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Authors: Douglas Niles

Yelmos de hierro (40 page)

BOOK: Yelmos de hierro
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El jaguar rugió, lanzando zarpazos y dentelladas, cuando varios de los nativos saltaron al interior del pozo para acabar de atarlo. En cuanto la red quedó bien prieta, lo izaron a la superficie. Gultec, que se había dado el gusto de herir a varios de sus captores, se vio arrastrado por el suelo como un bulto, lejos de cualquier otra posible víctima.

Llevaban casi una hora de marcha, y Gultec tenía el cuerpo machacado y dolorido por los golpes contra el suelo, cuando, entre los intersticios de la red, alcanzó a ver que habían salido de la selva.

Gruñó y se puso a cuatro patas en cuanto los cazadores aflojaron la red. Guiñó sus ojos amarillos al encontrarse delante de la pirámide más enorme que jamás había visto. En las profundidades selváticas, en el corazón del Lejano Payit, donde se suponía que sólo había gente primitiva, alguien había levantado este enorme edificio.

En los alrededores de la gran pirámide se veían prados de hierba verde y estanques de agua cristalina. Gultec vio otras construcciones de gran tamaño, aunque no tanto como la pirámide, dispersas entre la vegetación de la selva. Al lado de la pirámide había un campo grande cercado por tres paredes bastante altas. En aquel lugar, varios hombres corrían arriba y abajo, en persecución de un objeto redondo.

Los cazadores arrastraron al jaguar hasta la pirámide. En lugar de subirlo, tal como había esperado el guerrero, lo lanzaron por una abertura en la base. De inmediato, Gultec dedicó todos sus esfuerzos a librarse de la red, pero tardó varios minutos en conseguirlo, y, para aquel momento, ya habían cerrado la puerta.

Entonces vio un pasillo que llevaba hacia el centro de la pirámide. Dejó de gruñir, y avanzó en silencio hasta llegar a una habitación muy amplia. Notó el olor de los jaguares, y se le erizó la piel del lomo.

Un segundo más tarde, vio a los grandes felinos dispersos por el recinto; algunos se limpiaban, otros dormían, y unos cuantos lo observaban interesados.

Después advirtió que había otro ocupante: un anciano sentado en un escalón de piedra al otro lado de la sala. Vestía un taparrabos, y sus cabellos eran largos y blancos. Tenía el rostro tan lleno de arrugas que parecía el mapa de una tierra montañosa. El hombre miró a Gultec, sin hacer caso de los demás jaguares, que le correspondían con la misma indiferencia.

Gultec tensó los músculos, se agazapó y, con la barriga casi contra el suelo, avanzó poco a poco.

El anciano levantó una mano y la pasó una vez por delante de su rostro. En aquel instante, el cuerpo de Gultec se contorsionó; rodó por el suelo, y en cuestión de segundos recuperó la forma humana. Atontado por la violencia de la transformación, permaneció tendido en tierra, mientras lentamente llegaba a la conclusión de que el anciano era el autor del cambio. Se sentó con la mirada puesta en el hombre que se puso de pie y avanzó sin prisa hacia él.

—Ven, Gultec —dijo, suavemente—. Tienes mucho que aprender.

Poshtli plegó sus alas y descendió hacia la pirámide, convencido de que éste era el lugar que había visto en su visión. El sol desapareció detrás de la hilera de árboles en el horizonte, mientras él se posaba en la cumbre de la estructura tapada de hierbajos. Muy pronto sería la hora.

Por primera vez en días, el Caballero águila recuperó su forma humana. Estirado sobre las piedras, cubiertas de musgo, se desperezó y masajeó sus músculos para devolverles su elasticidad. Más relajado, disfrutó con el espectáculo de la salida de la luna, casi llena.

Después, se levantó con la intención de examinar la pirámide y caminó hasta el lado este de la plataforma. Los costados eran empinados y se veían casi totalmente tapados de maleza y musgo; se podía subir y bajar, aunque con alguna dificultad.

Despejó un pequeño trozo del primer escalón, y colocó con mucho cuidado las seis flechas que le había regalado Luskag. Después, puso su carcaj con dos docenas de saetas junto a las otras, que resplandecían a la luz de la luna.

Por último, se sentó lo más cómodo posible y esperó, con la
maca
atravesada sobre los muslos y el arco en las manos.

Uno de los enormes sabuesos infernales —del color de la sangre seca, pensó Halloran— saltó por encima del cuerpo quemado de
Caporal.
El monstruo abrió la boca mientras el legionario se zambullía en tierra, para esquivar por los pelos la bocanada de fuego que incendió los matorrales a sus espaldas.

Se levantó al instante y hundió la espada en el pecho de la bestia, aunque la herida no fue mortal.

Lo invadió una terrible sensación de impotencia al ver que tres de las criaturas se lanzaban sobre Erix. La mujer, con la espalda protegida por el tronco de un árbol, blandía un garrote. Pero esta arma rudimentaria ni siquiera llegaba a tocar a los sabuesos agazapados ante ella, dispuestos a soltar sus mortíferas descargas de fuego.

