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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (17 page)

BOOK: Brazofuerte
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Poco podía sorprender que semejante personaje atravesara años más tarde las montañas del Istmo de Panamá cargando con unos pesados barcos en busca de un nuevo océano que sería el primero en avistar, por lo que el gomero llegó a la conclusión de que individuos como aquél era lo que estaba necesitando.

—Con media docena como él, no tendríamos el más mínimo problema a la hora de rescatar a
Doña Mariana
… —le comentó al cartógrafo mientras observaban cómo se alejaba con intención de recuperar su espada con el dinero que acababa de proporcionarle.

—¡Seguro! —admitió el otro—. Pero por suerte no existen media docena de Balboas.

—¿Por qué por suerte? —se sorprendió el canario—. Creí que os gustaba.

—¡Y me gusta! —fue la firme respuesta—. Le admiro y le aprecio, pero reconozco que es uno de esos individuos que lo mismo se hacen amigos que enemigos, y tanto sirven para apagar un incendio como para prenderle fuego a una ciudad. Jamás he conocido a nadie de reacciones más imprevisibles, y sabido es aquello de que «A marino viejo, vientos fijos»… —Rió como para sus adentros—. Y cuando a ese endiablado jerezano le da «la ventolera», o le abre las tripas a un tiburón o a un cocinero. —Bebió un último trago y se puso en pie pesadamente para concluir por aconsejar, seguro de lo que decía—: ¡Confiad en él, pero atadlo muy corto!

Como bandada de inmensas gaviotas, las blancas velas hicieron su aparición llegando por el Sudeste, y de inmediato corrió la voz de punta a punta de la isla; del palacio del Gobernador a la última choza; del púlpito al prostíbulo; del puerto a la montaña, y en cada garganta había tal vez un tono diferente: del miedo a la esperanza, y del entusiasmo a la más absoluta indiferencia al exclamar:

—¡Llega Ovando!

Era en verdad una conmoción como no se recordaba a este lado del océano, pues con Ovando llegaban más de dos mil nuevos habitantes para Santo Domingo, entre los que se incluían los más nobles caballeros y sus dignísimas esposas; soldados, curas, médicos, funcionarios, maestros, artesanos, campesinos, ganapanes, gañanes y prostitutas… toda la flora y fauna, en fin, de una ciudad que venía decidida a establecer sus reales para siempre en aquel lejano confín del Universo.

Tan sólo un pasajero de cuantos Ovando decidiera aceptar en su poderosa escuadra había faltado a la cita: un entusiasta muchachuelo llamado Hernán Cortés, que pocos días antes de la marcha, y ya con el equipaje a bordo, había cometido la estupidez de romperse una pierna al saltar un muro huyendo de un padre furibundo que pretendía molerle a palos por haberle arrebatado el honor a su hija.

Los demás estaban todos, y todos se acodaban en las bordas a contemplar el que sería de ahora en adelante su hogar, tierra distinta, húmeda y caliente, luminosa y deslumbrante con sus mil tonos de verde; de penetrante olor a selva y a guayaba; de salvajes desnudos y bestias asesinas; de misterios y leyendas que enardecían los sentidos.

Llegaba Don Nicolás de Ovando con sus huestes, y desde el instante mismo en que corrió el rumor, la población entera se concentró en las playas, a otear el horizonte, porque la suya era sin duda la más nutrida y poderosa escuadra que jamás se había visto, y pasarían muchos años antes de que treinta y dos inmensos navíos de alto bordo decidieran surcar de nuevo al unísono las aguas del mar de los Caribes.

—¡Llega Ovando!

Cienfuegos
recibió la noticia de su hijo Haitiké, al que el cojo Bonifacio Cabrera había enviado al monte en su busca, y mientras descendían juntos hacia el puerto, el gomero se preguntaba de qué forma tan señalado acontecimiento podría influir sobre la comprometida y difícil situación de la mujer que amaba.

¿Hasta qué punto tendría Don Nicolás de Ovando poder sobre asuntos supuestamente reservados a la Iglesia, y hasta qué punto estaría dispuesto a interesarse por los destinos de una extranjera atrapada en las redes de la Santa Inquisición?

Eran dos preguntas claves a las que venía dándole vueltas desde que tuvo conocimiento de que el arribo del nuevo Gobernador era inminente, y tras mucho analizarlas había llegado a la amarga conclusión de que por compasivo y justo que fuera su talante, habrían de transcurrir largos meses antes de que los infinitos problemas políticos a los que tendría que enfrentarse, le permitieran dedicar su atención a un asunto a la vez tan nimio y tan complejo.

Ovando no era en absoluto la solución, y lo sabía. El cambio no contribuiría a simplificar las cosas, sino tal vez, por el contrario, ensombrecería de nuevo aquellas que comenzaba a tener claras, y cuando encontrándose a mitad de la colina distinguió recortándose contra el horizonte la impresionante hilera de navíos que se aproximaban, tuvo la desagradable sensación de que un hierro al rojo le atravesaba las entrañas.

