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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (71 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Aunque la visibilidad comenzó a mejorar, resultaba difícil orientarse. Aun así, Sejemjet estaba seguro de la ruta que seguía; sin embargo, las fuerzas comenzaran a fallarle. Hacía más de un día que no tenía agua, y los últimos dátiles tiempo ha que se habían terminado. Él escuchaba la pesada respiración de Iu, que estaba a punto de deshidratarse; no aguantaría mucho más.

No obstante, él apretó los dientes y se abrió paso por entre los velos rojizos cada vez más difusos, convencido de que Set no podía abandonarlos en aquel trance. Entonces, entre las diminutas partículas de arena, le pareció vislumbrar un árbol. Al principio pensó que se trataba de otro espejismo, una última broma del desierto con la que acabar con su ánimo para que se rindiera, pero al acercarse vio que era tan real como su propia necesidad. «Es una palmera
dum»,
se dijo alborozado. Set había dispuesto socorrerlo en aquella hora guiando sus pasos hacia el último recurso del sediento. Sejemjet se apresuró hasta llegar a la palmera y enseguida cogió sus frutos. Éstos, de un color ocre, eran alargados y de textura rugosa, y al abrirlos mostraban una pulpa esponjosa y dulce que era como un elixir para el necesitado. El guerrero los devoró con fruición y luego extrajo sus semillas, que al romperse contenían un líquido lechoso que aplacaba la sed. Más recuperado, dio a beber aquella especie de leche a Iu, que se reanimó al instante. Las palmeras
dum
crecían caprichosamente en el desierto, y en muchas ocasiones había algún estanque próximo. Un poco más allá a Sejemjet le pareció vislumbrar más palmeras, y al ponerse en camino hacia ellas se toparon con un pequeño pozo cercano a uno de los árboles. Su agua estaba enrojecida por la cólera de los elementos, pero no importaba, el agua era la vida, y ellos habían vuelto a nacer

* * *

Sejemjet parpadeó de nuevo al regresar de sus pensamientos. Las débiles llamas del fuego lo habían obnubilado hasta abstraerle con los recuerdos de toda una vida. El suave crepitar lo había hipnotizado y él se había dejado mecer por sus remembranzas. Su vida había resultado una aventura colosal por la que había transitado sin saber quién era realmente, ni de dónde venía. Su final parecía estar más o menos claro, dadas las circunstancias, aunque tampoco se hiciera grandes ilusiones. Quizás antes de que Osiris lo llamara ante su Tribunal, él comprendiese cuál había sido el significado de su existencia, aunque en su fuero interno albergara serias dudas al respecto.

Después de la tormenta de arena, los
medjays
habían desaparecido como por ensalmo, y ambos amigos se habían podido refugiar al socaire de un lecho rocoso para reponer fuerzas. Sin embargo, alguien los seguía. Sejemjet lo intuyó una tarde cuando vio a Iu olfatear el aire con insistencia, y luego le pareció ver una figura que surgía del horizonte durante el atardecer. «Quizá fuera un cazador de hombres», pensó mientras encendía el fuego. Él había conocido a algunos, y sabía que eran individuos capaces de sobrevivir en las condiciones más extremas. Leían los rastros con la facilidad de una hiena en busca de su carroña, y solían ser muy tenaces. No abandonaban hasta cobrar la pieza. Probablemente el director del ejército del oasis lo había enviado en su busca, y él lo esperaría. No seguiría marchando con el enemigo a su espalda, y menos ahora que se encontraba tan cerca de su destino. En un par de días alcanzaría las pistas utilizadas por las caravanas y abandonaría Egipto en una de ellas.

Removió con cuidado las brasas. Aquella noche habían cenado lagarto, e Iu parecía muy satisfecho de cómo había terminado su aventura. Roncaba suavemente, aunque de vez en cuando abriera uno de sus ojos para observar cómo iban las cosas. Entonces se escuchó un ruido, como el que produce un pie al pisar mal sobre los guijarros, y el animal se irguió al instante levantando sus orejas.

