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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, #Terror

Anoche salí de la tumba (2 page)

BOOK: Anoche salí de la tumba
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—¿Una tontería? Jason, el corazón es algo muy serio. El doctor dice que padeces algo crónico. Tienes que cuidarte. Nada de viajes, de negocios, de preocupaciones ni esfuerzos violentos. Nada de cacerías, nada de trabajo excesivo.

—Pero…, ¡pero querida, tienes negocios, dinero invertido! —protestó Jason—. Es preciso que alguien cuide de todo ello. Tú no eres una mujer para esas labores…

Los negros ojos de Yvette brillaron profundamente. Su boca carnosa reveló un mohín de amor, de ternura. Se sentó en el lecho, rodeó con sus brazos los hombros de su marido.

—Querido mío… —susurró—. Si no sé llevar los negocios que papá dejó en Londres antes de su muerte en las Colonias…, yo…, yo lo abandonaré todo.

—¡No, Yvette! —protestó vivamente él, irguiéndose.

—Por Dios, Jason, cariño —le retuvo ella—. No te excites. No sufras sobresaltos. Está decidido. Voy a liquidarlo todo mañana mismo. En dinero efectivo, en valores o en lo que sea. Nada de negocios, nada de preocupaciones. Nos sobra dinero para vivir con la fortuna personal de papá. Eso es todo.

—No, no es todo —rechazó Jason—. Aún debo rehacer mi propia hacienda quebrantada, mis bienes en litigio…

—Olvida todo —cortó ella, tajante—. Nuestra renta será superior a las diez mil libras anuales. Demasiado dinero, incluso para ti, para mí… y para diez hijos que vinieran. Si es que vienen alguna vez…

Inclinó la cabeza de negro, terso, lacio cabello abundante, que golpeaba sus hombros. Había tristeza en Yvette. La mano ruda, grande y afectuosa de Jason, acarició esos cabellos amorosamente.

* * *

Al día siguiente, Yvette había liquidado todos sus negocios en Londres. Un abultado fajo de billetes, de acciones al portador y de valores bancarios, pasaron a su poder, a cambio de todo aquello.

Lo malo es que no sirvió de mucho. Aquel mismo día, al atardecer, cuando los faroleros prendían el gas en el alumbrado público de las neblinosas calles de Londres…, el doctor Devlin examinaba a Jason Shelley, tras un segundo ataque imprevisto.

Su diagnóstico fue rotundo, definitivo, sin dejar lugar a dudas:

—Señora, lo lamento mucho… Su esposo ha muerto.

Capítulo II

Muerto.

Jason Shelley estaba muerto. El certificado de defunción acompañaba a Yvette, su esposa. También un permiso de la policía de Londres, para trasladar el cadáver hasta su lugar de residencia y panteón familiar, en Ramsgate, condado de Kent.

El segundo ataque cardíaco había sido fatal. Sin remedio posible. Cuando el doctor Devlin acudió urgentemente al hotel, nada se podía hacer por el paciente. Nada, salvo extender el certificado correspondiente.

Después de eso, no quedaba mucho por hacer. El día antes de la muerte, Yvette había telegrafiado a su fiel servidor McLaren, el viejo y rudo escocés que llevaba casi toda su vida dedicada a servir a los Hastings y a su hacienda de Cliffs Manor, no lejos de los acantilados.

Al día siguiente a la muerte de Jason, McLaren estaba en Londres. No resultó difícil adquirir un buen
fiacre
de cuatro caballos, y emprender viaje de regreso a Ramsgate.

Naturalmente, con el cadáver.

Yvette no había regateado gastos. Nunca lo hacía, cuando se trataba de algo íntimo y familiar. Era distinta al viejo y difunto Hastings en ese aspecto. Ella sabía de la dura lucha en las Colonias, de las guineas obtenidas una a una, con sudor y trabajo. Pero sabía también que era inútil ser tan tacaño como lo fuera su padre. Ella, actualmente dueña de todo, como hija única, sin siquiera las posibles reclamaciones legales de su primo Roger, desaparecido acaso en alguna campaña hindú, frente a los rebeldes bengalíes, allá en las Colonias —reclamaciones que por otro lado ella hubiera atendido gustosa, pese a no estar muy de acuerdo con los gustos algo libertinos y alegres de su joven primo Roger—, no tenía ella por qué dar cuentas a nadie. Pero tampoco quería ser indigna del bueno y esforzado marido que tuvo, Jason Shelley.

