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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, #Terror

Anoche salí de la tumba (4 page)

BOOK: Anoche salí de la tumba
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Aun así, estaba probando de nuevo. Presentes en la reunión, la señora McLaren, fervorosa creyente en las prácticas espiritistas de la señora Sanders; Muriel Nash, en cuyo nacarino descote tumultuoso se reflejaban los vaivenes de luz amarilla del exterior… La propia médium, la viuda Shelley…

Cuatro personas esperando la llegada de alguien que no quería acudir. Y que no acudió.

—¡Imposible! —jadeó por fin, con desaliento, la señora Sanders. Resopló, retirando sus manos de la mesa—. Señora Shelley, lo siento. No puedo hacer más. Se acabó la sesión. Enciendan las luces, por favor.

—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué Jason no ha querido venir?

—No lo sé, querida mía —rezongó con mal disimulado disgusto la médium—. A veces creí que él se acercaba a nosotros, que iba a entrar en nuestro círculo… e inmediatamente, esa sensación se perdía definitivamente. No sé. Es como…, como si no le fuera posible hacerlo. Luego, sentí…

Se detuvo sin terminar. Yvette la miró, interrogante. Parecía que, de repente, la señora Sanders se hubiera arrepentido y no quisiera terminar la frase iniciada.

—Sintió… ¿qué? —quiso saber la viuda.

—No, no sabría explicarlo, pero…, pero fue como si un espíritu, uno ajeno, surgido de alguna parte, me dijera algo…

—¿Algo? ¿Entendió lo que le dijo?

—Pues… sí. Pero, naturalmente, debí equivocarme. O él era uno de esos espíritus burlones que una a veces se encuentra en ocasiones parecidas… —hizo un vivo ademán, como quitando importancia a todo aquello—. En resumen, señora, no creo que tuviera la menor importancia…

—Prefiero que me diga lo que le dijeron. O lo que, cuando menos, usted creyó que le decían…

—Es que… no tenía sentido, señora —confesó rotunda la señora Sanders—. Ningún sentido.

—Aun así…, ¿qué era ello?

Charlote Sanders meneó la cabeza. Miró en torno, a las sombras que empezaban a disiparse, a medida que Muriel encendía los candelabros y quinqués de la sala. Sus palabras sonaron incongruentes en aquel repentino silencio:

—Bueno, hubo un espíritu que me insinuó que…, que el alma del señor Shelley no estaba aún con ellos, porque…, porque él… no había muerto.

A Muriel se le cayó de las manos la luz con que prendía velas y quinqués. La señora Shelley emitió un grito agudo, lleno de horror. Después, corrió hacia la salida, gritando:

—¡Jason, Jason, amor mío! ¡Estás vivo! ¡Vivo! ¡No has muerto! ¡Yo te sacaré de la tumba, vida mía, antes de que sea demasiado tarde!

* * *

Las manos golpeaban abruptamente en los vidrios, en los hierros.

Les costó retirarla de allí, bajo la lluvia menuda y fría. Los rostros, ateridos y húmedos, eran como máscaras lívidas en la noche, flotando en torno al mausoleo de los Hastings. Más allá, el cementerio familiar era una sucesión de altos árboles sombríos y cruces y lápidas de parientes, amigos, vecinos e incluso sirvientes leales.

—Señora, es mejor que razone —habló apagadamente Angus McLaren, forcejeando con ella trabajosamente—. Su esposo está muerto. No va a encontrar ahí dentro nada que cambie las cosas…

—¡Déjenme entrar! —gemía ella, desgarrada—. ¡Déjenme…! ¡Necesito verle, verle dentro de su ataúd! ¡El está vivo, seguro! ¡Está vivo, sufre de catalepsia, como mi difunto padre! ¡Tengo que volverle a la vida, evitar que se destroce dentro del féretro!

—Señora, su padre murió, pero no padeció ningún ataque cataléptico, recuerde —silabeó el escocés, mirando en torno con aprensión—. Usted misma me lo contó. Y el señor Shelley no tiene por qué ser diferente, créame. Recuerde: un médico de Londres certificó su muerte.

