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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (32 page)

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—Hemos de prepararnos para partir —dijo ella.

Hawkmoon ya iba vestido para el viaje.

—¿Padre y tú recibiréis aquí a nuestro visitante?

Hawkmoon asintió.

—Creo que sí. Siempre existe la esperanza de que…

—Desengáñate, querido. Hay pocas probabilidades de que traiga noticias de Mandred y Yarmila.

—Es verdad.

Yisselda dirigió una sonrisa a su padre y salió del estudio.

El conde Brass se acercó a una mesa de roble pulido, sobre la cual descansaba una bandeja. Levantó una jarra de peltre.

—¿Os apetece que tomemos una copa de vino antes de marcharos, Hawkmoon?

—Gracias.

Hawkmoon aceptó la copa de madera tallada que el anciano le tendió. Bebió un poco de vino y reprimió la tentación de volver a la ventana y ver si reconocía al forastero.

—Lamento más que nunca que Bowgentle no esté aquí para aconsejarnos —dijo el conde Brass—. Tanto hablar de otros planos de existencia, de otras posibilidades, de amigos muertos que aún viven… Me huele a ocultismo. Toda mi vida he contemplado con desdén las supersticiones, así como las especulaciones seudofilosóficas. Por desgracia, mi mente es incapaz de distinguir entre las supercherías y lo auténticamente metafísico.

—No interpretéis lo que digo como meditaciones morbosas contestó Hawkmoon—, pero tengo motivos para creer que tal vez algún día recuperemos a Bowgentle.

—Supongo que la diferencia entre nosotros consiste en que vos, a pesar de vuestra tozudez, continuáis abrigando muchas esperanzas. Hace largo tiempo renuncié a la fe, al menos conscientemente. Vos, Hawkmoon, sin embargo, la descubrís una y otra vez.

—Sí…, a lo largo de muchas vidas.

—¿Cómo?

—Me refiero a mis sueños, a esos extraños sueños de mis diferentes reencarnaciones. Identifiqué aquellos sueños con mi locura, pero ya no estoy seguro. Aún tengo.

—No los habíais mencionado desde que regresasteis con Yisselda.

—No me atormentan como antes, pero se repiten.

—¿Cada noche?

—Sí, cada noche. Los nombres más insistentes son Elric, Erekose, Corum. Y hay más. A veces veo el Bastón Rúnico, y otras una espada negra. Y en ocasiones, cuando estoy solo, sobre todo cuando cabalgo por los pantanos, acuden a mí despierto. Caras, conocidas y desconocidas, flotan ante mí. Oigo fragmentos de palabras. Y se repite con frecuencia esta aterradora frase, "Campeón Eterno"… Antes, creía que sólo un loco podía pensar en sí mismo como en un semidiós…

—Yo también —dijo el conde Brass, y sirvió más vino a Hawkmoon—. Son los demás quienes convierten a los héroes en semidioses. Ojalá que el mundo no necesitara héroes.

—Puede que un mundo cuerdo no les necesite.

—Y tal vez un mundo cuerdo sea un mundo sin hombres —sonrió con tristeza el conde Brass—. Quizá sea así por culpa de nosotros.

—Si un individuo puede ser íntegro, también nuestra raza. Si tengo fe, conde Brass, por ese motivo la conservo.

—Ojalá compartiera tu fe. Creo que el hombre, a la larga, está condenado a la autodestrucción. Sólo confío en que ese destino se retrase lo máximo posible, para evitar los actos más desquiciados del hombre, que pueda lograrse un cierto equilibrio.

—Equilibrio. La idea simbolizada por la Balanza Cósmica, por el Bastón Rúnico. ¿Os he dicho que empiezo a dudar de esa filosofía? ¿Os he dicho que he llegado a la conclusión de que el equilibrio no es suficiente, en el sentido a que os referíais? El equilibrio en un individuo es algo estupendo; un equilibrio entre las necesidades de la mente y las necesidades del cuerpo, mantenido de forma inconsciente. Ésa debe ser nuestra meta, desde luego. Y el mundo, ¿qué? ¿Es posible domarlo?

—Me he perdido, amigo mío —rió el conde Brass—. Nunca fui un hombre cauteloso, en el sentido habitual de la palabra, pero he llegado a ser un hombre cansado. Tal vez sea cansancio lo que ahora dirige tus pensamientos.

