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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (10 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Un día, el propio Sergio Dalma vino a la salchichería y Alfredo hijo le atendió cantando por lo bajini su gran hit, «Bailar pegados», cada vez que le entregaba un nuevo paquete de frankfurts. Le sorprendió la diferencia de altura entre ellos y, más aún, lo mucho que cambiaban las personas famosas en la realidad. Se lo hizo ver a Úrsula, que ya le mostraba más cosas que las tetas, y ella le dio una bofetada, juguetona pero bofetada al fin, que no resultó un juego para quien las había recibido de todo tipo de su propia madre. Eso marcó el final de Úrsula, sus tetas y mamadas deliciosas y el principio de un nuevo terror: no repetir la violencia de su madre en otras personas, bien fuera recibiéndola o ejecutándola. La obsesión lo llevó a aislarse momentáneamente de cualquier encuentro con el sexo opuesto y de frecuentar a los amigos. Solo podía estar cerca de su hermano y dejarse llevar por las obsesiones de este: ver «Sensación de vivir» y percatarse de que David estaba más enganchado a los chicos protagonistas que a Brenda o a la hija del productor de la serie, con las tetas tan blancas y duras pero la cara de chuparla mejor que Úrsula. Y, junto a aquel descubrimiento, llegaron también las canciones de Alejandro Sanz que David tarareaba continuamente, «Pisando fuerte, pisando fuerte» y una veneración cada vez más compulsiva hacia Winona Ryder, a quien el hermano imitaba tan exhaustivamente que hasta llegó a vestirse igual que ella en el momento en que cumplió dieciocho años, justo más o menos por el tiempo en que Alfredo conoció a Patricia.

Patricia. Patricia. Patricia. Eso fue lo primero que le encantó: el nombre. Y la aparición, tan exacta, tan medida, recién cumplidos los veintidós, a primera hora de la tarde de un 14 de junio de 1997. No fue en la salchichería sino en el taller culinario que los hermanos Casas empezaban a desarrollar en un anexo de la factoría de Mariscal. Iba a ser un experimento revolucionario, medio hippie y ya con aire retro, en el cual tres cocineros nacidos en Barcelona iban a convivir aprendiendo y disfrutando con el placer de cocinar. Les habían seleccionado en una especie de concurso que en un principio iba a ser televisado, pero no interesó a los ejecutivos de la televisión autonómica. Los Casas eran hermanos. Alfredo era, como siempre, él solo acompañado de su belleza. La comuna creativa, que así se llamaría el experimento, aparecía mucho en la prensa de la ciudad y los Casas ya eran requeridos por sus «experiencias líquidas», como llamaban a su pericia con los cócteles. En el verano, Mariscal les cedía un poco del jardín y los Casas y Alfredo ponían discos viejos de Benny Moré y se vestían con esmóquines blancos y hacían que bailaban mambos y chachachás. La afluencia de chicas era absoluta y únicamente agobiante para David, que veía cómo su también idolatrado y bellísimo medio hermano tenía que dividirse en atenciones. Los Casas tenían la virilidad dividida. Miguel, el que nació primero, no creía en el único amor sino en el polvoleo continuo, con la desgracia de que las mujeres que le hacían sentirse un Don Juan más de una vez resaltaban por su vulgaridad y chocaban con el ambiente sofisticado, semi nostálgico y creativo de la comuna. Fernando, el otro hermano, era un poco más alto e imitaba a Alfredo en todo: la manera de vestir, de peinarse, practicaba los mismos deportes, exhibía máxima educación, gustaba de aproximarse a la chica como siguiendo un manual antiguo y cursi de buenos modales. «Todas las chicas han visto de niñas películas de princesas», decía Alfredo, y Fernando solía repetir esa frase cada vez que llegaban las mujeres a las fiestas antes de San Juan.

