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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (29 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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— Una alianza temporal de la extrema derecha con la extrema izquierda — dije.

— Okking sonrió lánguidamente.

— Ya ocurrió antes.

— Y tú trabajas para los alemanes. —Exacto.

— ¿Por mediación de Seipolt? Okking asintió. No me gustaba nada.

— Bogatyrev quería que encontrases al príncipe —prosiguió —. Cuando lo hicieras, el hombre del duque, sea quien fuere, le mataría.

— Yo estaba asombrado.

— ¿Bogatyrev preparó el asesinato de su propio sobrino? ¿Del hijo de su hermano?

Sí, para preservar la monarquía en casa. Decidieron que era una pena, pero necesaria. Te dije que se trataba de algo sucio. Cuando indagas en los asuntos internacionales al más alto nivel, casi siempre hay algo sucio.

—¿Por qué me necesitaba Bogatyrev para encontrar a su sobrino? Okking se encogió de hombros.

—En los últimos tres años de exilio del príncipe, éste se las arregló para disfrazarse y esconderse muy bien. Antes o después, se dio cuenta de que su vida corría peligro.

—El hijo de Bogatyrev no murió en un accidente de tráfico. Me mentiste, todavía vivía y me dijiste que habíais cerrado el caso. Pero has dicho que, a pesar de todo, los bielorrusos le mataron.

—Era ese transexual amigo tuyo. Nikki. Nikki era, en realidad, el príncipe de la corona Nikolai Konstantin.

—¿Nikki? —exclamé con voz apagada.

Estaba desconcertado por las verdades que había solicitado escuchar y por el peso del remordimiento. Recordaba la voz aterrorizada de Nikki durante esa breve, interrumpida llamada telefónica. ¿Podría haberle salvado? ¿Por qué no había confiado más en mí? ¿Por qué no me dijo la verdad, lo que sospechaba?

—Luego Devi y las otras dos «hermanas» fueron asesinadas...

—Sólo porque estaban muy cerca de ella. Daba igual si en realidad sabían o no algo peligroso. El asesino alemán, ahora Khan, y el ruso no corren ningún riesgo. Por eso estás en la lista. Por eso... esto.

El teniente abrió un cajón, sacó algo y me lo lanzó por encima de su escritorio.

Era otra nota en papel de ordenador, igual que la mía, sólo que dirigida a Okking.

—No voy a salir de la comisaría hasta que todo haya acabado —aseguró—. Voy a quedarme aquí con ciento cincuenta policías amigos guardándome las espaldas.

—Espero que ninguno de ellos sea el hombre del cuchillo de Bogatyrev —dije.

Okking se sobresaltó. La idea ya se le había ocurrido.

Me hubiera gustado saber lo larga que era la lista, cuántos nombres seguían al mío y al de Okking. Pensar que el de Yasmin podía ser uno de ellos resultó un duro golpe. Sabía tanto como Selima, más, porque yo le había contado lo que sabía y lo que imaginaba. Y Chiriga, ¿estaba su nombre en ella? ¿Y Jacques. y Saied y Mahmud? ¿Cuántos más conocidos? Me sentí abatido al pensar en Nikki, que había pasado de príncipe a princesa muerta; al pensar en lo que me esperaba. Miré a Okking y comprobé su abatimiento. Mucho mayor que el mío. Su carrera en la ciudad había acabado, ahora que admitía ser un agente extranjero.

—No tengo nada más que contarte —dijo.

—Si sabes algo, o si necesito ponerme en contacto contigo...

—Estaré aquí —repuso con voz apagada—. Inshallah.

Me levanté y salí de la oficina. Fue como escapar de la cárcel.

Fuera de la comisaría, descolgué mi teléfono y hablé mientras caminaba. Llamé al hospital y pregunté por el doctor Yeniknani. —Hola, señor Audran —dijo su voz grave.

—Quería interesarme por la anciana, Laila.