—Es ira. Servimos al Bastón Rúnico. El precio fue alto. Muchos murieron. Muchos sufrieron tormentos. Aún está impresa en nuestras almas una terrible desesperación. Se nos dijo que pidiéramos su ayuda cuando la necesitáramos. ¿Acaso no la necesitamos ahora?

—Quizá no tanto como nos parece.

Hawkmoon lanzó una áspera carcajada.

—Si estáis en lo cierto, el futuro en que la necesitemos de verdad puede ser horroroso.

Entonces, una revelación floreció en su mente y se precipitó hacia la ventana, pero la figura ya había entrado en la ciudad y no pudo verla.

—¡Conozco a ese jinete!

Alguien llamó a la puerta. Hawkmoon fue a abrirla.

Y allí estaba, alto, engreído y orgulloso, con una mano en la cadera y la otra apoyada sobre el pomo de su espada, una capa doblada sobre el hombro derecho, la gorra ladeada levemente y una sonrisa torcida en su rostro rubicundo. Era el hombre de las Orcadas, el hermano del Caballero Negro y Amarillo. Era Orland Fank, servidor del Bastón Rúnico.

—Buenos días, duque de Colonia —saludó.

Hawkmoon frunció el ceño y sonrió apenas.

—Buenos días, maese Fank. ¿Venís a solicitar algún favor?

—La gente de las Orcadas nunca pide nada, duque Dorian.

—Y el Bastón Rúnico…, ¿qué pide?

Orland Fank avanzó unos pasos. El capitán Josef Vedla le pisaba los talones. Se detuvo en la chimenea y se calentó las manos. Paseó la mirada a su alrededor. Había un brillo sardónico en sus ojos, como si disfrutara del desconcierto que había causado.

—Os agradezco que enviarais a este emisario con la invitación de alojarme en el castillo de Brass —dijo Fank, guiñando un ojo a Vedla, que aún no salía de su asombro—. No estaba seguro de cual iba a ser vuestro recibimiento.

—Vuestras dudas eran muy comprensibles, maese Fank. —La expresión de Hawkmoon era tan socarrona como la de Fank—. Creo recordar que jurasteis algo cuando nos despedimos. Desde entonces, hemos arrostrado peligros tan espantosos como cuando servimos al Bastón Rúnico, que no ha dado el menor paso para ayudarnos.

Fank frunció el ceño.

—Sí, es verdad, pero no nos culpéis ni a mí ni al bastón. Las fuerzas que os afectaban a vos y a los vuestros también afectaban al Bastón Rúnico. Ha desaparecido de este mundo, Hawkmoon de Colonia. Lo he buscado en Amarehk, en Asiacomunista, en todos los países de esta Tierra. Luego, me llegaron rumores acerca de vuestra locura, de sucesos peculiares que tenían lugar en la Kamarg, y vine desde las Cortes de Muskovia, casi sin detenerme, para visitaros y preguntaros si se os ocurre alguna explicación para los acontecimientos del año pasado.

—Vos, oráculo del Bastón Rúnico, ¿venís a pedirnos esa información? —El conde Brass dio una fuerte palmada sobre su muslo y estalló en carcajadas—. ¡Hay que ver las vueltas que da el mundo!

—¡Traigo información para intercambiar!

Fank plantó cara al conde Brass, con la espalda vuelta hacia el fuego y la mano sobre el pomo. Su máscara de ironía había desaparecido y Hawkmoon observó la tensión de su rostro, el cansancio de sus ojos.

Hawkmoon llenó una copa de vino y la tendió a Fank, que la aceptó y dirigió a Hawkmoon una fugaz mirada de gratitud.

El conde Bass lamentó su exabrupto y adoptó una expresión grave.

—Lo siento, maese Fank. Soy un anfitrión desastroso.

—Y yo un invitado desastroso, conde. A juzgar por la actividad de vuestro patio, deduzco que alguien parte hoy del castillo de Brass.

—Yisselda y yo nos vamos a Londra —explicó Hawkmoon.

—¿Yisselda? Así que es verdad. He oído diferentes historias… Que Yisselda estaba muerta, que el conde Brass estaba muerto, y yo no podía negar a confirmar los rumores, porque descubrí que mi memoria me jugaba malas pasadas. Perdí la confianza en mis propios recuerdos.

—Todos hemos padecido esa experiencia —dijo Hawkmoon.

