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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (12 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Aunque aún estuvieran con los primeros, Joanie y Francisco preparaban los platos para el postre. Joanie y Francisco, ella surafricana y no negra, como Charlize Theron pero menos guapa, para no eclipsar a Patricia. Y Francisco, bajito, simpático, a lo mejor valenciano aunque se empeñaba en hablar con un acento francés en inglés. Iban colocando los platos cuadrados de las falleras en fila. Eran iguales, no había marca ni numeración especial. Todo el tiempo, desde el momento que los desempacaron hasta ahora, Alfredo había estado pensando en esos platos. Ocultaban algo. A lo mejor, siempre a lo mejor, Marrero les estaba gastando una broma a través de esos socios valencianos. La gente disfruta perversamente de enredar la felicidad de una pareja. Tenía que decírselo a Patricia: es mentira, se burlan de nosotros. Pero la fallera desde el fondo del plato parecía guiñarle un ojo. No, Alfredo, no es tal broma. Volvió a mirar a la sala, le hacían señas, de verdad, desde el otro lado del vidrio. El pescado era un hito, hasta los pocos ingleses presentes, en la mesa de la Higgins, lo comentaban. Un triunfo seguido de otro triunfo: la carne se deshacía prácticamente con verla.

Reconoció a dos invitados que buscaban espacio en las mesas. Uno era el hijo de una princesa real de un país europeo que ha cambiado de nombre y se dedicaba desde hace años al negocio de las joyas. Sexualidad indeterminada, fortuna poca pero una buena agenda de publicistas que conseguían que su rostro siempre apareciera en las listas importantes. Los mejor vestidos, los más influyentes, los más prometedores. Alfredo le saludó desde su sitio. Otro era un viejo noble, de título indeterminado, incluso podría ser de Jerez. Terminaron por sentarse a la mesa de la Modelo sin que, al parecer, les importara demasiado ser los más ancianos del grupo. Les recibieron con frialdad pero pronto se dejaron seducir por sus historias de Studio 54. Patricia se acercó solícita con una fuente grande donde había colocado con maestría una pequeña muestra de cada plato del menú. Patricia tenía siempre algo diferente para los de sangre azul.

En la mesa de al lado, seguía Alfredo supervisando, se agrupaban otros invitados ingleses: un conocido representante de músicos de programas de talento de televisión que era el marido, o recién ex, de la galerista. Pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo mensajes en su móvil en los que, por lo que reía Alfredo en sus labios, solía repetir mucho la frase «Simon va a llamarme en cualquier momento», para la risa del resto de acompañantes. Patricia cambió algo en el iPod, le tomó el brazo, saldrían bailando cuando desfilaran los platos-fallera.

«Va a un lado, la llaman de otro lado, bomba latina, onda chamana», decía la canción de Chico y Chica. Bombas latinas, eso eran ellos dos. Bombas latinas, podían estar también debajo de los platos. Aparecieron por fin las alaskas encima de las falleras en los platos cuadrados. Higgins levantó su cuchara en aprobación y la Modelo jugaba a sorberlas desde el plato con su diminuta boca de inglesa excitada. Alfredo quería ver el fondo de los platos, una fallera con una señal, soy yo, aquí dentro hay un papel que implicará a todos. Pero lo único que percibió, por encima de la música, fueron aplausos. Se levantaban sus invitados de las mesas, venían a besarle y a abrazarle. Patricia quedaba obstruida por todos ellos, no Lucía Higgins, que ya estaba a su lado hablándole de cosas que no podía escuchar y presentándole a una mujer delgada por un lado, exuberante por otro, que un fotógrafo con una cámara muy grande y peligrosa se empeñaba en inmortalizar. Era la ex esposa de un torero, alcanzó a comprender de entre la verborrea de la Higgins. Y también consiguió escuchar cómo una de las amigas de la Modelo se preguntaba «Pero... ¿los toreros pueden divorciarse?», mientras saludaba a la extensa mesa de la Modelo y Andrea, la galerista, exponía su teoría de que «Si hay tanta violencia de género en España es porque es lícito matar animales delante de la gente».

Alfredo no podía seguir todas las conversaciones. Las cosas sucedían de una manera rápida, más rápida que en Manhattan, seguramente porque los ingleses tienen todas esas reglas para el consumo de alcohol (cerrar la barra a las doce, evacuar el sitio completamente antes de la una...) que les obligan a excitarse súbitamente para cumplir con ellas. «Estoy fascinada por la sofisticación que has alcanzado», le decía alguien cuyo rostro no podía retener. Sonaba Talking Heads y él miraba hacia los platos de falleras, la alaska se desparramaba sin remedio. ¿Por qué nadie le comentaba nada acerca de esos platos tan estrafalarios?