—¡El doctor Devlin! —jadeó ella, luchando contra McLaren, contra su fornida esposa, contra Ritcher, contra Muriel—. ¡Un matasanos odioso, un hombre sucio y repulsivo; que no hubiera distinguido un cadáver de un hombre desmayado! ¡Debí comprenderlo así! ¡Exijo que se abra la tumba, que saquen de nuevo a Jason de ese horrible nido de muerte y de putrefacción!

Se miraron todos entre sí, como si la juzgaran loca. McLaren meneó la pelirroja y maciza cabeza, emitiendo cuando menos un comentario compasivo:

—Pobre señora. Ha padecido tanto… La muerte, el viaje, el funeral… Creo que deberíamos evitarle obsesiones.

Más allá, la voz de la señora Sanders surgió de la niebla empapada de llovizna, antes que ella misma y su desmañado aspecto físico. Sus palabras sonaron firmes:

—El viejo Angus tiene razón, como casi siempre… ¿Por qué no llama alguien a Hoper… y se comprueba que, realmente, el señor Shelley está muerto en su tumba?

—Eso llevará tiempo —jadeó Muriel. Se separó de su señora y se arregló el cabello—. Digamos que…, que será preciso ir al pueblo, llamar a Hoper, pedir al juez un certificado de exhumación de restos… En caso contrario, sería ilegal. Y todos sabemos que vamos a encontrar al señor… difunto.

Esto último fue dicho en voz baja, de forma que Yvette Shelley no pudiera escucharlo. Todos miraron a Muriel. La doncella tenía razón. Estaban seguros de eso, pero querían evitar a la viuda una crisis grave.

—No sé… —comenzó a gruñir McLaren, rascándose el cabello. Luego, se quedó mirando a Yvette. Ella misma acababa de darle la solución. Se había desvanecido, ante la puerta de la cripta funeraria. Todos parecieron pensar una misma cosa. Y McLaren la materializó en palabras concretas—: Es mejor que la señora vuelva a casa. Acuéstala, Muriel. Dale el sedante que la recetó el doctor de Londres… Está en su bolsa de viaje. Dormirá tranquilamente hasta mañana. Entonces, si insiste, pediremos a Hoper el certificado judicial. Con esta noche infernal no hay modo de ir hasta Ramsgate decentemente… Bien, creo que es todo. Ya hemos pasado demasiadas dificultades por esta noche. Volvamos a casa.

Y la fúnebre comitiva reunida en el cementerio, se dispersó lentamente, bajo la llovizna, entre ramalazos de niebla pegajosa y fría. De regreso a Cliffs Manor.

Atrás, quedó el cementerio familiar, con su verja de hierro en torno. Con su panteón familiar de los Hastings, cerrado a cal y canto. Con un hombre muerto en su cripta. Un hombre llamado Jason Shelley. Muerto de ataque cardíaco en Londres.

Un hombre del que una espiritista decía que aún no había muerto realmente. De quien la esposa esperaba el regreso a la vida.

De quien nadie se preocupaba demasiado esa noche lluviosa en Dover, porque los muertos nunca salían de sus tumbas.

Pero…

* * *

»Pero yo salí de la tumba.

Anoche. Fue anoche.

Yo, Jason Shelley, volví al mundo de los vivos. La misma noche en que una vieja estúpida afirmaba que mi espíritu no volvía del mundo de las sombras, para establecer contacto con los que quedaban en la Tierra; la misma noche en que lloviznaba glacialmente sobre Kent, y una mujer, la mía, lloraba desgarradoramente a la puerta del hermoso y suntuoso mausoleo de los Hastings.

Esa noche, yo abandoné mi féretro. Regresé del tétrico y espeluznante reino de las tinieblas. Volví de la Muerte misma. En suma: salí de mi nicho funerario.

Todo fue tan sencillo, que la señora Sanders y sus paparruchas espiritistas hubieran quedado demolidas. Las imaginaciones macabras de Yvette hubiesen sufrido un tremendo quebranto. Todos se hubieran horrorizado al verme. Y, a la vez, hubiesen comprendido que yo, Jason Shelley, muerto en Londres de un colapso… jamás había estado realmente muerto.

