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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (5 page)

BOOK: Zombie Planet
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Cuando el camión se puso en marcha, las jaulas traquetearon unas contra otras, repiquetearon contra las paredes de la cabina, vibraron sin control. Ayaan se agarró a los barrotes de su jaula para evitar resbalar. El chico herido carecía de la fuerza para hacer lo mismo y gemía lastimosamente cada vez que la cabina del camión se ladeaba o botaba o giraba y él resbalaba con fuerza contra los confines de la jaula, magullándose la carne ya herida.

El aire cerrado rápidamente se impregnó del hedor de los cuerpos sucios y los excrementos, ya que no disponían de baños en las jaulas. Ayaan tenía unas ligeras ganas de orinar, pero se juró que esperaría y le negaría esa pequeña indignidad contra su persona al Zarevich.

Carecía de la habilidad para calcular la hora en aquel infierno cerrado. Sola con sus pensamientos, sólo podía medir la duración de su cautiverio por cuánta de su rabia había amainado y cuán penosamente estaba fracasando en el cumplimiento de sus obligaciones. De éstas había muchas en las que pensar. Tenía que pensar en su unidad. El campamento entero, en realidad, dependía de su liderazgo. No habrían sobrevivido tanto tiempo sin ella. Debía ser fuerte por ellos. Tenía una obligación que estaba por encima de luchar contra los
khasiis
, los
liches
, ése era un deber que había aceptado el día que disparó a Gary pero olvidó comprobar que estaba verdaderamente muerto. Las consecuencias de aquel momento de descuido las habían pagado otros que no eran ella. Les debía a sus fantasmas una vida de dedicación.

Ahora también tenía nuevos fantasmas. Mariam y Leyla estaban muertas, media docena más de sus soldados habían sido masacradas por los veloces necrófagos en el desierto. Ella les debía venganza, dando por hecho que tuviera la oportunidad.

Y algo tal vez más doloroso: estaba defraudando a Sarah. Dekalb, el padre de Sarah, había salvado la vida de Ayaan en numerosas ocasiones. Había llegado tan lejos como negarse a dejar que se convirtiera en una mártir cuando no hubiera servido para nada. En sus últimos momentos, él le había suplicado que cuidara de su hija. Ayaan había hecho lo que le había pedido, hasta que había permitido que una nueva y extraña clase de necrófago la capturase.

Por mucho que intentó torturarse con pensamientos de Sarah sola e indefensa en el desierto, finalmente el aburrimiento venció a la culpabilidad. La sed y el hambre también ayudaban. La presión de su vejiga aumentó y se negó a desaparecer, y la oscuridad se apoderó de ella como un pesado lastre en su estómago. Estaba acostumbrada a ser capaz de ver cosas. Necesitaba ver las cosas para poder dispararles. Sin un arma y sin luz, estaba fuera de su elemento.

Había parado por completo de intentar calcular el tiempo, cuando el chico comenzó a hacer ruido desde el fondo de la garganta. Había oído ese ruido antes y no le gustaba lo que presagiaba.

—Eh… ¿estás bien? —le preguntó Ayaan—. ¡Eh! ¡Eh!

Él se volvió con una lentitud horrible. No se trataba de falta de ganas de hablar con ella, parecía bastante agradecido por el contacto humano. No, se movía tan despacio porque el tiempo humano había quedado atrás para él. Se movía a la velocidad de la eternidad a la que estaba a punto de unirse. La miró y pronunció algo en una lengua que ella no conocía. Sus ojos estaban febriles y no lograron centrarse en ella ni siquiera cuando le gritó. El sudor perlaba su cara.

—No te entiendo —dijo Ayaan. Probó en todas las lenguas que conocía: somalí, árabe, inglés, sus nociones de italiano y ruso. Ninguna obtuvo una respuesta inteligible.

