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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (19 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—Apresúrate y ven a liberarle, Thomas. O los miedos que tú le inspiras acabarán con él.

29

Despierto sobresaltado. Estoy tendido, en calzoncillos, sobre la mesa de auscultación del doctor Macrosi, bajo una luz infrarroja bañada por una dulce música. Mi oso, oculto bajo mi ropa amontonada en una silla, me pregunta con voz inquieta en qué he soñado. Añade que esperamos desde hace diez minutos que el nutricionista venga a examinarme. Aparentemente me he sumido en una pesadilla en la que, dice, yo gritaba: «¡Papá!» Vuelvo a cerrar los ojos. Briznas de imágenes y sonidos se entrechocan en mi cabeza. Recuerdo un inmenso miedo. El mío o el de mi padre, ya no lo sé…

La puerta se abre y un tipo bronceado y dinámico, de pelo rizado, entra poniéndose unos guantes de látex.

—Bueno, jovencito, ¿cómo va la vida, cómo te llamas?

Me incorporo sobre un codo.

—Thomas, doctor.

—Muy bien. Pero dime, el tratamiento antigrasa que te ha hecho seguir tu mamá ha funcionado muy bien, ¡es formidable! ¿Estás contento?

Orienta sobre mi rostro la lámpara articulada, echa hacia abajo mi mandíbula, tira de mi lengua, palpa mi vientre, luego aclara encaramándose con una nalga sobre un taburete:

~De todos modos, no hay motivo alguno para alegrarse, muchacho. Muy al contrario. Ya has visto la proyección masa muscular/masa grasienta que ha dado el Prediespejo. Cuanto deprisa se pierde peso, más deprisa se recupera: es matemático. Necesitas pues un seguimiento médico en un interna do dietético, en un ambiente cordial, con jóvenes de tu edad que sufran el mismo problema. Es precisamente en el momento de la pubertad cuando se puede erradicar, de verdad, la tendencia al sobrepeso: luego es demasiado tarde.

Palmotea mi vientre plano, me baja los calzoncillos e inspecciona mis cojones como un viticultor verifica la madurez de los granos de uva.

—Una vez adulto —prosigue con su voz satisfecha subiéndome los calzoncillos—, ya sólo quedan los Obesos Anónimos. Esas reuniones en las que os sentáis alrededor de vuestros problemas: «Buenos días, me llamo Thomas, peso ciento treinta kilos y he dejado el azúcar hace seis meses.» Te aplauden, eso te halaga pero no resuelve nada. Afortunadamente, tienes el privilegio de ser admitido en un campo de desnutrición antes de la edad fatídica. Agradécelo a tus padres: es un tratamiento caro, tendrán que hacer grandes sacrificios, de modo que deberás estar a la altura. ¿Prometido? Vamos, vuelve a vestirte —concluye quitándose un guante—, tu mamá nos espera para llenar el formulario.

—Lucy Wahl, Caroline Cárter, Frank Sorano —suelta el peluche bajo el montón de mi ropa—. Dile estos nombres.

Obedezco sin hacer preguntas. El doctor Macrosi queda petrificado, con el índice de látex de su guante derecho desmesuradamente alargado entre el pulgar y el mayor de su mano izquierda.

—Tres niños que murieron por su culpa —precisa el oso—. Anorexia y suicidio. Están conmigo, en este momento. Está también Nancy Lamond, de doce años y medio: me dice que está convencida de que era obesa porque su padre le había hecho algunos tocamientos sexuales. Se sentía tan avergonzada que se arrojó bajo un autobús. Transmítelo.

Lo transmito. El guante extendido es arrancado de pronto con un chasquido.

—¿Quién… quién te ha dicho eso? —balbucea el doctor Macrosi.

Pictone calla. De todos modos, sé ya bastante: es mi turno.

