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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (3 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Salvo la Policía de Oslo, que sufrió todo aquello que la mayoría de la gente se libraba de ver: múltiples escándalos callejeros, un buen número de personas sobradamente ebrias, jóvenes pasados de vuelta, algún que otro conductor bebido y peleas domésticas. Todo muy previsible y, por ello, fácil de solucionar. De todos modos, un asesinato de una rara brutalidad y cinco episodios con arma blanca, aunque con consecuencias menos trágicas, estaban muy por encima de la media; y, como guinda, otros cinco casos de violación. Los festejos del 17 de Mayo de ese año pasarían a la historia como los más salvajes de la historia.

—No entiendo lo que está pasando con esta ciudad. Sencillamente, no lo entiendo.

El inspector Kaldbakken, placa A 2.11, miembro del Grupo de Homicidios de la comisaría de Oslo, tenía más horas de vuelo que todos los demás juntos en la sala. Era un hombre parco en palabras, y las que salían de su boca solían formar un murmullo indescifrable, pero todo el mundo entendió perfectamente lo que acababa de decir.

—Nunca he visto nada igual.

Los demás miraron hacia otro lado y nadie dijo nada. Comprendían muy bien lo que significaba esa nueva ola de criminalidad.

—Horas extras —susurró al final uno de los agentes, con la mirada clavada en un montaje fotográfico que colgaba de la pared y que representaba la fiesta de verano de la sección del pasado año—. ¡Horas extras, horas extras! La parienta está muy cabreada.

—¿Quedan fondos en el capítulo de horas extras? —preguntó una joven agente con el pelo corto y rubio y con una visión todavía optimista de la vida.

Ni siquiera recibió respuesta, tan solo una mirada de reproche por parte del jefe de sección, que informó a los más veteranos del grupo de lo que todos los presentes ya sabían.

—Lo siento, señores, pero si esto sigue así, tendremos que posponer las vacaciones —dijo, evitando así contestar a la pregunta anterior.

Tres de los once policías de la sala se habían apuntado para agosto y septiembre, y ahora rezaban en silencio con la esperanza de que sus pretensiones veraniegas siguieran intactas, pues, para entonces, seguro que todo habría vuelto a la normalidad.

Se repartieron los casos de la mejor manera posible, sin tener en cuenta el volumen de trabajo ya existente. Estaban todos hasta el cuello de cargas y obligaciones.

Hanne evitó el asesinato, pero tuvo que apechugar con dos de las violaciones, además de con tres incidentes de malos tratos. Erik Henriksen, un policía de pelo dorado, iba a colaborar con ella, y esa idea pareció llenar al hombre de felicidad. Ella soltó un profundo suspiro, se levantó al finalizar el reparto de tareas y, de camino hacia su despacho, no dejó de preguntarse por dónde diablos tenía que empezar.

Sábado, 22 de mayo

L
a noche no se había alargado más allá del programa de televisión
Los hechos del sábado
. Hanne ya se había dormido. Su pareja, una mujer de su misma edad (se llevaban solo tres semanas de diferencia), apenas la había visto en toda la semana. Incluso el Día de la Ascensión, Hanne desapareció al amanecer y volvió a las nueve de la noche para lanzarse de cabeza a la cama. Así que estaban recuperando algo del tiempo perdido. Habían dormido hasta tarde; habían dado una vuelta de cuatro horas en moto y habían parado en tres puestos de carretera a comer helado. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentían como dos enamoradas. Aunque Hanne había estado dormitando a lo largo de una pésima mañana de sábado mientras Cecilie preparaba algo de comer, apenas probó la comida rociada con media botella de tinto, para volver a echarse en el sofá. Cecilie no supo muy bien si sentirse molesta o halagada. Se decidió por lo último, arropó a su amada y le susurró al oído:

—Debes de estar bastante segura de mis sentimientos, ¿verdad?

El dulce aroma de piel femenina mezclado con un suave perfume la retuvo. La besó con cuidado y acarició con la punta de su lengua la mejilla de la mujer dormida. Decidió despertarla.

Hora y media más tarde, sonó el teléfono. Era el de Hanne. Ambas lo reconocieron por el sonido. El de Cecilie tenía un timbre; el de Hanne repicaba. El hecho de que tuvieran dos números distintos hería profundamente a Cecilie. Nadie podía tocar el teléfono de Hanne, salvo ella misma, nadie en la comisaría de Oslo debía saber que compartía su hogar con otra mujer. El sistema telefónico era una de las pocas e indiscutibles reglas de sus quince años de convivencia.

El teléfono no dejaba de sonar; si hubiese sido el de Cecilie, lo habrían dejado que se cansara de llamar. Sin embargo, el ruido insistente hacía sospechar que podía tratarse de algo importante. Hanne exhaló una queja, se incorporó renqueante y quedó en pie, desnuda en el umbral de su dormitorio, mirando hacia la entrada.

—¡Wilhelmsen, dígame!

