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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (7 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—En cambio, para fabricar los filos he utilizado otro lingote de hierro mezclado con carbón. Así son mucho más duros.

—Si ese hierro es más duro, ¿por qué no lo has utilizado para toda la espada?

—Porque sería demasiado quebradiza. Quiero que esta hoja combine las mejores cualidades: un alma flexible para resistir los golpes, un filo duro para cortar lo que se le ponga por delante.

Ella le acarició el índice, donde la cicatriz ya se estaba borrando. Al sentir su roce, a Tarimán se le puso la carne de gallina. Gracias a los nanos que pululaban por su cuerpo podía controlar la mayoría de sus reacciones, pero aquel escalofrío había sido involuntario.

Y por eso mismo, porque era una reacción que escapaba al control de su propia mente, lo hacía tan feliz.

—En verdad disfrutas con lo que haces. Cuando te veía golpear el metal al rojo, parecías transfigurado —le dijo la mujer.

Ella tenía razón. Aunque Tarimán a menudo utilizaba herramientas virtuales y solía manipular campos de energía a distancia, su mayor placer era trabajar con las manos. Le gustaba manchárselas de hollín o de grasa, ensuciarse las uñas escarbando la tierra, ver cómo del contacto directo de sus dedos con los materiales surgían herramientas, joyas, armas. O incluso seres vivos: en el Bardaliut, entre las granjas hidropónicas automatizadas que producían alimentos para los dioses, había un huerto de doscientos metros cuadrados que Tarimán cuidaba personalmente. No existía mejor manjar para él que los pimientos, los tomates, las judías, las patatas o las berenjenas que cultivaba en aquel pequeño vergel.

Se apresuró a doblepensar:
Debilidades que parecen humanas y que espero que mi señor Tubilok perdone pues sin duda sabe que no hay otro dios tan comprometido con su causa como yo
.

Mientras él lijaba el vaceo, la Atagaira, que era de natural inquieto, se acercó a la puerta de la fragua y se asomó fuera. El dios herrero apartó los ojos de su trabajo y observó su silueta perfilada contra la luz rojiza del exterior. De espaldas, el embarazo todavía no se notaba en sus caderas, y sólo ensanchaba ligeramente su cintura.

Maldición, ¿es que aquella mujer tenía un imán? Sin que mediara una orden consciente de su mente, Tarimán había dejado de nuevo la hoja sobre el yunque para acercarse a ella y abrazarla por detrás. La Atagaira le tomó las manos y las cruzó sobre sus antebrazos desnudos para que la apretara con más fuerza.

—Con este sol las mujeres de mi raza podríamos vivir al aire libre sin tener que cubrirnos. El sol de Agarta parece hecho para las Atagairas.

Tarimán asintió. Lo cierto era que había Atagairas también en Agarta. Habían llegado hasta allí atravesando profundos túneles excavados en las altísimas montañas de su país. De eso hacía mucho tiempo, tanto que para ellas Tramórea era una leyenda, como lo era su país de origen, al que llamaban «la Otra Atagaira». Pero de momento prefirió no hablarle a su amante de sus hermanas de raza. Se lo revelaría cuando llegara el momento adecuado.

La mujer levantó la cabeza hacia el sol que brillaba en su sempiterno cénit, un círculo rojo que se veía cinco veces más grande que el sol de Tramórea. Más allá, rodeándolo como una especie de halo, se divisaba un paisaje que a ella debía de parecerle imposible. La distancia y la turbidez del aire emborronaban los detalles, pero allí, por encima del sol, se distinguían nubes, mares y montañas suspendidos del cielo. Tarimán sabía que no resultaba fácil acostumbrarse a esa visión.

—Qué lugar tan extraño y fascinante —musitó ella.

—¿Te gusta?

Ella se giró entre sus brazos, se puso de puntillas para besarle y luego le mordisqueó el labio inferior, jugueteando con su nariz respingona entre la barba espesa y roja.

—Me gusta. Pero echo de menos Atagaira. Aunque me queme y me hiera los ojos, añoro el sol de verdad reflejándose en la nieve.

Eso debió recordarle lo que estaba ocurriendo, porque frunció el ceño y se apartó un poco de él.

—¿Cuándo volverá el sol a Tramórea?

Tarimán, que prefería no hablar de ese asunto, la soltó y entró de nuevo en la fragua para seguir limando el surco de la espada.

—¿No me vas a contestar? —preguntó la Atagaira, que lo había seguido.

—No lo sé. No depende de mí.

—Eres un dios.

—No todos los dioses poseemos el mismo poder.

—Pero tú eres el más inteligente.

—Hay alguien que me supera. —
Es más listo que yo mucho más listo que yo I
NFINITAMENTE
más listo que yo
, tarareó, tratando de instilar a su pensamiento toda la sinceridad posible por si el tercer ojo de Tubilok le estaba leyendo la mente.

—Me cuesta creerlo.

—Pues créetelo. De todos modos, ¿qué más te da? No debería importarte.

—¿Cómo no va a importarme que el mundo se haya quedado sin sol?

