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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (12 page)

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—¡Os he dicho que calléis! —rugió Kalan—. Tendríais que haber colaborado con el Imperio Oscuro, sir Bowgentle. Habéis desperdiciado vuestra inteligencia con los bárbaros.

Bowgentle sonrió.

—¿Bárbaros? He oído algo acerca de lo que hará el Imperio Oscuro, en mi futuro, con sus enemigos. Habéis elegido mal las palabras, barón Kalan.

—Os lo he advertido —amenazó Kalan—. Habéis ido demasiado lejos. Todavía soy un señor de Granbretán. ¡No puedo tolerar tanta insolencia!

—Vuestra falta de tolerancia ya causó vuestra caída una vez…, o la causará. Empezamos a comprender que intentáis hacer en nuestra Londra de imitación…

—¿Lo sabéis? —Kalan parecía casi asustado. Se humedeció los labios y frunció el entrecejo—. Lo sabéis, ¿eh? Creo que cometimos un error al menospreciar vuestra intuición, sir Bowgentle.

—Sí, tal vez.

Kalan manipuló la pirámide que sostenía en la mano.

—Lo más inteligente será sacrificar otro peón, en tal caso —murmuró.

Bowgentle comprendió las intenciones de Kalan. Retrocedió un paso.

—¿Lo creéis así? ¿Acaso no estáis manipulando fuerzas que apenas comprendéis?

—Quizá —rió el barón Kalan—, pero eso no os servirá de consuelo, ¿eh?

Bowgentle palideció.

Hawkmoon se preparó para intervenir, intrigado por la inmovilidad del conde Brass, al parecer indiferente a lo que sucedía. Entonces, notó una leve presión en su hombro. Sobresaltado, se volvió y echó mano a la espada, pero se trataba de Rinal, casi invisible.

—La esfera se acerca —susurró Rinal—. Es vuestra oportunidad de seguir a la pirámide.

—Pero Bowgentle está en peligro… —murmuró Hawkmoón—. He de procurar salvarle.

—No podréis salvarle. Es poco probable que sufra algún daño, que recuerde un sólo detalle de estos acontecimientos…, como un sueño que se desvanece.

—Pero es mi amigo…

—Le prestaréis mejor servicio si encontráis una forma de detener las actividades de Kalan para siempre —respondió Rinal.

Varios seres fantasmales flotaban por la calle hacia ellos. Transportaban una gran esfera que proyectaba una luz amarillenta.

—Podréis seguir a la pirámide a los pocos momentos de su desaparición.

—Pero el conde Brass… Kalan lo ha hipnotizado.

—El efecto se disipará cuando Kalan se marche.

—¿Por qué teméis a mis conocimientos, barón Kalan? —estaba diciendo Bowgentle—. Sois poderoso. Yo soy débil. ¡Sois vos quien me manipula!

—Cuanto más sepáis, menos predecible sois —contestó Kalan—. Es sencillo, sir Bowgentle. Adiós.

Bowgentle lanzó un grito e hizo ademán de escapar. Se puso a correr y se fue evaporando mientras huía, hasta desaparecer por completo.

Hawkmoon oyó las carcajadas del barón Kalan. Una risa familiar. Una risa que había aprendido a odiar. Sólo la mano de Rinal sobre su hombro impidió que atacara a Kalan. Éste, ignorante de que le espiaban, se dirigió al conde Brass.

—Saldréis ganando, conde Brass, si me sirves. Hawkmoon se interpone una y otra vez en mi camino. Pensaba que era fácil eliminarle pero sale victorioso de todas mis celadas. A veces, creo que es eterno… Tal vez inmortal. Sólo si otro héroe, otro campeón de ese dichoso Bastón Rúnico le mata, los acontecimientos se desarrollarán de la forma que a mí me interesa. De modo que matadle, conde Brass. ¡La recompensa será la vida para vos y para mí!

El conde Brass movió la cabeza. Parpadeó. Miró a su alrededor como si no viera la pirámide, ni a su ocupante.

