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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (21 page)

BOOK: Brazofuerte
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Al canario
Cienfuegos
le fascinaba escuchar al sevillano Bastillas, puesto que en el fondo de su alma compartía su forma de ver el mundo, pero por desgracia no eran aquellos tiempos propicios a la disertación filosófica, sino más bien a la acción un tanto irreflexiva, pues de lo que en verdad se trataba en su caso, era de conseguir poner a salvo a toda una familia que se encontraba en evidente peligro.

Aguardó por tanto con impaciencia la llegada de aquella noche de luna llena que permitiría al
Milagro
aproximarse sin grave riesgo a la desembocadura del río, y en cuanto oscureció se encaminó, siempre en compañía de Bonifacio Cabrera, al punto de la playa en que habían ocultado una ligera canoa indígena.

La primera claridad de la luna asomando por entre espesas nubes les sorprendió bogando ya por un mar que semejaba una balsa de aceite, en una travesía que hubiera resultado perfecta a no ser por el hecho de que pronto descubrieron las amenazantes aletas de dos enormes tiburones que les seguían a pocos metros de la popa, y que parecían muy capaces de partir de un mordisco la fragilísima embarcación.

—¡Estos pretenden cenar gomero! —exclamó al poco el renco tratando de vencer con un desangelado sentido del humor el casi irresistible pánico que estaba a punto de invadirle—. ¿Y si regresáramos?

—Demasiado tarde, pero si supiéramos que se iban a conformar, podrías dejar que te comieran la pata mala —replicó
Cienfuegos
sonriente—. ¡Para lo que te sirve!

—En ese caso tendríamos que echarles también tus cojones —masculló el otro molesto—. Me están poniendo nervioso.

—Tú disimula.

—Ya disimulo —fue la amarga respuesta—. Me estoy cagando vivo y finjo que eructo.

Poco más tarde un tercer tiburón se unió a la comitiva, y luego un cuarto, y al poco el viaje semejó una especie de procesión de Viernes Santo, con un paso en el que dos figuras temblorosas apenas se atrevían a introducir en el agua el canalete por miedo a que les arrancaran el brazo de un mordisco, seguido por una serie de aletas triangulares que jugaban a convertirse en penitentes a los que tan sólo parecía faltar una vela en la mano.

—¡Volvamos! —susurró el renco sin osar siquiera inclinarse hacia delante—. Las nubes se espesan y no se ve un carajo…

—¡Tranquilo! Ya llegamos.

—¿Cómo lo sabes?

—Huele a sentina.

—He sido yo.

El cabrero se volvió apenas, pues hacerlo por completo hubiera puesto en peligro la estabilidad de la embarcación e inquirió indignado:

—¿Te lo has hecho encima?

—Más bien debajo —fue la humilde respuesta—. ¡Y como hay agua en el fondo…!

—Lo sé. También yo estoy sentado en ella. ¡Si serás guarro!

Continuaron bogando sin poder evitar sentirse los seres más miserables del planeta, perdidos en un mar plagado de hambrientos tiburones, sin rumbo, sin luna que alumbrara, y sin distinguir siquiera las mortecinas luces de las miserables cabañas de la playa que ya habían desaparecido a sus espaldas.

Por último se detuvieron manteniéndose al pairo con todos los sentidos alerta, atentos a captar la presencia de tierra o de un navío, advirtiendo cómo los escualos abandonaban su posición a popa para comenzar a girar mansamente en torno a ellos, cada vez más próximos, y cada vez más dispuestos a destrozar a dentelladas la diminuta embarcación.

Pasó un largo rato de angustia.

Alguien cantaba.

Lo hacía horrendamente, acompañado de algún tipo de desafinado instrumento de cuerda, pero la vieja y conocida melodía se deslizaba sobre la superficie del mar como si estuviera entonada por un coro de ángeles, y nunca nada se les antojó tan hermoso y reconfortante como aquella especie de graznido gangoso que llegaba del Oeste:

No importa el rumbo,

ni tampoco el destino.

No importa el puerto,

ni tampoco el peligro.

Importa el mar

e importa el horizonte.

Importa el sabor a sal,

y me importa tu nombre…

…Trinidad, a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…

—¡Ah del barco! —gritaron de inmediato.

—¿Quién vive? —replicó a poco el gangoso acallando su instrumento.

—¡
Cienfuegos
y Bonifacio Cabrera! Pero poco.

—¿Qué diantres queréis decir con eso?

—Que hacemos agua y estamos rodeados de tiburones. ¡Enciende una luz!

—¡Al instante! ¡Capitán, capitán…! Gente en peligro. Cinco minutos después se encontraban a bordo, y antes de aceptar abrazos y bienvenidas solicitaron ropa seca y un lugar en que desprenderse del insoportable hedor a miedo que despedían.

Bebieron luego con ansia un fuerte licor amargo que al parecer preparaba la gorda Zoraida con hierbas silvestres, y tras poner al corriente a Don Luis de Torres, el Capitán Salado y el resto de la tripulación de cuanto había sucedido en los últimos tiempos en La Española se aprestaron a escuchar cuanto los otros tenían que decirles.