—Dice que tiene hambre —dijo la voz de una mujer hablando en árabe. Procedía de la jaula que estaba sobre la suya. No podía ver a quién pertenecía… La mujer estaba oculta por su propia manta—. Es turco —aclaró la mujer, contestando a la siguiente pregunta de Ayaan—. Turco, somos de Turquía. ¿Dónde te cogieron?

—Egipto —respondió Ayaan—. Se le oye como si se encontrara muy mal. Como si…

Era evidente que la mujer no quería oír eso.

—Egipto, ¿nos han llevado a rastras tan lejos? No sé qué harán a continuación con nosotros. Nos sacan a la luz una vez al día, nos dan un bocado de arroz para comer. No sé quiénes son, aunque se oyen historias, claro.

—Escucha —dijo Ayaan—, este chico… Él no va a sobrevivir. —Sus espasmos se habían convertido en un graznido constante. Se estaba muriendo, no había una forma mejor de expresarlo—. Tenemos que hacérselo saber, tienen que sacarlo de aquí.

—No lo harán. —Un hombre mayor tosió desde algún lugar cercano. Ayaan percibía los cuerpos que había a su alrededor como si estuvieran suspendidos en el espacio, sin barrotes entre ellos, cuerpos alineados en hileras perfectas de metro y medio, apilados a un metro por arriba y otro por abajo, extendiéndose hasta el infinito. Luchó por librarse del repentino vértigo.

El chico tuvo un espasmo, sus brazos golpearon los barrotes de su jaula. Sus piernas se agitaron y el olor de excrementos frescos se filtró a través de la oscuridad.

—Tienen que hacerlo, cuando él dice que está hambriento… ésa es una de las señales. Tal vez no lo has visto nunca antes, pero…

—Todo el mundo lo ha visto —intervino la anciana de nuevo—. Todos lo hemos visto demasiadas veces. Les gusta. Quieren que todos estemos muertos, es sagrado para ellos. Se alegran cuando uno muere. Ahora permanece en silencio. Cuando hablas, el tiempo pasa más lentamente.

—¡Pero va a cambiar! ¡Va a cambiar y nosotros estaremos atrapados aquí con él! —Ayaan estaba cayendo presa del pánico. Luchó por controlarse. Así no era cómo actuaba una soldado. Con lentitud, en un verdadero y esforzado acto de voluntad, volvió la cara a un lado para mirar al chico.

Un necrófago le devolvió la mirada.

Ayaan gruñó y se impulsó hacia atrás, lejos de él. El chico muerto se abalanzó a por ella, sus dedos se atascaron entre los barrotes, sus uñas eran pálidas en su carne malherida. Su cara avanzó hacia ella en la oscuridad, sus dientes mordieron el metal, sus ojos estaban absolutamente muertos. Era la primera vez en años que había mirado de veras la cara de un necrófago. Se había olvidado de cómo cambiaban, de cómo la vida abandonaba sus rasgos. La piel se volvía laxa. Como una máscara puesta sobre una calavera.

La cara se estampó contra los barrotes. Ayaan dejó escapar otro gruñido. Los dedos seguían esforzándose en alcanzarla, presionando a través de los barrotes. Una mano rota los atravesó, se lanzó a por ella, no lograba atraparla. Se apretujó en una esquina de la jaula tanto como pudo. La mano se movió por el interior de su jaula como si no tuviera huesos, como un tentáculo persiguiendo su carne blanda.

El miedo la tocó, aunque el chico no pudiera. Estaba lo bastante alejada de los barrotes para estar a salvo: los muertos no son particularmente fuertes, aunque podían aplastar sus cuerpos con más fuerza de lo que los vivos podían soportar. El chico no podía atravesar los barrotes. Estaba a salvo, en tanto en cuanto fuera capaz de mantenerse pegada al lado más alejado de su jaula. En tanto en cuanto sus brazos no se cansaran. En tanto en cuanto ella no se desplomara. Si aquellos dedos llegaban a tocarla, lo sabía, sus uñas se le hundirían en la carne. Los dientes llegarían, de alguna manera, a través de la jaula. Si él alcanzaba siquiera a arañarla, rasgar su piel, la infección era casi inevitable. Infección y muerte. Estaba a salvo, pero sólo mientras le duraran las fuerzas.

