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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

Adiós, Hemingway (7 page)

BOOK: Adiós, Hemingway
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—Esto quiere decir muchas cosas, pero no todas.

—Ya lo sé, ya lo sé. Hay que averiguar si algún agente del FBI desapareció en Cuba entre el 57 y el 60. Y si es posible, saber qué hacía aquí.

—¿Vigilar a Hemingway? ¿Chantajearlo?

—Puede ser. Y si es…

—¿Y si no fue él quien lo mató, Manolo?

—Pues que se joda. Pero con todas esas papeletas, el premio es suyo. La mierda va a salirle por las orejas…

El Conde se levantó. Abrió la pila del fregadero y volvió a mojarse la cara y el pelo. Sirvió los restos del café y encendió otro cigarro. Pensó entonces que la mejor prueba de cuánto había disminuido su resistencia alcohólica fue haber sentido, mientras le leía al Flaco y al Conejo su viejo cuento hemingwayano, una corriente imprecisa y molesta capaz de poner a temblar sus hasta ese instante sólidos prejuicios contra el maestro, al cual tanto había admirado y por el que, después, se había creído traicionado.

—Déjame decirte una cosa, Manolo… No me quiero apurar, aunque tú sabes que me encantaría descubrir que hubiera sido él. Pero para matar a un hombre hace falta tener cojones, y ahora mismo no estoy seguro de que a él le alcanzaran para eso.

—¿Y esa descarga, Conde? ¿Qué fue lo que tomaste ayer?

—No te me vayas por ahí… Yo no estoy seguro de que fuera él y eso es todo. Vamos a hacer una cosa: guarda esa placa tres días. Dame tres días.

—Ahora sí te volviste loco. Oye, todo el mundo sabe que Hemingway tenía un arsenal en su casa, y averigüé con el director del museo que a cada rato hacía una ronda por la finca con una pistola encima. Si te encuentras con un tipo una noche merodeando tu casa, el tipo se pone comemierda y tienes una pistola arriba…, lo de los cojones sobra. Oye, mejor olvídate de esta historia y vende libros y ponte a escribir a ver si alguna vez terminas una de esas novelas tuyas y te vuelves un escritor de verdad.

El Conde se puso de pie y miró por la ventana. Fuera hacía un día radiante y ya caluroso.

—Así que un escritor de verdad. Ahora soy de mentiritas, ¿no?

—No te hagas el susceptible, que tú me entiendes.

—Y tú también me entiendes a mí. Todavía no tienes las balas. No sabes con qué mataron al federal ese.

—Ya no hace falta.

El Conde sentía una extraña intranquilidad. Todos sus prejuicios y deseos de descubrir la culpabilidad de Hemingway habían caído en el pantano de su memoria y ahora los veía hundirse dramáticamente, ante la enervante certeza de que sus odios no podían ser más fuertes que su arcaico sentido de la justicia y la comprobación de que los libros y la figura de Hemingway, a pesar de todo, seguían siendo importantes para otras personas.

—Y acuérdate de que él se pasaba meses fuera de la finca. A lo mejor en ese tiempo…

—¿Pero qué coño te pasa a ti? ¿Con qué se te ablandó el corazón de ayer para acá? Para empezar, yo no voy a decir que lo mató él: nada más que en Finca Vigía apareció un muerto y junto con el muerto, esto —y dejó caer una mano sobre la chapa.

—No seas tan policía, Manolo. Le van a caer arriba como buitres. Van a hacer de esta historia un caso político. Eso es lo que más me jode.

—Él sólito se lo buscó, ¿no? ¿Él no jugaba a ser guerrillero y a hablar bien de los comunistas? Como lo hacía él era muy fácil: guerrillero con cantimploras de whisky y ginebra en la cintura, comunista con un yate y dinero para vivir como le daba la gana. Ah, Conde, de los hijos de puta que viven como príncipes y hablan de justicia y de igualdad estoy ya hasta los timbales.