—¿Quiere usted que le cuente todo eso a la policía, doctor? ¿No? Bueno. Entonces, he aquí el programa. Le dirá usted a mi mamá que no voy ya a su campamento. Y me dará usted una receta en la que me confiará a la doctora Brenda Logan, que tendrá todo el poder sobre mi control médico. Eso es todo. Ella decidirá cuándo me marcho, dónde y por cuánto tiempo. Ella tendrá derecho a dispensarme del colegio, también, a causa de mi salud. Escriba.

Pálido, saca un cuaderno de su bata y toma algunas notas. Su voz nada tiene ya que ver con las dinámicas modulaciones de hace un rato.

—No comprendo… ¿Quieres que te dé a esa doctora Logan como entrenador dietético?

—Exacto.

—Pero… ¿Fue tu madre la que te habló de estos niños?

—Eso no es cosa suya. Recomiéndele usted a la doctora Logan, y se acabó. Le dirá que es mejor que usted. Además, somos vecinos, resultará muy práctico.

Su bolígrafo se queda inmóvil.

—¿Logan?… ¿No será, a fin de cuentas, la generalista a la que expulsamos, según el consejo de la Orden?

—Sí, sí, porque se negaba a traicionar a sus clientes depresivos. Admítanla de nuevo.

—¿Cómo? ¿Pero bueno, estás bromeando?

—¿Lo parezco? Se trata de ella o de usted. Y usted, si lo denuncio, con las pruebas que tengo, se va a la cárcel para toda la vida.

Me mira. Su hermoso rostro arrugado por el sol se ha convertido en una máscara de acojonamiento y odio.

—Cabroncete —dice entre dientes—. ¿Qué me asegura que no vas a denunciarme de todos modos?

—Usted me importa un bledo, doctor. La que me interesa es Brenda. ¿Vale?

Inclina la cabeza, con los labios prietos entre sus dientes, y elve a escribir en su cuaderno. Estoy bien dotado, a fin de lientas. El profesor Pictone me lo confirma.

—Utiliza su abono de taxi —añade—. Manda un coche para que vaya a buscar a Brenda, así la presentará a tu madre y te confiará de inmediato a ella. Hay algo muy importante que debes hacer con ella, lo antes posible, con respecto a tu padre.

Doy mis nuevas órdenes al nutricionista y cojo mi móvil. Con un suspiro entre cada cifra, me dicta su número de abonado. Pido un taxi a cuenta suya, luego lo invito a esperarme en su despacho mientras vuelvo a vestirme.

En cuanto ha salido, llamo a Brenda para anunciarle la buena nueva. Agitada, ella me responde que el canguro ha vuelto a moverse, ante el cuadro de su hija. Cada treinta segundos dice: «Iris.»

—Excelente —concluye Pictone—, hemos conseguido mantenerlo. Ahora que se ha estabilizado en la materia, tenemos tiempo para consagrarnos a lo demás.

—Thomas, me estoy volviendo loca…

—Yo estoy aquí, Brenda —digo con voz viril—. Te envío un taxi y me encargo de todo. A partir de ahora, podremos vernos sin ocultarnos: eres mi entrenadora oficial.

—¿Esta es la solución del problema? —dice en tono escéptico.

—Confía en mí: yo controlo la situación.

Parezco tan seguro de mí que acabo creyéndomelo. El profesor interviene:

—Que meta a Boris en el congelador antes de venir.

—¿En el congelador? ¿Por qué?

—Porque no tengo la menor confianza. Te lo explicaré.

30

Con la sudadera flotando sobre mi vientre plano, y el oso oculto en la cazadora hecha una bola, entro en la hermosa estancia luminosa donde el doctor Macrosi se aburre en su sillón de cuero, con los rasgos tensos, rodeado de sus diplomas y de las fotos dedicadas por las estrellas que le deben su línea.

—Está bien, vaya a buscar a mi madre.

Su mirada asesina se clava en mis ojos.

—Está al corriente de todo, ¿no es cierto? ¡Ella te manipula!

