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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (9 page)

BOOK: Aire de Dylan
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2

Pienso en aquel final seco del teatro sin teatro de Vilnius y me acuerdo de que, cuando todo hubo terminado, una frase conmovedora y ridícula a la vez quedó para mí flotando en el aire: la de que a él no le quería nadie.

Nadie me quiere, había dicho literalmente. Y aunque al principio no pude evitar tomarme la frase a broma, a medida que me fui alejando de la conferencia, sus palabras se me fueron volviendo cada vez más conmovedoras y menos ridículas.

Toda su intervención, su honesto e impecable
Teatro de realidad
dejó tal estela de veracidad que, ante la aplastante y obvia sinceridad de sus palabras, resultaba hasta absurdo hacerse la latosa pregunta, ya clásica en los tiempos modernos, acerca de cuánto había de realidad y cuánto de ficción en lo que nos había contado el dramático joven.

Todo era verdad, estaba bien claro. Vilnius parecía imaginativo y creativo, pero para su historia no había necesitado inventar nada. Además, él mismo llevaba en el rostro el profundo estupor por lo que le había ocurrido en aquellos días posteriores a la muerte de su padre.

¡Las relaciones entre realidad y ficción! Qué insufrible, por cierto, me ha parecido siempre esta cuestión cuando, a propósito de mis libros, me han preguntado por ella. Sin embargo, he leído textos de colegas, en algunos casos hasta de escritores amigos (
El viaje
, de Sergio Pitol, por ejemplo) y he sentido la tentación de querer averiguar si lo contado les sucedió de verdad. ¡Qué vergüenza he pasado cada vez que he caído en semejante simpleza y vulgaridad y he terminado preguntando a un amigo escritor si tal episodio le ocurrió…!

Desde luego, de la intervención de Vilnius no tenía el menor sentido querer averiguar si había manipulado los hechos reales porque se veía a la legua que había contado literalmente su vida privada. Se veía que el muchacho era auténtico en todo y estaba, además, interesado en que eso se apreciara, pues quería distinguirse especialmente de la manera de ser y de ver las cosas de su padre.

Su
Teatro de realidad
no había sido otra cosa que un grito rabioso de verdad y autenticidad, un grito conmovedor de auxilio que se había alargado casi dos horas, adoptando indistintamente para la lectura de su texto un ritmo a veces lento y otras algo más veloz, siempre en todo caso indolente, muy apropiado para el Oblomov que se escondía en su interior, muy adecuado también para el ideólogo de la desgana en el que se quería convertir.

Sólo un detalle, no precisamente intrascendente, de aquella intervención ofrecía dudas de veracidad. Porque parecía más que razonable preguntarse —de hecho me propuse planteárselo en cuanto le tuviera a mi alcance— si creía
realmente
que su padre se había infiltrado en su memoria para traspasarle la suya en forma de herencia y si pensaba que su padre seguía esa actividad de invasión de su cerebro. Porque si Vilnius se hallaba convencido de la autenticidad de esa invasión, sólo había dos maneras de interpretarlo: o era verdad, o se estaba volviendo loco y le parecía verdad lo que decía. Si era esto último, tanto podía ser que él fuera un perturbado leve (alguien que estuviera llevando un duelo demasiado severo por la muerte de su padre, por ejemplo) como un notable demente (no daba para nada esa última impresión).

La oportunidad para salir de dudas pareció llegarme al atardecer de aquel mismo día, en la espectacular terraza cubierta del bar del hotel. Me encontré con Vilnius y le detuve con un gesto cariñoso, amistoso; casi me había olvidado de su mirada tan rara al final de su intervención matinal. Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien, le dije bromeando, en una maniobra de aproximación, que acabó para mí resultando muy desconcertante y, sobre todo, decepcionante. Sonrió, pero en su mirada había una especie de rencor extraño. Me comentó que yo tenía un modo de moverme que parecía salido directamente de una escena del Juicio Final. No te entiendo, me limité a decir. Esta mañana fue usted el único que se quedó hasta el final, sin duda con la idea de juzgarme, dijo. Nada tan absurdo, le contesté enseguida. Pero se había dado la vuelta y largado ya de allí; debió de marcharse muy rápido porque ni me di cuenta. Nos veremos más tarde, le oí de pronto vocear desde la puerta de salida y de forma también algo extraña, casi inmediatamente después, desapareció. Por la noche no le vi en la cena colectiva, ni en ninguna parte.

A la mañana siguiente, después de la brutal lluvia nocturna, amanecí en mi cuarto con los ojos abiertos a un nuevo y muy luminoso día. Había en la habitación una claridad increíble, llena de vida. Parecía la luz inmensa y deslumbrante que uno —quizás influenciado también por las palabras que crucé con Vilnius el día anterior— imagina que habrá el día después del Juicio Final. Vi que me habían deslizado por debajo de la puerta el periódico de la mañana, y en una reacción rara en mí, no quise saber nada de las noticias. Como si pensara: hallándome en el paraíso o en una réplica del mismo (la luz creaba esa sensación), no tengo ganas de ocuparme de las noticias del día, de la crisis económica y de todo eso y de todo lo demás. Fui a mirar por la ventana que el intenso aguacero de la noche había dejado bien nítida. Miré. Enérgico espectáculo de la naturaleza. Todo parecía nuevo. Me puse de buen humor y bajé a desayunar con el ánimo bien alto, con el ánimo iluso del que se siente de pronto literalmente en el paraíso.