La voz de David Byrne hacía que el momento tuviera algo de mágica coreografía, lo que hizo que el hombre muy delgado con garitas muy pequeñas, que Patricia y Alfredo creían que era el crítico culinario del
Evening-Standard
no llegara a aplaudir pero sí a mover un poco su caderita para seguir los compases de «Once in a lifetime»: «Una vez en la vida, habrá agua en la luna y en el fondo de los océanos, iremos hacía el azul infinito, dejando los días pasar, una vez en la vida. Y usted se preguntará a sí mismo: ¿tengo razón o estoy equivocado?» La Modelo bailaba sobre su mesa moviendo sus brazos como si fuera un ave desaparecida y Alfredo, atendiendo a la conversación de una señora muy mayor con un sombrero de plumas moradas, la instó a que imitara a la novia de su novia. La Modelo se creía en una estepa del África Jupiteriano, la señora más bien en una Kenya de mercadillo. El resto rebañaba la alaska derretida y la Higgins sostenía los platos como si supiera lo que contenían. Alfredo quería llegar de nuevo a ella, hacerle confesar. Patricia también la observaba.

Sintieron la palmadita familiar, justo al final de sus nucas.

—Perdona que me haya inmiscuido en tu sanctasanctórum —oyeron a sus espaldas.

Joanie estaba ocupada preparando más alaskas. Francisco vigilaba las hornillas iniciando su apagar, la sala delante de ellos comenzaba a convertirse en un baile de mesas, invitados saltando de una a otra para saludarse.

—Entiendo que no me reconozcas, Alfredo. Cada viaje a Panamá me deja más cambiado. —La cara podía cambiar, pero la voz era la misma. Patricia y Alfredo se vieron asustados, amén de desdibujados en las puertas del refrigerador.

—¿Quieres un
gin tonic
, Marrero? —preguntó Patricia.

CAPÍTULO 12

UNA CARA NUEVA; MISMA VOZ

—Todavía puedes llamarme señor Moura, querida Patricia —respondió el caballero y apartó sus manos de sus nucas.

Ese era el hombre, Marrero, todavía vestido con la guayabera que habría llevado en Panamá, donde habría estado recuperándose de una enésima operación de estética. Alfredo sintió la repulsión que describía la familiaridad ante el hombre. Siempre era la misma, como cuando te acercan un bicho temible que, sin embargo, es comestible.

—Es cierto que la última vez que nos vimos no me había visto obligado a cambiar de nombre. Pero os envié un cable, no recuerdo ahora desde dónde. Da igual, allí os explicaba que me llamaría señor Moura. Tengo mucho que contaros. Todo está patas arriba. Menos lo que hemos trabajado juntos, no os preocupéis.

—¿Te has operado otra vez con el doctor Piñón? —preguntó Patricia con absoluta naturalidad.

Marrero asintió.

—¿Puedes recordarme cuánto tiempo llevas siendo Gerardo Moura? —continuó Alfredo.

—Menos de dos años. No es culpa mía. —Abrió las manos, y bramó como un malo de película—. Mis socios siempre se meten en líos y en España a lo mejor sea más fácil que en otros países desaparecer un tiempo, cambiar de nombre, operarte un poco el mentón y los ojos y convertirte en otra persona expatriada.

—Es lo que hizo uno de los asesinos de los marqueses de Urquijo —dijo Alfredo.

—Bueno, pero la cirugía era muy mala en esa época. Ya sabes que cambia mucho, como la tecnología móvil.

—¿Entonces debemos llamarte señor Moura o puedes ser Marrero al menos para nosotros? —indagó Patricia.

—Lo que tú quieras, querida Patricia —respondió él. Patricia sonrió sin mirarle. A Alfredo no le gustó nada esa última parte del diálogo.

Debían demasiado a un hombre aficionado a aparecer y desaparecer. Patricia había dicho que le conocieron antes de que cayeran las Torres Gemelas. Alfredo creía que un poco antes. Hombre, mucho antes, en efecto, cuando Barcelona parecía llenarse de restaurantes de autor, que no de diseño. Y allí estaban ellos, los hermanos Casas y él y todos los que bautizaba con sobrenombres, intentando hacerse tan ricos y célebres como el Innombrable. Y Marrero, siempre llegando en un avión privado, bien de Mallorca o de Nueva York, les movía a todos como piezas en el tablero de ajedrez. Tenía una compañía de vuelos privados y facilitaba paquetes de viajes a empresarios catalanes que siempre tenían poco tiempo. «¿Todavía viajas en
business
?», era su grito de guerra. Parecía sentir especial afinidad por Alfredo. Sí, fue él quien lo introdujo en sus vidas. Marrero conocía tanta gente, tantos nombres propios.

Marrero era necesario y repulsivo. Y la combinación de ambas cosas provocaba demasiado miedo para atreverse a entrar en ello. Lo de los aviones creció. Un día les dijo: «Chicos, esa mudanza que vais a hacer a Nueva York, dejadme echaros una mano, llevemos todo lo necesario en mi avión con vosotros dentro», y ellos aceptaron, de esa manera en que aceptaban regalos que no hacían falta. Esa especie de resignación que no podían explicar bien. Venga, sí, es un viaje, lo pasaremos bomba, siempre estuvieron rodeados de esa frase con Marrero y esos años felices del principio del siglo XXI: «Lo pasaremos bomba.» Y caían bombas, edificios que se derrumbaban y ellos seguían pasándoselo bomba. Marrero se instaló también en Manhattan. «A estos gringos les encanta lo europeo y prefieren comprarme y alquilarme los aviones antes que a unos árabes o a unos sudacas.» Empezaron todos esos cambios de caras y nombres y socios que o estaban metidos en el petróleo ecuatoriano o vendían obras no del todo certificadas de Botero y de Warhol o hablaban en mallorquín cerrado en el restaurante neoyorquino. Alfredo, como muchos otros cocineros de su generación y éxito, acataba una ley no escrita de no preguntar ni sobre acentos ni sobre orígenes de fortunas. Ni a socios ni, mucho menos, a comensales.