Cuando menos, eso es lo que dijo Muriel, besándome la boca en mi ataúd.

Capítulo IV

—Amor… Jamás estuviste muerto, ¿verdad? Jamás llegaste a morir.

Reí cínicamente, tras unos momentos dedicados a recuperar el aliento. Y, quizá, la noción de lo que me rodeaba. Que, por cierto, no era nada agradable.

—No, claro —le confirmé—. Tú bien lo sabes. Nunca fue verdad nada de lo sucedido, pero la pobre Yvette lo creyó a pies juntillas, según parece. Por lo que veo, todo ha salido como esperábamos…

—No todo —me respondió ella, trémula. Y volvió a inclinarse sobre mí, aplastándome con la opulencia de sus senos mientras me besuqueaba la boca lascivamente, entre jadeos que, dentro de la cripta, sonaban tétricamente—. Estuvieron a punto de echarlo a rodar todo esta misma noche.

—¿Qué? —mascullé, saliendo del ataúd, al sacar una pierna tras otra, y desprenderme de mis oscuras prendas funerarias, toda la mortaja dispuesta por los funerarios londinenses—. ¿Ocurrió algo fuera de lo previsto, Muriel?

La doncella me siguió. Creo que estaba tan impresionada como yo mismo, en aquel maldito encierro de piedra y mármol, entre los velones y luces apestando a aceites, a sebo, a grasas, a bálsamos. Eso, el ataúd, la mortaja, el lugar… Me estremecí, horrorizado. Un soporte metálico tras el crucifijo iluminado, me devolvió una terrible imagen de mí mismo, lívida y espectral, alargada y horrible.

—Tu mujer… —la oí musitar—. La señora Sanders quiso hacer una sesión espiritista esta misma noche.

—¡Esa vieja chiflada…! —mascullé con disgusto—. ¿No tuvo idea mejor?

—Parece que Yvette misma la obligó. Falló lamentablemente. La señora Sanders dijo que…, que no veía tu espíritu. Que otros decían que tú no estabas muerto aún. Ella lo interpretó mal. Ya sabes que se dijo que su padre era cataléptico, aunque siempre he creído que eso no era cierto.

—Yo también. Sigue. ¿Qué pasó? —la apremié.

—Quiso verte en el féretro. Por suerte, se desvaneció. Imaginé que el efecto de la droga de ese medicucho londinense habría surtido ya sus efectos y estarías despertando. Por eso me he apresurado a venir, apenas le dimos un calmante. Ahora duerme. Cuando se recupere, es difícil que insista en su deseo de verte en el féretro, ¿verdad?

—¿Difícil? —reí, contemplando los precintos especiales de mi nicho, preparados de antemano para ser abiertos sin dificultad por alguien que estuviera en el secreto. Ese alguien era una sola persona: Muriel. Y Muriel, por fortuna para mí, no había fallado. De otro modo, yo estaría aún allí dentro. Respirando el aire acumulado en el nicho, el que pasaría durante horas por el angosto conducto especial, dispuesto en la losa, en el féretro encargado por el doctor Devlin en Londres, según mi plan. Pero, de cualquier forma, muerto en vida, hasta agonizar por asfixia paulatina, por hambre… o por ser, que eran los peores modos de morir en un ataúd.

—Quiero decir que ella… no pensará en abrir este panteón, querido —me susurró Muriel, envolviéndome en el lúbrico lazo de sus brazos y de sus caricias sensuales—. Y nunca sabrá que tú estás vivo… para ser mío, sólo mío desde hoy en adelante.

—Eso es, Muriel —acaricié sus cabellos, su rostro, su cuello, su torso—. Eso es; desde hoy en adelante… He vuelto a la vida gracias a los buenos amigos de Londres, gracias a ese ataúd preparado, a este panteón habilitado por tus cuidados especiales. Mañana, mi querida esposa Yvette no será ningún problema para nosotros…, porque ella estará muerta, mi preciosa y fiel Muriel. ¡Muerta como tú misma!

