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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (3 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Por suerte, llegó un desertor del Martal. No era otro que Kybes, el espía de Derguín. Gracias a su información, pude tenderle una trampa a Ulisha, que aceptó librar un torneo de campeones entre las caballerías pesadas de ambos ejércitos. En realidad, no hubo choque: nuestros arqueros sembraron la muerte y el caos entre ellos. ¿Traición? Tal vez. Los Aifolu habían cometido tales atrocidades que no merecían la menor caballerosidad.

Después, ordené avanzar a la infantería, mientras yo lanzaba un ataque en diagonal con la caballería. Mi plan, y mi única esperanza, era destrozar el núcleo del ejército Aifolu y acabar con sus jefes. Pero cuando llegábamos a las tiendas de mando nos quedamos trabados en combate con sus jinetes, y para colmo los demonios Gankru y Molgru despertaron.

Fue entonces cuando apareció Derguín. Había subido a Etemenanki, donde descubrió que el sueño que lo condujo hasta allí era una trampa de Ulma Tor. Aunque no recuperó el espíritu de Mikhon Tiq, al menos logró huir y regresar con Ariel y con la capitana Baoyim, la única mujer Atagaira que conozco que no es albina.

En Acruria se les unió un ejército de ocho mil guerreras. Los Glabros, jinetes de los pájaros del terror, habían cometido el error de violar en masa y matar a una compañía de Atagairas mandada por la princesa heredera. Y a fe que lo pagaron con creces.

Mientras mis hombres y yo combatíamos en el centro del campamento Aifolu, al ponerse el sol, las Atagairas cargaron contra los Glabros por el otro flanco de la batalla. Las guerreras que embestían en retaguardia se despojaron de sus ropas, giraron en ángulo recto y pasaron ante los enemigos desnudas y disparando andanadas de flechas. ¡Un espectáculo que habría merecido la pena, sin duda! Mientras, Derguín atravesó las filas de los Glabros montado en el unicornio
Riamar
y seguido por el grueso del ejército de Atagaira.

Derguín logró penetrar como un cuchillo hasta el centro del campamento. Yo estaba peleando contra el demonio Gankru, que había hecho una escabechina entre mis hombres. En el duelo se me rompió por segunda vez mi espada
Krima
, y habría perecido de no ser porque Derguín apareció a tiempo e hizo trizas al monstruo.

A la vez que todo esto ocurría, nuestra infantería logró romper las líneas enemigas y cambiar el signo de la batalla. En ello tuvieron que ver el valor de Trescuerpos, el gigantesco portaestandarte de la Horda, y el del capitán Gavilán, que antes había sido sargento de mi compañía. El pavor cundió entre los Aifolu, que rompieron líneas. La refriega se convirtió en persecución y matanza.

Mientras tanto, Derguín entró en la tienda del Enviado, el siniestro profeta al que seguían y obedecían los miembros del Martal, incluido su general Ulisha. En ella se encontró con Ulma Tor. Esta vez consiguió derrotarlo, gracias a la ayuda de Mikhon Tiq, cuyo cuerpo y cuyo espíritu se unieron de nuevo –asuntos de magos que me superan–. También colaboró el Gran Barantán, que había destruido al demonio Molgru y resultó ser, en realidad, otro Kalagorinor llamado Kalitres.

La victoria fue total. Matamos a decenas de miles de enemigos y nos apoderamos de un cuantioso botín que repartimos a partes iguales con nuestras aliadas improvisadas, las Atagairas. Yo pensé que nuestros peores problemas habían terminado. Poseía el mando de la Horda, el amor de Aidé y me había reunido con mi hijo, y esperaba que el resto de mi vida fuera más tranquila y apacible.

Sin embargo, el destino dispuso las cosas de otro modo. Al poco de la batalla, Ariel le robó la espada a Derguín y desapareció. Derguín sospechaba que Ziyam tenía algo que ver en el robo, y es posible que llevara razón. Como fuere, nos pusimos en marcha hacia Pasonorte, el feudo que nos había prometido la reina Samikir –quien se había convertido en mi prisionera: la rueda de la fortuna da muchas vueltas–. Allí nos establecimos en unas ruinas que empezamos a restaurar, y refundamos la ciudad con el nombre de Nikastu, sugerido por Mikhon Tiq.

Privado de
Zemal
, la conducta de Derguín era cada vez más errática. En la taberna El Mirador de Nikastu, regentada por Gavilán, mi antiguo discípulo tuvo una pelea en la que entró en Tahitéi y dejó fuera de combate a más de diez hombres. Sé que le provocó el general Abatón, un indeseable que ahora cabalga conmigo porque prefiero tenerlo a mi lado que dejarlo en Nikastu cerca de Aidé. Pero Derguín es un Tahedorán, y debería saber comportarse.

Tuvimos una discusión terrible, en la que perdí los nervios y desenvainé mi espada contra él. Derguín me arrojó a los pies su brazalete de Tahedorán, el mismo que perteneció al gran héroe Minos Iyar y que le había regalado Linar. Después se marchó, y cuando volví a verlo volaba a lomos de un terón junto a Mikhon Tiq. Adónde se dirigían, lo ignoro.

