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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (4 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—¡No te muevas!

Tardó mucho, no supo cuánto tiempo. Cuando hubo terminado, permaneció con todo el peso de su cuerpo encima de ella, resoplando. Ella no dijo nada, no hizo nada, apenas si existía.

Él se levantó poco a poco y le soltó las ataduras alrededor de sus pies. Era alambre de acero y tenía que haberlo traído consigo, pensó, pues no guardaba nada de eso en el piso. Aunque se hallaba libre para poder incorporarse, permaneció apática y tumbada. Él le dio la vuelta para colocarla boca abajo y ella no ofreció ninguna resistencia.

Volvió a echarse sobre ella y en un momento de indolencia pudo constatar que él mantenía su erección. No podía entender que estuviera ya listo para otra embestida unos minutos tras la eyaculación anterior.

Separó sus glúteos y la penetró. Ella no abrió la boca y se desmayó por segunda vez, pero le dio tiempo a repetir sus plegarias.

«Señor, tú que estás en los Cielos, no dejes que me muera. Solo tengo veinticuatro años, no dejes que me muera.»

No lo estaba o, al menos, abrigaba ese deseo. Continuaba tumbada en la misma posición, desnuda y boca abajo. En el exterior, el día apenas había iniciado su mañana dominical. Ya no era de noche. Una madrugada blancuzca de mayo entraba sigilosamente en el cuarto y su piel parecía casi azul. No se atrevió a moverse, ni siquiera para ver la hora en el despertador de la mesita. Se quedó así, en absoluto silencio, escuchando sus propios latidos durante tres horas. Entonces estuvo segura, se había ido.

Se levantó rígida y entumecida y bajó la vista para examinar su cuerpo. Los senos pendían inánimes, como si se lamentaran sobre su suerte o por su muerte. Los tobillos estaban muy hinchados y un hematoma en forma de anillo ancho abrazaba la parte inferior de ambas pantorrillas. El ano le dolía con intensidad, y una fuerte punzada subía desde la vagina hasta el estómago. Con serenidad y determinación casi imperturbables, despojó la cama de toda su ropa. Lo hizo con rapidez e intentó arrojarla al cubo de la basura, pero no era lo bastante grande. Llorando y con la cólera en aumento, trató en vano de introducirla con fuerza en la bolsa, pero tuvo que desistir y se quedó sentada, totalmente descompuesta, desnuda e indefensa sobre el suelo.

«Señor, ¿por qué no me dejaste morir?»

El timbre de la puerta sonó sin piedad y retumbó en todo el apartamento. El ruido la sorprendió y no pudo retener un grito.

—¿Kristine?

La voz resonaba de lejos, muy remota, pero la inquietud atravesó las dos puertas.

—Vete —musitó, con la certeza de que no había oído nada.

—¿Kristine? ¿Estás ahí?

El volumen de la voz era ya más potente y más preocupado.

—¡VETE!

Toda la fuerza que le había faltado el día anterior, cuando más la había necesitado, se acumuló en ese único grito.

Al instante, se presentó delante de ella, intentando recobrar la respiración. Se le cayeron las llaves al suelo.

—¡Kristine! ¡Mi niña!

Se agachó y rodeó con sus brazos el cuerpo desnudo y hecho un ovillo con mucho cuidado. El hombre temblaba de pánico y respiraba a toda velocidad. Ella quiso consolarlo, decir algo que hiciera que todo volviese a estar bien, decir que todo estaba en orden, que no había pasado nada. Pero cuando notó la tela rígida de la camisa de franela contra su rostro y el olor masculino, seguro y familiar, tuvo que rendirse.