—Mira, Manolo —el Conde regresó a la silla y volvió a levantar el sobre con la chapa—, todo lo que tú dices es verdad y tú sabes que en eso pienso lo mismo que tú. Pero si ese muerto llevaba cuarenta años perdido, no pasa nada si tú guardas esta placa tres días. Mantén el museo cerrado y déjame averiguar algunas cosas. Hazlo por mí, no por él… Es un favor.

—¿Tú pidiendo favores? Ahora sí estamos jodídos… No me digas que tienes un presentimiento.

El Conde sonrió por primera vez en el día.

—Ni siquiera tengo eso. Lo que tengo es una deuda conmigo mismo. Yo adoraba a ese hombre y ahora me cae como una patada. Pero la verdad es que no lo conozco. Es más, creo que nadie lo conoce. Déjame averiguar quién era: eso es lo que quiero. A lo mejor entonces sé qué fue lo que pasó.

—Pero yo debo decir algo, los jefes…

—Inventa cualquier cosa de las que yo te enseñé.

—Me vas a embarcar, Mario Conde.

—No…, tú verás que no. Guarda esa chapa y dame tres días. Y mientras, haz una cosa: léete «El gran río de los dos corazones» y dime qué piensas.

—Ya me lo leí hace rato.,. Por culpa tuya.

—Léetelo otra vez. Hazme caso.

—Está bien, me lo voy a leer, pero no entiendo para qué carajo tú quieres conocer a un hombre que, según tú mismo dices, nadie lo conoció y te cae como una patada en los huevos…

El Conde bostezó y miró a su antiguo colega.

—No sé, por mi madre que no sé… Es que nosotros los escritores de verdad somos así, ¿no?

Podía ser la última de las momias. Un habilidoso embalsamador de faraones debía de haber obrado el milagro de colocarlo sobre el sillón y, con paciencia egipcia, había manipulado cada uno de los pliegues de su piel hasta lograr el efecto de que pareciera tan vivo como muerto. El Conde lo observó durante unos minutos. Centró su atención en la obra maestra conseguida en las manos, donde las cicatrices, las estrías de la piel, las venas y las arrugas armaban un prodigioso entramado. Al fin se atrevió a tocarlo. Lentamente los párpados del anciano se replegaron, como los de un reptil somnoliento, y unos ojos de un azul desvaído retrocedieron ante la agresión de la luz.

—¿Qué pasó? —habló, y el Conde se sorprendió: no tenía voz de viejo.

—Quería hablar con usted, Toribio.

—¿Y quién tú eres? —A mí no me conoce, pero usted fue amigo de mi abuelo: Rufino el Conde.

El anciano hizo un esfuerzo por sonreír.

—Ese tipo era un peligro…, más tramposo…

—Sí, ya lo sé. Yo mismo lo ayudaba con los gallos.

—Rufino está muerto, ¿verdad? —Sí, hace años. Después que prohibieron las peleas. Las peleas de gallos eran su vida.

—Y la mía. Es del carajo, hace años que prohibieron las peleas y que todo el mundo está muerto. Yo no sé pa’ qué coño yo estoy vivo. Y ahora casi no veo.

—¿Cuántos años tiene usted, Toribio?

—Ciento dos años, tres meses y dieciocho días…

El Conde sonrió. A veces a él se le olvidaba su propia edad. Pero comprendió que todos los días debían de ser importantes para Toribio el Tuzao, porque cada vez más se acercaba al final de una cuenta desbordada. En los recuerdos más remotos del Conde estaba la figura, ya anciana, de Toribio, mientras revisaba un gallo: examinaba las espuelas, extendía las alas, comprobaba la potencia de los músculos de las patas, examinaba las uñas, le abría el pico, le palpaba el cuello, y luego acariciaba con amor al animal destinado a la lucha y la muerte. Su abuelo Rufino, que rara vez dedicaba un elogio a sus adversarios, aseguraba que el Tuzao era uno de los mejores galleros de Cuba. Quizás por esa calidad Hemingway lo había contratado y convertido, por años, en el entrenador exclusivo de sus gallos de lidia.