—Eres una Atagaira. Cantáis al sol sólo cuando se pone en el horizonte. Vivís de noche y de día os cubrís con capuchas para evitar que sus rayos os abrasen la piel. Deberíais estar contentas de esa sombra perpetua.

—Las Atagairas también necesitamos el sol. Si esta oscuridad dura mucho más, será el fin del mundo. Los cultivos no crecen, los animales mueren convertidos en sacos de huesos y se pudren en una tierra donde ya no brota ni la mala hierba.

Tiene razón
, pensó Tarimán, y al momento añadió para sí:
No tiene razón. Da igual que tenga razón. Los designios de mi señor Tubilok son inescrutables. Si ha decidido sumir Tramórea en la oscuridad es por un bien mayor que los mortales y los dioses inferiores no alcanzamos a comprender. ¡Loor y gloria al dios supremo!

Tener que doblepensar constantemente era una locura. Pero Tarimán se había acostumbrado, como el resto de los Yúgaroi. Más les convenía así. El ejemplo de la diosa Pudshala, ejecutada por atreverse a criticar mentalmente a Tubilok, era un acicate para que todos practicaran el sutil arte de manipular los propios pensamientos.

—Nosotras mismas empezamos a pasar hambre —insistió la Atagaira—. La leche se seca en los pechos de las madres. ¿Quieres que también se seque en los míos cuando llegue el momento?

Sé que es verdad, pero qué puedo hacer
, se dijo Tarimán. Al segundo borró esa frase de su cabeza y se concentró en la espada. Se acercaba el momento de templarla en aceite.

Templar la espada, templar la espada
, se repitió, intentando acallar cualquier otro pensamiento con esa cantinela.

—Tienes que hacer algo, Tarimán.

—Y voy a hacerlo. Voy a templar esta espada. ¡No habrás visto nunca otra mejor!

—Tú eres artífice de magias y astucias. Seguro que puedes convencer a Tubilok para que nos devuelva el sol.

—Me halaga que me llames «artífice de magias», pero no soy más que un humilde herrero. En este momento estoy concentrado en terminar esta espada para ti. ¿No te basta?

—¿Qué puedo hacer yo con una simple espada contra los dioses? Debes ser tú quien los haga entrar en razón.

Simple no. Será una espada especial
. Fue una idea fugaz, apenas un nanosegundo. No había transcurrido tiempo suficiente para que las palabras se formaran cuando unos vigilantes internos, fagocitos del pensamiento, las borraron de su mente.

—No sigas hablando de eso, mujer —dijo en tono áspero. Al ver el destello de ira en los ojos de la Atagaira, se arrepintió al instante.

—Y tú no te dirijas a mí pronunciando «mujer» con ese desdén.

En otro momento, esa mezcla de orgullo y rebeldía propia de las Atagairas habría excitado a Tarimán. Pero ahora no. Dejó de lijar la hoja, enderezó la espalda y suspiró.

—Te lo he dicho por tu bien. No quería ofenderte.

—¿Por mi bien?

—¡Sí! Quiero protegerte.

—¡Pues protege toda Tramórea y me protegerás a mí!

—No es... algo que esté en mi mano ni que deba hacer. Pero, aunque todo lo demás se pierda, puedo salvaros a ti y a nuestra hija.

—¿Para qué quiero que nos salvemos si todo mi pueblo perece? No quiero que mi hija sea la última de las Atagairas.

—Y no lo será —dijo Tarimán, pensando en las Atagairas de Agarta. Pero ella ni siquiera le escuchó.

—Hay que acabar con este reinado de locura. ¡Tú eres el único que puede hacerlo!

No, no, yo no puedo, yo no quiero, mi señor, soy tu leal súbdito, tu amigo, tu hermano...

—Déjalo ya —susurró Tarimán, agarrándola de las muñecas—. Él lo ve todo, lo oye todo. ¿Es que no lo entiendes?

La mujer se lo sacudió de encima. De haber apretado Tarimán los dedos, ella no habría podido zafarse de su presa de acero. Pero no quería hacerle daño y la soltó.

—Tienes que hacer algo. ¡Crea algún arma mágica que pueda derrotarlo, y no una vulgar espada!

No es una vulgar es... ¡TUBILOK ES MI AMIGO, TUBILOK ES MI SEÑOR!

—¡Tubilok es mi amigo! Jamás lo traicionaré.

Ella lo miró con desprecio. Tarimán habría hecho cualquier cosa por cambiar esa mirada por la de unos minutos antes, llena de devoción.

No. Cualquier cosa no.

—Eres un cobarde. ¡Un cobarde! Tienes miedo hasta de que la idea se pase por tu cabeza.

No lo sabes tú bien
. De nuevo fue un pensamiento ultrarrápido, pisoteado por el ruido de
Tubilok es mi amigo mi señor mi dios mi ídolo
.

—¡Si los dioses sois tan pusilánimes que os dejáis amedrentar y pisotear por ese tirano oscuro, tendremos que ser nosotras, las Atagairas, quienes luchemos contra él!

—¡Cállate, por favor! ¡No sabes lo que estás diciendo!