Su imponente padre la abrazaba y la mecía de un lado a otro, como a una niña pequeña. Sabía lo que había sucedido. La ropa de cama que se salía del cubo de basura, la sangre alrededor de sus tobillos, la figura desnuda e indefensa, el llanto de desesperación que nunca había oído antes. La levantó, la trasladó al sofá y la tapó con una manta. La lana basta de la prenda le pinchaba sin duda la piel, pero decidió no ir por una sábana para no tener que soltarla. En cambio, se hizo a sí mismo una promesa sagrada mientras le acariciaba el cabello una y otra vez.

Pero no dijo nada.

Lunes, 31 de mayo

E
ra difícil acostumbrarse a esto. La chica de veinticuatro años, sentada frente a ella y que miraba al suelo, era la cuadragésima segunda víctima de violación de Hanne Wilhelmsen. Llevaba la cuenta porque consideraba que las violaciones eran lo más execrable. El asesinato era otra historia, de alguna forma lo podía hasta entender. Un momento frenético de emociones desmedidas y, tal vez, de rabia acumulada durante años. Podía, de algún modo, existir cierta comprensión. En ningún caso en la violación.

La chica había traído a su padre, no era infrecuente. Un padre, una amiga y, a veces, un novio, pero, rara vez, una madre. Curioso. Quizás una madre sea alguien demasiado cercano.

El hombre era voluminoso y no encajaba bien en la estrecha silla. No es que tuviera sobrepeso: era, sencillamente, monumental. Al menos, le sentaban bien esos kilos de más. Debía de medir más de metro noventa, una apariencia cuadrada, eminentemente masculino y poco agraciado. Un puño gigantesco se posó sobre la delicada mano de su hija. Se parecían de un modo indefinido. La mujer revelaba una constitución muy distinta: poco menos que endeble, a pesar de haber heredado la complexión espigada de su padre. El parecido residía en los ojos: la misma forma, igual color y con idéntica expresión. Igual que el semblante perdido y afligido que, sorprendentemente, era más notable en el gesto del gigantón.

Hanne estaba turbada, no acababa de acostumbrarse a las violaciones. Pero era muy competente, y los buenos policías no muestran sus sentimientos, al menos no cuando se sienten consternados.

—Tengo que formularte varias preguntas —dijo en voz baja—. Algunas no son muy agradables, ¿te importa?

El padre se retorcía en la silla.

—Estuvo ayer prestando declaración durante varias horas —dijo—. ¿Es necesario volver a hacerla pasar por lo mismo?

—Sí, lo siento. La denuncia en sí no es muy detallada. —Dudó un instante—. Podríamos esperar hasta mañana, pero…

Se mesó el cabello con la mano.

—Es que nos tenemos que dar prisa, es importante actuar con rapidez en este tipo de investigación.

—Está bien.

Esta vez fue la mujer quien contestó. Se acomodó en la silla para hacer frente de nuevo a lo que había ocurrido el sábado noche.

—Está bien —volvió a decir, ahora mirando a su padre.

La mano de la hija consolaba ahora a la del padre.

«El padre lo está pasando mucho peor», pensó, e inició el interrogatorio.

—¿Quieres comer, Håkon?

—No, ya he comido.

Hanne miró el reloj.

—¿Que ya has comido? ¡Si son solo las once!

—Sí, pero te acompaño a tomar un café y te hago compañía. ¿El comedor o el despacho?

—El despacho.

Se dio cuenta nada más entrar, las cortinas era nuevas. No es que fueran muy policiacas, de color azul rey con flores silvestres.

—¡Qué bonito te ha quedado! ¿De dónde lo has sacado?

No le contestó, se acercó al armario y sacó un bulto de telas elegantemente envueltas.

—Las he cosido para ti también.

Él se quedó mudo.

—Costaron solo siete coronas el metro, en Ikea. ¡Siete coronas el metro! Por lo menos son más acogedoras y mucho más limpias que estos harapos, propiedad del Estado, que cuelgan por ahí.

Apuntaba con el dedo a la cortina gris de suciedad que asomaba de la papelera, la cual se mostraba profundamente ofendida por el comentario.

—¡Muchísimas gracias!