Al fondo de la sala de los desayunos estaba Vilnius, idéntico a un ángel caído, triste y sin compañía, parecía seguir representando su papel de persona-a-la-que-no-quería-nadie. Le pregunté si podía sentarme. Después de todo, dije, somos aquí los únicos barceloneses. Sonrió con extrema levedad, me invitó a acompañarle, la mirada de rencor había desaparecido. Entonces, arriesgándome a volver a entrar en conflicto, le felicité irónicamente por haber acertado la tarde anterior a profetizar el fin del mundo. Gracias, dijo muy lacónico, pero no sé qué decirle ni a qué se refiere. Te hablo del Juicio Final, ¿no te acuerdas?, dije. Ah, es algo que ya ocurrió hace años, no se preocupe por ese Juicio, me contestó. ¿Ocurrió?, pregunté. Sí, contestó. Más bien, le dije, se le espera para dentro de unos años. Cada uno es dueño de creer lo que quiera, incluso que el Juicio aún está por venir, me respondió hermético.

No parecía agradarle la cuestión en la que nos habíamos enzarzado y decidí abandonar rápidamente el tema y no sé por qué me puse a comentarle lo muy insoportablemente de moda que estaba la ciudad de Barcelona en el mundo.

—Llena de mosquitos tropicales y de turistas —dijo cerrando abruptamente el nuevo tema.

No sabía por qué me trataba mal, hasta que me lo aclaró. Al aplaudir su intervención del día anterior, le había arruinado toda posibilidad de gran fracaso. Al principio, creí que hablaba en broma. Después, al ver que iba todo tan en serio, pedí disculpas. Eso pareció mejorar las cosas, aunque siguió un largo silencio.

Ligeramente molesto con él —me parecía injusto y de niño caprichoso un enfado así—, estuve a punto de decirle lo grosera que me parecía su obcecación en no hacer nada para evitar parecerse tanto físicamente a Bob Dylan joven. Pero finalmente pensé que era mejor tener la fiesta en paz y le hablé de amigos comunes, sobre todo de amigos de su padre que también eran amigos o conocidos míos. Tuve por momentos ganas casi irrefrenables de decirle que debía olvidarse de convertir la orfandad en una poética, pero en lugar de esto hice algo más útil y le pregunté si era verdad o, mejor dicho, si estaba convencido, completamente seguro, de que su padre se infiltraba a veces en su cerebro y quería transmitirle en herencia su memoria. Era desde luego la pregunta clave. Y aún añadí otra: ¿Seguía su padre molestándole? De ser afirmativa tu respuesta, le dije, habría que empezar a pensar que serías la primera persona del mundo a la que le pasa esto, porque nunca se hereda directamente la memoria y la experiencia de otro.

—Lo que he contado es lo que es —me respondió.

—Ya. Creo que te entiendo, pero no estoy seguro. O al revés, estoy seguro de que te entiendo, pero sin estar seguro.

—Lo que narré —dijo Vilnius muy tranquilo— es lo que me ha pasado en los últimos días. Noto la presencia de mi padre, pero no en sueños, que sería más creíble para usted y para todo el mundo, sino durante el día, estando bien despierto, aunque ahora, por ejemplo, no le noto, quizás lo ahuyentan los desayunos terrenales, y perdone usted por la broma.

—Sí, quizás lo ahuyento yo, quién sabe —dije.

—Bueno, el hecho es que si mi padre me infiltra o trata de infiltrarme memoria es algo que va más allá de una posible sugestión mía. A veces lo intenta y yo lo rechazo, al igual que se repele con obstinación un mal pensamiento. Sé que esto que digo no puede sonar más que raro, rarísimo, pero es así. Y sé que cuanto me ocurre no lo puedo demostrar y tiene todo el aire de estar sucediendo en el teatro de mi cerebro. Sea lo que fuere, no pienso, en todo caso, contarlo de una forma que pueda resultar más sencilla y convincente; no pienso decir, por ejemplo, que es una «voz interior» y toda esa clase de mamarrachadas. Las cosas son como son y yo sólo sé que si algún día alguien, un Einstein del futuro, explica el funcionamiento íntegro del universo, lo que me está ocurriendo quizás acabe resultando no tan raro.

—Sólo sé —le dije intentando que aprendiera a respetarme— que la realidad puede permitirse el lujo de ser increíble, inexplicable. Lamentablemente, una obra de ficción no puede permitirse las mismas libertades.