La pirámide brilló con una blancura lechosa, hasta adquirir una intensidad cegadora. El conde Brass maldijo y levantó el brazo para protegerse los ojos.

Y entonces, el resplandor se desvaneció y sólo fue posible distinguir un contorno desdibujado.

—Rápido —dijo Rinal—. A la esfera.

Mientras Hawkmoon pasaba por una entrada similar a una cortina de gasa, que se cerró al instante detrás de él, vio que Rinal flotaba hacia el conde Brass, se apoderaba de él y lo transportaba hasta la esfera, en cuyo interior le arrojó. El conde cayó de bruces a los pies de Hawkmoon, sin soltar la espada.

—El zafiro —apremió Rinal—. Tocad el zafiro. Es lo único que debéis hacer. ¡Os deseo suerte, Dorian Hawkmoon, en esa otra Londra!

De pronto, dio la impresión de que la esfera giraba alrededor de ellos, mientras el conde Brass y él permanecían inmóviles. Una negrura total cayó sobre ambos y vieron la pirámide blanca a través de las paredes de la esfera.

Al instante siguiente vieron la luz del sol y un paisaje de rocas verdes. Se esfumó con tanta rapidez como había aparecido. Siguió una sucesión de imágenes.

Megalitos de luz, lagos de metal hirviente, ciudades de cristal y acero, campos de batalla en que luchaban miles de hombres, bosques recorridos por gigantes tenebrosos, mares helados… y siempre la pirámide delante de ellos, mientras pasaba de un plano a otro de la Tierra, por mundos que parecían totalmente distintos y mundos que parecían absolutamente idénticos al de Hawkmoon.

Hawkmoon había viajado por las dimensiones en una ocasión anterior, pero entonces escapaba de un peligro. Ahora, se dirigía a su encuentro.

El conde Brass habló por primera vez.

—¿Qué ha pasado? Recuerdo que intenté atacar al barón Kalan, tras decidir que, aunque me enviara al limbo, le arrancaría antes la vida. Al instante siguiente, me encontré en este…, en este carruaje. ¿Dónde está Bowgentle?

—Bowgentle había empezado a comprender el plan de Kalan —dijo Hawkmoon en tono sombrío, sin apartar los ojos de la pirámide—. Y Kalan le devolvió al lugar de donde procedía, pero Kalan también desapareció. Dijo que, por los motivos que sean, sólo puede matarme un amigo, alguien que haya servido al Bastón Runico. Y así, mi amigo se aseguraría la vida.

El conde Brass se encogió de hombros.

—Aún me huele a un siniestro complot. ¿Qué más da quien os mate?

—Bien, conde Brass —dijo Hawkmoon con serenidad—. He repetido a menudo que habría dado cualquier cosa por que no hubierais muerto en aquel campo de batalla de Londra. Hasta habría dado mi vida. Por lo tanto, si llega un momento en que os cansáis de todo esto…, podéis matarme.

El conde Brass lanzó una carcajada.

—Si deseáis morir, Dorian Hawkmoon, estoy seguro de que encontraréis a alguien más avezado a los crímenes a sangre fría en Londra, o dondequiera que nos dirijamos. —Envainó su gran espada—. ¡Reservaré mis fuerzas para dar buena cuenta del barón Kalan y sus esbirros cuando lleguemos allí!

—Si no nos esperan —dijo Hawkmoon, mientras las escenas se sucedían a una velocidad todavía mayor. Se sintió mareado y cerró los ojos—. ¡Este viaje por el infinito se me antoja de una duración infinita! Una vez maldije al Bastón Rúnico por meterse en mis asuntos, pero ahora me gustaría tener a mi lado a Orland Fank, para que me aconsejara. En cualquier caso, resulta evidente que el Bastón Rúnico no interviene en esto.

—Menos mal —gruñó el conde Brass—. ¡Ya tengo bastante de ciencia y brujería! ¡Me quedaré tranquilo cuando todo esto termine, aunque signifique mi muerte!