Aquellos aún lejanos buques transportaban sin duda mucha gente, gente desconocida que transformaría de la noche a la mañana el ya familiar ritmo de vida de la pequeña villa de las orillas del Ozama; gentes que venían a sustituir a los antiguos funcionarios y guardianes; gentes a las que habría que comenzar a estudiar otra vez desde un principio buscándoles los fallos.

¡Dios Bendito!

Tanto tiempo como había necesitado para establecer una compleja relación con sus oficiales con el fin de hacerse una idea de cómo funcionaba internamente «La Fortaleza», cuáles eran sus turnos de guardia, sus jefes más estrictos y sus accesos más factibles, y ahora toda aquella labor amenazaba con venirse abajo, puesto que, al igual que hiciera Bobadilla en su momento, lo más probable sería que la nueva autoridad se apresurase a poner hombres de su absoluta confianza al frente de todas las guarniciones.

El Alcázar del Almirante, «La Fortaleza», el castillete de la desembocadura del río, y el polvorín constituían los cuatro puntos estratégicos para el control de la ciudad, y por lo tanto no cabía hacerse ilusiones sobre el hecho de que el Alférez Pedraza, el sargento ronco, o cualquiera de los otros suboficiales que le debían dinero, consiguieran mantenerse mucho tiempo en sus cargos.

Y los que les remplazaran conservarían sin duda la adusta rigidez de unos militares mesetarios que aún no se habían dejado influenciar por un clima y un bochorno que invitaban a tomarse las cosas con excesiva calma dejando siempre los problemas para otro lugar y otro momento, sino que probablemente llegarían inflamados por ese fanatismo y ese entusiasmo que impulsa a cierto tipo de hombres a querer transformar el mundo en cuatro días.

Las naves ganaban en tamaño; el sol que se ocultaba extraía dorados reflejos de sus cañones y sus bornes, y ya incluso comenzaban a distinguirse los infinitos colores de las banderolas y gallardetes que engalanaban las crucetas y las jarcias.

Pero el veloz crepúsculo dominicano que apenas permitía transición entre el día y la noche, la luz y las tinieblas, aconsejó prudencia a la hora de aproximarse a oscuras a un puerto desconocido y sin capacidad para acoger en su interior a la totalidad de tan fantástica flota, por lo que los miles de curiosos que aguardaban impacientes el desembarco tuvieron que resignarse a regresar a sus hogares, al advertir cómo uno por uno los navíos iban arriando sus velas para lanzar al agua las anclas y fondear casi a tiro de piedra de la costa.

Aun así la noche fue una fiesta.

Las luces de más de treinta naves en las que sus pasajeros celebraban con risas y canciones el próximo final de tan larga y monótona travesía atrajo de nuevo a las playas a cuantos estaban deseando festejar a su vez el final de una dura e insoportable tiranía, por lo que muy pronto las más populares tonadillas vieron cómo se transformaban sus estrofas en otras que satirizaban abiertamente a Don Francisco de Bobadilla y sus secuaces.

De la sátira no se tardó mucho en pasar a las amenazas y a los clamores de venganza, y a solas en la sala de armas del Alcázar, a pocos metros de la estancia en la que se amontonaban las arcas con sus tesoros, el Gobernador saliente se vio obligado a escuchar cómo las voces que gritaban con odio su nombre aumentaban de tono por minutos, y cómo poco a poco los que antaño le rendían vergonzosa pleitesía le habían ido abandonando.

Hasta el último soldado y el más humilde siervo se escabulleron esa noche de Palacio, y como jamás tuvo parientes, ni amigos, ni aun amantes que pudieran consolarle, Don Francisco de Bobadilla, Caballero de la Orden de Calatrava, Comendador y ex hombre de confianza de sus Altezas, tuvo que sufrir en la más absoluta soledad el insoportable martirio que le infería un excitado populacho que casi de madrugada había osado acudir al pie mismo de sus ventanas, a echarle en cara con gritos y canciones la larga lista de sus inconcebibles ruindades.

«¡Se va el ladrón, se va el ladrón! Se marcha camino de la horca —aullaban desafinados—. Se va el ladrón, se va el ladrón. Se marcha a que lo entierren en monedas de oro. Se va el ladrón, se va el ladrón, y con sus perlas le harán una fría mortaja…»

Probablemente esa noche, Don Francisco de Bobadilla debió plantearse seriamente qué clase de diabólico maleficio había conseguido ejercer sobre su voluntad el oro de la isla, y cómo era posible que toda una vida de austeridad y bienhomía hubiera sido arrojada por la borda, pues había abandonado Sevilla sin más fortuna que tres mudas de ropa y su fama de honesto, y a los dos años escasos se veía obligado a regresar con la cabeza gacha, humillado por el peso de su vergüenza y de una fortuna valorada en cien mil castellanos en oro y doce sacos de perlas.

