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Authors: Douglas Niles

Yelmos de hierro (2 page)

BOOK: Yelmos de hierro
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—¡Padre! ¡Padre! —Su voz se dejaba oír por encima del fuerte viento, y, unos segundos después, un hombre de piel oscura se asomó al portal.

—¿Qué pasa, Erixitl? ¿Sucede algo malo?

La muchacha llegó a la casa. Mientras trataba de recuperar el aliento, el rubor provocado por el cansancio y la excitación se reflejó en su rostro.


¡Payatli,
es maravilloso! Oh, por favor, padre, debes dejarme ir, tienes que...

El hombre frunció el entrecejo, y la muchacha se interrumpió en la mitad de la frase. Dirigió una mirada de cansancio a los ojos de su hija. ¿Por qué no bajaba la mirada como correspondía a una niña bien educada? Este empecinado orgullo desconcertaba al padre, casi tanto como enfadaba a los sacerdotes de Zaltec, con quienes Erix insistía en poder estudiar cada vez que bajaban de la montaña para ir a la aldea de Palul.

Sin embargo, sus ojos eran tan hermosos, tan despiertos y observadores, que, en ocasiones, el padre se preguntaba si no los compartía con otras personas como un regalo para aquellos que bendecía con su mirada. Un regalo del propio Qotal, que derramaba belleza sobre los que había dejado atrás. Quizás éste era el motivo por el cual los sacerdotes se inquietaban ante su mirada. Los fíeles de Zaltec jamás podrían disfrutar de tanta hermosura.

Erixitl estudió a su padre y observó la tela de fino algodón que tenía en las manos. Una esquina de la tela anticipaba cómo sería el trabajo acabado; el pequeño trozo resplandecía con una brillante profusión de colores: rojos, verdes, azules, violetas, y una infinidad de tonos, todos dotados de una iridiscencia sobrenatural que superaba la de cualquier pintura o tinte. Mientras contemplaba el bordado, la joven previo cuáles serían las próximas palabras de su padre.

—¿Conque
payatli,
eh? No acostumbras llamarme Muy Honorable Patriarca, a menos que busques librarte de tus obligaciones. ¿Es así?

—¡Por favor,
payatli! —
Erix casi se puso de rodillas, pero una reserva de orgullo interior la mantuvo de pie, y aguantó la mirada cada vez más tormentosa de su padre—. ¡Terrazyl irá con sus hermanos y su padre a Cordotl a vender sal! ¿Puedo ir con ellos? ¡Mira el cielo, padre! ¡Sin duda hoy podría ver los templos y las pirámides de Nexal! ¡Por favor, padre! ¡Me prometiste que este año podría ver la ciudad!

El artesano hizo un gesto casi de dolor, y después suspiró.

—Es verdad que lo prometí. Pero tu hermano está en las clases de nuestro propio templo; desde luego no es tan grande como el templo de Zaltec en Nexal, pero es una tarea importante...

Erix sintió una profunda desilusión. Le fallaron las rodillas y le temblaron los labios, pero no dio ninguna muestra de su pena. Había olvidado que su hermano no estaría en casa. Era cierto que su condición de seminarista representaba un gran honor, y, si progresaba en sus estudios para el sacerdocio, alcanzaría una posición relevante en la aldea. A pesar de que su padre era uno de los pocos que continuaba fiel al culto de Qotal, el Plumífero, no había desalentado las ambiciones de su hijo de convertirse en sacerdote de Zaltec.

Sabía que su petición no sería atendida antes de que su padre acabara de explicarse.

—Alguien debe cuidar de las trampas, y ésta será tu tarea de hoy. No querrás que los pájaros sufran más de lo necesario, ¿verdad? ¿O que las plumas resulten dañadas?

La muchacha sabía que la discusión había concluido, pero pudieron más sus emociones, y sus palabras brotaron como un torrente; se lamentó de ello mientras hablaba.

—¡Pero lo
prometiste,
padre! ¡Hemos ido tres veces a Cordotl, y en cada ocasión la niebla o la lluvia no me dejaron ver la ciudad! ¡éste es mi décimo verano y debo ver Nexal! —Por fin se mordió la lengua y permaneció inmóvil, a la espera del bofetón.

Esperó en vano. En cambio su padre le habló en voz baja, con tono apenado.

—Y la verás, hija mía. Ahora, desiste de esta súplica insensata.

—Muy bien. —Sin saber cómo, consiguió que su voz no temblara. Dio media vuelta y comenzó el ascenso por el enrevesado camino que pasaba junto a la casa para perderse en la empinada ladera.

—¡Espera! —El artesano llamó a su hija, quizá porque se sentía culpable, o porque una espantosa premonición le había mostrado el futuro que aguardaba a esta muchacha fuerte y orgullosa. La estrechó contra su pecho durante un buen rato.

»Muy pronto, Erixitl, te llevaré yo mismo. ¡En el día más claro y soleado de todos! Veremos la gran pirámide, todos los templos que hay alrededor de la plaza, y hasta los lagos, de un azul turquesa que te hará llorar.

—¿Y el templo de Zaltec? ¿También lo veremos?