Hawkmoon asintió. Se acordaba de Yisselda y de sus hijos, Manfred y Yarmila. Recordaba la vida tranquila de la Karmag y las satisfacciones que obtenía de ver los pantanos repoblados y las cosechas crecidas. Se arrepentía de haber caído en la trampa del barón Karlan, que había utilizado al conde Brass como señuelo.

Entonces, se le ocurrió otra idea. ¿Era todo una trampa?

¿Quería el barón Kalan que le siguiera? ¿Eran arrastrados, en estos mismos momentos, hacia su perdición?

Libro tercero.
Viejos y nuevos sueños
1. Un mundo a medias

El conde Brass, que se había tendido sobre la curva que formaba el interior de la esfera, gruñó y removió su cuerpo cubierto por la armadura. Miró por la nebulosa pared amarilla y vio que el paisaje cambiaba cuarenta veces en otros tantos segundos. La pirámide continuaba precediéndoles. A veces, se distinguía la silueta del barón Kalan. En otras, la superficie del vehículo adoptaba aquel color blanco cegador tan fabuloso.

—¡Me duelen los ojos! —se quejó el conde—. Tal velocidad de imágenes los cansa. Y también me duele la cabeza cuando intento pensar en lo que está pasando. ¡Si algún día se me ocurre contar esta aventura, nadie volverá a creer en mi palabra!

Hawkmoon le indicó que guardara silencio, pues las escenas se sucedían ahora con mucha mayor lentitud, hasta que por fin dejaron de cambiar. Flotaron en la oscuridad. Lo único que se veía delante era la pirámide blanca.

Surgió luz de algún sitio.

Hawkmoon reconoció el laboratorio del barón Kalan. Actuó rápida e instintivamente.

—Deprisa, conde Brass, hemos de abandonar la esfera.

Saltaron a través de la cortina y cayeron sobre las sucias losas del suelo. Por casualidad, fueron a parar detrás de varias máquinas, grandes y de formas demenciales, situadas en la parte posterior del laboratorio.

Hakwmoon vio que la esfera temblaba y desaparecía. Ahora, su única forma de escapar de aquella dimensión era la pirámide de Kalan. Hawkmoon reconoció olores y sonidos familiares. Recordó la primera vez que había estado en los laboratorios de Kalan, como prisionero del barón Meliadus, para que le implantaran la joya negra en el cráneo. Notó una extraña frialdad en sus huesos. Al parecer, nadie había reparado en su llegada, porque los criados de Kalan, cubiertos con sus máscaras de serpiente, dedicaban su atención a la pirámide, dispuestos a entregar la máscara a su amo en cuanto saliera. La pirámide se posó lentamente en el suelo y Kalan emergió. Aceptó la máscara sin decir palabra y se la puso. Sus movimientos eran rápidos. Dijo algo a sus sirvientes y éstos le siguieron cuando salió del laboratorio.

Hawkmoon y el conde Brass abandonaron su escondite con cautela. Los dos habían desenvainado sus espadas.

Una vez seguros de que el laboratorio estaba desierto, pensaron en el siguiente paso.

—Quizá deberíamos esperar a que Kalan vuelva para matarle en el acto —insinuó el conde Brass—, y luego utilizamos su máquina para huir.

—Ignoramos cómo funciona esa máquina —recordó Hawkmoon a su amigo—. No, creo que deberíamos averiguar más cosas sobre este mundo y los planes de Kalan antes de pensar en matarle. Sabemos que cuenta con otros aliados, más poderosos que él, que no dudarán en llevar a la práctica sus planes.

—Tenéis razón —dijo el conde Brass—, pero este lugar me pone nervioso. Nunca me ha gustado el subsuelo. Prefiero los espacios abiertos. Por eso nunca me quedo demasiado tiempo en una ciudad.