Jason siempre había deseado algo en esta vida:

—Yvette, si algún día muriese antes que tú…, por favor, entiérrame en el panteón familiar de los Hastings. Sólo así, cerca de ti y de cuanto tú significas, reposaría en paz eternamente…

Es raro. Debió sospecharlo. Ahora, volviendo la vista atrás, recordaba que, en los últimos meses, Jason había insistido con sospechosa obstinación, cinco o seis veces cuando menos, sobre ese mismo tema. Presentía su próximo final. Le ocultó su inicial crisis en Londres, pero le sugirió claramente que aquello podía suceder. Y había sucedido.

—Estúpida de mí… —musitó Yvette, cuando el
fiacre
abandonó Londres, lanzándose al veloz trote de los caballos por el camino real de Kent—. ¿Por qué, Dios mío, por qué no imaginé lo que le sucedía, lo que podía llegar a ocurrir?

Las lágrimas corrieron de sus ojos negrísimos, centelleantes en la noche, bajo el azote inclemente de la tenue llovizna, de la neblina, del frío nocturno. El agua pulverizada y gélida salpicaba su rostro hermoso y sereno, pálido y casi virginal, pese al toldo negro, charolado, del
fiacre
lanzado hacia Dover.

A su lado, el corpachón sólido del pelirrojo McLaren, con sus riendas y la fusta en las manos, lanzado en la conducción del carruaje negro, era como una maciza protección contra la inclemencia del tiempo, contra la tremenda soledad de aquel viaje fúnebre, entre hileras de árboles altos y sombríos, como fantasmones erguidos en la siniestra niebla que todo lo envolvía. Y con el féretro golpeando a veces las paredes del carruaje, allá atrás en el compartimiento posterior del
fiacre
, pese a las ataduras aplicadas para su contención.

El féretro con el cuerpo de Jason…

Yvette cerró con amargura sus ojos. Respiró hondo. El carruaje rodó sobre el terreno abrupto, girando en una curva, entre remolinos de niebla espesa. McLaren la miró, con un resoplido.

—¿Le ocurre algo, señora? —indagó.

—No, nada —sacudió la cabeza, trémula—. Sólo… pensaba.

—Entiendo —Angus McLaren escudriñó cuanto pudo ante sí, en la torva noche sin visibilidad, que los caballos y él recorrían más por instinto que por buena orientación—. Ha debido ser un rudo golpe, señora…

—Muy rudo. Apenas tres años de casados… y ocurre esto…

—Usted es todavía muy joven, señora —comentó el servidor—. Con el tiempo…

—No, Angus —cortó ella, incisiva—. Eso, nunca. Fui esposa de Jason. Lo perdí. Le guardaré eterno recuerdo. Y respeto. No podría tener otro esposo, sentir a otro hombre en casa, verlo sentado en mi mesa, tendido junto a mí en el mismo lecho… No, eso nunca, Angus.

McLaren no dijo nada. Los caballos avanzaban desconfiados en la densa bruma. Sus crines oscuras eran como fantasmas negros, agitándose en la noche. Alrededor de ellos, la ruta real hacia Kent, era un helado sudario de niebla.

Detrás, el féretro emitió un golpe seco primero. Un sordo crujido después. Yvette se irguió, sobresaltada.

—¿Oyes eso, Angus? —musitó—. Es…, es como si el ataúd fuera a abrirse… y el señor quisiera salir de él, lleno de vida, para rodearme con sus brazos…

McLaren se persignó, presuroso. Azuzó a los caballos. Uno relinchó, y corrieron todos con mayor premura.