—A todo esto, añadiría una pregunta: ¿cuánto hay de
real
en la realidad? ¿Se ha planteado usted alguna vez eso? Trata mi padre de comunicarse conmigo y algunas veces lo logra, otras no lo consigue porque opongo fuerte resistencia, pues uno se vuelve loco con dos memorias al mismo tiempo. En otras, es él quien se ausenta por periodos largos, ocupado, supongo, en flotar en ambientes distintos. Pero he llegado a tener recuerdos que sólo podían ser suyos, eso ha sido determinante, porque me confirma que algo raro sucede. Esta misma mañana, por ejemplo, al despertarme, he tenido la sensación de que alguien me había inyectado en vena un recuerdo personal de mi padre… ¿Qué puede hacer uno ante esto? Quizás lo único que le acaba resultando posible hacer es
Teatro de realidad
en San Gallen, teatro por un solo día, porque no voy a ir pregonando mi historia por todas partes. Tal vez deba esperar a que alguien me quiera ayudar a comprender lo que me está pasando. ¿Usted puede hacerla, usted podría ayudarme? Yo sólo sé que no he perdido la cabeza, soy de verdad una persona sensata, se lo aseguro. ¿O cree lo contrario? Me mira intrigado. Está intrigado, lo veo. Le intriga el contacto con los muertos, y es lógico. No le pido que vuelva a aplaudirme como ayer, pero tampoco que me mire tan mal.

Le dije que sólo me veía capaz de decirle que me había interesado su teatro sin teatro y que, mientras le escuchaba, me había acordado de la pregunta que un día le hicieron a un matemático muy reputado que decía haber visto extraterrestres. Le preguntaron que cómo era posible que él, un hombre consagrado a la razón, hubiera creído que los alienígenas le mandaban mensajes para salvar el mundo. Y él contestó: Porque las ideas que concebí sobre seres sobrenaturales acudieron a mí del mismo modo en que lo hicieron mis ideas matemáticas, y por esa razón las tomé en serio…

—Claro, claro —me interrumpió Vilnius—. ¿Y por qué piensa usted que la gente habla de fantasmas y cree en ellos? Ayer, Sergio Chejfec habló de ellos en su conferencia, parecía conocerlos a fondo. Dijo que eran inconstantes y, por supuesto, imprevisibles, y estaban sometidos a un régimen que a él se le ocurrió llamarlo «de flotación». Parecen dispuestos a comunicarse, pero flotan o son blandos. Y son algo incoherentes, porque parecen estar dominados por fuerzas ajenas a ellos: ahora están cerca y de inmediato lejos, o directamente no están.

—¿Y has podido saber al final si es verdad que tu madre ha quemado las memorias que tu padre escribía? Perdona por tantas preguntas, pero es que me dejaste ayer con las lógicas dudas.

—¿Es usted de los que leen todo lo de mi padre?

—¿Qué quieres decir?

—Si le gusta lo que escribía mi padre.

—Algunas cosas. Una vez, en el bar Perturbado creo que fue, me reí durante horas con él, pero no recuerdo de qué. Me habría gustado leer esas memorias.

—No he vuelto a saber nada de mi mamá horrible, pero doy por hecho que es verdad lo que me dijo, no tiene sentido que me mintiera. Leyó esas memorias abreviadas, no le gustaron y las destrozó. Ella es así. Ahora que estoy enterado de qué clase de vida llevaban uno y otro, no me extraña que a mi madre le disgustara lo que pudiera él decir en esas memorias, donde seguramente habría incluido detalles de sus amores. Qué horror. Destruir la obra póstuma de mi padre. Cada vez que lo pienso… La señora Verás es a todas luces un ser monstruoso.

—¿Te refieres a tu madre al decir Verás? ¿Y ahora, por cierto, qué harás?

—Pregunta usted de una forma graciosa. ¿Le gustan los pareados? ¿O quizás le gusta reírse de mí?

Quería hacerme amigo suyo, sólo era eso. Y confiaba, por otra parte, en su sentido del humor. Claro que se me había escapado una nota de humor en un momento no muy oportuno. Pero es que aquel apellido, Verás, despertaba un cosquilleo brutal, ganas inmediatas de hacer pareados, bromas de todas clases, y más si uno pensaba en lo malísima y destrozadora de pobres almas que era aquella señora Verás.

De pronto, dando vueltas a por qué había hecho aquel inoportuno pareado, me pregunté si no había estado yo incluso algo enamorado de Laura Verás. Recordaba una noche acalorada de hacía ya tiempo en la que, magnetizado, había bailado largo rato con ella en la pista central del Bikini. ¿O había sido en la del Zigzag? ¿O en la del Perturbado? Quizás en la del Boliche. Pero ¿se podía bailar en el Boliche de la Diagonal? No, seguramente había bailado con ella en el Zeleste, porque era amiga del cantante Sisa, cliente habitual de aquel local en el que seguramente la vi a ella allí un sinfín de veces…

Tras un largo silencio, terminó Vilnius diciéndome que no tardaría mucho en seguir investigando acerca de «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.»

—He estado pensando –dijo— que la investigación sobre el origen de esa frase de
Tres camaradas
terminó por llevarme muy lejos y hasta descubrí todo lo que me ocultaban mis padres. Está claro que investigar sobre la autoría de esa frase lleva a grandes cosas. ¿No cree?

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