—Aquí Iversen, de la guardia. Perdone que te llame tan tarde…

Hanne intentó vislumbrar el reloj de la cocina y pudo comprobar que era mucho más tarde de medianoche.

—No, ningún problema —contestó entre bostezos, sintiendo un escalofrío por la corriente de aire que venía del pasillo.

—Irene rsby dijo que había que llamarte. Tenemos otra masacre del sábado noche para ti, tiene un aspecto espantoso.

Cecilie se aproximó inadvertidamente a su espalda y la envolvió con una bata rosa de felpa que lucía una fabulosa insignia de Harley-Davidson en el hombro.

—¿Dónde?

—Una caseta modelo Moelv cerca del río Loelva. Estaba cerrada con un candado ridículo que cualquier niño habría conseguido abrir. No te puedes imaginar el horror que hay allí dentro.

—Sí, me imagino. ¿Habéis hallado algo que tenga algún interés?

—Nada, solo sangre por todas partes. ¿Quieres verlo?

Quería: los escenarios más sangrientos de crímenes inexistentes empezaban a interesarle cada vez más. Por otro lado, aunque la paciencia de Cecilie estaba hecha a prueba de bombas, no era inagotable y probablemente había alcanzado ya su límite.

—No, esta vez me basta con ver las fotos, gracias por llamar.

—¡Vale!

Estaba a punto de colgar, cuando cambió bruscamente de idea.

—¡Hola! ¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Pudiste ver si había algo escrito en la sangre?

—Pues sí. Un número, varias cifras. Bastante ilegible, pero lo están fotografiando desde todos los ángulos.

—Bien, porque eso tiene mucha importancia. Buenas noches y… ¡gracias de nuevo!

—No hay de qué.

Hanne volvió a la cama de cabeza.

—¿Es algo grave? —preguntó Cecilie.

—No, solo otro más de esos baños de sangre de los que te hablé. Nada importante.

Hanne se encontraba en el límite entre el sueño y la realidad, a punto de dormirse profundamente, cuando Cecilie la reenganchó a la vida.

—¿Cuánto tiempo vamos a seguir con la división de teléfonos? —soltó con serenidad al aire, como si no esperara respuesta.

Mejor así, porque Hanne se dio la vuelta y permaneció recostada sin decir palabra. De repente, los edredones que siempre se solapaban y habían servido de abrigo común para las dos se fueron cada uno para su lado. Hanne se arrebujó en la colcha de pluma y siguió sin abrir la boca.

—No lo entiendo, Hanne. Lo he aceptado durante estos años, pero siempre dijiste que algún día las cosas serían distintas.

Hanne persistía en su silencio, en posición fetal, dándole la espalda, a modo de gélido rechazo.

—Dos números de teléfono. Nunca me has presentado a compañeros tuyos del trabajo y nunca he conocido a tus padres. Tu hermana es tan solo una persona de la que hablas para contar alguna anécdota de infancia. Tampoco podemos compartir la Navidad juntas.

Estaba embalada. Se sentó en la cama. Hacía más de dos años que no había tocado el tema y, aunque no albergaba la mínima esperanza de lograr nada con todo aquello, sintió que era de vital necesidad expresar que aún no se había acostumbrado a esa situación, que nunca se sentiría satisfecha de mantener esas mamparas herméticas contra todo lo que concernía a la vida de Hanne fuera del apartamento. Posó con cuidado la mano sobre la espalda de su compañera, pero la retiró inmediatamente.

—¿Por qué todos nuestros amigos son médicos y enfermeras? ¿Por qué solo tenemos que relacionarnos con mi mundo? ¡Por Dios, Hanne, nunca he hablado con otro policía que no fueras tú!

—No se dice policía. —Las palabras salieron un poco ahogadas de entre las almohadas.

Cecilie intentó de nuevo poner su mano sobre la espalda que tenía delante, pero esta vez no tuvo que apartarla, el cuerpo entero respondió con una sacudida. Hanne no tenía nada que decir. Su amada cerró la boca. Llorando quedamente, se acostó con el cuerpo muy pegado a su mujer y, en ese preciso instante, decidió no volver a sacar el tema, al menos no hasta dentro de muchos años.

Sábado, 29 de mayo

N
o se dio cuenta del buen aspecto que presentaba hasta que transcurrió un buen rato. Alto, rubio y bastante ancho de espaldas. La ya muy consumida bombilla, cuya luz opaca iluminaba la puerta de entrada, reveló que su pelo se había batido en retirada en la zona de las sienes y que exhibía un moreno poco usual en esa época del año, a pesar del buen tiempo de las últimas semanas. Bajo la pálida luz, la piel de la mujer aparecía blanquecina como la leche, pero la del hombre era dorada, como la que produce el sol de Semana Santa.

Esquivó su propia sombra y sacó torpemente las llaves del amplio bolso de tela. Él seguía con detalle todos sus movimientos con un interés, cuando menos, llamativo, pensaba ella, como si hubiese apostado consigo mismo si la mujer estaba en condiciones o no de encontrar algo en todo este barullo.