—Para serle franco, todavía es pronto para hablar. Puede recuperarse con el paso del tiempo, pero no parece probable. Es anciana y está débil. Le he dado un sedante y la tengo bajo constante observación. Temo que entre en coma irreversible. Aunque eso no suceda, hay una probabilidad muy elevada de que jamás recobre sus facultades inteligentes. Nunca será capaz de valerse por sí misma o de realizar las tareas más simples.

Solté un bufido. Me sentía culpable.

—Son los designios de Alá —dije con torpeza.

—Alabado sea Alá.

—Pediré a Friedlander Bey que corra con los gastos médicos. Lo ocurrido es el resultado de mis investigaciones.

—Lo comprendo —dijo el doctor Yeniknani—. No hay necesidad de hablar con su patrocinador. La mujer está siendo atendida como un caso de caridad.

—En nombre de Friedlander Bey y en el mío propio, no hay palabras para agradecérselo.

—Es un deber sagrado —dijo con sencillez—. Nuestros técnicos han determinado lo que el módulo tiene registrado. ¿Quiere saberlo?

—Sí, por supuesto —dije.

—Hay tres bandas. La primera contiene, como sabe, las reacciones de un enorme, poderoso, pero hambriento, maltratado y cruelmente azuzado felino, parece ser un tigre de Bengala. La segunda banda tiene la huella cerebral de un niño pequeño. La última es la más repulsiva de todas. Contiene la consciencia apresada y fugaz de una mujer asesinada recientemente.

Sabía que buscaba a un monstruo, pero en mi vida había oído nada más depravado.

Estaba completamente asqueado. Ese lunático no tenía ninguna restricción moral.

—Un consejo, señor Audran. Nunca emplee un módulo barato manufacturado. Están rudamente registrados, con mucho «ruido» perjudicial. Carecen de las garantías de los módulos industriales. El uso frecuente de módulos ilegales ocasiona daños en el sistema nervioso central y, a través de él, a todo el cuerpo.

—Me pregunto dónde acabará.

—Muy sencillo de predecir, el asesino tendrá hecho un duplicado del módulo.

—A no ser que Okking o yo o algún otro le encuentre primero. —Tenga cuidado, señor Audran. Como usted ha dicho, es un monstruo.

Di las gracias al doctor Yeniknani y volví a poner el teléfono en mi cinturón. No podía dejar de pensar en la desgraciada y miserable vida que le esperaba a Laila. También pensé en mi enemigo sin nombre, que utilizaba a una comisión de monárquicos bielorrusos como licencia para hacer realidad su deseo reprimido de cometer atrocidades. Las noticias del hospital cambiaron mis planes por completo. Ahora sabía lo que debía hacer y tenía algunas ideas para llevarlo a cabo.

Por la calle me encontré a Fuad, el tonto de remate.

—Marhaba —dijo.

Mientras me miraba, se hacía sombra con una mano sobre sus débiles ojos.

—¿Cómo te va, Fuad? —pregunté.

No me sentía de humor para pasar el rato hablando con él. Necesitaba hacer algunos preparativos.

—Hassan quiere verte. Es algo relacionado con Friedlander Bey. Me dijo que tú lo entenderías.

—Gracias, Fuad.

—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que quiere decir?

Me miró, hambriento de chismes.

Suspiré.

—Sí, muy bien. Vete a paseo.

Traté de deshacerme de él.

—Hassan dijo que era muy importante. ¿De qué va todo esto? Puedes contármelo, Marîd, sé guardar un secreto.

No respondí. Dudaba de que Fuad pudiera guardar algo, y menos un secreto. Le di una palmada en el hombro como a un amigo y él me la devolvió en la espalda. Me detuve en la tienda de Hassan antes de ir a casa. El muchacho americano estaba sentado en su taburete en la calle vacía. Me ofreció una deprimente y sugestiva sonrisa. Ahora estaba seguro, a ese chico le gustaba. No dije ni una palabra, sino que me metí en la trastienda y busqué a Hassan. Hacía lo de siempre: comprobaba facturas y listaba sus cajas y embalajes. Me vio y sonrió. En apariencia, él y yo manteníamos buenas relaciones. Era tan difícil seguirle la pista a los humores de Hassan que había desistido de intentarlo. Dejó su cuaderno, me puso una mano en el hombro y me besó en la mejilla al estilo árabe.

