aunque no conocía su obra, nunca le habría dado la satisfacción de pedirle que le enseñara algún cuadro. Estaba seguro de que, por bien que pintara, nunca podría alcanzar su nivel. Siempre sería una diletante. Pero se le atragantaba que el Papa le hubiese pedido un autorretrato.

Supuso que Sofonisba tenía amigos importantes que la ayudaban y le hacían propaganda. De otro modo ¿cómo habría podido llegar a la corte con una aureola de gran pintora y una fama que le conseguía pedidos de soberanos y príncipes, y ahora del mismo Santo Padre? Era inaudito.

Sabía de su amistad con Vasari. Un conocido suyo, sabiendo lo susceptible que era, para mosquearlo le había contado de la fama de la Anguissola en Italia y de sus amistades en las altas esferas. Por ese motivo, pensó que había sido el mismo Vasari quien habría intercedido ante el Papa para que le solicitara un cuadro.

A pesar de todo, había algo que no entendía. Por buena que fuese, y lo dudaba, y por bien relacionada que estuviera, y lo creía, era una mujer. Nunca se había visto que una mujer fuera tan solicitada por sus trabajos. A él le había costado muchos años labrarse un porvenir antes de acceder a ese cargo. Aunque era el pintor oficial de la corte, aparte de los encargos del rey, no le llegaban solicitudes de ninguna corte extranjera. Menos aún del Papa. Al afirmar que el retrato de Felipe II que estaba pintando era para satisfacer una solicitud del Sumo Pontífice, había mentido. En realidad era un encargo del mismo Felipe, que tenía intención de regalárselo al Papa.

¿Y si esa italiana era una espía, enviada a la corte española para obtener información? Eso justificaría tan alta protección, además de explicar muchas cosas. Desde su posición privilegiada estaba en condiciones de conseguir informaciones de primera mano para transmitirlas a sus jefes.

La haría vigilar. Si lograba demostrar que la italiana se reunía con gente sospechosa, su futuro en la corte sería breve. La encarcelarían y él ya no tendría que compartir con ella el favor real.

Sánchez Coello se quedó satisfecho con sus deducciones. Quizá finalmente había encontrado el modo de librarse de ella.

Complacido consigo mismo, volvió a su trabajo.

Capítulo 20

Lo que Sofonisba había dicho a Sánchez Coello no era una fanfarronada. Era cierto que el papa Pío IV le había hecho llegar, a través del arzobispo de Milán, al que ella había conocido durante una breve estancia en esa ciudad, antes de la partida para España, una carta personal en la que, además de enviarle su bendición, le hacía aquella insólita solicitud. Dando un rodeo para que no pareciera una exigencia, sino la expresión de un humilde deseo, Pío IV afirmaba que se sentiría muy satisfecho de recibir una pintura suya. Pero lo más sorprendente era que quisiera un autorretrato. El Santo Padre motivaba su insólito pedido como una oportunidad de conocerla, después de haber oído hablar de ella de manera muy halagadora. Precisaba, además, que esperaba recibirla personalmente cuando, libre de compromisos, regresara a Italia.

Era una invitación en toda regla.

Sofonisba se sintió muy orgullosa de ser honrada de aquella manera. El Santo Padre no sólo le pedía un retrato suyo, sino que quería conocerla personalmente. Pocos días después, había recibido otra carta, esta vez de su amigo Giorgio Vasari, comentándole que, encontrándose en el Vaticano el día que llegó un retrato del duque de Mantua pintado por ella, Pío IV había quedado favorablemente impresionado por la perfección con que se habían representado los rasgos del duque. Tras pedir información sobre el artista, se maravilló al descubrir que era una mujer. Quiso saber más, y Vasari le contó cuanto sabía de ella. Pío IV estaba conmovido y quería conocerla a toda costa.

Para Sofonisba, el interés del Santo Padre por su persona era motivo de gran orgullo. Se puso a trabajar de inmediato en la pintura que regalaría al Papa.