—Vaya, parece que has encontrado las llaves; dicen que no se encuentra nada en un bolso de mujer.

Ella le obsequió con una sonrisa cansada. No tenía fuerzas para más, era demasiado tarde.

—Las chicas como tú no deberían estar fuera a estas horas de la noche —prosiguió, mientras ella abría la puerta.

La siguió al interior.

—Que duermas bien, ¿vale? —dijo, y desapareció subiendo las escaleras.

El buzón estaba vacío, igual que ella, que no se sentía muy bien. No había bebido mucho, un par de pintas; el problema eran aquellos locales llenos de humo. Los ojos le escocían y parecía que las lentillas estaban pegadas a sus globos oculares.

El edificio se había tranquilizado, solo un bajo lejano proveniente de un potente equipo de música vibraba ligeramente bajo sus pies.

La puerta tenía dos cerraduras de seguridad; «uno no podía ser lo suficientemente prudente; una mujer soltera en el centro de la ciudad…», opinaba su padre, que fue quien las montó. Solo una estaba en funcionamiento: «ya está bien de tanto pesimismo».

El olor y el calor hogareños le dieron la bienvenida. Dio un traspié en el tranco de la puerta. Apenas había penetrado con medio cuerpo al interior del piso, cuando él ya estaba ahí.

El susto fue más fuerte que el dolor en el momento de caer al suelo. Oyó que la puerta se cerraba a su espalda. La mano dura y fría sobre su boca la paralizó enteramente. La rodilla del hombre oprimía con fuerza y dureza la región lumbar y tiraba del cabello para levantar la cabeza. Su espalda estaba a punto de partirse en dos.

—Estate muy quieta, sé buena chica y todo irá bien.

La voz sonaba muy distinta a la que habló hacía tres minutos, pero sabía que era él y sabía lo que estaba buscando. Una chica de veinticuatro años que vive sola en el centro de Oslo no posee muchas cosas de valor que digamos. Salvo lo que él deseaba. Y ella lo sabía.

Pero no lo temía, podía hacerle lo que quisiera mientras no la matara. Tenía miedo a la muerte, solo a la muerte.

El dolor intenso le nubló la vista, ¿o fue porque hacía un buen rato que no había respirado? Soltó poco a poco la garra de su boca mientras le advertía que permaneciera en silencio. No fue necesario, la laringe estaba hinchada como si un enorme, doloroso y silencioso tumor lo bloqueara todo.

«¡Oh Señor! no dejes que me muera. No dejes que me muera. Que acabe rápido, rápido, rápido.»

Era su único pensamiento. Estaba aterrada.

«Puede hacer lo que quiera, pero, Señor, amado Señor, no dejes que me muera.»

Las lágrimas brotaron solas, un fluido silencioso, como si los ojos hubieran reaccionado por iniciativa propia. Parecían llorar de un modo inconsciente. De repente, el hombre se puso de pie. La espalda se quejó al recobrar su postura original y ella quedó yaciendo de cara al suelo. Pero no duró mucho tiempo. Él la agarró por la cabeza, una mano en la oreja derecha y la otra tirando del pelo, y la arrastró así hasta el salón. El dolor era descomunal. Intentó gatear, reptando, pero iban demasiado deprisa y los brazos no lograban mantener el mismo paso. El cuello se estiró desesperadamente tras él para no quebrarse. Se le volvió a nublar la vista.

«Señor mío, te lo ruego, no dejes que me muera.»

No encendió la luz. Una farola de la calle iluminaba el pasillo a través de la ventana, proporcionando la suficiente visión. La soltó en mitad del salón. Encogida en posición fetal, empezó a llorar de verdad, sin hacer mucho ruido entre sollozos y temblores. Se tapó la cara con las manos con la vana esperanza de que el hombre no siguiera ahí cuando volviera a mirar.

Súbitamente, estaba de nuevo encima de ella. Introdujo un trapo en su boca, era la bayeta de la cocina. El sabor rancio casi la ahoga. Sintió fuertes arcadas y se desmayó.

Cuando se despertó, la bayeta había desaparecido. Estaba tumbada en su propia cama y notó que estaba desnuda. El hombre estaba tendido encima de ella, sintió su pene entrar y salir con violencia, aunque el dolor alrededor de los tobillos era más intenso. Los pies estaban atados a las patas de la cama, con algo que no conseguía reconocer. Era cortante y parecía hilo de acero.

«Señor, santo Dios, no dejes que me muera. Nunca volveré a quejarme de nada.»

Finalmente sucumbió, no podía hacer nada. Intentó gritar, pero las cuerdas vocales seguían agarrotadas.

—Estás muy buena —jadeó el hombre entre dientes—. ¡Una tía tan buena como tú no puede pasearse la noche del sábado sin una polla!

El sudor de su frente goteaba sobre la cara de la mujer. Le quemaba la piel y ella empezó a mover la cabeza de un lado a otro para evitarlo. Durante un instante, el hombre soltó una de sus muñecas para propinarle una potente bofetada.

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