A la noche siguiente empezaron los portentos. Sobre Rimom, la luna azul, apareció el rostro de un dios, y al mismo tiempo presenciamos una intensa lluvia de estrellas fugaces. Pocos minutos después, una estatua del dios Anfiún cobró vida y se dedicó a sembrar la destrucción en nuestra ciudad. Luchamos contra ese gigante, y yo le arranqué los ojos y conseguí que dejara de lanzarnos sus rayos de fuego. Luego lo acorralamos y lo arrojamos por un acantilado. Pero fue una victoria amarga, porque perdimos a quinientos de los nuestros.

Antes de su destrucción, la estatua del dios nos dijo: «El sueño de los dioses ha terminado. Hemos despertado para conquistar Tramórea. ¡El tiempo de los humanos se acabó!».

Al comprender cuál era nuestro enemigo, interrogué a la reina Samikir, que afirma poseer parte de naturaleza divina. Mientras hablaba con ella, el Gran Barantán se apoderó del cuerpo de mi hijo para enviarme un mensaje. El día 15 debemos reunirnos con él en Teluria, un puerto del mar de Kéraunos. Si logramos llegar a tiempo, ignoro cuál será nuestro siguiente destino.

De paso, Barantán insinuó que los dioses conocen más aceleraciones que yo o que Derguín. El filósofo Numerista Ahri, un genio de las matemáticas, está esforzándose desde entonces en deducir las fórmulas numéricas de la cuarta y la quinta aceleración. Si las averigua, seguiremos siendo inferiores a los dioses, pero supondrá una gran ayuda.

Entre los setecientos guerreros cabalgan conmigo mi hijo Darkos, Ahri, Gavilán, y también el antiguo espía Kybes y Baoyim, que debe servirnos de mediadora con sus hermanas las Atagairas para que nos permitan atravesar los túneles que atajan por debajo de sus montañas. Por Baoyim tuve una discusión con Aidé. Mi corazón está lleno de amargura, porque nos hemos despedido con frialdad, y tal vez no volvamos a vernos. Gracias a los poderes de Mikhon Tiq, sé que Aidé lleva en su vientre un hijo mío. ¿A quién rogaré que me conceda volver a reunirme con ella, si los dioses a los que rezábamos han demostrado ser nuestros enemigos?

Durante el camino enviamos y recibimos cayanes. Las noticias vuelan con ellos por toda Tramórea. Sé que en muchas otras ciudades han despertado más estatuas divinas para sembrar el terror y la muerte. Se rumorea que las rocas que cayeron del cielo han destruido nuestra antigua fortaleza de Mígranz, y que de paso han aniquilado a un ejército Trisio y a otro Ainari, y que tal vez en la catástrofe ha perecido el emperador Togul Barok.

¿Será verdad que el tiempo de los humanos ha terminado? No lo sé, pero no renunciaré al que a mí me toca sin luchar. Mientras me quede un hálito de vida, combatiré a estos dioses crueles y soberbios.

No todo es desesperación. Anoche, en las pocas horas que dormimos entre los Khrumi, tuve un sueño. En él se me apareció un hombre muy grande. Tenía la barba roja, una pierna tullida y un ojo tapado por un parche. Cuando comprendí que era un dios, traté de levantarme para acometerlo. Pero él me dijo:

«Detente, Kratos. No soy tu enemigo.»

«Entonces, ¿qué pretendes al perturbar mis sueños?»

«Decirte que tengas paciencia, y que consigas mantenerte con vida hasta llegar a las tierras de Agarta.»

«No sé qué país es ése.»

«Lo sabrás.»

«¿Qué me espera allí?»

«Un arma.»

«¿Qué clase de arma?»

«¿Cuál puede blandir un Tahedorán como tú? Estoy forjando una hoja de acero. Pronto me adentraré en las llamas del Prates para bañarla en su fuego. Aguanta con vida,
tah
Kratos. Cuando llegues a Agarta, sube a la montaña Estrellada y blandirás tu propia espada de poder. Así te lo promete Tarimán, el dios herrero que forjó a
Zemal

De modo que cabalgo al este con temor, pero también con esperanza. En la guerra que acaba de empezar, Kratos May aún tendrá algo que decir.

LIBRO I
La forja de la espada de fuego
Agarta, Bardaliut y el Prates

C
uando vio que el lingote brillaba con el color entre anaranjado y rojizo del sol al atardecer, Tarimán lo aferró con las enormes tenazas y lo sacó de entre los carbones de la fragua. Por sus pectorales cuadrados bajaban chorros de sudor que empapaban la túnica de algodón y mojaban incluso el grueso mandil de cuero. Como dios, disponía de medios para regular la temperatura corporal mucho más avanzados que la transpiración. Pero cuando trabajaba en su forja le gustaba experimentar las mismas sensaciones que los herreros que empezaron a dominar el metal en el albor de los tiempos. Eso incluía el sudor, las pavesas ardientes y el humo y el olor del carbón, incomodidades que para él suponían pequeños placeres.

