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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (9 page)

BOOK: Zoombie
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Me enfrenté al dilema de si curar la herida o no. No sabía si merecía la pena el esfuerzo: si me convertía en Z, el hecho de que se infectara la herida no iba a suponer ningún problema para mi salud. Resolví aplicando una cura rápida con un poco de desinfectante.

Todos mis planes, todas mis esperanzas se venían abajo como un castillo de naipes. Si la herida era consecuencia de un ataque Z, mis horas como humano estaban contadas. No formaría parte de la Resistencia, pobres diablos: sin un líder, estaban abocados al fracaso. No se hablaría de mí en los libros de historia, no se compondrían canciones, ni odas ni poemas, no se venderían souvenirs. Mi cara no se estamparía en las camisetas que se convertirían en el símbolo de la libertad humana.

Lo más sensato era no perder el sentido práctico: me dirigí a la puerta de entrada y modifiqué el sistema de seguridad. Opté por el reconocimiento verbal: «Ábrete, Sésamo». La capacidad de comunicarnos verbalmente es una de las características que siempre se ha considerado única en la especie humana; supongo que el error ha sido otorgar a esta capacidad la presunción de que podía ir acompañada de una reflexión o pensamiento previo, un dato que ha desmentido la historia, aunque no me ocuparé de eso ahora. Debo confesar que quizá la frase en cuestión no fuera la más imaginativa, pero, dadas las circunstancias, no quería perder el tiempo discurriendo sobre ello. Además, al final me ha gustado tanto que he acabado adoptándola como contraseña oficial. Sabía que los recién transmutados conservaban capacidades intelectuales; en cambio, no recordaba haber escuchado a XY-Z proferir palabra alguna. Y menos una frase. A lo sumo, algún sonido gutural una vez que los rayos ultravioleta hubieron clavado sus alfileres, en su cianótica piel, en el encuentro en el supermercado. Está claro que de alguna manera logran comunicarse: los precedentes así lo hacen suponer, aunque todavía no puedo asegurarlo e ignoro de qué manera, de modo que establecer cualquier contraseña alfanumérica en un teclado me pareció inútil; cabía la posibilidad de que la recordara y eso me facultara para abrir la puerta y salir a la sabana urbana, donde podría dar caza a cualquier incauto transeúnte. A tenor de todo esto, parecía evidente que una clave que utilizase exclusivamente tonos de voz era lo más seguro.

Una vez modificados los parámetros del sistema de seguridad, han dado comienzo los que suponía eran los primeros síntomas de la transubstanciación. Me pareció sensato sentarme a registrarlos dejando constancia del proceso mutagénico, momento en el que comienza el relato del día de hoy. Habría supuesto un hito en la historia de la historia en general, y en el de la escritura en particular. Es tarde y estoy cansado. Me encuentro mal, lo que me hace pensar que es hora de administrarme la segunda dosis de penicilina. Después me iré a dormir, mañana será un duro día.

Informe-Diario de a bordo: día 4, 11.00 p.m., jueves.

«Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años.»

Me he despertado con la jeringuilla clavada en la nalga derecha. Ayer fue lo último que hice antes de desmayarme. Debí de caer redondo en el sofá, sumido en el sopor de la fiebre. Al principio me he asustado, pues, al ver el inyectable a modo de banderilla en mi trasero, pensé que estaba siendo objeto de algún experimento médico, con motivo de un ataque Z. Al reconocer el sofá y el resto del mobiliario, me he tranquilizado y he solventado el tema de la jeringuilla diligentemente. La penicilina parecía haber hecho su efecto y me encontraba mucho mejor: no tenía fiebre, aunque seguía congestionado y mis amígdalas todavía estaban resentidas. La herida no me dolía y presentaba un aspecto normal.

Tenía un hambre canina, y el hecho de que no me apeteciera carne cruda o un vaso de sangre con cereales me ha tranquilizado. De todas maneras, me he dirigido a la nevera para comprobar que mi apetito seguía siendo básicamente humano y he mordido un solomillo con sangre que reservaba para la cena. Las arcadas que he experimentado han confirmado definitivamente el diagnóstico. He ingerido con avidez mi vaso de leche de soja con cereales y luego he dado buena cuenta de un considerable surtido de galletas. Eran las

10.00 a.m.: he encendido una pipa y he fumado un rato recordando el orden del día: hoy debía encontrar a LR para unirme a ella e iniciar la «Zeconquista».