En ese momento, la luz de la fragua se debilitó, como si algo robara su energía a las llamas. Tarimán se enderezó, alerta.

—¿A qué huele? —preguntó la Atagaira.

Una intensa fetidez impregnó el aire durante un par de segundos. No era un verdadero olor ni provenía de ninguna reacción química; tan sólo se trataba de una distorsión sensorial que engañaba al cerebro. El hedor de la brujería, el tufillo del demonio. El azufre del Prates y las dimensiones superiores.

La luz roja que entraba por la puerta desapareció, tragada por una burbuja de oscuridad que empezó a girar sobre sí misma y se materializó en una espiral negra y densa como la pez.

Los dioses podían viajar muy rápido, pero sólo había uno capaz de teletransportarse instantáneamente gracias al poder de la lanza de Prentadurt.

Tubilok.

El señor de los dioses entró en la fragua agachándose. Aun así, los cuernos que remataban su yelmo arrancaron esquirlas del dintel de granito. Sus pesadas botas hicieron retemblar el suelo. Vestía la siniestra armadura que Tarimán le había ayudado a fabricar. Al reflejarse en el metal fluido de su peto negro, las llamas de la forja se convertían en remolinos de fuego dotados de vida propia. Tenía calado el yelmo, aunque la materia programable se transparentaba lo suficiente para mostrar su rostro.

Antaño aquel semblante había sido atractivo. Ahora los tres ojos desproporcionados y sangrientos lo convertían en una gárgola entre grotesca y aterradora.

Tubilok clavó en el suelo la lanza y la arrastró tras de sí. Entre chispas, la contera abrió un surco en las losas. Sin embargo, el rechinar de la piedra arañada no sonó tan hiriente como la voz de lija y trueno del dios.

—Mujer que siembras traición en el corazón de mi súbdito, ¿te sientes tan orgullosa y desafiante ahora que estás ante el rey de los dioses?

La Atagaira retrocedió. Era alta, pero ante Tubilok parecía una muñeca de trapo, pequeña y desvalida.

—Por favor, mi señor, no le hagas nada —intercedió Tarimán, que no se atrevió a moverse de donde estaba—. Ella no tiene poder para hacerte daño, y mucho menos para conseguir que mi lealtad hacia ti se tambalee.

El tercer ojo se clavó en Tarimán, mientras el derecho vigilaba a la mujer y el izquierdo se volvía hacia el interior del cráneo escrutando quién sabe qué extraño futuro.

—¿Por qué te encariñas tanto con una simple mascota? —preguntó Tubilok—. Fornica con ella todo lo que quieras, pero no malgastes tus pensamientos con esta perra caliente.

Tiene razón, sólo es una perra caliente y despreciable
, doblepensó Tarimán para protegerla.

La ira por el insulto recibido debió pesar más que el miedo. La Atagaira, que había retrocedido hasta el poyo de piedra donde había dejado su propia espada, la sacó de la vaina y lanzó una estocada a las ingles de Tubilok.

Esa armadura no tiene puntos débiles, pensó Tarimán con tristeza.

Y, aunque los hubiese tenido, no habría servido de nada. El señor de los dioses fue más rápido que la mujer y detuvo el tajo interponiendo la mano. Su contacto imantó la hoja, que se quedó pegada a la palma. Sin molestarse en cerrar los dedos, Tubilok levantó el brazo y le arrancó el arma a la guerrera. El acero se puso al rojo y segundos después cayó al suelo convertido en un amasijo fundido y humeante.

—Ya has cumplido tu bravata, mujer. Has luchado conmigo, como dijiste. ¿Te sientes satisfecha?

Ella se volvió, buscando alguna otra arma. Sobre un banco de trabajo había un martillo de diez kilos que Tarimán usaba para batir chapas grandes. La joven lo asió con ambas manos, lo enarboló sobre su cabeza y se giró, dispuesta a descargar otro golpe sobre Tubilok. Pero el dios volvió a detenerlo, le arrebató el martillo de un tirón y, haciendo pinza entre el pulgar y otros dos dedos, partió el grueso mango de madera de fresno con un seco chasquido, como si fuera un mondadientes.

La Atagaira retrocedió, comprendiendo que no tenía nada que hacer contra aquel adversario. Apenas había reculado dos pasos cuando se topó contra uno de los barriles llenos de aceite para templar y casi lo derribó.

La sombra del dios, proyectada en la pared del fondo, pareció aún más gigantesca y siniestra cuando dio una zancada hacia la Atagaira. Tubilok estiró la mano izquierda, la misma con la que había bloqueado los dos ataques, pues la diestra seguía empuñando la lanza a modo de báculo. Las garras del guantelete se cerraron sobre el cuello de la joven, desgarrando aquella piel blanca y suave que tantas veces había besado, acariciado y olisqueado Tarimán.

Tubilok levantó a la Atagaira, que pataleó en el aire y agarró con ambas manos la muñeca del dios, tratando en vano de zafarse. Cuando el rey de los dioses se acercó al horno, Tarimán comprendió que pretendía arrojarla a las llamas.

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