El lingote estaba compuesto de noventa y ocho partes de hierro y dos de níquel, y Tarimán lo había arrancado a martillazos de un meteorito de media tonelada. Había recogido aquel meteorito en un mundo muy lejano, a billones de kilómetros de Tramórea, en una playa estéril bañada por las olas de un mar de ácido corrosivo. A Tarimán le servía como recordatorio de una aventura fallida: la conquista de las estrellas. La inmensidad y hostilidad del universo habían derrotado a quienes empezaban a llamarse por aquel entonces dioses. Pese a que partían «para nunca regresar» —en palabras de su líder Manígulat—, no les había quedado otro remedio que resignarse a volver al lugar donde habían nacido y luchar contra los humanos mortales en una nueva guerra por los recursos del sistema solar.

Amén de recordatorio, el meteorito que se había traído Tarimán, era la reliquia de un antiguo desastre: la muerte cataclísmica de un sol. El hierro casi puro del que se componía se había creado en la fragua más poderosa de la naturaleza, el corazón de una estrella. Ésta había vivido durante miles de millones de años como la mayoría de sus hermanas, en la secuencia principal, fundiendo núcleos de hidrógeno para convertirlos en helio y liberando en el proceso ingentes cantidades de energía. Pero, una vez agotado el hidrógeno, aquel sol remoto había empezado a convertir el helio en carbono, y más tarde, como un mágico horno de alquimista, pasó a fundir el carbono para transformarlo en oxígeno, sodio, neón y otros elementos aún más pesados.

En el momento en que su núcleo fabricó hierro, aquellas reacciones nucleares cada vez más complejas empezaron a gastar más energía de la que producían. La estrella no pudo mantener la presión de su propia gravedad, primero se hundió sobre sí misma y después expulsó las capas superiores en una explosión de magnitud inconcebible. Se había convertido en una supernova que, durante una fracción de tiempo, brilló tanto como todas las demás estrellas de la galaxia juntas. Después, sus restos se convirtieron en una enana marrón fría y oscura, que pasaría tal vez cien mil millones de años —si es que el universo Alef duraba tanto tiempo— añorando su brevísima etapa de esplendor.

Tras analizar la proporción de hierro-60, un isótopo que se creaba en el corazón de las supernovas, Tarimán había calculado que la explosión debió de producirse seis millones de años atrás. Si aquella catástrofe hubiese ocurrido más cerca del sistema solar, las radiaciones habrían barrido toda forma de vida de la antigua Tierra y ahora no quedarían en él ni dioses ni mortales para enfrentarse entre ellos. Pero la supernova había estallado a muchos años luz de distancia, por suerte. O tal vez por desgracia para el universo Alef, si Tubilok se empeñaba en su demencial guerra contra las Moiras.

Tarimán apilaba en su fragua lingotes de hierro más puro y con la proporción exacta de carbono. Usándolos habría podido fabricar una espada de un solo bloque, con el núcleo y el filo forjados en una misma pieza. Sin embargo, pese a que tendría que afanarse más y soldar el metal de las estrellas con otro más terrenal, siempre le había gustado trabajar con los fragmentos de aquel meteorito. ¿Superstición? Un dios no tendría por qué ser supersticioso. Él prefería pensar que se trataba de una metáfora: el hierro de las estrellas, el poder del cielo.

Además, hacía más de mil años había recurrido a ese meteorito para forjar a
Zemal
. Era apropiado que la Espada de Fuego y la joven hermana que estaba forjando ahora compartiesen el mismo corazón.

Tras atenazar el lingote, Tarimán se apartó de la fragua en un gesto preciso y medido, y colocó la pieza al rojo sobre la cara del yunque. Éste pesaba casi cuatrocientos kilos, y era el herrero quien lo había puesto allí, contrayendo sus bíceps como sandías para levantarlo a pulso y asentarlo sobre un tocón de olivo. Se hallaba a la altura justa para que, erguido y con los brazos al costado, sus nudillos tocaran la superficie. De ese modo, al batir el metal los ángulos eran perfectos: el mango dibujaba un arco de noventa grados con el antebrazo de Tarimán y la cabeza del martillo golpeaba el hierro de plano, justo de plano, para evitar que los bordes dejasen muescas indeseadas.

T
ING
, T
ANG
, T
ING
, T
ANG
, T
ING
, T
ANG
. Los golpes se contestaban a sí mismos, como semicoros de alegres campanas, siempre simétricos, a izquierda y derecha, izquierda y derecha, aplanando poco a poco el lingote. Aunque batía a gran velocidad, apenas llegaba a dar ocho o diez golpes cuando el metal empezaba a enfriarse y el color rojo se oscurecía, adoptando un tono azulado y quebradizo. En ese momento Tarimán se apresuraba a introducir de nuevo el lingote entre los carbones ardientes de la fragua hasta que volvía a encenderse como una cereza oscura.

Habría sido más fácil trabajar el hierro calentándolo a más temperatura antes de batirlo de nuevo, pero en tal caso la espada no adquiriría la misma dureza. Paciencia y esfuerzo, todo era cuestión de paciencia y esfuerzo, virtudes que sólo él entre los dioses seguía atesorando.

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