—¿Cuántos años usted trabajó con Hemingway Toribio?

—Veintiuno, hasta que murió. Y yo me quedé entonces con sus gallos. Una fortuna. Él me los regaló. Papa lo escribió en su testamento.

—¿Buena gente el Papa?

—Tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos. Yo le hacía falta, ¿sabe?

—¿Y por qué era tremendo hijo de puta?

Toribio el Tuzao no respondió de inmediato. Parecía pensar su respuesta. El Conde trató de imaginar cómo funcionaba su cerebro preinformático y decimonónico, anterior al cine, los aviones y el bolígrafo.

—Un día se encabronó y le arrancó la cabeza a un gallo que se huyó en una pelea de entrenamiento en la valuta que teníamos en la Vigía. Yo no se lo aguanté y nos tiramos unos piñazos. Yo le di, y él me dio. Le dije que se metiera sus gallos por el culo y que él era un criminal, que eso no se le hacía a un gallo de pelea.

—Pero si se matan peleando, se sacan los ojos…, muchos galleros los sacrifican cuando se quedan ciegos.

—Eso es otra cosa: la pelea es la pelea, y es entre gallos. Y no es lo mismo sacrificar un animal para que no sufra que matarlo por un encabronamíento.

—Eso es verdad. ¿Y qué pasó después?

—Me escribió una carta pidiéndome perdón. Era tan bruto que se le olvidó que yo no sabía leer. Yo lo perdoné y él contrató un maestro que me enseñó a leer. Pero no dejó de ser un hijo de puta.

El Conde sonrió y encendió un cigarro.

—¿Por qué a usted le decían el Tuzao?

—El nómbrete me lo pusieron unos galleros cuando yo era un muchacho, allá en mi pueblo. Un día que me pelaron con una máquina de esas de trasquilar caballos que deja el pelo cortico y erizao, y uno de ellos dijo: «Mira, parece un gallo tuzao». Y hasta hoy…, como me pasé la vida metido entre gallos.

—Mi abuelo Rufino lo respetaba como gallero.

—Rufino era de los buenos. Aunque demasiado tramposo. No le gustaba perder.

—Él decía que para jugar, había que salir con ventaja.

—Por eso nunca peleó contra mis gallos. Yo sabía cómo hacía él para untar sus animales. Se ponía la vaselina en el cuello y mientras bañaban y pesaban a los gallos, tu abuelo se pasaba la mano por el cuello, como si le doliera, y luego cuando cogía al gallo, lo dejaba hecho un jabón… El coño’e su madre.

El Conde volvió a sonreír. Le complacía oír aquellas historias de su abuelo. Lo remitían a un mundo perdido que en el territorio libre de su memoria se parecía mucho a la felicidad.

—Y Hemingway ¿sabía de gallos?

—Claro que sabía… Yo lo enseñé —aseguró Toribio y trató de acomodar el esqueleto en el sillón—. Fíjate si sabía que cuando se fue de Cuba para matarse me dijo que cuando terminara el libro de los toreros iba a escribir uno de los galleros. Yo iba a ser el protagonista y él iba a contar las historias de mis mejores gallos.

—Hubiera sido un buen libro.

—Un buen libro, claro —aseveró el anciano.

—¿Y él apostaba duro?

—Sí, duro, era un apostador nato. A los caballos, a los gallos…, y tenía suerte el muy cabrón, casi siempre ganaba. Pero después que ganaba, se emborrachaba y a veces gastaba y regalaba toda la ganancia. No le importaba el dinero, lo que le gustaba era la pelea. Tenía obsesión con las peleas y con el coraje de los gallos. Le encantaba ver que un gallo se quedara ciego de dos espolonazos y siguiera peleando sin ver al contrario. Eso lo volvía como loco.

—Era un tipo raro, ¿no?

—Un hijo de puta, ya se lo dije. Pa’ mí que tenía el demonio dentro. Por eso tomaba tanto…, para calmar al demonio.