Y así escuchó la primera vez hablar de Patricia. «Van der Garde, que es de puta madre como apellido, aunque sea inventado, que no lo es ni por asomo», había dicho David, que pese a su amaneramiento era aficionado a salpicar sus frases con groserías macarras. «Es cojonuda, con un aspecto de independencia total. Trabaja para ese mega gay de las relaciones públicas que lleva todas las fiestas, Lucas Torralba, pero puedes notar que lo hace para moverse y conocer más gente. Le encanta la arquitectura y creo que ha sido medio novia de Gaztaez, el arquitecto fantasma de los Coll, ya sabes. Sí, todo el mundo cree que es gay pero siempre está con las chicas más interesantes del momento. Y así es Patricia. La chica más interesante del momento.»

Ella retrocedió cuando ya estaba prácticamente dentro del jardín del taller. Llevaba un traje corto demasiado limpio para esa fiesta. Intentaba caminar con sus tacones sobre la gravilla de la entrada, las piernas sin medias, ligeramente bronceadas, fuertes, largas, con los músculos de años de ballet marcándose debajo de la piel. Alfredo dejó escapar el aire contenido y vio el lila del traje igual de fluorescente y al mismo tiempo marchito, como cuando las flores empiezan a morir en los jarrones. El pelo rubio le brillaba como si fuera miel debajo de un foco muy potente. Le gustó que las cejas fueran más marrones que negras, porque eso le hizo constatar que sí era rubia natural, y que tuviera las pestañas muy largas. Aún no sabía nada de rímel ni de alargadores, pero Alfredo sintió que eran naturalmente largas, y tupidas, y que el mismo sol que bañaba sus cabellos conseguía colarse entre ellas y crear un dibujo, un estampado, alrededor de sus ojos. También le gustó la nariz, tan recta, con las fosas muy abiertas, como si no escondiera nada, y debajo esos labios pequeños y carnosos y la barbilla firme con un mentón en el que se acomodarían a la perfección sus dedos cuando tuviera que reñirla o sujetarla allí simplemente por placer. Las sandalias de tacón, igual de lilas que el traje, se incrustaban en la gravilla y Patricia reía nerviosa, preocupada de no caerse y estropear su aparición. Alfredo fue hacia ella y la sujetó cogiéndola de la mano. Sintió su aroma, que era potente, un perfume de mamá, como ironizaba el hermanastro David acerca de los perfumes muy densos. Una chica tan bella, tan especial, solo podía usar un perfume así, tan intenso, para distraer la atención llamando todavía más la atención. Le gustó esa aritmética. De repente fue como si la comprendiera. Patricia apretó sus dedos en los suyos y con la mano libre agitó la melena para que el perfume calara todavía más. Alfredo sintió su respiración pausada, profunda, una bestia en reposo, y notó cómo ambos retardaban el momento de hacer coincidir sus miradas.

—Es una gravilla muy traicionera, en realidad son miles de cantos machacados por distintas máquinas, no hay mucha paridad —dijo él con ese tono didáctico que funcionaba bien con chicas elegantes y súper urbanas.

—¡Estoy tan mal vestida! Tengo una boda a media tarde, pero no podía faltarle a Fernando —habló, al fin, y Alfredo sintió un respingo al escuchar, por primera vez, esa voz ronca, medio rota, que parecía regresar de una resaca tremenda, con mucho ron y cigarrillos. Eran tan dispares, la apariencia y la voz, como si ocultara una mujer dentro de otra mujer.

Ella seguía sujetándose a su mano y juntos habían conseguido alcanzar la escalera, por eso se soltó entonces y con la misma mano alejó varias piedrecillas de debajo de sus talones, se acomodó la falda (Alfredo notó que era de calidad, seguro que de un buen diseñador) y volvió a agitarse el pelo emanando más perfume nocturno, pesado, equivocado pero inmediatamente apropiado. Fue la primera vez que se miraron.

—Patricia van der Garde, tú debes de ser Alfredo.

—¿Cómo lo sabes?

—Coges la mano igual que David —dijo, y se rió de su propia pisada en falso—. Fernando siempre dice que tú eres el guapo y ellos los cocineros.

—Pensaba que ellos eran los enanitos y yo Blancanieves —le corrigió.