Refirió a Fank todo cuanto pudo recordar (fue una selección incompleta, pues había cosas que sólo recordaba a medias, y otras que apenas intuía) sobre sus recientes aventuras, que se le antojaban irreales, y sobre sus sueños recientes, que le parecían mucho más tangibles. Fank continuaba de pie ante el fuego, las manos enlazadas a la espalda, la cabeza erguida, escuchando cada palabra con absoluta concentración. A veces asentía, en otras gruñía, y en muy raras ocasiones pedía explicaciones sobre una frase. Mientras tanto, Yisselda entró, ataviada con un grueso justillo y pantalones para el viaje, y se sentó en silencio junto a la ventana, y sólo habló cuando, hacia el final del relato de Hawkmoon, pudo añadir información de su cosecha.

—Es cierto —dijo, cuando Hawkmoon terminó—. Los sueños parecen la realidad y la realidad parece un sueño. ¿Podéis explicar eso, maese Fank?

Fank se frotó la nariz.

—Existen muchas versiones de la realidad, mi señora. Algunos dicen que nuestros sueños reflejan acontecimientos de otros planos. Se está produciendo un gran desajuste, pero no creo que haya sido causado por los experimentos de Kalan y Taragorm. En cuanto a eso, los daños han sido reparados en gran parte. Pienso que se aprovecharon de este desajuste durante un tiempo. Es posible, incluso, que lo aumentaran, pero nada más. Sus esfuerzos fueron insignificantes. No pudieron causar todo esto. Sospecho que están actuando fuerzas tan enormes y aterradoras que el Bastón Rúnico ha sido llamado desde este plano en concreto para participar en una guerra de la que apenas poseemos referencias. Una gran guerra, tras la cual quedarán fijados los planos durante un período de tiempo que muchos definirían como la eternidad. Hablo de algo que casi desconozco, amigos míos. Sólo he escuchado la frase "La conjunción del Millón de Esferas", pronunciada por un filósofo agonizante en las montañas de Asiacomunista. ¿Os dice algo esa frase?

La frase resultó familiar a Hawkmoon, aunque estaba seguro de que no la había oído antes, ni siquiera en sus sueños más extraños. Así lo expresó a Fank.

—Confiaba en que sabríais más, duque Dorian, pero considero que esa frase entraña un profundo significado para todos nosotros. Acabo de enterarme de que vais en busca de vuestros hijos perdidos, mientras yo voy en busca del Bastón Rúnico. ¿Os dice algo la palabra "Tanelorn"?

—Una ciudad —contestó Hawkmoon—. El nombre de una ciudad.

—Sí, eso me han dicho, pero no he encontrado en este mundo ninguna ciudad que se llame así. Existirá en otro. ¿Encontraremos en ella el Bastón Rúnico, o a vuestros hijos?

—¿En Tanelorn?

—En Tanelorn.

2. En el Puente de Plata

Fank decidió quedarse en el castillo de Brass. Hawkmoon y Ylsselda subieron a la cabina almohadillada del gran ornitóptero. En la pequeña cabina abierta, el piloto empezó a manipular los controles.

El conde Brass y Fank observaron desde la puerta del castillo como las pesadas alas metálicas empezaban a batir y los extraños motores del viejo vehículo murmuraban, susurraban y canturreaban. Las plumas de plata esmaltada produjeron un viento que echó hacia atrás el cabello rojo del conde Brass; Orland Fank tuvo que sujetar su gorra. Después, el ornitóptero comenzó a elevarse.

El conde Brass levantó una mano a modo de despedida. El aparato se ladeó un poco mientras sobrevolaba los tejados rojos y amarillos de la ciudad, giró en redondo, se desvió para evitar una nube de gigantescos flamencos salvajes que surgieron repentinamente de una laguna situada al oeste, ganó altura y velocidad a cada movimiento de las alas, y pronto dio la impresión a Hawkmoon y Yisselda de que estaban rodeados por el frío y hermoso azul del cielo invernal.

Desde su conversación con Orland Fank, Hawkmoon estaba taciturno, y Yisselda no trató de hablar con él. Dorian se volvió hacia su amada y sonrió con ternura.

—Aún hay hombres sabios en Londra —dijo—. La corte de la reina Flana ha atraído a muchos eruditos y filósofos. Quizá algunos podrán ayudarnos.