Sejemjet se levantó con cuidado y se deslizó por la parte de atrás de las rocas. Al poco vio una pequeña figura que avanzaba hacia el fuego, encogida como si fuera un felino. El que fuese portaestandarte se aproximó por su espalda, y rápido como un leopardo lo derribó inmovilizándolo con su corpachón. El intruso comenzó a dar alaridos como si fuera un cochinillo en día de matanza, y Sejemjet sacó la espada presto, para rematarlo allí mismo.

—¡Hijo de Montu, hijo de Montu, apiádate de mí! ¿Acaso no me reconoces? Acuérdate de Retenu y de los tiempos pasados en Kumidi. —Sejemjet aflojó un poco su presa, y luego trató de identificar al extraño—. ¿Es que no te acuerdas de mí, oh, elegido de los dioses de la guerra? —le suplicó su víctima.

Sejemjet no daba crédito a lo que escuchaba.

—Es imposible —musitó—. ¿Eres Senu?

—Tu servidor más desinteresado, semidiós entre los hombres.

—¡Senu! —exclamó Sejemjet alborozado, a la vez que lo ayudaba a levantarse. Luego se fundió en un abrazo con el hombrecillo, que parecía gimotear.

—No pensé que los dioses me otorgaran la gracia de volver a verte —dijo éste sonándose los mocos entre lloriqueos.

—¡Cuánta alegría! —volvió a exclamar Sejemjet mientras se aproximaban a la lumbre—. Ven, te presentaré a Iu
,
mi única compañía.

El perro observaba muy atento todos los movimientos del extraño, pero enseguida vio que se trataba de algún amigo de su amo, y fue hacia él moviendo el rabo para olisquearlo.

—Buenos amigos te has echado —dijo Senu mientras acariciaba al animal—. Debéis mantener magníficas conversaciones.

Sejemjet lanzó una carcajada e invitó a sentarse a su viejo amigo.

—Déjame que te mire, enano del demonio —señaló divertido—. Veo que te conservas muy bien. Sigues sin dientes y con el poco pelo de siempre, por lo demás estás un poco más arrugado.

—Qué quieres, son ya casi cincuenta años. Una barbaridad, si se tiene en cuenta la vida que he llevado.

Sejemjet le acarició la cabecita, como solía hacer antaño, y lo invitó a comer lagarto. Senu negó con la cabeza.

—Yo te he traído algo que te gustará —dijo metiendo una mano en su zurrón—. Toma, frutos de sicómoro.

Al guerrero se le iluminó la mirada, pues le gustaban mucho.

—Vaya, esto es acordarse de los amigos. Aunque me temo que no sea casualidad el que te hayamos encontrado. Llevas varios días detrás de nosotros y se te oye desde la lejana Asuán. Como perseguidor eres un desastre.

—Los años. Como te dije ya, casi llego a cincuenta, aunque en confianza nunca pensé que fuera a durar tanto.

—No me digas que de repente te acordaste de mí y decidiste salir al mundo en mi busca.

—No te rías, héroe inmortal, pues bien sabe Montu lo que me ha costado dar contigo, aunque a la postre el dios tebano haya terminado por atender mis ruegos. —Sejemjet lo miraba sonriente—. Cuando me enteré de que un demonio cubierto de cicatrices había cortado el brazo de un
medjay
y la oreja de su compañero, supe que se trataba de ti. Luego llegaron noticias de que te habías ocultado en los acantilados del este, y que muchas patrullas te buscaban, pero yo sabía que no te atraparían, ji, ji. Por cierto, parece que por ti no han pasado los años. —Su viejo amigo le dio unas palmaditas—. Claro, se me había olvidado que estás emparentado con los dioses —quiso aclarar.

—Supuse que podía encontrarte en Kharga, pero había demasiadas patrullas para arriesgarme e ir a visitarte. Donde sí lo hice fue en Madu. Desapareciste de allí como un ánima condenada perseguida por Ammit.

—Aquello no era para mí, noble guerrero. Ya me conoces, necesito el contacto directo con la gente de la ciudad, donde puedo desarrollar convenientemente mis virtudes.

—Ya comprendo —apuntó su amigo volviendo a palmearle la espalda.