De algún modo logró aguantar hasta que el camión se detuvo y una luz cegadora cayó sobre ellos y los sacaron en sus jaulas. Sus captores se llevaron al chico muerto y tiraron su jaula vacía en la cuadrícula de cuerpos. Al fin, Ayaan pudo relajarse, dejarse caer contra los duros barrotes. Le dolían los brazos. Su cuerpo se sentía exhausto, estrujado. Su mente funcionaba más rápido que nunca.

Para cuando llegaron a su destino, Ayaan ya había resuelto al menos una cosa. No había forma de que cumpliera sus obligaciones para con Sarah si estaba muerta. Si moría en cautividad, el Zarevich la utilizaría. La convertiría en uno de sus soldados. Si quería ayudar a Sarah, tendría que seguir con vida. Costara lo que costase.

Capítulo 7

—Naturalmente —dijo Jack—, Sarah querrá rescatar a Ayaan. Por el camino, Sarah podría simplemente liberar a las momias cautivas de Ptolemy.

«¡Ni hablar!», pensó ella mientras trepaba por el alambre enrollado de regreso al campamento. No había nada simple en aquella proposición.

Para empezar, la propia Ayaan la detestaría. Su política había sido siempre que aquellos que caían se abandonaban. No había excepciones, no podía haberlas, porque las excepciones ponían en peligro a otras personas. Ayaan no esperaría un trato especial.

Por otra parte, debía tener en cuenta a Fathia. Quien no confiaba en ella. Quien parecía tenerle un poco de miedo. Fathia se alegraría de ver a Sarah muerta, pero en tanto en cuanto Sarah siguiera con vida, nunca le permitiría salir del campamento de nuevo.

Entonces tendría que escaparse. Lo había hecho muchas veces antes, pero sólo a sabiendas de que podría regresar antes de que se descubriera su ausencia. En esta ocasión sería mucho más difícil. Sabía que al menos tenía que hacer el esfuerzo de salvar a Ayaan, pero también sabía que no podía hacerlo sola.

El amanecer arrastraba unos dedos manchados de sangre sobre las colinas del este cuando ella se coló en la zona de helicópteros y encontró a Osman durmiendo en su hamaca. Sólo contaba con unos minutos para poner en marcha uno de los planes más estúpidos que se le habían ocurrido en la vida. Tratando de ser delicada, puso una mano sobre la boca del hombre y le tapó la nariz. Él se despertó aterrorizado, moviendo los ojos de un lado a otro sin control mientras intentaba comprender qué estaba sucediendo. Al ver a Sarah la expresión de su cara se transformó en una de desconfiada confusión.

—Ayaan está viva —dijo ella—. Si nos vamos ahora mismo, todavía podemos rescatarla. —Se lo contó todo a Osman, incluso el secreto que había guardado durante tantos años.

—¿Jack? ¿El soldado americano? ¿Has estado con su fantasma en el desierto? Eso no tiene ningún sentido.

Sarah se encogió de hombros.

—Él mató a mi padre. Está intentado compensarlo. Escucha, no tenemos tiempo para discutir. El campamento se despertará dentro de poco. Si averiguan lo que tramamos…

Osman soltó una breve risotada.

—Estás dando por hecho que voy a apoyar esta locura. En los viejos tiempos, te acusaría de ir colocada. Ahora sólo querría que lo compartieras. Escucha, niña, Ayaan me ha tratado bien. Ha salvado mi pellejo muchas, muchas veces. Pero reconocía una mala proposición cuando la oía. En el mismo instante en que nos vayamos, Fathia nos tachará de traidores. Nunca nos permitirá volver.

—Si tenemos a Ayaan con nosotros cuando regresemos, no importará lo que Fathia diga.

Osman aceptó este argumento con un gesto. Aunque no estaba convencido del todo.

—¿Jack?