Él tomó el montón de telas con entusiasmo y volcó de golpe su taza de café sobre ellas. Una flor marrón se esparció entre todas las florecitas azules y rosas. Hanne liberó un suspiro descorazonado, casi inaudible, y recogió las cortinas.

—Las voy a lavar.

—¡No, ni hablar, ya las lavo yo!

El aroma de un perfume envolvía el despacho, desconocido y algo fuerte. La fragancia procedía de una fina carpeta verde situada encima de la mesa entre ambos.

—Por cierto, este es nuestro caso —dijo, tras evitar que el derramamiento del café provocara un daño mayor, y le alcanzó los papeles.

—Violación. Jodidamente horrible.

—Todas las violaciones son horribles —murmuró él; tras haber leído algunos párrafos, estuvo de acuerdo—. ¿Qué impresión te dio?

—Una chica estupenda, guapa, correcta en todos los sentidos. Estudiante de Medicina, lista, exitosa y… violada.

Se estremeció.

—Permanecen allí sentadas, hundidas y perdidas, mirando al suelo y entrelazando los pulgares como si tuvieran la culpa. Me siento tan desalentada, a veces hasta más perdida que ellas, creo.

—Y qué crees que siento yo —le dijo Håkon—. Al menos eres mujer, no eres culpable de las violaciones de ciertos hombres.

Golpeó la mesa con los papeles de unos interrogatorios realizados a dos estudiantes de Medicina.

—Bueno, tampoco es exactamente culpa tuya —sonrió la agente.

—No…, pero me siento más que incómodo cuando debo adoptar una postura respecto a ellas. Pobres chicas. Pero… —Extendió los brazos encima de la cabeza, bostezó y acabó lo que le quedaba de café—. Normalmente evito tener que verlas, son los fiscales del Estado quienes se ocupan de estos casos, por suerte. Para mí, son solo nombres escritos en un papel. Por cierto, ¿sacaste la dos ruedas?

Hanne dibujó una amplia sonrisa y se levantó.

—Ven aquí —le contestó, moviendo el brazo para que se acercara a la ventana—. ¡Allí! ¡La rosa!

—¿Tienes una moto rojo pálido?

—No es rojo pálido —dijo, muy molesta—. Es rosa, o
pink
. En cualquier caso, no es en absoluto rojo pálido.

Håkon se mofó y le propinó un empellón en el costado.

—¡Una Harley-Davidson rosa pálido! ¡Qué espanto!

La miró de abajo hacia arriba.

—Por otro lado, eres demasiado guapa para conducir un vehículo de dos ruedas, sea cual sea. Al menos, tendría que ser rojo pálido.

Por primera vez, desde que se habían conocido hacia cuatro años, vio que Hanne empezaba a ruborizarse. La apuntó triunfante a la cara con el dedo.

—¡Rojo pálido!

La botella de refresco le alcanzó en pleno pecho. Por fortuna, era de plástico.

Por mucho que lo intentara, no conseguía dar una descripción precisa del violador. En algún lugar recóndito de su cabeza se escondía su imagen con total claridad, pero no era capaz de sacarla.

El dibujante era un hombre paciente. Esbozaba y borraba, trazaba nuevas líneas y proponía un mentón diferente. La mujer ladeó la cabeza, observó el retrato manteniendo los ojos entreabiertos y quiso recortar un poco las orejas. No había nada que hacer, no se parecía en absoluto.

Lo intentaron durante más de tres horas. El dibujante tuvo que cambiar cuatro veces de hoja; estaba a punto de desistir. Colocó los bocetos inacabados delante de la mujer.

—¿A cuál de estos se parece más?

—A ninguno…

Era hora de dejarlo.

Hanne y el fiscal adjunto Sand no eran los únicos que sentían aversión por los casos de violación. El inspector Kaldbakken, el superior más inmediato de Hanne, también estaba harto de estos sumarios. Su rostro equino parecía encontrarse ante un saco de avena podrida y decir que prefería rechazar la invitación.