No había olvidado a mi vecino ZV, aunque el solo hecho de pensar que tenía que matarlo me producía sensación de hastío. Además, dejaría este menester para cuando liderase el grupo de la LR y lo sometiera a votación; un líder tiene que saber aplicar la psicología del grupo. Por otra parte, volvían a hacerse presentes consideraciones de tipo ético-moral o puramente sentimentales: tener que matar a otro Z conocido me resultaba de lo más enojoso. Habría dado cualquier cosa porque mi vecino estuviese dentro de la lista de asesinos en serie más peligrosos del país, la de violadores o pederastas (en el supuesto de que existiese): con que apareciese en alguna lista electoral, me daría por satisfecho; pero era una persona normal, del pueblo, y aunque el incidente de la pistola había hecho mella en nuestra relación, no le guardaba un especial rencor. Matar Zs, aunque heroico en términos generales, no dejaba de plantear un dilema moral considerable a aquellos que debían llevarlo a cabo: volarle la cabeza a un despiadado criminal convertido en Z era relativamente fácil, e incluso podría llegar a resultar gratificante, pero cosa bien distinta era tener que hacerlo con un vecino o, peor, con un familiar.

«¡Ábrete, Sésamo!»: y el sistema de seguridad se desconectaba permitiéndome abandonar el refugio secreto. Para el encuentro con LR había elegido un atuendo acorde con la importancia de la ocasión y con las circunstancias en las que nos encontrábamos: pantalones y botas militares, un tres cuartos (que adquirí en un mercadillo hace ahora un par de años), pistola al cinto y una camiseta negra se convertían en mi uniforme de gala. Creí conveniente echar en el petate una grabadora portátil: si quería dejar constancia de mi encuentro con la Resistencia en los anales de la historia de manera fidedigna, era un adelanto tecnológico imprescindible; el tiempo acabaría dándome la razón. Mi pipa era el complemento distintivo idóneo para cualquier líder de guerrilla que se precie. Pude visualizar mi imagen como el nuevo icono libertario inmortalizado con una instantánea en el fragor de la batalla.

Eché un vistazo por la mirilla de la puerta para asegurarme de que no había Zs a la vista, aunque si de algo estaba seguro era de que el alba era mi más fiel aliada. Con las bolsas de basura en la mano, juzgué oportuno librarme de las ropas utilizadas el día anterior. Tras recuperar primero las balas que todavía guardaba en el bolsillo del pantalón, abrí la puerta y salí al exterior. No había ni rastro de VZ, o eso pensé: no pude dar más de un paso antes de notar la presencia física del Z justo debajo de mi pie derecho. Una sustancia inconsistente de color negruzco sobresalía de debajo de la suela de mi bota: supe de inmediato que había pisado un excremento. Al principio descargué mi ira contra los canes y los felinos domésticos, pues me pareció la explicación más probable a tan lamentable accidente. El tamaño del mojón hizo que desechara la hipótesis que hacía recaer la culpabilidad en algún animal doméstico. Las rebabas formadas alrededor de la bota, y que casi remontaban hasta el mismo empeine del pie, revelaban unas dimensiones que encajaban más con los excrementos de un ser humano adulto, y con tendencia a la obesidad, que con los de cualquier animal de compañía. ¿Había pisado la deposición de un Z? No daba crédito a lo que estaba contemplando, pero… ¿era casualidad que diese rienda suelta a sus necesidades fisiológicas justo delante de mi puerta o respondía a otra razón? Descarté esta última opción por parecerme demasiado paranoica, aunque la evocación de la mirada de XY-Z la noche de autos me obligó a replantearme la hipótesis. No sabía si agradecer o lamentar mi anosmia momentánea.

Bajé las escaleras a la pata coja, por no expandir el desastre, y limpié lo mejor que pude la suela de los zapatos: tuve que dejarlo más pronto que tarde porque los tacos y el diseño propio de la suela hacían imposible resolver la tarea de forma rápida: no había tiempo que perder. Tiré las bolsas al contenedor, pisé sin querer los restos de
García
, convertido ahora en una especie de alfombra rígida, y me subí al coche. El plan era sencillo: conducir por las calles del pueblo hasta topar con la Resistencia. Sería inevitable coincidir con ellos en algún control o durante alguna patrulla.

El hecho de haber pisado una deyección Z se me había quedado grabado en el cerebro: confirmaba que un Z conserva las características fisiológicas básicas del ser humano, cosa por otra parte bastante normal. Si comen, y lo hacen de forma ingente, deberán evacuar lo ingerido (evidentemente sin ningún sentido del decoro y la educación), aunque tal circunstancia no había sido especificada nunca en los tratados Z que hasta ahora había estudiado. Lo que más me preocupaba era la ubicación del depósito, ya que respondía más a una especie de ataque personal que a la simple e inocente inconsciencia animal. Había elevado a la categoría de «urgente» eliminar a ZV. Puede que no fuera un asesino, violador o similar, pero esa acción denotaba una peligrosidad subestimada. Por otra parte, evacuar en la puerta de alguien era una afrenta lo suficientemente grave para quitarle la vida. Aparté de mi mente estas reflexiones y me concentré en la misión.