—Tienes que superar eso. Es Jack. Me ha dado información de sobra para organizar un plan, y yo confío en él. También nos ha buscado algo de ayuda. —Al final tuvo que retroceder ante el cuasi terror que la mayoría de la gente sentía cuando se enteraban de su arcana visión—. Venga, Osman. Tú has dicho que Ayaan te tratado bien. ¿Y acaso yo no? Tú has visto mi poder. Te ha sacado de líos, así que sabes que es real. ¿Por qué dudas de mí ahora?

Accedió sin palabras, frotándose los ojos y la cabeza.

Juntos cargaron de combustible el mejor de los dos Mi-8. Trabajando a media luz, extrajeron los depósitos externos de la estructura del tercer helicóptero y los montaron en la zona de carga del Mi-8. Intentaron mantener el silencio, pero no había forma de silenciar el ruido del motor de una aeronave al arrancar. Su rugido despertó a todo el campamento.

—¡Directo arriba! —gritó Sarah mientras Osman elevaba el helicóptero de la plataforma, casi sin esperar que el rotor girara para coger velocidad—. ¡Sal del alcance de los rifles! ¡Rápido!

Ella había sabido de antemano lo que sucedería cuando fueran descubiertos, y no se había equivocado. Las mujeres salieron corriendo de las tiendas a medio vestir, con los rifles en los brazos. Habían dormido con sus armas, esperando alguna señal del ejército del Zarevich. Cuando vieron que era uno de sus propios vehículos despegando, la mayoría bajaron sus armas, pero una o dos apuntaron y comenzaron a disparar.

—¡Aquí Fathia! —chirrió la radio del helicóptero—. No entiendo qué locura se ha apoderado de ti, pero si no desciendes en un minuto…

Sarah apagó la radio. El contenido de la amenaza no importaba; ya sabían que se habían metido en problemas.

Una vez se alejaron del alcance de los rifles, la siguiente amenaza vino de mano del otro helicóptero. Aunque las armas que venían con el aparato se habían acabado tiempo atrás, otro piloto podía seguirlos hasta su destino y dispararles allí. Sarah fue corriendo a la zona de carga y bajó la vista hasta el aeródromo que acababan de abandonar. Deseaba con todas sus fuerzas que el otro helicóptero permaneciera en tierra. Éste era uno de los puntos débiles de su plan, este primer vuelo a la desesperada. Todo podía acabar allí en ese instante.

Entonces vio lo que más se temía.

—Están poniendo en marcha el otro helicóptero —gritó a través de su comunicador—. Osman, tenemos un problema gordo.

—Con una solución mínima. La próxima vez que haga algo estúpido, Sarah, recuerda esto.

Sarah no comprendía, hasta que divisó las nubes de humo en las turbinas duales del techo del helicóptero de tierra.

—¡Lo has saboteado!

—He desconectado el circuito de alimentación. No les llevará más que un momento reparar el daño…, pero puede llevarles la mayor parte del día encontrarlo.

Sarah quiso ir corriendo a abrazarlo. Pero no se abrazaba a un piloto de un helicóptero militar en pleno vuelo.

—Estamos a salvo —proclamó a gritos, y él resopló con una de sus risas sarcásticas.

—A salvo para volar hacia una muerte segura, sí —dijo él entre risas—. De acuerdo, comandante. ¿Adónde vamos primero?

—Necrópolis —contestó ella.

—Nunca lo había oído mencionar.

Ella tampoco.

—Hay un buen motivo para que así sea. Pon rumbo al nordeste, en dirección al mar. Estamos buscando una salina a este lado del canal. Está rodeada de grandes rocas erosionadas por casi todos sus flancos.

La localizaron con relativa facilidad. Desde el aire, la salina parecía una capa de hielo en medio del desierto. Osman aterrizó en una roca sólida justo en el borde de la salina. Tales lugares eran conocidos por su escasa estabilidad, y bajaron juntos de un salto, con los nervios todavía alterados por la adrenalina.

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