Cortésmente, advierto al nutricionista que, en vez de hambrear a los demás, haría bien alimentando sus células grises. Mi pobre madre es víctima como él de mis diabólicos manejos, y si le dice una sola palabra del chantaje al que lo estoy sometiendo, está frito, igual que si se le ocurre volver a perseguir niños, diciéndoles que es por su bien. Mis órdenes son claras: en adelante, sólo les recetará azúcar de verdad, amor y ejercicios de concentración sobre su ubiquitina. De lo contrario, le largo a la policía con todas las pruebas necesarias, y eso le supondrá dos mil años de cárcel, con una pena de un siglo de aislamiento.

—¿Conoces la ubiquitina? —se asusta, como si yo aullara por los tejados un secreto de hechicero.

—Ahí está la prueba de que funciona —digo mostrando mi vientre plano—. Pero no cuesta nada a los pacientes y, entonces, no les hablan de ello y amontonan la pasta con sus tratamientos que les hacen polvo.

—¡Tengo un índice de éxito del noventa y tres por ciento! —escupe soltando un respingo.

—El siete por ciento restante son los que mueren gordos. Y los demás, son los que mueren por haberse adelgazado.

—¡Eres un monstruo! —exclama.

Bajo el horror que le inspiro, hay una especie de respeto, y no deja de gustarme. Me yergo hinchando los hombros.

—Un verdadero monstruo, pse. Te interesa recordarlo, charlatán. ¡Vamos, hale, mi madre!

Pulsando con la uña su interfono, ordena a su secretaria, sin apartar de mí los ojos:

—¡La señora Drimm!

Veinte segundos después, la jefa de psicología del casino de Ludiland entra por la puerta que da a la sala de espera, muy amable y ansiosa. Su sonrisa se hiela ante mi silueta. Me levanto la sudadera para confirmar que no está alucinando.

—Pero, doctor —farfulla—, es un milagro…

—Es muy bueno, sí —digo sin falsa modestia, mientras que el otro se licúa tras su mesa de cristal—. Y además, como es un nuevo tratamiento, es gratuito. Pero debo estar bajo control individual, porque corro el riesgo de recuperar peso con mucha mayor rapidez. El te lo explicará.

Muda de sorpresa, mi madre obedece el brutal gesto del médico que la invita a sentarse. Y le expone la situación, en una tensión extrema. Está perfecto: no olvida nada, es creíble y persuasivo. Lo adoro. Un oso chantajista es, a fin de cuentas, lo más práctico del mundo.

De hecho, el profesor Pictone está muy silencioso desde hace un rato. Me repito lo que me ha dicho esta mañana: «Comienzas a evolucionar, Thomas. Tu pensamiento es cada vez más claro. Pronto no vas a necesitarme.» El eco de estas palabras me llena de un orgullo que se transforma en nostalgia. De pronto, las cosas no van bien. Cuando veo qué estoy haciendo, ya no me reconozco. He madurado tan aprisa como me he derretido: moralmente, me cuesta seguir. De pronto, me gustaría mucho seguir siendo un niño. Cuando yo no tenía que tomar las cosas en mis manos, cuando mi papel apenas era el de escuchar a mi padre, que me contaba sus historias de civilizaciones desaparecidas… las guerras de religión, los debates políticos, los conflictos sociales, los Derechos del Hombre… Todos esos cuentos de hadas tan difíciles de tragar, pero que ponían esperanza, violencia y ensoñación en vez de la calma chicha que nos hace vivir en paz como troncos.

Me sobrepongo. Mientras el doctor Macrosi llena mi receta copiando las consignas que le he dado, observo las reacciones de mi madre. Para ella, todo va demasiado aprisa también. Su marido en la cárcel, su hijo que recupera en menos de una hora el peso normal: ya no tiene víctimas a mano, ya no tiene entuertos que deshacer para olvidar sus propias desgracias. Su rostro pasa sin detenerse de la sonrisa incrédula a la angustia razonada. El milagro no es tan sencillo de gestionar como los dramas. Le tomo la mano con una gran sonrisa. Soy el sostén de la familia, ahora. El calor de mi mirada hace brillar una lágrima en su ojo izquierdo.