Conduje durante un rato sin resultado satisfactorio, lo que abrió la puerta para que la desazón se colara a raudales por las ventanillas del coche. Empezaba a plantearme que quizá la Resistencia no fuese más que un sueño, o que se hubiese disuelto a falta de un liderazgo serio. Un disparo me hizo perder el control del vehículo: había reventado una rueda. Tuve que dar unos volantazos para controlar el vehículo. Pensé que me iba a estrellar contra una faro-la. Supe sortearla in extremis y detener el vehículo justo antes de estamparme contra una pared. Quedé con la cabeza apoyada en el volante, un poco aturdido, y cuando la levanté alguien me estaba apuntando con una escopeta.

—Si quieres viví [vivir], más te vale decí [decir] algo, tronco.

Fueron las primeras palabras en tono desabrido que escuché. Debido al golpe, por el que todavía me encontraba atolondrado, y a la jerga con la que aquel individuo se expresaba, tardé un poco en situarme y en poder articular palabra. No estaba seguro de haberlo entendido al cien por cien, aunque la situación invitaba a decir algo de forma inmediata: jaleado por otros que le repetían insistentemente «Es uno bicho, mátalo, mátalo», estaba a punto de apretar el gatillo.

—Quiero unirme a vosotros. ¿Sois la Resistencia
[2]
, verdad? —articulé, todavía vacilante. No quería albergar ningún tipo de dudas al respecto de si el grupo que me había interceptado era, o no, LR, y tampoco tuve tiempo de más. Aproveché para poner en marcha la grabadora. A partir de aquel momento se convertiría en mi inseparable bloc de notas: más tarde confesaría a mis compañeros su uso indiscriminado sin que plantearan inconveniente alguno. Con el tiempo aprendí a hacerlo tan hábilmente que ni siquiera advertían cuándo la ponía en marcha, circunstancia que repercutió positivamente en la naturalidad de las conversaciones y, por supuesto, en la exactitud de su transcripción.

—Joder, te ha faltado el canto de un duro para que te dejara frito. Anda, quillo
[3]
, baja del buga
[4]
y ven aquí —respondió con propincuidad esta vez, aunque sin despejar la incógnita de si me encontraba ante LR o se trataba de otro tipo de comando.

Abrí la puerta del coche y bajé tambaleándome: un vetusto hombre a juego con su mujer (un jubilado y un ama de casa a todas luces), dos mancebos delincuentes (a tenor de su vocabulario e indumentaria) y otro que rondaría mi edad, vestido con el uniforme oficial de policía local, eran ahora mis contertulios. La primera imagen no era como la había imaginado, aunque intenté mantener la ecuanimidad.

—Delincuente 1: ¿Estás bien, quillo?

—Delincuente 2: Pos [pues] claro que está bien, julái
[5]
. Si no, no habiera —quería decir «hubiera»— salido del coche por su pata
[6]
—por suerte, intervinieron otros integrantes de grupo.

—Policía: Dejad que hable, hombre. Que se habrá llevado un susto de muerte. ¿Cómo te encuentras?, ¿estás bien?

—Creo que sí. El impacto no ha sido grave y he podido hacerme con el control del vehículo. Aunque la brusquedad del frenazo me ha aturdido un poco —se hizo el silencio durante una breve pausa.

—Jubilado: Venga, vale, muy bien, ya nos conocemos, pero vamos a dejar de hacer el gilí
[7]
, que tenemos cosas importantes de que ocuparnos, mecachis en la mar
[8]
.

En su primera intervención, creí que el vejestorio había montado en cólera, como dejaba entrever tanto por su vocabulario como por el tono de voz: en menos de una veintena de palabras había utilizado dos blasfemias irreproducibles, y su inflexión verbal reflejaba una especie de enfado a perpetuidad. Pronto descubriría que en realidad no era más que una faceta de su personalidad y que, muy al contrario de lo que podía parecer, se trataba de una persona de lo más humilde y servicial, aunque en aquellos instantes… Me privo de dar a su intromisión la importancia que merecía. Me he visto obligado, tal y como ya he comentado, a sustituir los vocablos soeces y malsonantes por otros, evitando por otra parte que alguien pudiera sentirse ofendido.

—Policía: No empecéis otra vez, vale. ¿Cómo te llamas? —intervino el integrante del grupo que aparentaba más o menos mi edad y sobre el que parecía recaer la responsabilidad de mando, tal y como delataba el uniforme de policía municipal del que hacía gala.

—Lo siento, pero preferiría no dar mi nombre y no conocer los vuestros, ni dónde vivís, ni ningún dato personal que pueda delatar en caso de caer en manos del enemigo o sufrir el proceso de transubstanciación —me dio la impresión de que mi primera participación como integrante de LR sorprendía a mis inquisidores, aunque un hecho desafortunado me privó de apuntalar mi liderazgo dentro del grupo. Sin mediar palabra, uno de los delincuentes, apuntándome con la escopeta, dijo:

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