—¡No es mucho! —se apresuró a puntualizar el judío converso—. Nos limitamos a ocultar el barco y esperar acontecimientos. La vida en Jamaica es muy tranquila, aunque lo cierto es que empezamos a carecer de muchas cosas. La precipitación de la huida hizo que nos fuéramos con lo puesto, y pronto pareceremos auténticos salvajes.

Sus ropas podían considerarse en verdad poco menos que andrajos, y presentaban un aspecto tan desaliñado, que en nada recordaban a la orgullosa tripulación que
Doña Mariana Montenegro
contratara año y medio atrás, pese a lo cual resultaba evidente que la disciplina no se había relajado en exceso, y el eficaz Capitán Moisés Salado había sabido sostener con mano firme las riendas de su barco.

—Tenía entendido que Zoraida os llevó bastimentos —señaló el cabrero.

—Únicamente lo más imprescindible, puesto que en esos momentos no había gran cosa en la ciudad.

—Ahora sí que hay. Los barcos de Ovando han llegado cargados hasta la cofa, aunque los precios son en verdad abusivos. Un simple jubón cuesta cuatro veces más que en Sevilla, y una buena espada, diez.

—El precio no importa —fue la tranquila respuesta de Don Luis de Torres—. En los ríos de Jamaica también abunda el oro, y los indígenas no se oponen a que lo recojamos… —Abrió un pesado arcón que aparecía repleto de pequeños sacos tejidos en fibra de palma—. Traemos esto y queremos llevarnos a cambio todo cuanto pueda hacer más cómoda nuestra vida allí.

—Sobre todo mujeres —recalcó el cocinero.

—¿Y las nativas?

—Poco a poco nos han ido abandonando. Tan sólo se han quedado un par de ellas, y eso es aún peor, pues provoca conflictos.

—Las mujeres que se puedan conseguir con ese oro también provocarán conflictos —señaló
Cienfuegos
.

—Es posible, pero sin ellas no contéis con nosotros —insistió el cocinero—. Necesitamos mozas fuertes capaces de ayudar a levantar una casa, lanzar las redes y parir muchos hijos.

—Pues dudo que en Santo Domingo las encontréis —sentenció el gomero—. Las que no están casadas, es que son furcias.

—No tengo nada contra las furcias —argumentó un gaviero murciano—. Zoraida lo era y no creo que pueda existir mejor compañera para una aventura como la que estáis proponiendo.

—Zoraidas hay pocas —puntualizó Bonifacio Cabrera—. Al menos en Santo Domingo.

—Pues habrá que ir a buscarlas —musitó
Cienfuegos
, y volviéndose al Capitán Salado, inquirió—: ¿Cuánto tiempo emplearíais en ir y volver a España?

—Un par de meses. Tres como máximo —replicó el silencioso marino tras meditar unos instantes.

El cabrero observó ahora al resto de los hombres que le observaban a su vez, y por último comentó sonriente:

—Supongo que aquel de vosotros que no sea capaz de conseguir una novia en un mes, es que nunca será capaz de conseguirla… —Sonrió con intención—. ¿Os gustaría intentarlo?

Un entusiasta murmullo de aprobación se extendió por la amplia camareta, y
Cienfuegos
se dirigió ahora al converso Luis de Torres:

—¿Qué opináis? —quiso saber—. Quizá la solución estaría en ir a España, comprar cuanto necesitamos, traer un puñado de mozas fuertes y sanas, y buscar luego una hermosa isla en la que fundar una pacífica colonia.

—Suena tentador —sentenció el otro al tiempo que recababa la opinión del Capitán Moisés Salado—: ¿Qué os parece?

—Que habría que salir de inmediato, porque el primer ciclón puede presentarse en cualquier momento.

—Me preocupa
Doña Mariana
señaló el converso—. Al fin y al cabo, el barco es suyo.

—Cuatro meses es lo que necesita para dar a luz y reponerse —le hizo notar el gomero—. Bonifacio y yo la cuidaríamos, y a mediados de agosto os estaríamos esperando en Xaraguá.

—No me gusta la idea de marcharnos sin ella —musitó en voz baja el judío—. El brazo de la Inquisición suele ser muy largo, y si la atrapan acabará en la hoguera.

—Anacaona nos ha brindado su protección.

—¿Y quién protegerá a Anacaona? —quiso saber el De Torres—. Por lo que habéis contado soplan vientos racistas, y ella es sin lugar a dudas la autoridad nativa más representativa de la isla.

—No creo que Ovando se atreva a tocarla. Es la única que realmente podría provocar una auténtica rebelión indígena.

—Por esa misma razón corre peligro —le hizo notar el otro—. Tal vez Ovando sea de los que opinan que La Española no estará conquistada hasta que haya desaparecido hasta el último de sus caciques. ¿Qué ocurriría en ese caso?

—Lo ignoro —admitió
Cienfuegos
con naturalidad—. Pero lo que sí puedo asegurar, es que ni Ovando, ni nadie, conseguiría apoderarse de Xaraguá en cuatro meses. Necesitaría un ejército del que de momento carece.