Patricia se rió, la nariz le crecía un pelín cuando reía, tenía los dientes frontales separados, no un boquete pero sí un espacio suficiente para crearle un error, un defecto que hacía más atractivo y perfecto su rostro. Los ojos le brillaban más cuando reía, como si estuvieran revelando todos los pensamientos inteligentes que la sonrisa no alcanzaba a transmitir. Entonces apareció Fernando, el delantal manchado de aceite y sangre de los pollos, sacudiéndose las manos sobre las manchas para luego abrazarla y besarla y desbaratar toda la magia tan solo porque Patricia no era un clic, mucho menos un «cotilleo», sino una novia, su novia, la novia de Fernando.

Su hermano no le había contado esa parte de Patricia, la maravillosa Patricia, la inconfundible Patricia: era la novia de su socio.

Alfredo se pasó toda la fiesta observándola, siguiéndola, involucrándose en las explicaciones cada vez más aburridas de los hermanos sobre sus cócteles y la comida líquida. Patricia le permitía estar cerca cuando no estaba envuelta por los brazos ridículos y sin músculos de Fernando, que la besaba y veneraba como si Torrebruno, el presentador diminuto de su infancia, estuviera al lado de Claudia Schiffer. Había muchas más chicas en la fiesta, de hecho Gloria García se había traído a todas sus amigas de la facultad y todo el mundo sabía que las componentes de pandilla de Gloria eran las tías más buenas, divertidas y locas de Barcelona. Estaban todas allí, en fila, esperando que Alfredo les dijera algo o decidiera irse con cualquiera de ellas o todas a la vez hacia la parte de atrás de la cocina para fumarse un canuto, meterse una raya, subirles las faldas, espolvorearlas de harina y todo cuanto generalmente hacían durante esas fiestas. Pero Alfredo no se movía, ponía esa cara de chico incómodo que generaba aquellos comentarios maledicentes que, cuando actuaba de un modo inesperado, le envolvían: «Es gay, aunque digan que es el hermano, que es un crío, el gay es él porque es demasiado guapo.» De vez en cuando Patricia parecía comprobar que seguía cerca, agitaba la melena y esta despedía un olor que era como el cebo que impedía que él se fuera lejos de su campo de visión. La boda, ¿no había dicho que tenía una boda a media tarde? Ya casi eran las seis y media. ¿No iba a la iglesia, acaso era de ese tipo de invitadas a una boda que esquivan la iglesia? Y, por cierto, ¿una boda en plena verbena de San Juan?

Entonces tuvo la idea.

Se dirigió hacia Fernando y consiguió separarlo de Patricia y llevarlo hasta un rincón. Por sus gestos evasivos podría creerse en un principio que el plan no estaba funcionándole a Alfredo tal y como esperaba, hasta que de repente Fernando claudicó, se encogió de hombros, medio rió y le tendió la palma de la mano para estrechársela, como quien cierra un trato. Alfredo se volvió todo agitación, llegó a un extremo del taller, consiguió unas cajas e instó a Miguel, el otro hermano Casas, a que le ayudara a reunirías en el medio del taller creando un improvisado escenario, una tarima peligrosa, porque las cajas tenían sus años y algunas no estaban del todo completas. Acercó las cajas lo más que pudo a los altavoces, al tiempo que el resto de la fiesta empezaba a agruparse ante lo que suponían un espectáculo.

Se escuchó un sonido cruel y desaforado, el acoplamiento de unos micros que Miguel y Alfredo instalaban sobre las cajas. Alfredo tomó uno para arreglar el sonido.

—Probando... Probando... Esto no es más que un concierto improvisado, bueno, una manera de mostrarles lo que hacemos en este taller cuando no tenemos más ideas para los cócteles o hemos consumido demasiados —dijo, buscando terminar la frase mirando a Patricia.

Ella le escuchaba, por supuesto, escudada detrás de las amigas de Gloria García, un poco demasiado a la izquierda.