—La sexta en menos de dos semanas —musitó—. Aunque esta tiene un modus operandi diferente. Las otras cinco son imputables a las propias víctimas, no esta.

Relaciones consentidas… Aquello era indignante. Sobraba. Chicas que habían acompañado a casa a hombres, más o menos desconocidos, tras una noche por la ciudad. Las llamadas «violaciones
after hours
». No salía casi nunca nada en claro de aquellos episodios, era siempre la palabra de uno contra la del otro. No obstante, tenían muy poco que ver con la autoinculpación, pero optó por no decir nada. No ya porque tuviera miedo de su superior, sino porque, sencillamente, no le apetecía.

—La chica no consigue fijar un retrato robot —prefirió responder—. Y tampoco encuentra al hombre en los archivos. Complicado.

Efectivamente, lo era, y no porque el caso fuera a quedarse sin resolver; por desgracia, no era el único de la lista. Era por culpa del modus operandi en sí, algo muy preocupante.

—Ese tipo de personas no se rinden hasta que las cogen.

Kaldbakken lanzó una mirada al despacho, sin fijar la vista en nada concreto. Ninguno de los dos soltó palabra, pero ambos presagiaban algo, en aquel maravilloso día de mayo, tan tentador al otro lado de la sucia ventana. El hombre flacucho golpeaba la carpeta con su dedo curvo.

—Este nos puede tener entretenidos esta primavera —dijo, francamente preocupado—. Voy a proponer el sobreseimiento en los otros cinco casos y vamos a priorizar este. Dele prioridad a este asunto, Wilhelmsen, ¿me ha oído? Prioridad absoluta…

Hacía tanto calor en el cuarto que incluso el fino suéter, con la insignia de los Washington Redskins inscrita en el pecho, le sobraba, así que se lo quitó. El canalillo de la camiseta de tirantes estaba mojado e intentó tirar de la tela sin demasiado éxito. La ventana estaba abierta de par en par, pero mantenía la puerta cerrada. La corriente no era buena para el escaso orden que había conseguido sobre su mesa de trabajo.

Poco podía hacer. Ciertamente habían recabado algunos indicios en el lugar de los hechos: un par de cabellos que podían pertenecer al criminal, manchas de sangre que probablemente no era suya y restos de semen que, con toda seguridad, eran suyos. Con un retrato robot poco convincente, había poco que sacar de los medios de comunicación, aunque lo iban a intentar. Tampoco había dado resultado el repaso de los archivos fotográficos.

Llevaría tiempo analizar el poco material del que disponían, así que, mientras tanto, había que contentarse con preguntar a los vecinos si habían visto u oído algo. Pero nada, nunca sabían nada.

Marcó cuatro cifras en el interfono.

—¿Erik?

—¿Sí?

—Soy Hanne. ¿Tienes tiempo para dar una vuelta conmigo?

Lo tenía. Era el cachorro de Hanne, un agente de primer año, pelirrojo y con tantas pecas que con una más sería indio. Al cabo de medio minuto, esperaba en la puerta moviendo la colita.

—¿Voy a por un coche?

Se levantó, sonrió de oreja a oreja y le tiró un casco de moto negro. Él lo atrapó sonriendo más si cabe.

—¡Guay!

Hanne movió la cabeza.

—Mola, Erik. No guay.

El edificio parecía ser de finales del siglo XX. Descansaba en uno de los mejores barrios al oeste de la ciudad y estaba reformado con devoción. Nada que ver con los inmuebles famélicos del este, que chillaban unos más que otros, con sus colores morados y rosas y otros que, probablemente, no existían cuando se construyeron. Esta finca era de color gris perla. Las ventanas y puertas estaban ribeteadas en azul oscuro y la rehabilitación tuvo que llevarse a cabo hacía muy poco tiempo.

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