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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (8 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Max cambió brevemente de semblante, pero reaccionó rápido.

—Lo sé —dijo Max—, lo sé por personas que fueron al entierro de tu padre y me han comentado.

—¿Los mismos que te hablaron de Lovecraft?

—Te presto el libreto, pero no te lo regalo, porque para mí tiene un cierto valor, lo compré en un viaje a Minnesota, es una edición rara… Ahora bien, ya te lo advierto, tratar de encontrar la frase me parece tarea inútil. Además, suponte que la encuentras. Eso no te habrá llevado a descubrir nada en firme, porque Fitzgerald podría haber sacado la frase de la novela de Erich Maria Remarque. Tendrías entonces que consultar la novela, que, por cierto, debe de ser muy pesada. Y aun así, podría ser que no llegaras a nada tampoco en firme porque igual la frase es de Remarque, pero en la versión española el traductor se la saltó y entonces tú acabas creyéndote que era de Fitzgerald sin que lo sea. En fin, como decía Einstein, nunca llegarás a nada.

La sonrisa de suficiencia y de malvada satisfacción de Max no la he olvidado, no. Me pareció que, por algún motivo que no acertaba a ver, mi monstruoso y corpulento anfitrión deseaba que mi investigación acabara en un simple y puro fracaso. Quizás le parecía más digno no resolver el enigma. Quizás era sólo un gran cabrón, al que le complacía ver estrellarse a los otros. El hecho es que empecé a cogerle una verdadera ojeriza.

—Lo siento, pero es lo que hay. Creo que no vas a saber nunca de dónde salió esa frase —insistió Max.

—¿Y qué interés puedes tener tú en que fracase? Max hizo como que no me había oído, como si quisiera simular que me tomaba por loco, pero, aun así, se molestó en contarme que no había existido otra película en esa época en Hollywood en la que se transformara tanto el libreto inicial. De modo que descubrir la verdad, me dijo, conduciría posiblemente a una constatación horrorosa: tu hermosa frasecita acerca de la necesidad que tenemos de compañía cuando oscurece puede que sea del gran villano y gran manipulador de frases, el productor Mankiewicz.

Hasta las ideas más sublimes de Fitzgerald para la película las había cambiado ese temible productor con ínfulas de guionista. Una prueba: en la novela de Remarque había una escena en la que Bobby, uno de los personajes, por motivos que no venían al caso, se encontraba incómodo, fuera de lugar, en un
night-club
, pero toda su incomodidad era mental: nada de ella se veía. Fitzgerald replanteó esta incomodidad en términos de lo que la cámara podía captar y dio con el medio de que pudiera filmar realmente la pérdida de la compostura de Bobby. Mankiewicz hizo rodar la escena tal como Fitzgerald la había escrito. Ahora bien, cuando en el guión Bobby se reunía con sus amigos al día siguiente del desastre nocturno, uno de sus camaradas le consolaba con un consejo que venía a repetir lo que ya Fitzgerald había escrito, con su habitual talento, en
The Crack-Up
: «A las tres en punto de la madrugada un paquete olvidado tiene la misma trágica importancia que una sentencia de muerte. Y en la verdadera noche oscura del alma siempre son las tres en punto de la madrugada, día tras día.»

Pero en la película el consejo quedó reducido a estas palabras: «Olvídalo. Muy pocas cosas resisten un examen a las tres de la madrugada.»

O sea que Mankiewicz reescribió la escena de Fitzgerald de tal forma que desapareció prácticamente toda la angustia de las tres de la madrugada.

—Parece —me dijo Max— que en los márgenes del ejemplar del guión que finalmente se rodó, Fitzgerald anotó: «Aquí el autor hablando del guión. Esto no es escribir. Esto es Joe Mankiewicz. Así de meloso, así de barato.» Comprenderás pues que, habiéndole cambiado al pobre Fitzgerald todo lo que era más inspirado o maravilloso de aquel guión, difícilmente puede darse la casualidad de que tu frase sobre la oscuridad pueda ser de él. Lo más probable es que sea de Mankiewicz y eso le quita toda la poesía al asunto, ¿no crees?