—Sí, seguro… ¿Y usted vivía en la finca?

—No, ninguno de los que trabajábamos con él vivía en la finca. Ni siquiera Raúl, que siempre estuvo con él y era como la sombra de Papa. A ver: menos Ruperto y yo, todos eran de por allí, de San Francisco. Y Raúl vivía muy cerca, casi a la salida misma de la finca.

—¿Y por las noches él se quedaba solo en la casa?

—Bueno, solo no, con la mujer. Y allí casi siempre había invitados. Pero, al final, cuando Papa ya estaba viejo, a veces ella le decía a Calixto que se quedara de custodio en el portón de abajo o en el bungalow de los garajes.

—¿Un custodio? Yo creía que él mismo hacía un recorrido por la finca antes de acostarse.

—Eso era si no estaba demasiado borracho, ¿no? Pero Miss Mary estaba más tranquila sí el custodio estaba allí…

El Conde sintió que algo no encajaba en su esquema: todo era más fácil sin aquel vigilante nocturno del cual nadie le había hablado, ni siquiera el sabihondo de Tenorio. Quizás la memoria de Toribio le fallara en este aspecto. Y por eso insistió.

—¿Y quién era el que se quedaba de custodio en los últimos años de Hemingway?

Toribio abrió un poco más los párpados y trató de reenfocar la figura de su interlocutor. Parecía hacer un esfuerzo supremo.

—¿Tú eres policía o qué cono? —No, no, no soy policía. Soy escritor. Es un decir…

—Carajo, pues pareces un cabrón policía. Y a mí los policías me caen como una patada en el culo. No los resisto.

—Ni yo tampoco —remató el Conde, sin mucho esfuerzo y sin alejarse demasiado de la verdad.

—Menos mal… Mira, tres días estuve preso por culpa de un policía que me agarró en una pelea clandestina. Hijo’e puta… Como si no hubiera mayimbes del gobierno peleando gallos todavía. A ver, ¿qué me estabas preguntando?

—Sobre el custodio. ¿Quién fue en los últimos años?

—Bueno, al final, final, cuando ellos se fueron y Papa se mató, era un tal Iznaga, un negro grandísimo él, que era primo de Raúl. Pero antes había sido Calixto, que hacía cualquier trabajo en la finca, hasta que un día se fue…

—La gente duraba mucho en la finca, ¿no?

—Cómo no iban a durar, si Papa pagaba bien, pero bien. De allí nadie se quería ir. Un día sacamos la cuenta y él solo mantenía como a treinta gentes…

—¿Y por qué Calixto se fue?

—Por qué no lo sé. Cómo, sí. Una tarde él y Papa estuvieron hablando horas en el último piso de la torre. Como si no quisieran que nadie los oyera. Y después Calixto se fue. Hasta se mudó de San Francisco. Algo gordo tiene que haber pasado entre ellos, porque se conocían desde hacía una pila de años, desde antes que Calixto matara a un tipo y lo metieran preso.

El Conde recibió un temblor que no sentía desde sus tiempos de policía. ¿Será verdad que uno nunca deja de ser policía?, se preguntó, aunque conocía la respuesta: ni policía, ni hijo de puta, ni maricón, ni asesino tienen el privilegio del ex.

—¿Cómo es la historia del muerto ese, Toribio?

Lentamente el anciano tragó saliva mientras se frotaba las manos y sin tener ninguna certeza el Conde tuvo la sensación de que alguien los escuchaba dentro de la casa.

—No sé bien, la verdad, porque Calixto era medio misterioso y tenía un carácter… Lo que se sabía era que había tenido una bronca en un bar y mató a un hombre. Estuvo guardao como quince años, y Papa le dio trabajo cuando salió, porque lo conocía de antes.

—¿Y qué se hizo de Calixto?

—Yo no lo volví a ver. No sé Ruperto. Ruperto era el capitán del barco de Papa y andaba más por La Habana. Yo creo que una vez él me dijo algo de Calixto, pero yo no me acuerdo bien.

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