Se había convertido en poco tiempo en uno de los hombres más ricos de su tiempo, pero cabía preguntarse de qué podía servirle tal riqueza en una sociedad en la que quien no contaba con el favor de sus soberanos estaría considerado siempre poco menos que un paria.

La más estúpida avaricia le había transformado en un esclavo de sus propias riquezas, y el ansia de tener por tener, le condujeron a no tener nada teniéndolo ya todo.

Penetró en la estancia vecina, contempló la larga hilera de arcones que la llenaban por completo, y quizás en esos momentos le cruzó por la mente la absurda idea de si valdría la pena rescatar, con tan ingente tesoro, el ansiado bien de su propia estimación.

¿Qué le diría a la Reina?

¿Qué amarillento color ensombrecería sus mejillas, cuando se viera obligado a arrodillarse ante el trono y admitir en público que se había transformado en el más venal y desalmado de los súbditos?

¿Qué le respondería al severo Rey Fernando cuando con su adustez de siempre le pidiera cuentas por sus actos y le recriminara por el mal uso que había hecho de la confianza que en él depositara?

«¡Se va el ladrón, se va el ladrón! Se marcha camino de la horca…»

Los gritos llegaban incluso hasta la improvisada cueva de Alí Babá y aterrorizaba imaginar lo que podría ocurrir si tan enloquecida pandilla de energúmenos decidiera asaltar el desguarnecido Alcázar y apoderarse de todas sus riquezas.

Trató de imaginarse a sí mismo empleando el oro y las perlas en construirse en Valladolid el más hermoso palacio que jamás hubiera existido, pero no consiguió verse en tal empresa, por lo que le invadió el negro presentimiento de que tal vez Ovando trajera ya firmada la orden de colgarle.

El hecho de que algún día tendría que morir estuvo siempre presente en su existencia, pero también siempre aceptó que sería la suya una muerte digna, serena y respetada, con un fúnebre cortejo de monjes venerables que le acompañarían a su última morada cantando sus múltiples virtudes, y ahora empezaba a sospechar que se encontraba en vísperas de una muerte ignominiosa, ajusticiado en plena plaza, sufriendo las mofas de un sucio populacho, para que su cuerpo se exhibiese más tarde como ejemplo hasta que la cabeza se le separara por sí sola del tronco.

Terrible muerte desde luego, pero sería, ¡eso sí!, la muerte de uno de los hombres más ricos del planeta. Fuera, entremezclado con las gentes que gritaban y arrojaban huevos podridos a las ventanas cantando desafinados el obsesivo estribillo del ladrón, el canario
Cienfuegos
reparó pronto en el hecho de que hasta sus más íntimos colaboradores habían dejado sólo al Gobernador, y llegó a la conclusión de que ni tan siquiera todo el oro de la isla bastaría para compensarle por las amargas horas que debía estar padeciendo.

Luego, faltando poco más de una hora para el amanecer, comprendió que había llegado el momento de ponerse en movimiento.

Con la primera claridad del alba, comenzó el desembarco.

Mediada la mañana, cuando la mayor parte de los habitantes de la ciudad aún se agolpaban en las playas observando cómo las inmensas naves iban penetrando en el río para abarloarse unas a otras componiendo un espectáculo en verdad fascinante, seis hombres fuertemente armados al frente de los cuales marchaba un altivo capitán de vistoso uniforme golpearon con firmeza la puerta de la temida «Fortaleza» para reclamar la inmediata presencia del oficial de guardia.

—¿Y bien…? —inquirió el pobre hombre visiblemente acoquinado.

—¡Por orden del Gobernador Don Nicolás de Ovando, os conmino a que entreguéis la plaza! —fue la brusca respuesta.

—¿Dónde está esa orden?

—Aquí.

Los términos del documento no admitían la más mínima duda, insistiendo en que «La Fortaleza» con todos sus efectivos humanos y hasta el último de sus prisioneros pasaran al instante a manos de las fuerzas recién desembarcadas, y amenazando con todo el peso de la justicia real a quien osara oponer cualquier tipo de obstáculo a tan perentorio requerimiento. Venía lacrado con un sello irreconocible, y rubricado por una firma en que podía leerse con bastante nitidez: «Ovando».

El recuerdo del asalto al poder en los aún no muy lejanos días en que los Colón trataron de enfrentarse al propio Bobadilla, y de cómo éste tomó luego cumplida venganza sobre cuantos dificultaron que tomara posesión de su cargo, permanecía aún demasiado fresco en la memoria de un hombre que había ocupado en su día un puesto destacado entre las huestes vencedoras, por lo que tras meditarlo tan sólo unos segundos, se cuadró marcialmente para replicar con la mayor firmeza de que se sintió capaz en tan difíciles momentos:

—Cumpliendo órdenes superiores os entrego la plaza y me considero relevado del servicio.

—Cumpliendo órdenes superiores, tomo el mando —le replicaron en idéntico tono.

—¿Qué debo hacer ahora?

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