Una sombra pasó por el rostro del hombre, cuando pensó en el altar cubierto de sangre, pero ocultó sus sentimientos.

—Sí, hija mía, también el templo de Zaltec. Veremos toda Nexal desde las laderas de Cordotl.

Erix se sorbió los mocos, un poco más animada. Devolvió el abrazo a su padre y volvió al sendero.

—Me ocuparé de las trampas.

—¡Erixitl! —La joven se volvió, sorprendida ante la segunda llamada de su padre. él sacó algo de su bolsa—. He esperado mucho tiempo para darte esto. Quizá sea el momento más adecuado.

Ella se adelantó y vio que se trataba de un pequeño colgante hecho de mechones de plumón dorado y esmeralda, montados alrededor de una piedra de suave color turquesa. La piedra descansaba sobre un anillo de jade y colgaba de una tira de cuero. Las gemas verdes y azules resplandecían, pero eran las plumas las que daban al colgante toda su belleza. Suaves y delicadas, parecían sostener a la joya inmóvil, sin peso, como si flotase en el aire. Erix apenas se atrevía a respirar ante tanta hermosura.

—Representa la memoria de nuestros antepasados y un tiempo pasado de grandeza —le explicó el artesano—. El verde y el oro son los colores sagrados de Qotal. La piedra turquesa simboliza sus ojos, vigilantes y benignos, el color del cielo.

—¡Muchas gracias, padre! ¡Es precioso!

El corazón de Erix se deleitó con la delicadeza del trabajo y los colores brillantes. No comprendió sus palabras acerca del dios, Qotal, porque para ella los dioses no eran otra cosa que dioses. Pero percibió una belleza y una paz en el pendiente muy distintas de los coloridos y violentos rituales de Zaltec.

—¡Lo conservaré siempre! —Abrazó a su padre, y él la mantuvo entre sus brazos por unos momentos.

—Así lo espero —dijo el hombre, con más deseo que esperanza. Era un artista de mucho talento y habilidad. Había creado los abanicos mágicos para el gran canciller de Palul, y sus trabajos habían sido llevados al mercado de Nexal, donde, según le dijeron, se vendían a buen precio. Miró el medallón en las manos de su hija, y afirmó—: Ojalá lo aprecies, porque no puedo darte nada mejor.

Erix se dirigió a su tarea con nuevas energías. Comparado con el sendero, el camino hasta su casa parecía una amplia avenida. Subió por la empinada ladera cubierta de vegetación. Se sujetó a ramas
y
raíces, trepando como un mono, y no tardó en ascender unos ciento cincuenta metros. Por fin alcanzó la cima del risco detrás de su casa.

Hizo una pausa, aunque respiraba con facilidad, y contempló el panorama que se abría a sus pies. Verdes laderas descendían miles de metros hasta el fondo. Los campos de maíz cubrían el suelo del valle como una alfombra lujuriosa, y lo era de verdad, una alfombra de alimento. El valle se curvaba para desaparecer por su derecha, y más allá podía ver otra enorme montaña, de color azul por la bruma de la distancia.

Cordotl. La ciudad comercial, que se levantaba en la falda de aquella montaña, ofrecía una visión del ancho valle de Nexal y sus lagos resplandecientes. ¡Con cuánta claridad imaginaba la joya que brillaba en el centro de aquellos lagos: Nexal, el corazón del Mundo Verdadero! Con un pequeño suspiro, dio la espalda al glorioso espectáculo, consciente de que su primera mirada a la fabulosa metrópolis tendría que esperar.

Intentó convencerse de la importancia de las plumas que iba a buscar, de la grandeza del arte de su padre. Los artífices de la magia de la
pluma
eran los ciudadanos más importantes entre los nexalas. Desde luego, la magia de su padre era de tipo sencillo y rural. Consistía, en su mayor parte, en armaduras de plumas para los guerreros de Palul y las poblaciones cercanas, corazas ligeras pero resistentes, capaces de detener la punta de pedernal de una lanza o desviar la hoja de una espada de obsidiana; de vez en cuando, hacía una litera flotante para el portavoz de la aldea, o un tributo para Nexal.

Había oído hablar, aunque no las había visto jamás, de las grandes obras realizadas por los maestros de la
pluma
en Nexal: literas enormes, que podían soportar a un noble y a todo su séquito; grandes abanicos giratorios, que refrescaban las casas palaciegas de los nobles y guerreros; y amplios ascensores, que ascendían raudos por el costado de la gran pirámide, con su carga de sacerdotes y víctimas llorosas.

A medida que los pensamientos de Erix se centraban en sus visiones de la ciudad mística, se olvidó de su pena. Continuó por el sendero ansiosa por buscar las aves atrapadas en las trampas de la familia, con la confianza de que, algún día, no sólo vería sino que también sería una parte de la grandeza de Nexal.

Miró hacia la derecha mientras trepaba. A lo lejos, en la espesura oriental, se encontraban las tierras de los temidos kultakas, enemigos feroces de los nexalas. Los kultakas constituían una nación de guerreros que adoraban a Zaltec y satisfacían el terrible apetito del dios en sus altares de sacrificio. Si bien eran una nación pequeña, en comparación con la poderosa Nexala, los kultakas se enorgullecían de ser la única tribu cercana jamás subyugada por Nexal.