—«De momento»… —puntualizó el converso—. Pero tened por seguro que en cuanto reúna la gente necesaria caerá sobre ella. Santo Domingo es la base desde la que se iniciará el gran salto hacia el resto del continente, Ovando sabe que necesita ser dueño absoluto de esa base, y no puede arriesgarse a un ataque desde el interior. Ya las rebeliones de Francisco Roldán dieron una clara muestra de lo que tal hostilidad puede ocasionar, por lo que los días de Anacaona como princesa están contados.

—Lo admito —le hizo notar
Cienfuegos
—. Me consta que tenéis razón, pero también me consta que contamos con tiempo más que sobrado, puesto que hay más de treinta leguas de altas montañas y selvas impracticables entre Santo Domingo y Xaraguá, con ciénagas en las que los caballos se hunden y los cañones desaparecen. Allí, y pese a su mejor armamento, los soldados españoles son muy inferiores a los guerreros nativos.

—¡Bien! —se resignó el De Torres—. Imagino que habiéndose sobrevivido tanto tiempo en la selva, nadie mejor que Vos para cuidar en ella a
Doña Mariana
. —Se volvió a la marinería—. Los que estén de acuerdo en ir y volver a España que levanten la mano —pidió.

Una inmensa mayoría obedeció, aunque el Contramaestre, un hombretón eficiente y solitario que solía mantenerse al margen de cuanto se discutía, advirtió:

—Yo no volveré. Estoy cansado y quiero pasar lo que me queda de vida con mis nietos.

—Quedarse o no quedarse, será cuestión de cada cual, a su libre albedrío —sentenció Don Luis de Torres—. El que lo advierta por anticipado se llevará la parte de oro que le corresponde, y en paz. Pero al igual que ha hecho el Contramaestre, sería conveniente que supiéramos desde ahora quiénes tienen intención de regresar y quiénes no.

—Yo, si me lo permite, preferiría desembarcar ahora y quedarme aquí, en Santo Domingo —señaló un hombrecillo escuálido al que llamaban
La Coruja
, ya que tenía todo el aspecto de una diminuta lechuza siempre acechante—. Si por lo visto el peligro de la Inquisición ha pasado, no tengo por qué continuar huyendo.

—Conociéndote sé que lo que pretendes es ir a contarle al Gobernador dónde se esconde
Doña Mariana
. —El Capitán Salado parecía haber olvidado por una sola vez su escasa afición a pronunciar más de media docena de palabras—. Eres el único miembro de la tripulación al que no permitiré regresar, y suerte tendrás si a mitad de travesía no te tiro por la borda para evitar que nos denuncies.

—¡Pero Capitán! —intentó protestar el otro.

—¡Ni Capitán, ni gaitas! ¡Lárgate o esta noche los tiburones se envenenan contigo!

La Coruja
pareció comprender que la amenaza iba en serio, y que la mayoría de los presentes la secundaban, por lo que se apresuró a escabullirse como una rata apaleada hacia el castillo de proa.

—¡Vigílale! —ordenó de inmediato el Contramaestre a un marinero—. El Capitán tiene razón y le creo muy capaz de robar un bote y correr a vendernos. Si Judas tuviera que reencarnarse, sin duda lo haría en el cuerpo de ese hijo de la gran puta.

El resto de la velada lo dedicaron a la tarea de planear el viaje, la forma de actuar una vez en España y el punto de encuentro idóneo, al norte de Xaraguá, por lo que faltando apenas una hora para el amanecer, el Capitán ordenó echar al agua la falúa para que llevase a tierra a los visitantes sin miedo a los tiburones, mientras el resto de la tripulación comenzaba a preparar la nave para la larga travesía.

—Haremos aguada en
Borinquen
, de allí al Nordeste, y empopados, a Vigo —fue lo último que dijo el fiel Moisés Salado—. Y en agosto, o estamos muertos, o en Xaraguá.

En cuanto los más urgentes problemas de toma de posesión le dejaron un minuto libre, el flamante Gobernador, Fray Nicolás de Ovando, se apresuró a invitar a cenar a su antiguo condiscípulo Fray Bernardino de Sigüenza, con quien había coincidido en Salamanca, y aunque tenía plena conciencia de que su mugrienta presencia y su insoportable hedor conseguirían amargarle la velada, también le constaba que era uno de los pocos hombres de la isla en cuyo criterio y honradez podía depositar una absoluta confianza.

Le suplicó por tanto que le hiciera una detallada exposición de sus puntos de vista sobre la situación de la colonia, así como que le pusiera al corriente de las conclusiones a que había llegado con respecto al posible proceso por presunta brujería que se estaba siguiendo contra «una tal
Mariana Montenegro
».

Escuchó en un silencio tan respetuoso que casi no hacía gesto alguno para llevarse el tenedor a la boca, sin interrumpir a su interlocutor más que para demandar aclaraciones muy precisas, y tras los postres, cuando se acomodaron en los inmensos sillones de la biblioteca a saborear un delicioso licor de guindas que constituía su único vicio en este mundo, inquirió pensativo:

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