Siguiendo su método de trabajo, primero había reflexionado largamente sobre el tema que debía adornar su autorretrato, eligiendo con minucioso cuidado todos los detalles, como su peinado, el vestido y el entorno que recrearía como fondo. Vista la importancia del destinatario, era esencial que todo fuera estudiado hasta en lo más mínimo, y que el resultado final gustara al Papa. Dada la alta autoridad moral del destinatario del cuadro, el fondo no podía ser frívolo o sujeto a mala interpretación. Debía realizar una obra a la altura de las circunstancias.

Empezó a pintar a escondidas, de noche. Temía que si el rey o la reina eran informados sobre el uso que hacía de su tiempo libre pudieran ofenderse pensando que se dedicaba con más ahínco a un autorretrato que a la obra que le habían encargado recientemente. Era un escrúpulo inmotivado, ya que ni Isabel ni Felipe tenían semejante preocupación. Al contrario, encantado con la primera pintura de Sofonisba, Felipe II le había encargado una serie de retratos, entre otros uno de su hijo don Carlos y de su sobrino Sebastián de Portugal. Ella sabía perfectamente que el hecho de que pintaba de noche era un secreto a voces y que antes o después se sabría, pero por el momento prefería que no fuera de dominio público. De ese modo evitaba la presión de su entorno, proclive a preguntar cómo avanzaban sus trabajos.

Era un empeño que la obligaba a un doble esfuerzo, a trabajar mucho y dormir poco, pero prefería sacrificarse antes que incurrir en una eventual reprimenda. No era una persona que robara tiempo a sus obligaciones para asuntos personales.

En cambio, robaba horas a su merecido y necesario reposo, trabajando incansablemente en su autorretrato. A menudo se le hacía muy tarde perfeccionando un detalle que la angustiaba.

Prefería pintar con la luz del día, pero casi nunca le era posible. Si regresaba cansada, después de una jornada de trabajo larga, aunque su único deseo era acostarse y olvidarse de todo, hacía un último esfuerzo para mejorar un detalle del autorretrato. Indefectiblemente, la sesión se prolongaba durante buena parte de la noche. Cuando empezaba a pintar, se olvidaba del cansancio y perdía la noción del tiempo. Más de una vez se había despertado en plena noche con todas las velas encendidas, con el mismo vestido que había llevado todo el día y el pincel en la mano. Entonces se arrastraba hasta la cama, se echaba sin desnudarse y caía en un sueño profundo.

Las noches en que regresaba demasiado tarde como para pensar en hacer algo, se acostaba rápidamente con la intención de levantarse con las primeras luces del alba, para dedicar al menos un par de horas al cuadro. La luz del alba era su preferida para pintar.

Para resolver la cuestión del tema del «cuadro del Papa», como lo llamaba secretamente, después de haber meditado mucho, decidió representarse como lo que era: una pintora. Era una pose osada para una dama de su rango, pero quería reafirmar su opción artística. Su figura, de medio busto, ocuparía el centro de la tela, ligeramente desplazada a la derecha, y la mostraría pintando un tema religioso, detalle que seguramente complacería a su ilustre destinatario. Para este «cuadro en el cuadro» había elegido una Virgen con Niño, por considerarlo lo más apropiado.

Un día de mayo, antes de empezar las sesiones nocturnas, había dibujado el tema con lápiz negro. La reina le había concedido un inesperado día de asueto al tener que cumplir con obligaciones personales que la eximían de su presencia. Con unas horas por delante, disponía de tiempo suficiente para esbozar el proyecto que tenía en mente, poniendo punto final a su ansiedad. Era importante encontrar desde el principio las proporciones adecuadas, una labor de precisión que requería tiempo.

Hacia mediodía, estaba satisfecha del resultado. Había obtenido lo que deseaba, transmitiendo a la tela aquello que bullía en su mente.

Dado que el cuadro estaba apenas esbozado, consideró innecesario esconderlo. En aquella fase del trabajo no importaba si alguien lo veía. La única que tenía acceso a la habitación era su criada personal, María Sciacca, y no importaba que viese el trabajo de su señora. Total, no habría entendido nada.

María Sciacca era una persona de confianza. La había traído consigo desde Italia. No había nada que temer.