—¿Sabes algo de Tanelorn, la ciudad que Fank mencionó?

—Sólo el nombre. Tengo la sensación de que debería saber muchas cosas y de haber estado en ella al menos una vez, tal vez muchas, aunque los dos sabemos que no.

—¿En tus sueños? ¿Has ido en tus sueños, Dorian?

Hawkmoon se encogió de hombros.

—A veces tengo la sensación de que, en mis sueños, he estado en todas partes, en todas las eras de la Tierra, incluso más allá de la Tierra y los demás planetas. Estoy convencido de una cosa: hay un millar de otras Tierras, incluso un millar de otras galaxias, y lo que ocurre en nuestro mundo se refleja en los demás; los mismos destinos se desarrollan de maneras sutilmente diferentes. Si estos destinos son controlados por nosotros, o por otras fuerzas sobrenaturales, no lo sé ¿Existen los dioses, Yisselda?

—El hombre crea a los dioses. Bowgentle expresó en cierta ocasión la opinión de que la mente del hombre es tan poderosa que puede convertir en "real" cualquier cosa, si necesita con desesperación que sea real.

—Y tal vez esos otros mundos son reales porque, en alguna época de nuestra historia, los necesitó mucha gente. ¿Puede explicarse así la creación de los mundo alternativos?

Yisselda se encogió de hombros.

—Por más información que nos den, dudo mucho de que tú y yo podamos probarlo.

Abandonaron el tema de mutuo acuerdo y se recrearon en la magnificencia de los paisajes que pasaban bajo ellos. El ornitóptero se dirigía hacia el norte, hacia las costas, y sobrevoló las torres campanilleantes de Parye, la Ciudad de Cristal, restaurada en todo su esplendor. Los prismas y las agujas de Payre, creados gracias a la antiquísima y críptica tecnología de la ciudad, se reflejaban y transformaban en los colores del arcoiris. Observaron edificios enteros, nuevos y viejos, encerrados dentro de inmensas estructuras de cristal, en apariencia sólidas, de ocho, diez y doce lados.

Se apartaron de las portillas, deslumbrados, pero aún capaces de ver el cielo que les rodeaba, henchido de colores suaves y pulsátiles, aún capaces de oír el dulce timbre musical de los adornos de vidrio que los ciudadanos de Parye utilizaban para embellecer sus calles pavimentadas de cuarzo. Incluso los señores del Imperio Oscuro habían respetado a Parye; incluso aquellos enloquecidos y sanguinarios destructores habían contemplado a Parye con admiración. Ahora, ya restaurada en toda su increíble belleza, se decía que los niños de Parye nacían ciegos, que sus ojos, muy a menudo, tardaban tres años en aceptar las visiones diarias que disfrutaban sus habitantes.

Dejaron atrás Parye, penetraron en una nube gris, y el piloto, que se protegía del frío gracias a la calefacción de la cabina y a sus gruesas prendas, buscó cielo despejado por encima de la nube, no lo encontró y descendió hasta que apenas les separaron sesenta metros de los campos monótonos y llanos del país situado tierra adentro de Karlye. Lloviznaba y, mientras la lluvia arreciaba, el sol se puso y llegaron a Karlye al anochecer. Las cálidas luces que brotaban por las ventanas de los edificios de piedra les dieron la bienvenida. Volaron en círculos alrededor de los tejados de pizarra rojo oscuro y gris claro de Karlye, y descendieron por fin en la pista de aterrizaje circular, cubierta de hierba, alrededor de la cual se había construido la ciudad. Para ser un ornitóptero (una máquina voladora muy poco cómoda), el aparato aterrizó con suavidad. Hawkmoon y Yisselda se agarraron con firmeza a las correas hasta que cesaron las sacudidas y el piloto, con el visor transparente chorreante, se volvió para indicar que podían salir. La lluvia repiqueteba con insistencia sobre la capota de la cabina. Hawkmoon y Yisselda se protegieron con gruesas capas que les cubrían hasta los pies. Unos hombres se acercaron corriendo por la pista, agachados para resistir la embestida del viento y seguidos por un carruaje tirado a mano. Hawkmoon esperó a que el carruaje se acercara lo máximo posible al ornitóptero, abrió la peculiar puerta y ayudó a Yisselda a subir al vehículo. El carruaje, que se bamboleaba de una forma exagerada, avanzó hacia los edificios situados en el extremo de la pista.

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