—No lo querrá Dios, señora —dijo el fervoroso escocés—. Los muertos… muertos están. No salen nunca de la tumba…

—¿Quién puede asegurar eso? —se encogió ella de hombros, con extraña entonación.

McLaren la miró con rapidez, de soslayo. Sus patillas frondosas y pelirrojas, parecían erizadas en este momento.

—Nunca salió nadie con vida de un ataúd —jadeó—. A menos que fuese…, fuese… Bueno, que padeciese esa enfermedad que algunos dicen que padecen, y les hacen parecer prematuramente muertos, sin estarlo realmente. Pero tampoco sobre eso hay seguridad, señora…

—¿Catalepsia? —musitó ella lentamente, la vista negra, fulgurante, fija en la senda de niebla y de oscuridad, de silencio y de negrura.

—Sí… Sí… Catalepsia dicen que se llama —convino el escocés.

—Ese es un mal hereditario —recitó la voz de Yvette—. Un médico, en la India, me dijo que papá lo sufría. Pero no era cierto. El murió. Yo dispuse para él un panteón especial. Le visitaba cada día, podía ver su rostro, su cuerpo, sus manos cruzadas, con un rosario, bajo la mirilla de vidrio. Nunca, nunca, llegó a moverse. Nunca se alteró la hermosa serenidad de sus facciones… La última vez que le vi…

Se estremeció. Se mantuvo callada unos momentos. McLaren tragó saliva tan bruscamente, que la nuez, al subir y bajar, produjo un ruido casi cómico. Sin embargo, nadie rió por eso.

—La última vez… ¿qué, señora? —musitó el supersticioso McLaren.

—Los gusanos empezaban a hacer presa en él —tembló ella, vibraron sus labios pálidos y convulsos, en el rostro tremendamente lívido, que contrastaba con el negro de sus cabellos y ojos, a la luz tenue del farol del
fiacre
, en el pescante—. No era agradable ver el espectáculo de un padre comido por…, por la corrupción de la carne mortal. Grité y me desvanecí al ver brotar de sus ojos las formas de los gusanos pegajosos… Bajo los párpados no había nada. Nada, salvo nidos de microbios fétidos… No, McLaren. El médico de Lahore se equivocó. Papá no era un cataléptico. Murió, realmente.

—Ya lo ve, señora —resopló McLaren, molesto por el tema de la conversación, escudriñando en torno, nada tranquilo, la masa de tinieblas brumosas—. No existe nada, cuando uno ha muerto. Sólo el silencio, el olvido…

—Yo no hablé antes de catalepsia, Angus. Me refería a…, a otra cosa. Cuando se ha vivido tantos años en la India, una se acostumbra a ver cosas insólitas, anormales. Cosas que nunca sucederían en otros lugares del mundo. Los sacerdotes hindúes, tienen conocimientos extraños sobre la vida y la muerte… Dicen que aprendidos de viejos lamas, tibetanos, de religiones prohibidas… Dicen que allí es posible la resurrección de los muertos, e incluso hacer bailar cadáveres a la luz de antorchas, mientras emiten cánticos de su liturgia…

—Es un tema que haría feliz a la señora Sanders, pero no a mí —se estremeció McLaren, aprensivo.

—¿Charlotte Sanders? —suspiró Yvette Shelley—. Sí, es posible. Pero ella es sólo una simple espiritista. Cree en algo más allá de lo humano, pero solamente espiritualista, no material. Yo me refiero a otra cosa, Angus. A… dar vida a los difuntos. A levantar cadáveres…

—¡Señor! —jadeó McLaren, persignándose de nuevo, sudoroso el ancho rostro, pese al húmedo frío reinante.