—¡No! —gritó Hal, que descargó un mandoble contra otro de los animales y saltó después sobre el cadáver en un esfuerzo por llegar hasta Erix. Sabía que no llegaría a tiempo.

El trío escupió su bocanada de fuego directamente al rostro de la joven, y Hal soltó un alarido al ver cómo las llamas azufradas la rodeaban con una aureola mágica y abrasadora.

Las llamas se disiparon, y Hal vio una vez más a Erix, que mostraba una expresión estupefacta. El amuleto de jade y plumas colgado de su cuello resplandecía y chispeaba con una fuerza mágica propia.

Entonces Halloran llegó junto a ella y abatió a uno de los sabuesos con una estocada en el corazón. Los otros dos le hicieron frente, pero Erix hizo caer a uno de un terrible garrotazo. El restante escupió fuego sobre Hal, en el momento en que la espada del joven se hundía en su pecho.

Casi sin fuerzas, Halloran dio un paso atrás, con su brazo izquierdo tocado en parte por las llamas. El sabueso cayó muerto, pero surgieron otros desde las sombras. El legionario escuchó el relincho aterrorizado de su yegua; espantada, arrancó la estaca que la mantenía sujeta y echó a galopar en medio de la espesura.

—¡Por aquí! —jadeó Hal, apartando a Erix del árbol. Primero uno de los sabuesos y después otro se sumaron al combate. «Este es el final», pensó Hal, sin más esperanzas.

Erix apoyó su mano en el brazo de Halloran en el preciso momento en que los monstruos vomitaban su fuego. Las llamas se agitaron alrededor de sus cuerpos como una cosa viva, pero el poder de la
plumamagia
los protegió con su aureola haciendo las veces de escudo.

Las ramas muertas de un árbol caído se incendiaron, y, a la luz del fuego, Hal pudo contar a una docena de sabuesos dispuestos a proseguir el ataque. Las llamas ganaron altura, y en aquel momento el legionario descubrió la presencia de una figura oscura detrás de la jauría, una forma encapuchada con un arco y una espada.

—¡El Muy Anciano! —exclamó Erix, mientras Halloran hacía retroceder a los perros, lanzando mandobles a diestro y siniestro.

—¡Ven! —gritó Hal, mientras la apartaba de la jauría. Una de las criaturas, herida en una pata, saltó para cerrarle el paso, pero cayó de costado al tocar tierra, y el legionario aprovechó la oportunidad para rematarlo de un solo golpe.

Erix lo siguió, y juntos corrieron a través de la estrecha faja de bosque, matorrales y árboles que los separaba del siguiente claro. Los perros se lanzaron en su persecución, sin dejar de ladrar. Hal apenas si podía soportar el terrible dolor de las quemaduras en su brazo, que se multiplicaba con los roces contra las ramas.

A la luz de la luna, Halloran vio a su yegua en el otro claro. El animal corría en círculos, buscando un sendero por donde escapar. También vio una pequeña colina cónica en el centro del campo.

Un sabueso asomó entre los árboles, y Halloran le hendió el cráneo, protegido del fuego por la magia del amuleto de Erix.

«¡Busca la altura, domina el territorio elevado!»
Halloran recordó la máxima de la táctica legionaria en el momento en que ya no le quedaban esperanzas. Los dos jóvenes corrieron hacia el centro del claro, en dirección a la colina que cada vez parecía más alta. La luz de la luna alumbraba su camino.

Más sabuesos penetraron en el claro y, con la velocidad del rayo, se lanzaron tras ellos.

«¡Busca la altura!»

Halloran advirtió que la colina era otra de las tantas pirámides cubiertas de vegetación que habían encontrado dispersas en la selva. Al mismo tiempo, comprendió que los perros los alcanzarían antes de llegar a su refugio .

Se volvió para enfrentarse a los sabuesos, con Erix a su lado. El primero de los monstruos se lanzó sobre ellos, pero de pronto cayó al suelo con un aullido de dolor. Sacudió las patas en un espasmo de agonía, y murió.

Algo pasó junto a ellos como un relámpago, y otro de los engendros del infierno cayó muerto. Esta vez, Halloran vio la flecha, resplandeciente como una varilla de cristal, que sobresalía del cogote de la bestia. Después cayó un tercero; la esperanza brotó en el pecho del capitán, que no desperdició su tiempo en pensar cuál era el origen del milagro.

—¡Corre! —vociferó, empujando a Erix hacia la pirámide. Desesperados, treparon al primer escalón e iniciaron el ascenso. Las ramas de los arbustos achaparrados les sirvieron de punto de apoyo en la escalada. Halloran, impedido de utilizar el brazo herido, subía casi a gatas.

Se detuvieron un momento para recuperar la respiración, bien sujetos a las ramas para no resbalar por la empinada ladera. Halloran espió por encima del hombro, y contó seis sabuesos muertos en el claro. Unos pocos rondaban por la base de la pirámide, pero dudaba que fuesen capaces de alcanzarlos.