Tras decirme esto, Max rió con una crueldad que parecía infinita, como si se sintiera muy feliz de haberme arruinado la investigación. Y no contento con esto, me habló de Ted Sorensen, aquel hombre de genio, siempre a la sombra de John F. Kennedy. Me contó que a Sorensen, que redactaba los discursos del presidente, se le había atribuido siempre la célebre frase «No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país», aunque en sus memorias no quiso ser vanidoso y dejó caer la sombra de una duda sobre el hecho de que esas palabras le pertenecieran.

—Aunque se supone que la frase era suya —me dijo Max a modo de pérfida conclusión—, se llevó a la tumba la confirmación de que lo fuera. Y ahora ya la frase —siguiendo en realidad el destino de todas las frases— ya no es de nadie. Hasta podría ser tuya. Como la de Fitzgerald. Aunque yo de usted, forastero, me alejaría de la frase, porque es de Mankiewicz, tendrías que dar ya por hecho que es de
Monkeybitch
.

Acompañó esto último con una sonora carcajada. Y añadió:

—Es de
Monkeybitch
y no tuya.

Y cuando minutos después le comenté, casi de pasada, que el día anterior por la noche había creído verle en el edificio donde vivía mi madre, su rostro mudó de pronto por completo, aunque enseguida controló su calambre facial extraño y desvió la conversación hacia las últimas horas de la vida de Scott Fitzgerald que, al igual que mi padre, había muerto también de un ataque al corazón. Fitzgerald estaba escuchando un partido de béisbol por la radio cuando su corazón se detuvo; dio un salto levantándose y luego cayó muerto.

—¿No le ocurrió igual a tu padre? —dijo Max.

—¿Un salto antes de caer? No sé de dónde sacas eso.

No creí haberme engañado, Max había hablado de un salto antes de morir, pero me negó de pronto haberlo dicho y desvió la conversación de nuevo hacia Fitzgerald para contarme cómo le llevaron ya cadáver a una funeraria de Los Angeles, y en ella se presentó su amiga Dorothy Parker y ante el ataúd pronunció la misma elegía que Ojos de Búho había entonado por Gatsby: «Pobre hijo de puta.»

Max lo sabía todo sobre los años dorados de Hollywood y nunca perdía la oportunidad de demostrarlo.

—La frase dio la vuelta al mundo —concluyó Max con aires ufanos.

Y no pude evitar preguntarme si en realidad, con todo lo dicho o insinuado, no habría querido Max en el fondo señalarme que también mi padre había sido un adorable hijo de puta. Volví a pensar en el ascensor y el montacargas de la noche anterior y en si le había visto verdaderamente o no.

—¿Qué es lo que quieres en realidad preguntarme? —dijo Max, inclinándose hacia delante, casi doblegándose, parecía prepararse para caer sobre mí y aplastarme.

A punto ya de perder el equilibrio y caer con toda su inmensa humanidad y peso sobre la mesa y muy especialmente sobre mí, me dijo:

—Ya está bien de tanta comedia y tanta hostia. Como llevas dos días hurgando con insistencia, te digo que sí. ¿Me oyes? Que sí. Tú lo has querido. Tu madre y yo somos amigos. Desde hace tiempo. Amantes. ¿Satisfecho por fin?

En mi vida me he quedado tan asombrado, tieso, lívido, pasmado, con la mirada perdida de pronto en las horrendas cortinas doradas, más allá de las cuales parecía haber un jardín de horror.

Mi expresión mudó de tal forma que pasé a tener la cara de un perfecto idiota. Quizás mi padre, pensé, había querido sutilmente conducirme hasta ese preciso instante, quizás era realmente la sombra que poco antes, desde algún oscuro rincón, me había hecho señales para que atravesara las cortinas doradas y saliera irrealmente al jardín.

Quizás cuando imaginaba que imaginaba a mi padre, en realidad no lo imaginaba tanto, sino que era mi propio padre el que me hacía creer que le estaba imaginando.