Pero con Marrero era distinto, porque empezó a saber mucho de él. Según le revelaron, su primera esposa le reportó una segunda residencia en Puigcerdà, en Girona, para esquiar y recibir amigos en invierno, subir a la montaña y jugar con los hijos a ver los animales en su hábitat en el verano. Se divorció de esa primera esposa, tonteó con media ciudad disponible y estuvo a punto de casarse con una bella heredera que murió en un accidente de moto. Aún juntos, Pedro Marrero se había enamorado de una hija de Francesc Raventós, para nada relacionado con Alfredo sino con los de verdadero dinero. El amor llevó al matrimonio. La nueva esposa, Amelia, creía recordar que se llamaba, trabajaba para una empresa de finanzas muy poderosa en Manhattan, y de este modo, gracias a ella, Marrero logró conocer al señor Madoff, el reputado pero casi invisible señor de las finanzas. El nombre que cambiaba de dirección cualquier conversación en Manhattan y la orientaba hacia su Torre Pintalabios, en la Tercera Avenida y la 54, el centro del mundo de los inversores privilegiados que seleccionaba y donde transformaba sus miles de millones en otros miles de millones. Marrero le vendió un avión y luego otro y todo el tiempo se jactaba de tenerlo en el móvil para lo que fuera. Además descubrió la simpatía que el caballero judío sentía por España y en especial por Mallorca. «Una isla siempre llama a otra isla», era la frase de Marrero. Y la amistad llevó a los negocios conjuntos, con Marrero adquiriendo terrenos, inversiones y nuevos clientes para las expansivas manos, ojos y garganta del caballero judío. En un momento dado, la relación con el judío estorbó la paz del matrimonio. Y la heredera con talento financiero falleció también en un accidente de moto.

Y ahora otra cara, mismo nombre falso, en el espejo del Ovington.

—Arreglo finanzas a personas muy importantes o que han robado cantidades muy importantes —hablaba Marrero—. Siempre se destapa, ya sabes, se descubre quién ha robado y cuánto ha robado y los periódicos dicen que unos más que otros y que ellos saben más que los de la competencia, los partidos se ponen nerviosos, todo el mundo cree que perderá las elecciones y las encuestas en cambio les aseguran que no existe ningún cambio electoral a tenor de los escándalos descubiertos. Pero yo no me puedo fiar de nadie. Cuando veo que mi sombra en la calle rebasa el sombrero, huyo. En realidad voy siempre a Panamá, el doctor Piñón me muestra una nueva cara e intentamos colocarla lo mejor posible.

—¿Cuando la sombra te rebasa el sombrero? —preguntó Alfredo, como si hubiera seguido toda la conversación.

—Un dicho como cualquier otro. Los pillos estamos llenos de frases hechas, querido Alfredo. A veces incluso nos las inventamos y, como con todo lo demás, convencemos al resto de que son de toda la vida.

—Hemos recibido los platos —comentó Patricia, el tono de siempre, como si lo que dijera no tuviera ninguna importancia.

—Espero, Alfredo, que no ocasionen muchos disgustos en la decoración —dijo Marrero evitando mover algún músculo de la cara. Tantas operaciones a veces confundían a los nervios y, cuando quería abrir un ojo, levantaba un labio o gesticulaba una mano en dirección equivocada.

—¿Ocultan algo? —preguntó Alfredo, empleando el mismo tono de máxima despreocupación de su novia.

—¡Vaya, qué idea más loca, Alfredo! Un mapa del tesoro. —Quería reír pero se generaba un tic en sus ojos que se abrían y cerraban como si acabara de ver un espanto—. Solo uno de ellos. El problema es que no sabemos cuál. Es broma, claro —concluyó, dejando en Alfredo y Patricia la certeza de que los platos eran un lío bastante gordo.

—Pensaba que los habían enviado los amigos de mi hermano —musitó Alfredo.

—Por favor, disfrutadlos. Estoy seguro de que le pondrán un toque, no sé, de kitsch fallero, a este restaurante en el frío Londres —concluyó Marrero intentando sonreír, ojos y manos sin cerrarse ni abrirse.

En la mesa de la Modelo seguían agrupándose personalidades cansadas ya del baile.

—Es increíble cómo siempre somos los mismos —sentenció Marrero— y aun así no siempre recuerdas los nombres. A lo mejor todos cambiamos más veces de identidad que yo mismo. —Se rió—. Vosotros no, vosotros permanecéis siempre iguales. Como los vampiros europeos que acuden a Boston a buscar sangre nueva.

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