Hawkmoon se puso a examinar las máquinas del barón Kalan. La apariencia de muchas le resultó familiar, pero no consiguió adivinar sus funciones. Se preguntó si lo mejor sería destruir las máquinas ipso facto, pero después decidió que sería más prudente descubrir para qué servían. Podían producir un desastre si jugaban con las fuerzas que Kalan estaba experimentando.

—Provistos de la ropa y las máscaras adecuadas —dijo Hawkmoon, mientras se encaminaban hacia la puerta—, tendríamos mejores posibilidades de explorar este lugar sin ser descubiertos. Creo que tal objetivo debería ser prioritario.

El conde Brass se mostró de acuerdo.

Abrieron la puerta del laboratorio y se encontraron en un pasadizo de techo bajo. Olía a moho y la atmósfera estaba enrarecida. En otro tiempo, todo Londra había hedido igual. Ahora que pudo examinar con mayor detenimiento los murales y tallas de las paredes, Hawkmoon llegó a la conclusión de que no estaban en la verdadera Londra. La ausencia de detalles saltaba a la vista. Los cuadros se delineaban primero y se llenaban después de colores fuertes, carentes de los tonos sutiles tan queridos por los artistas de Granbretán. Y si los colores se empleaban en la antigua Londra para crear un efecto, estos colores se habían seleccionado con muy escaso criterio. Era como si alguien que sólo hubiera pasado media hora en Londra intentara recrearla.

Incluso el conde Brass, que sólo había visitado Granbretán en una ocasión, en calidad de diplomático, reparó en el contraste. Continuaron adelante, sin tropezarse con nadie, intentando determinar dónde había ido el barón Kalan. De pronto, doblaron una esquina del pasadizo y se toparon con dos soldados de la Orden de la Mantis (la antigua orden del rey Huon), armados con lanzas largas y espadas.

Al instante, el conde Brass y Hawkmoon se colocaron en posición de combate, esperando que los dos hombres les atacaran. Las máscaras de mantis cabecearon, pero los soldados se limitaron a contemplar estupefactos al conde Brass y su compañero.

Uno de los soldados habló con voz apagada por la máscara.

—¿Por qué vais sin máscara? —preguntó—. ¿Cómo es eso?

Su voz sonaba vaga y distante, como la del conde Brass cuando Hawkmoon se encontró por primera vez con él en la Kamarg.

—Sí, tienes razón —contestó Hawkmoon—. Vais a darnos vuestras máscaras.

—¡Pero ir sin máscara está prohibido en los pasadizos! —dijo el segundo soldado, horrorizado.

Se llevó la mano enguantada a su casco en forma de gran insecto, como para protegerlo. Los ojos de mantis parecieron mirar con sorna a Hawkmoon.

—Entonces, tendremos que luchar por ellas —gruñó el conde Brass—. Desenvainad las espadas.

Los dos hombres sacaron lentamente sus espadas, y con la misma lentitud adoptaron posturas defensivas.

Fue horrible matar a aquel par, porque apenas se esforzaron en defenderse. Cayeron derribados en menos de medio minuto. Hawkmoon y el conde Brass procedieron de inmediato a despojarles de las máscaras y de sus uniformes de seda y terciopelo verde.

Lo hicieron a tiempo. Hawkmoon se estaba preguntando qué hacer con los cadáveres cuando, de repente, se desvanecieron.

El conde Brass resopló.

—¿Más brujería?

—O la explicación de por qué se comportaban de forma tan extraña —respondió Hawkmoon—. Han desaparecido como Bowgentle, Oladahn y D'Averc. La Orden de la Mantis era la más feroz de Granbretán, y sus miembros eran arrogantes, altivos y de reacciones rápidas. O esos tipos no eran de Granbretán, sino marionetas al servicio del barón Kalan, o eran de Granbretán, pero estaban en alguna especie de trance.

Hawkmoon se ajustó en la cabeza la máscara robada.

—Nos comportaremos del mismo modo, por si acaso —dijo—. Nos concederá ventaja.

Siguieron avanzando por los pasadizos, con parsimonia, al igual que los soldados.

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