—Bienvenido, querido hijo.

—Fuad me ha dicho que tenías algo que decirme de parte de «Papa».

Hassan se puso serio.

—Sólo se trata de lo que le dije a Fuad. Le dije eso de mi parte. Estoy preocupado, oh, magrebí. Más que preocupado, estoy aterrorizado. Hace cuatro noches que no duermo bien y cuando logro conciliar el sueño, tengo las más horribles pesadillas. Creo que nada podía ser peor que encontrar a Abdulay... Cuando le encontré... —su voz temblaba—. Abdulay no era bueno, ambos lo sabemos, pero llevábamos muchos años de socios. Sabes que le empleé como Friedlander Bey me emplea a mí. Ahora Friedlander Bey me ha advertido que...

La voz de Hassan se quebró y fue incapaz de decir nada durante un momento. Temí ver a ese cerdo gordo romperse en pedazos delante de mí. La idea de cogerle la mano y decirle: «Tranquilo, tranquilo», me resultaba repugnante por completo. Sin embargo, se repuso y continuó:

—Friedlander me ha advertido de que otros amigos míos podrían estar en peligro, eso te incluye a ti, oh, inteligentísimo, y también a mí. Estoy seguro que hace semanas que comprendiste los riesgos, pero yo no soy un hombre valiente. Friedlander Bey no me eligió para realizar tu tarea porque sabe que no tengo valor, ni recursos internos, ni honor. Debo ser duro conmigo porque ahora comprendo la verdad. No tengo honor. Sólo pienso en mí mismo, en el peligro que me acecha, en la posibilidad de sufrir el mismo fin que...

En ese punto, Hassan se derrumbó. Se echó a llorar. Esperé con paciencia a que el chaparrón pasara; poco a poco, las nubes se apartaron, pero ni siquiera entonces el sol brilló.

—Estoy tomando precauciones, Hassan. Todos debemos tomarlas. Los que han sido asesinados han muerto por necios o demasiado confiados, que es lo mismo.

—Yo no confío en nadie —dijo Hassan.

Lo sé. Eso quizá te salve la vida, si es que algo puede hacerlo.

Cómo estar seguro —dijo dubitativo.

No sabía qué quería, ¿una promesa escrita de que yo le garantizaría su escabrosa y miserable vida?

—Estarás bien, Hassan. Pero si estás tan asustado, ¿por qué no pides asilo a «Papa» hasta que agarren a los asesinos?

—Entonces, ¿crees que hay más de uno? —Losé.

—Eso hace todo dos veces peor.

Se golpeó el pecho con el puño varias veces, apelando a la justicia de Alá: ¿qué había hecho Hassan para merecer eso?

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó el rollizo mercader. —Todavía no lo sé.

Hassan estaba distraído, pensativo.

Entonces, que Alá te proteja.

La paz sea contigo. Hassan.

—Y contigo. Toma este regalo de parte de Friedlander Bey.

El «regalo» era otro grueso sobre con dinero fresco dentro.

Atravesé la cortina colgada y la tienda vacía sin mirar a Abdul-Hassan. Decidí ir a ver a Chiri, para advertirle y darle algunos consejos. También quería esconderme allí media hora y olvidar que me jugaba la vida.

Chiriga me saludó con su entusiasmo característico.

—Habari gañil —gritó.

Era el equivalente en suahili de «¿Qué hay de nuevo?». Abrió mucho los ojos al ver mis injertos.

—Lo había oído, pero esperaba verte para creerlo. ¿Dos?

—Dos —admití.

Se encogió de hombros.

—Posibilidades —murmuró.