Y al tiempo que decía esto, aferré su cuello con ambas manos, subiendo mis dedos desde su descote. Ella me miró, pensando que bromeaba. Algo terrible debió de ver en mis ojos, porque la vi repentinamente aterrorizada, trémula, intentando zafarse de mi presión.

La arrojé contra el altar, derribando un candelabro, cuyas velas saltaron, apagándose entre chisporroteos que apestaban a cera. La luz dentro de la cripta quedó reducida a la mitad. Nuestras sombras, dantescas, bailotearon en el techo, en el muro.

Era una fuerte chica Muriel. No sólo poseía busto desarrollado, sino firmes brazos musculosos, propios de su condición de moza. Casi me derribó en una ocasión, cerca de los escalones de acceso al exterior. Eso hubiera sido terrible. Si ella escapaba, todo estaría perdido para mi.

Logré rehacerme, trompicado. Luché desesperadamente con ella. Yo era alto. Y bastante fuerte. Logré acabar con ella y la sepulté allí mismo.

Todo estaba bien ahora. Me enjugué el sudor del rostro. Era frío, pegajoso. Como podía serlo el de un muerto. Pero yo, Jason Shelley, distaba mucho de estar muerto.

Me moví hasta el candelabro caído en tierra. Lo tomé, depositándolo en el altar de nuevo. Recogí las velas apagadas. Las puse, una a una. Y una a una, las encendía.

Estaba en la última cuando sentí el frío aliento en mi nuca… y la mano huesuda me tocó la nuca, como si un esqueleto de los primeros Hasting se dispusiera a vengar la profanación de su cripta funeraria.

La vela última cayó de mis manos, y sentí un auténtico frío de muerte en mi piel.

* * *

—¿Cómo lo hiciste, hermano? —jadeó la voz ahogada, junto a mi oído—. Esto sí que es hacer bien las cosas…

El aliento helado de antes, ahora apestaba a licor barato. Mi escalofrío de horror, dentro del panteón, se convirtió en un espasmo de asco, de náusea. Me revolví, sobresaltado.

Al ver mi palidez cadavérica, el hombre se asustó. Era mucho más gordo y colorado que yo. Tenía dientes desiguales y sucios, cara desaseada, aspecto de truhán, ropas oscuras y raídas. Me recordó el aspecto entre saludable y tétrico del sepulturero. Y en cierto modo debía serlo. Sólo que… al revés. El desenterraba lo que otros sepultaban.

—¿Qué dices? —susurré.

—Que debes ser un competidor temible —masculló el desconocido, echándose atrás, algo alarmado, y soltando mi cuello, con aire de inquietud—. ¿Cómo pudiste entrar en este panteón donde yo nunca pude conseguir nada, hermano? Hay en él buenos cadáveres. Con dentaduras de oro, con joyas en los dedos… Tal vez tengamos que cortar alguna mano que otra, o arrancar encías de cuerpos sin pudrir, pero valdrá la pena… Buen botín, sí. Y para los dos… si no te importa —susurró, poniendo un arma contra mi pecho. Miré la pistola que me encañonaba. Era un negro revólver amartillado. Si hacía fuego con aquel arma, moriría de verdad en mi propio panteón. Sin trucos con medicuchos pervertidos, enfermeras o doncellas prostitutas y cosas así.

Conocí la especie. Me dio más asco y horror que los propios difuntos que me rodeaban. Le contemplé, irritado. Mi cara seguía sin gustarle, era obvio. Mi mirada tampoco. Reí de pronto, sorprendiéndole.

—Estás loco —musité con voz ronca—. ¿Crees que entro aquí? ¿Es que no te das cuenta, necio? Yo salgo ahora de la cripta. Yo estuve antes en uno de esos nichos…

—Oye, hermano, soy mayorcito para burlas de ésas —rezongó el rufián. Sorbió sus mocos y juró entre dientes—. Vayamos a medias en esto… o de verdad te dejaré con los muertos para siempre. Y no bromeo.

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