—¡Vamos, un último esfuerzo! —exclamó Halloran—. Tenemos que llegar a la cumbre.

—¡Mira! —susurró Erix, horrorizada. él se volvió para mirar en la dirección señalada por la muchacha, y en el acto vio la figura vestida de negro que se movía por el claro iluminado por la luna. El ser avanzaba hacia la pirámide. Ambos pudieron ver cómo alguien disparaba desde arriba varias flechas contra la sombra, pero las saetas ardieron en pleno vuelo antes de poder alcanzar la diana.

Había llegado el momento de enfrentarse al último desafío de la fuga. La figura oscura ya había intentado matar a Erix en una ocasión, con una habilidad y un empuje extraordinarios, y la joven había salido con vida gracias al amanecer. Ahora, el enemigo volvía a la carga con la ayuda de la jauría infernal, y, esta vez, la noche era joven. El rostro enmascarado miró hacia lo alto de la pirámide, y Halloran imaginó el triunfo y la burla en la expresión invisible. Sin embargo, esta imagen estimuló el coraje de Hal.

—Prefiero enfrentarme a él antes que a los perros —gruñó, mientras reanudaba la marcha hacia la plataforma superior de la pirámide, con Erix pegada a sus talones.

Cordell ordenó a Daggrande que pusiera manos a la obra de inmediato. El plan para reprimir la traición de Kardann debía ser rápido e irrevocable. El enano tomó el mando de un grupo de cincuenta hombres leales, que embarcaron en las chalupas para dirigirse a los quince bajeles fondeados en la bahía. Trabajaron durante unas horas, realizando numerosos viajes de ida y vuelta hasta la costa.

Después, el capitán general envió recado al contable, para que se reuniese con él en el fortín casi acabado. Justo después del ocaso, salió la luna por el este y su luz brillante iluminó la laguna y el campamento de la legión, que se podían ver con toda claridad desde la puerta del fuerte.

El comandante esperó, solitario, mientras Kardann se esforzaba en trepar por la ladera. Al otro lado, continuaban los trabajos para completar la cuarta pared que cerraría el terraplén. Cuando el contable llegó a su lado, Cordell aguardó cortésmente a que recuperara el aliento.

—Un magnífico espectáculo, ¿verdad? —comentó, mientras Kardann jadeaba casi ahogado. Las carracas y las carabelas se balanceaban suavemente en la laguna alumbrada por la luna. Las hogueras del campamento salpicaban la costa, y las antorchas seguían la línea del muelle. El contable no advirtió el aumento de actividad en el espigón. Habría sorprendido a Cordell de haberlo hecho.

»Vamos, amigo mío, tenemos que hablar —dijo, cuando Kardann respiró con más normalidad. Llevó al hombre al interior del fortín, al abrigo de las altas paredes de tierra.

»Hay algunos —manifestó Cordell, sin alzar la voz— que quieren convencerme de que buscáis que los hombres se pongan en mi contra. Afirman que pretendéis organizar una expedición de regreso a casa, cuando aquí todavía nos queda muchísimo trabajo por hacer.

—Mis opiniones al respecto son bien conocidas por el capitán general —respondió Kardann, sin ambages.

—Sin duda, después de haber visto el tesoro conseguido en Ulatos y ser testigo de lo fácil que fue la conquista de la ciudad, habréis recapacitado.

La mandíbula del contable tembló mientras el hombre intentaba mantener el dominio de su voz.

—Os lo he dicho antes: ¡es una locura pensar que podréis sobrevivir aquí! ¡Con vuestro pequeño grupo, a pesar de su valentía y experiencia, no se puede esperar otra cosa que el desastre! Dejad que lleve a Amn la noticia de las riquezas encontradas. ¡Puedo volver con una fuerza diez veces superior a la que disponéis ahora! ¡Entonces podremos emprender la campaña como es debido!

Cordell suspiró con una tristeza que pareció genuina.

—¿Acaso no habéis visto lo mucho que pueden conseguir unos pocos cuando trabajan juntos? —«¿Habrá acabado Daggrande?», pensó el general. Observó, al pasar, que la luna tenía esa noche un brillo excepcional. El cielo despejado prometía una iluminación perfecta para la actividad nocturna.

—Mi querido capitán general —resolló Kardann, intentando parecer razonable y firme a la vez—, tengo la responsabilidad de salvaguardar los intereses del buen Consejo de Amn. Es mi obligación ver que los beneficios se manejen de una forma sensata. Señor, debo exigir que me proveáis de barcos, y de la parte del tesoro que me corresponde, para llevarlo a los cofres de sus legítimos propietarios.

—¿Vos me exigís? —Cordell pareció consternado—. ¿Acaso me he resistido a vuestra autoridad?

—No tenéis por qué desanimaros —lo tranquilizó Kardann, entusiasmado por la actitud de Cordell—. Podéis quedaros aquí con unos cuantos hombres si tanto os interesa. ¡Podríais mandar la guarnición del fuerte! —Kardann sonrió, feliz de su idea.

«Daggrande ya tiene que haber terminado», decidió Cordell.

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