Empezaron a escucharse los acordes de «Girl you know it's true», y Alfredo y Fernando, sus distintas estaturas, su falta de melenas rastas, sus tonos de piel completamente pálidos, no impidieron que su reinterpretación de Milli Vanilli se convirtiera en memorable.

Alfredo había dicho en una ocasión que consideraba injusto lo sucedido al dúo: haberles retirado el Grammy como artista revelación una vez que se descubriera que los que cantaban no eran ellos, sino dos señores mayores y anónimos. «Girl you know it's true» empezaba con ese golpe de pianos y los Milli Vanilli siguiendo una especie de rap «me estoy enamorando chica, chica, sabes que es verdad, uh, uh, uh, te quiero», cantaba el más guapo, y Alfredo lo hacía a la perfección mientras Fernando disfrutaba haciendo de coro. Imitaban la coreografía de los Milli Vanilli colocándose en el centro del peligroso escenario de cajas de madera y levantando los brazos en dirección contraria a las caderas. Alfredo se reía, no podía evitarlo, era el súmmum de su plan, afectarse tanto que se volvía adorable, libre, el mundo entero convertido en una sucesión de risas y Patricia, sin dejar de mirarle, dejándose seducir por su locura, su delirante y divertida manera de decirle que la quería.

Fernando se metía en el papel siguiendo la coreografía absurda de los falsos cantantes y, bajo los gritos de admiración, las cajas de madera que amenazaban con ceder a sus pesos, el estribillo de la canción y el pianito que les marcaba los compases y el momento adecuado para girar las caderas y estirar los brazos como hélices, Alfredo reconoció que su estrategia era brillante: nunca nadie más le bailaría algo así a Patricia van der Garde y muy difícilmente, en los años que podrían durar como amantes, novios, cómplices, volverían a escuchar esta canción en ninguna parte porque era una canción maldita, marcada, erradicada de las listas de éxitos por ser un fraude.

El público jaleaba, incluyendo a Patricia de pie. Alfredo se deshizo del abrazo de Casas y bajó de la tarima hacia ella.

—¿No vas a hacer más Milli Vanilli? —preguntó Patricia.

—Solo tienen ese éxito —respondió él.

No había nadie en la cocina del taller. Patricia se quedó muy cerca de la puerta; tenía esa manera de recostarse en las esquinas, como si fuera una niña recién abusada o recién llegada de asesinar a su abusador. Buena y mala al mismo tiempo, víctima y victimario.

—¿Sabes que llevo más de cuatro meses saliendo con Fernando? —preguntó ella un instante antes de que Alfredo apretara el botón del mezclador de cócteles y su ruido les hiciera reír.

Él comenzó a hacer muecas mientras hablaba, como si le estuviera diciendo un secreto, algo increíblemente importante: ME­DA­AB­SO­LU­TA­MEN­TE­I­GU­AL­CON­QUI­EN­TE­A­CU­ES­TES­POR­QUE­LO­QUE­QUI­E­RO­ES­BE­SAR­TE­TO­DA­LA­NO­CHE­Y­QUE­DAR­ME­A­VI­VIR­CON­TI­GO­EN­CU­AL­QUI­E­RA­QUE­SEA­LA­PAR­TE­DEL­MUN­DO. Patricia abría mucho los ojos y deseaba sonreír y lo que hacía era acercarse más y más hacia el aparato que trituraba hielos y ramas verdes hasta convertirlos en una especie de vómito helado. Fueron juntos a apagarlo y terminaron besándose con una rabia que no les asustó. Alfredo recordó las películas de Godzilla que había visto de adolescente en un viaje de colegio a Egipto en el cual, en vez de ir a admirar las pirámides, él y sus amigos se quedaban en el hotel embelesados con esas películas japonesas donde dinosaurios extraterrestres pisaban edificios y coches en las avenidas niponas. Patricia le decía algo, «No creas que estoy de verdad enamorada de Fernando. No lo sé. Me parece que voy a pasarme toda la vida intentando comprender qué es el amor para mí», y él continuaba besándola, recordando esas dentelladas de los monstruos gigantes enfrentados ante rascacielos derrumbados y autopistas partidas en dos.

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