—No, no temas —los exangües labios de ella casi dibujaron una diluida y triste sonrisa al proseguir—: No es cosa del diablo, sino de los hombres y su sabiduría… Hay quien llama
zombies
a los muertos que viven. No importa como les llamen. Hay medios increíbles de hacerlos revivir, siquiera sea temporalmente… Pero todo eso ocurre en la India. Yo intenté a veces asistir a una de esas sesiones alucinantes… No me autorizaron. Un iniciado me miró profundamente. Me dijo que era posible que una mujer como yo tuviera poderes capaces de ser dirigidos, a juzgar por mis ojos. Pero que una mujer occidental no debía mezclarse en sus ritos. Para mí, era algo prohibido. Intenté que no lo fuese. Incluso leí, hice ritos propios… hasta que un fiel y viejo servidor nuestro me pidió, por su propia vida, que no insistiera. Nunca supe por qué lo hizo. Le prometí que no volvería a probar fortuna en ese terreno que está más allá de la vida. Y él… pareció tranquilo. Muy tranquilo. Me dio las gracias por ello. Una semana más tarde, estaba muerto. Era un hombre viejo y enfermo. Pero yo le hice una promesa. Y no la rompí. Nunca más me preocupé de todo eso…

—Pues hágame caso, señora —suplicó entre dientes su compañero de viaje—. Siga igual. Se lo ruego.

—No…, no sé —miró ella atrás. Incluso entre jirones de niebla, la forma caoba del féretro, con su crucifijo de plata y sus cierres herméticos, era visible, bailoteando entre las ligaduras, a causa del trote rápido de los caballos—. Llegué a tener la loca idea de…, de recordar algo de aquellos ritos. De intentar… resucitar al señor Angus…

—¿Resucitarlo? —con los cabellos rojos convertidos casi en rígidos alambres, McLaren miró atrás, a la forma oblonga. Sus ojos azules revelaron un terror ostensible—. Cielos, señora por lo que más quiera… En nombre mismo de Dios, no piense otra vez esa locura. No se le ocurra… por nada del mundo… semejante atrocidad…

—Locura… Atrocidad… —los ojos negros de Yvette Shelley vagaron en la niebla indecisos. Suspiró. Se arrebujó mejor en su capa oscura, con un escalofrío. Acaso para protegerse de la fría noche viscosa. Acaso para cubrirse del propio frío interior… Tras un silencio, añadió, susurrante—: Sí… Quizá sea lo mejor de todo…

El
fiacre
negro, con sus dos viajeros vivos y su viajero muerto dentro de la caja oblonga color caoba, estremeciéndose a golpes allá atrás, siguió su nocturno viaje hacia las costas de Dover, frente al estrecho.

* * *

Muriel Nash les recibió en la entrada de Cliffs Manor.

Como siempre sucedía, cuando ellos volvían de viaje. O cuando salían de excursión a alguna ciudad próxima a Ramsgate.

En esta ocasión, Yvette Shelley no se sintió complacida por la presencia de Muriel en las cercas de Cliffs Manor. No supo en principio la razón exacta de todo ello. Luego, meditándolo más despacio, creyó hallarle la solución al enigma.

Muriel se parecía demasiado a una mujer a quien había visto escasamente, pero que le resultó tremendamente odiosa: la enfermera Beverly Maddern, allá en Londres.

No es que el parecido fuese real. Ciertamente, sus rostros, aunque vulgares ambos, no tenían nada semejante entre sí. Verdes eran los ojos de la enfermera, grises los de Muriel. Pelirroja la ayudante del doctor Devlin, de pelo castaño, ligeramente rubio, la doncella de Cliffs Manor. Más alta ésta que aquélla. Más vulgar quizá. Pero igualmente exuberante de formas. Era curioso: hasta ahora, Yvette nunca se había fijado en la exuberancia de los pechos y de las caderas de su doncella Muriel. Tampoco en que el uniforme, quizá, trazaba su curva de encajes demasiado ampliamente, en torno al nacimiento de aquellos senos espléndidos y macizos, que ella exhibía con desparpajo.

Pero era ridículo pensar en todo eso. Los celos no tenían ya el menor sentido. Jason estaba muerto. Y Muriel, solícita siempre, con aquel afable y dulzón tono suyo, propio de las campesinas de Surrey, estaba ayudándola a descender, con lágrimas incluso en sus grises pupilas, vestida de gris y negro, aunque sin renunciar a su profundo descote.

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