Me pregunté qué estaría pensando. Chiri iba siempre un par de pasos por delante de mí cuando se trataba de imaginar modos de pervertir y corromper las buenas intenciones de las instituciones legales.

—¿Qué tal lo has pasado? —pregunté.

—Bien, creo. Poco dinero, no ha ocurrido nada, el mismo viejo, maldito y aburrido trabajo.

Me mostró sus afilados dientes para demostrarme que aunque el club no hiciera dinero, y las chicas y los transexuales tampoco, Chiri sí lo hacía. Y no estaba preocupada.

—Bien —dije—, vamos a tener que trabajar para mantenerlo todo en orden.

Frunció el ceño.

—Debido al, uh... —movió la mano en un pequeño círculo.

Yo también hice un pequeño círculo con la mano.

—Sí, debido al «uh». Nadie quiere creer que estos asesinatos no han terminado y que casi todos los que conozco son posibles víctimas.

—Sí, tienes razón, Marîd —dijo Chiri en voz baja—. ¿Qué demonios crees que debo hacer?

Allí me tenía. Tan pronto como llegamos a un acuerdo, quiso que le explicase la lógica empleada por los asesinos. Diablos, había pasado un montón de tiempo corriendo de aquí para allá buscándola. Cualquiera podía resultar muerto, en cualquier momento, por cualquier motivo. Ahora, cuando Chiriga me pedía un consejo práctico, todo lo que podía decirle era: «Ten cuidado». Parecía como si tuvieras dos opciones: hacer lo habitual, pero con los ojos más abiertos, o irte a vivir a otro continente para estar a salvo. Lo último en el supuesto de que no escogieras el continente equivocado y te metieras en la boca del lobo o que te siguiera adonde fueses.

De modo que me encogí de hombros y le pregunté qué le parecía una ginebra con bingara al caer la tarde. Se sirvió una bebida larga y a mí un doble a cargo de la casa, nos sentamos y nos miramos el uno en los infelices ojos del otro durante un rato. Sin bromear, sin flirtear, sin mencionar el moddy de Dulce Pilar. Ni siquiera eché un vistazo a sus nuevas chicas. Chiri y yo estábamos demasiado cerca como para que alguien pudiera irrumpir y decir hola. Cuando acabé con mi bebida, di un trago de su tende; empezaba a saber mejor. La primera vez que lo probé fue como morder el costado de un animal muerto bajo un tronco una semana atrás. Me levanté para marcharme, pero entonces una ternura repentina, que no fui lo bastante rápido de reprimir, me impulsó a acariciar la mejilla escarificada de Chiri y darle un golpecito en la mano. Me dirigió una mirada que casi devolvía la fuerza. Salí de allí antes de que decidiéramos huir juntos al Kurdistán libre o a cualquier otro sitio.

En mi apartamento, Yasmin se estaba esforzando por llegar tarde al trabajo. Esa mañana se había levantado pronto para verter su sufrimiento sobre mí, de modo que para llegar tarde al club de Frenchy tenía que volver a dormirse y empezar de nuevo. Me ofreció una soñolienta sonrisa desde la cama.

—Hola —dijo con una débil vocecilla.

Creo que ella y «Medio Hajj» eran las únicas personas de la ciudad que no estaban absolutamente aterrorizadas. Saied tenía su moddy para estimular el coraje, pero Yasmin sólo me tenía a mí. Estaba absolutamente convencida de que yo iba a protegerla. Eso la hacía incluso más torpe que Saied.

—Yasmin, mira, tengo un millón de cosas que hacer y vas a tener que estar en tu casa unos días, ¿de acuerdo?

Parecía herida otra vez.

—¿No me quieres a tu lado? —dijo, queriendo significar: «¿Hay otra ahora?».

—No te quiero a mi lado porque soy un gran blanco luminoso. Este apartamento va a volverse peligroso para cualquiera que se encuentre en él. No quiero que te halles en la línea de fuego, ¿lo comprendes?

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