Capítulo 21

—No hay edad para creer en la propia estrella —se le escapó a Sofonisba.

—¿Cómo? —preguntó Antón, desconcertado. Cada tanto Sofonisba lo maravillaba con frases fuera de contexto. Probablemente su mente viajaba sin pausa y exteriorizaba el pensamiento del momento.

—Siempre he creído en mi buena estrella —prosiguió ella—. Ha golpeado varias veces a mi puerta, ofreciéndome la oportunidad de conocer a gente importante, pero nunca fue tan clara como el día que me propusieron ir a España.

—¿Usted quería huir de algo?

—No siempre se parte para huir. A veces es para buscar algo. ¿Usted qué busca?

La pregunta sorprendió a Antón. Era una pregunta pertinente. Se ruborizó ligeramente. Era verdad, ¿qué buscaba realmente? ¿La suya era sólo curiosidad? Sonrió sin responder, buscando en la mirada de ella la confirmación de que la ceguera no le permitía percibir su momentáneo apuro. La vista deteriorada de la anciana a veces se transformaba en una fugaz aliada, y eso lo tranquilizó. No le gustaba la idea de ser pillado ruborizándose ante una pregunta tan sencilla.

—Las cosas no siempre son lo que parecen —añadió ella—. Debe saber verlas con los ojos de los demás. Para entender mi esencia, debe ser capaz de verla con mis ojos.

—Es verdad —admitió él—. En síntesis, ¿ha sido feliz? —preguntó bruscamente, aprovechando su amago de franqueza.

—No me quejo. Si me hubiera quedado en Italia, es poco probable que hubiera tenido tantas ventajas y conseguido una posición económica desahogada.

—¿Quiere decir que le pagaban bien como dama de honor? Porque si no le pagaban sus cuadros…

—Ciertamente. Pero no era sólo por eso, porque por mucho sueldo que una pueda recibir nunca será suficiente para vivir toda la vida. Mi fortuna fue ser nombrada en el testamento de la reina. Isabel, en agradecimiento por mis servicios, me dejó tres mil ducados y una pensión vitalicia de doscientos ducados que se me pagaría del arancel del vino de Cremona. Era una pequeña fortuna para la época.

—¿Volvió a Italia después de la muerte de la reina?

—No, aunque eso era lo normal, pero el destino cambió las cartas. Isabel había tenido dos hijas de su matrimonio con Felipe II. Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. La primera, Isabel Clara Eugenia, nació del segundo embarazo de la reina. Dos años antes, en 1564, tuvo un aborto a los cuatro meses de gestación. Eran dos gemelos. La reina estuvo muy mal. Se temía por su vida, y los médicos incluso perdieron la esperanza de salvarla. Por suerte, un médico italiano la purgó y logró sobrevivir. Después de ese primer contratiempo, la Corona necesitaba herederos. Se intentó por todos los medios que quedara nuevamente encinta, a pesar de su frágil salud. Hasta se trajeron de Saint-Denis, en Francia, los restos de san Eugenio Mártir, primer obispo de París, que fueron depositados en Toledo. Se aseguraba que curaba la infertilidad de las mujeres. Isabel rezó mucho al santo, y sus plegarias fueron finalmente atendidas, porque en diciembre de 1565 se anunció que estaba de nuevo en estado de buena esperanza. Isabel estaba al borde de la desesperación, puesto que su marido se había echado una amante, una tal Eufrasia de Guzmán, dama de honor de la princesa Juana, lo cual recordaba tristemente a Isabel los amores de su padre, Enrique II, con Diana de Poitiers. Pero Felipe II tuvo sentido común y abandonó pronto esa relación. Nació, pues, Isabel Clara Eugenia. Fue bautizada como Isabel en honor de la madre, Clara porque nació el día de esa santa, y Eugenia en honor del santo que había cumplido con las esperanzas y atendido sus plegarias. Recuerdo que después del parto la reina comentó: «Gracias a Dios, parir no es tan difícil como me temía.» La pobre no imaginaba que sería precisamente un parto lo que la mataría.

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