Erix siguió el sendero a lo largo de la estrecha cresta. A la izquierda tenía las laderas arboladas que conducían a su casa y, más abajo, a la pequeña ciudad de Palul. Hizo una nueva pausa al llegar a una curva y alcanzó a ver la pequeña pirámide de Palul donde su hermano mayor estudiaba para ser sacerdote de Zaltec. Dirigió una mirada furiosa, pero después le dio la espalda, arrepentida por sus celos. En realidad, convertirse en sacerdote del dios de la guerra era un honor que cualquier varón de Nexala anhelaba conseguir.

Prosiguió la marcha y no tardó en llegar a la primera trampa, de la que colgaba un papagayo. Los esfuerzos del pájaro por librarse del lazo habían acabado por ahorcarlo; Erix observó complacida que sólo unas pocas de las brillantes plumas habían resultado dañadas. Con mucha habilidad, aflojó el lazo y deslizó la cuerda hecha con tripas de jaguar por encima de la cabeza del papagayo, al tiempo que alisaba las plumas rojas y verdes. Después metió el pájaro en su bolsa de cuero y avanzó por el sendero.

Cuatro de las trampas a lo largo de la cumbre estaban vacías; en la quinta encontró un hermoso guacamayo. Ahora la senda bajaba hacia el extremo más alejado de la cresta. Miró por un momento a sus espaldas y después comenzó el descenso por la ladera oriental. Aquí estaban las trampas más lejanas, el territorio de su hermano, pero Erix sabía su ubicación.

El camino serpenteaba junto a una catarata, y se detuvo para refrescarse los pies en el agua. Miró hacia el cielo y dejó que la llovizna la envolviera, limpiándola del polvo. Cuando entró en la sombra de los árboles, al otro lado del arroyo, se sentía fresca y contenta.

Un graznido furioso la avisó que otro guacamayo había caído en una trampa; se apresuró a ir en su busca y le retorció el pescuezo. Caminó agachada entre la espesa vegetación donde había arbustos que casi doblaban su altura y encontró más pájaros. Su padre se alegraría mucho.

De pronto un chillido áspero llamó su atención desde la espesura. Vio el relámpago de algo muy brillante que desaparecía y enseguida lo distinguió otra vez, un poco más lejos. Asombrada, separó las ramas y miró boquiabierta.

En un primer momento, pensó que había visto la forma de una serpiente brillante, que se confundía con el follaje. Pero, después, se movieron un par de alas grandes. Debía de tratarse de un pájaro, aunque de una especie muy grande y de plumaje resplandeciente. La forma multicolor desapareció en un santiamén, y ella tuvo una vez más la impresión de que era una serpiente.

Sin embargo, no se detuvo a pensar. Hechizada, prosiguió su avance entre los matorrales, y cada tanto vislumbraba las grandes y largas plumas de la cola que distinguían a la criatura. No tenía la intención de capturarla, si bien sabía que aquellas plumas podían figurar entre los tesoros más valiosos de toda Maztica. Siguió al pájaro con una sensación de reverencia, atrapada en el lazo de su hermosura, tan extraña como única.

Pasó casi corriendo por debajo de una enredadera florida, cruzó el arroyo poco profundo sin hacer ruido, y llegó a tiempo para ver a la criatura remontar el vuelo. Se posó en la copa de un árbol muy alto, y Erix avanzó poco a poco, sin dejar de contemplar al fantástico y orgulloso pájaro.

No advirtió la figura amarillorrojiza que se deslizaba en silencio, disimulada por las ramas, con las manchas negras perdidas entre las sombras como un aceite oscuro. Erix presintió, más que oyó, la presencia de un cuerpo a sus espaldas; en el acto se olvidó del pájaro, y no pensó en otra cosa que en el peligro inminente.

Se volvió para encontrarse ante las fauces abiertas, los ojos sanguinarios y las terribles zarpas curvas de un jaguar que se lanzaba hacia sus hombros. Erix gritó mientras el animal se ponía en dos patas; después, el grito se convirtió en un gemido de terror. El felino la tumbó en tierra, y ella sintió el calor del aliento contra su cara. La muchacha permaneció tendida, con los ojos bien cerrados y el cuerpo sacudido por el terror; esperaba el beso de los colmillos asesinos.

—¡Silencio, pequeña! —Una voz de hombre sonó junto a su oreja; le costaba hablar en nexala.

Sorprendida, abrió los ojos y descubrió entre las mandíbulas del jaguar un rostro huraño, pero humano.

Erix conocía a los Caballeros Jaguares. Había visto a miembros de la orden mística en Palul. Cubiertos de pies a cabeza con la piel del felino, las pinturas de guerra, o ceremoniales, armados con escudos hechos de
pluma
y lanzas emplumadas, los Caballeros Jaguares resultaban un espectáculo impresionante. Pero los que ella había visto eran guerreros nexalas, su gente.

En cambio, el hombre que la sujetaba —con sus manos y no con las garras que había imaginado— no era nexala.

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