Mi padre, que aún no había dejado la Tierra y por lo visto se demoraba en abandonarla y entre otras ocupaciones se dedicaba a advertirme de asuntos que yo desconocía.

—¿Y esa chica? —le pregunté a Max aferrándome a la última posibilidad de que me hubiera mentido—. Creo que se llamaba Débora. ¿No era tu novia ayer? Yo diría que sí, ¿no? Me pareció que ibas con ella…

Max sonrió, se levantó, fue hacia la falsa chimenea y con las manos en los bolsillos se recostó contra la repisa.

—Pero bueno, ¿bromeas, no? O no te enteras de nada. Debe de ser ese archivo desarchivador que tanto te absorbe. Débora era la amante de tu padre. ¿Vas a decirme que no lo sabías?

(…)

—Se llama Débora Zimmerman, es mallorquina de padre americano. ¿Quieres saber más de ella? Inteligente y loca a la vez. Y enferma. Tiene crisis peligrosas. La viste ayer conmigo porque andaba buscando un manuscrito de tu padre que ya no existe, pero que ella cree que es suyo. Loca, y en lo del manuscrito no demasiado inteligente.

(…)

—Sí, no pongas esa cara. Cree que es suyo, sólo porque tu padre se lo dio a leer y le dijo que le dedicaría ese libro y que un día el manuscrito sería para ella. Pero tu madre se comió anoche el manuscrito, se lo comió, sí, aunque Débora se niega a creerlo.

(…)

—¿Qué? ¿También tú te niegas a creerlo? Pues se lo ha zampado.

(…)

—¿Débora? Loca. Lo que te digo. Y enferma. Muy artista, también eso es verdad. Pero loca. ¿Lo quieres oír de otra forma? Esquizofrénica. Y con obsesiones. Espectacular, sexy, para tirársela, pero a la larga un incordio.

(…)

—No sé de qué protestas. Paciencia.

17

Sostenía yo (siguió leyendo Vilnius, con la voz más calmada, como sugiriendo que llegaba ya al final de su texto) la más mema de las expresiones mientras bajaba en el ascensor. Lelo total, todavía bajo los efectos de lo que acababa de saber. Con un repentino sentimiento de orfandad pavoroso. Durante unos segundos, me convertí en un joven sin pasado, arrancado, como si fuera una planta, de su propio contexto natural y lanzado al anonimato de un sitio cerrado y sin salida, tan claustrofóbico como el ascensor en el que estaba descendiendo en aquel momento.

De aquellos lamentables segundos me rescató el inesperado humor de mi padre. Oí su respiración de espectro y sus palabras apenas susurradas: «Olvídalo. Muy pocas cosas resisten un examen a las tres de la madrugada.»

No eran aún ni las tres de la tarde, pero aquel «olvídalo» me hizo sonreír. Y ya en la calle, me dije que, si era cierto que andaba él por algún lugar perdido del universo intentando de vez en cuando infiltrarse en mi mente, estaba dispuesto a agradecerle de rodillas que me aclarara las cosas o simplemente me orientara en un momento tan complicado como aquél. Lamenté incluso haberle insultado tanto en vida y me sorprendió ver que le echaba en falta: había sido tan protector conmigo que ahora le añoraba y hasta necesitaba creer que él trataba de infiltrar su memoria y experiencia en mi mente. No le dejaría infiltrarse mucho porque dos memorias me crearían demasiada confusión, pero le agradecería que no se alejara demasiado.

Fui bajando por las calles de Barcelona hacia el mar y empecé a pensar que tenía más de un motivo para la sombría esperanza de que Juan Lancastre realmente anduviera por algún lugar del universo todavía y quisiera acompañarme en mi vagabundeo.

Dios, qué orfandad.

Caminé y caminé largo rato y, hacia el final de mi paseo, vi que había caminado tan sólo para comprobar que nadie me quería.

Si al menos existiera para alguien, me dije.

Si al menos existiera para mi padre, por ejemplo.