Sejemjet estaba eufórico ante la presencia de su viejo compañero de fatigas.

—¡Escucha! —exclamó Senu abriendo mucho los ojos, como acostumbraba a hacer cuando iba a contar algo que consideraba interesante—. Como te decía, los dioses han querido que te encuentre antes de que fuera demasiado tarde y aconteciera una desgracia.

—No se me ocurre mayor desgracia que la que me ha perseguido durante todos estos años.

—Por eso tenía que encontrarte. Tu suerte ha cambiado; debe ser cosa de Set al que tanto veneras. —Sejemjet arqueó una de sus cejas, receloso—. No pongas esa cara, ¿acaso no te has enterado?

—Enterado de qué.

—Claro, cómo ibas a saberlo si vives en el desierto y sólo conversas con los animales —señaló Senu—. El halcón ha volado.

—¿Te refieres al dios?

—¿A quién si no? Tutmosis murió hace casi dos meses. A estas horas ya habrá rendido cuentas en la Sala de las Dos Verdades, y estará dándose la gran vida junto a los dioses. —Sejemjet no pudo ocultar su sorpresa—. No me mires así, defensor de las causas perdidas. Los faraones también se mueren, como nosotros, aunque sus funerales sean mucho mejores, y sus tumbas también.

—¿Entonces...? —balbuceó el guerrero—. Ahora Amenhotep es el nuevo dios.

—Se hace llamar Ajeprure. Es el nombre con el que se ha entronizado.

Sejemjet desvió su mirada hacia el fuego.

—Un nuevo dios en Kemet. Traerá nuevas guerras —apuntó lacónico.

—De eso no te quepa ninguna duda. Este faraón es una verdadera fuerza de la naturaleza. Cuentan de él historias inauditas. —Sejemjet hizo una mueca burlona—. No te mofes. El nuevo dios anda haciendo continuos alardes de su fuerza y su pericia con las armas. Aseguran que no tiene rival en el manejo de los caballos, y posee un arco que sólo él puede tensar. —Su amigo asintió sin cambiar de expresión—. Pero lo mejor de todo es que parece tenerte en gran estima. Conoce tus antiguas hazañas y quiere verte.

Sejemjet lo miró con incredulidad y Senu empezó a reír en tanto se daba palmadas en las piernecillas.

—Ya te dije que era cosa de Set. El dios ha dictado una orden de amnistía a tu favor. Ya nadie te perseguirá.

El antiguo portaestandarte hizo un gesto de incredulidad.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Mini me lo dijo.

—¿Mini? —inquirió Sejemjet sin dar crédito a cuanto estaba escuchando.

—Es el nuevo gobernador de Thinis y los oasis del oeste. Quién lo hubiera podido suponer.

El guerrero cogió a su amigo por los hombros sin ocultar su agitación.

—Ji, ji —rió Senu al ver la expresión de su rostro—. En estos veinte años yo también he vivido mi propia historia.

* * *

Sejemjet atizó los rescoldos en tanto escuchaba el relato de su amigo. Si los dioses guardaban sorpresas a los hombres, aquélla no tenía rival. De ser cierto cuanto escuchaba, Shai era un retorcido redomado. Era como si repentinamente el Nilo cambiara el curso de su corriente, y fluyera hacia el sur.

—Toma, toma —lo invitó Senu ofreciéndole un pequeño odre—. Es
shedeh.
He pensado que te vendría bien para asimilar la noticia.

Su amigo lo rechazó, como de costumbre.

—Veo que continúas con tu habitual misticismo —señaló dando un buen trago—. Pues como te decía, todos estos años no han sido para mí lo que esperaba. En Madu me miraban con cara rara, por lo que decidí regresar a mi tierra y establecerme tal y como siempre había soñado. Kharga era un lugar muy apropiado para abrir una casa de la cerveza, y estaba seguro de poder llevar bien el negocio. Así que me asocié con un veterano que conocía de toda la vida. Estaba destinado en la división Ra, «la de los numerosos brazos», y cuando se licenció hizo algunos negocios en los oasis que le reportaron jugosas ganancias. Además, tenía muy buen ojo para las mujeres, y sabía dónde encontrar buenas profesionales. Ya sabes.