—¿Algo más? —me suelta con frialdad el nutricionista, doblando y metiendo su receta en un sobre.

Afirmo con la cabeza, con una lentitud sádica. Peor para los pacientes que se amontonan en la sala de espera: he decidido prolongar la consulta hasta que llegue Brenda. Sin atender a los carraspeos de mi madre, hago que me extiendan una segunda receta con los alimentos que deseo comer, luego un certificado que da a la doctora Brenda Logan autorización médica para llevarme a donde quiera por razones de salud, con el permiso de utilizar gratuitamente, cuando lo desee, el abono de taxi a nombre de Macrosi.

—¿Y qué más? —dice en un tono mecánico.

Mi madre no puede creerse su entrega a los pacientes. Con aire de fan acorralada, lo califica de bienhechor de la humanidad. Se lo confirmo, burlándome desde lo alto de mi agradecimiento al adelgazador de la jet-set. Desde el punto de servilismo al que le he reducido, podría pedirle su casa y su avión privado, y él me los entregaría en una receta.

—Además —le digo a mi madre—, te ofrece una consulta gratuita y un tratamiento con Omega 5 antienvejecimiento.

Le enseño la publicidad enmarcada en la pared.

—¿Pero… pero por qué? —se defiende ella.

—Lo hace siempre con los nuevos clientes.

El nutricionista se levanta, con las mandíbulas prietas, e indica a mi madre la puerta lateral. Ella se apresura a pasar a la sala de revisión dándole las gracias. Macrosi me asesina con la mirada antes de cerrar la puerta a su espalda.

—No lo hago del todo mal, ¿verdad? —le digo al oso, que ha permanecido inmóvil en mi cazadora puesta sobre mis rodillas, como una salchicha en un perrito caliente.

—Me encanta que estés satisfecho de ti mismo —masculla—. Yo reflexiono mientras tú estafas. No creo en la muerte accidental de Boris. Lo mataron porque quería ayudarnos.

—¿Eh? ¿Pero quién?

—Los que detuvieron a tu padre. Los que quieren recuperar mi chip para impedirme que pueda perjudicarles.

—¿Nox-Noctis?

Saca de pronto la cabeza de la cazadora.

—¿Ahora me lees los pensamientos?

—No, usted habló ayer de eso.

—Escúchame, una cosa me da miedo: que utilicen contra nosotros el alma de Boris. Por eso no lo han deschipado. La ventaja es…

Se interrumpe, con el hocico al acecho.

—¿La ventaja?

—Que va a llevarnos hasta ellos, a cambio de su hija.

—¿Está seguro de eso?

—Sólo estoy seguro de una cosa, de que el tiempo apremia. Nos quedan veinticuatro horas para salvar a tu padre y destruir el Escudo de Antimateria.

—¿Por qué veinticuatro horas?

—La meteorología.

Le pido que sea más claro.

—¿No has oído la información meteorológica en el coche de tu madre? La tormenta acabará mañana y se reanudará la búsqueda ante las costas de Ludiland. Encontrarán mi cuerpo, lo deschiparán… Estaré definitivamente muerto y tú estarás solo.

Con el corazón en un puño, pongo una mano en la cabeza del oso y la acaricio, a mi pesar.

—Es bueno —murmura con una voz apacible de pronto.

Mis dedos se inmovilizan. Es la primera vez que lo siento relajarse.

—Me he acostumbrado a esta porquería de peluche —dice en voz baja—. No debo hacerlo… no tengo ganas de morir, Thomas. No tengo ganas de abandonar este cuerpo de acogida… y, sin embargo, debo seguir la ley de la Evolución…

Reanudo mi caricia. Rechaza mi mano con una pata hastiada, se incorpora.

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