Aquel día, cuando empezó a atardecer en Barcelona y pasó la luz a ser ya casi una leve gasa que rozaba las hojas de los árboles, a esa hora en la que se van alargando las sombras, comprobé que estaba más solo incluso que unas horas antes, y entonces regresé, volví al hotel Littré y entré en mi cuarto y en menos de un minuto ya había apagado la luz. En la oscuridad total, quizás no necesitemos a nadie, pensé. Y luego pensé lo contrario, porque me di cuenta de que prefería pensar, por ejemplo, que mi padre, en sus tinieblas eternas, me necesitaba, me buscaba en la noche para que perdiera yo mi estado de pobre lelo total.

Por lo demás, señoras y señores, sepan que soy ocioso, inestable, geométrico, errabundo, aspirante a ideólogo de la desgana, volátil, y siempre ando soltando lastre. No repetiré estas sentidas palabras sobre dramas y fracasos de mi vida privada en ninguna otra parte. Vine precisamente a San Gallen para soltar lastre.

18

De entre el público, sólo aplaudí yo. El resto permaneció en un estado de indiferencia, o de perplejidad total. No se me olvidará la última de las miradas terribles que me envió Vilnius. Y yo, claro, seguía igual de despistado con respecto a lo que en realidad estaba ocurriendo. Salvo que fuera por mi cara de palo (que más de un inconveniente me había causado en la vida), se me escapaban por completo los motivos por los que me hubiera podido coger aquella manía tan exagerada, tan incomprensible, tan verdaderamente superlativa.

III

1

Aquella extraña y delirante mirada última de aquel joven con aire de Dylan hizo que saliera desconcertado de su teatro sin teatro, pero al mismo tiempo de buen ánimo, porque el tono en el que había sido contada aquella historia —apartándose con su formato de cuento del resto de severas conferencias del congreso— me había contagiado hasta las ganas de escribir, y eso que había yo decidido —aunque lo ocultaba a todo el mundo— no volver a emprender la aventura de redactar ningún otro libro en mi vida.

Salí de aquella sala dando vueltas a aquella «sombría esperanza» de que su padre quisiera protegerle desde algún lugar del universo y acompañarle en su vagabundeo. Para añorar a un padre al que tanto había detestado, tenía Vilnius que sentirse muy solo, me estuve diciendo. Y después, al pensar en ese padre protector que él buscaba o añoraba y que le gustaría volver a ver por alguna parte, me acordé del padre omnisciente del escritor John Cheever.

A finales del siglo XIX, el padre de Cheever había vivido en Munich y trabajado de modelo para un escultor, que lo talló como una especie de Atlas o cariátide masculina, y puso la figura en la fachada del viejo hotel Königspalast, destruido en los años cuarenta por los bombardeos aliados. Creo que fue en 1935 cuando John Cheever atravesó Alemania a pie, vio el hotel y los rasgos inconfundibles de su padre, cuyos hombros sostenían el enorme dintel. Más adelante, en Frankfurt, descubrió la figura de su padre sosteniendo los balcones y techos del Frankfurter Hof. Evidentemente no sirvió de modelo para todas las cariátides, pero la asociación le fue creando una obsesión a Cheever y empezó a tener la impresión, en absoluto jamás desagradable, de que muchos apartamentos, hoteles, teatros y bancos se sustentaban sobre los nobles hombros de su padre. Años después, como la guerra causó a esos edificios menos daños de los que cabía esperar, Cheever creyó reconocer a su padre en la fachada de un hotel de Yalta. En Kiev lo vio sostener los miradores de todo un edificio de viviendas. En Viena y Munich lo vio por todas partes y en Berlín alguien lo vio mutilado, desfigurado, tendido en la hierba de un solar próximo al puesto de control del Muro. Ya que había iniciado su vida en la acera más exquisita de la calle, sosteniendo los dinteles bajo los que pasaban los ricos y famosos, era lamentable ver cómo la luz abandonaba esos edificios y que la presencia de la cabeza y los hombros descubiertos de su padre señalizaban una pensión de mala muerte, unos grandes almacenes en quiebra, un cine abandonado o el umbral de los barrios más miserables. Al final, para Cheever fue un alivio volver a su casa de Kitzbühel, donde los edificios eran de madera.

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