Sejemjet frunció el ceño.

—Tenías que haber visto el local —continuó Senu entusiasmado al rememorar aquellos días—. Era la casa de la cerveza más bonita que había visto en mi vida. La llamamos La Alegría de Bes, un nombre muy apropiado como es fácil comprender. En poco tiempo se convirtió en lugar de paso obligado para los comerciantes que atravesaban Kharga con sus caravanas. Seguro que alguna vez oíste hablar del local.

—Pues no.

—Qué extraño —señaló Senu con rotundidad—. Teníamos entendido que su fama había llegado hasta los confines de Kush. Imagínate.

—Me hago cargo.

—El negocio fue de maravilla durante unos años. Yo me encargaba de mantener un ambiente adecuado, y también de que los clientes estuvieran satisfechos. Un amigo vinatero nos proporcionaba el vino, y me especialicé en destilar el
shedeh
, que suele tener una buena acogida entre los caravaneros. Las chichas las cambiábamos con frecuencia para que no se maleasen, y todo parecía ir bien.

—No me lo cuentes. Adivino que, súbitamente, ocurrió un hecho desgraciado que dio al traste con todo el negocio —lo interrumpió Sejemjet.

—Cuánta sabiduría. Bien se ve que tu corazón recibe la luz de la razón gracias a tu divinidad. Quién iba a imaginar que aquella grácil mujer me buscaría la ruina. Parecía tan buena que... Incluso estaba decidido a sentar la cabeza por ella, pero...

Sejemjet asintió; aquel hombrecillo nunca cambiaría.

—La muy taimada me conquistó el corazón, y ¿qué es un hombre con el corazón conquistado?: un pelele. La muy ladina tenía un arte como pocas para satisfacer mis apetitos. Levantaba faldas sin el menor reparo y siempre estaba bien dispuesta a ello, fuera la hora que fuese. Mis
ineseway
llegaron a resentirse, y durante mucho tiempo tuve que vivir a base de lechuga para poder reponerme. Pero es que no lo podía remediar. En cuanto me mostraba el trasero, mi voluntad desaparecía y era incapaz de resistirme. Además, era tan cariñosa conmigo... Cuando me subía sobre ella metía mi cabecita entre sus senos y me acariciaba con ternura. Nunca había visto nada igual. En cuanto se apoderó de mi razón, el resto resultó sencillo. Ella empezó a pedirme regalos, pues le gustaban mucho el oro y la plata, y no me pude negar. ¿Quién no hubiera hecho lo mismo en mi lugar?

—En eso tienes razón —dijo Sejemjet, burlón.

—Ahí comenzó mi perdición —continuó el hombrecillo, como si no hubiera escuchado el comentario—. Empecé con obsequios de poca monta, y cuando me quise dar cuenta ya estaba metiendo la mano en el arcón de las ganancias. Que si una pulsera de plata de Alashia, que si un collar de oro con lapislázuli, en fin... me volví loco. Lo malo fue que la muy pécora tema un amante beduino a quien iban a parar aquellas alhajas, por lo que ella no guardaba nada en el local. Era cuestión de tiempo el que mi socio descubriera lo que estaba pasando, y cuando un mal día por fin se percató, se originó un escándalo de proporciones inauditas —exclamó Senu, como reviviendo la escena—. Enseguida sospecharon de mí, y mi socio, que era un tipo malencarado cuando así lo requería la ocasión, hizo que sus hombres me tumbaran en una mesa, dispuestos a torturarme. Yo ya había oído cosas de él cuando estuvo en la división Ra. Terna fama de despellejar a los prisioneros como nadie para sacarles información, por lo que le dije todo lo que quería saber. «Te vamos a mandar con Anubis ahora mismo», me amenazaron. Y yo, claro, me asusté. «Es ella la que tiene las alhajas», me defendí, «no yo». Ni que decir tiene que al empezar el escándalo ella se fugó de allí con su amante beduino, y que yo sepa no se ha vuelto a saber de ellos, y de eso hace más de diez años.

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