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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (10 page)

BOOK: Volver a empezar
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No salió de su habitación del Holiday Inn durante los cuatro días siguientes; no habló con nadie más que con el personal de servicio y pisó la calle únicamente para comprar los diarios locales. El martes, día diecinueve, el Dallas Herald publicaba en la página cinco el artículo que esperaba: miembros del Servicio Secreto habían detenido a Lee Harvey Oswald por amenazar la vida del presidente; permanecería detenido sin fianza hasta que Kennedy hubiera concluido su visita de un día a Texas a finales de la semana. Esa noche, en el avión de regreso a Nueva York, Jeff se emborrachó, pero el alcohol no tenía nada que ver con la sensación de triunfo que experimentaba, los pensamientos exultantes que se agolpaban en su mente: imágenes de un mundo en el que la negociación sustituía a la guerra en Vietnam, en el que los hambrientos eran alimentados, en el que se alcanzaba la igualdad racial sin derramamientos de sangre…, un mundo en el que John Kennedy y el espíritu esperanzado de la humanidad no morirían, sino que florecerían e imperarían sobre la faz de la tierra. Cuando su avión aterrizó, las luces de Manhattan parecían un brillante presagio del glorioso futuro que Jeff acababa de crear.

A la una menos diez de la tarde del viernes, su secretaria abrió la Puerta de su despacho sin llamar. Permaneció allí de pie, con las mejillas surcadas de lágrimas, incapaz de pronunciar palabra. Jeff no tuvo que preguntarle qué había ocurrido. Sintió como si le hubieran asestado un golpe en el estómago con un objeto contundente. Frank entró detrás de la chica, le informó en voz baja que ese día ya no trabajarían, que tanto ella como los demás podían marcharse a casa. Cogió a Jeff del brazo y juntos abandonaron el edificio. Presa del estupor, la gente se agolpaba en Park Avenue. Algunos lloraban sin pudor alguno; otros se reunían alrededor de las radios de los coches o de los transistores. La mayoría se limitaba a caminar con la mirada perdida, poniendo un pie distraídamente delante del otro, para avanzar con un ritmo lento absolutamente impropio de los neoyorquinos. Era como si un terremoto hubiera aflojado el sólido cemento de Manhattan y ya nadie pudiera pisar con firmeza. Nadie sabía si las calles volverían a temblar y a ceder, o a abrirse en dos para tragarse al mundo. El futuro había llegado en un instante estremecedor.

Frank y Jeff buscaron una mesa en un bar tranquilo, cerca de Madison. En la pantalla del televisor, el avión presidencial abandonaba Dallas llevándose el cadáver del presidente. Mentalmente, Jeff vio la foto de Lyndon B. Johnson jurando el cargo en la que aparecía detrás de él Jacqueline Kennedy absolutamente aturdida. El vestido y las rosas manchados de sangre.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Frank. Jeff salió de su macabro ensimismamiento.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué ocurrirá ahora con el mundo? ¿Adonde iremos a parar ahora? Jeff se encogió de hombros y repuso:

—Supongo que depende mucho de Johnson. Del tipo de presidente que sea. ¿Tú qué opinas?

Frank movió la cabeza en un gesto negativo.

—Tú nunca «supones» nada, Jeff. Nunca te he visto hacer suposiciones, porque sabes las cosas.

Jeff miró a su alrededor en busca de un camarero; todo el mundo miraba la televisión, atentos al joven Dan Rather mientras recapitulaba por vigésima vez los trascendentales acontecimientos de aquella tarde.

—No sé de qué me estás hablando.

—Yo tampoco, exactamente. Pero hay algo en ti que… no está bien. Algo extraño. Y no me gusta.

Jeff comprobó que a su socio le temblaban las manos; debía de necesitar urgentemente una copa.

—Frank, hoy es un día terrible, extraño. Todos estamos un poco alelados.

—Tú no. A ti no te pasa lo mismo que a mí y a los demás. En la oficina nadie te dijo lo que había pasado; fue como si no hubiese hecho falta, como si supieras lo que iba a suceder.

—No seas absurdo. —En la televisión entrevistaban a un corpulento agente de policía que describía la búsqueda a nivel estatal organizada en Texas.

—¿Qué fuiste a hacer a Dallas la semana pasada? —Jeff lanzó a Frank una mirada cargada de cansancio.

—¿Qué, lo has comprobado con la agencia de viaje?

—Sí. ¿Qué fuiste a hacer allí?

—A buscar propiedades para la empresa. Es un mercado que está creciendo, a pesar de lo que ocurrió hoy.

—Es posible que cambie.

—No lo creo.

—¿Ah, no? ¿Por qué no?

—Un presentimiento que tengo.

—Hemos llegado muy lejos con esos presentimientos tuyos.

—Podemos ir más lejos aún. —Frank suspiró, se pasó la mano por el cabello prematuramente ralo.

—No. Yo no. Estoy hasta el gorro. Quiero marcharme.

—¡Por el amor de Dios, si acabamos de empezar!

—Estoy seguro de que te irá espectacularmente bien. Pero esto se ha vuelto muy extraño para mí, Jeff. Ya no me siento cómodo trabajando contigo.

—Vamos, hombre, ¿no irás a decirme que crees que he tenido que ver con…? Frank levantó la mano y lo interrumpió.

—No he dicho eso. No quiero saber nada. Sólo quiero marcharme. Puedes quedarte con mi parte del capital y pagarme con los beneficios que saques en los próximos años, o el tiempo que te lleve saldar la deuda conmigo. Te recomiendo que en mi lugar pongas a Jim Spencer; es un buen hombre, sabe lo que se hace. Y seguirá tus instrucciones al pie de la letra.

—¡Maldita sea, empezamos esto juntos! Desde el derby, desde Emory…

—Sí, es verdad, y ha sido una racha de buena suerte como la copa de un pino. Pero hasta aquí llegó mi amor. Yo me abro, socio. Me retiro del juego.

—¿Y a qué te vas a dedicar?

—Terminaré la carrera de derecho, supongo. Haré algunas buenas inversiones conservadoras por mi propia cuenta; tengo suficiente corno para seguir adelante el resto de mi vida.

—No te vayas, Frank. Te estarías perdiendo la oportunidad de tu vida.

—De eso no me cabe la menor duda. Puede que algún día me arrepienta, pero ahora es lo que debo hacer. Por la tranquilidad de mi conciencia. —Se levantó y le tendió la mano. Buena suerte y gracias por todo. Fue divertido mientras duró. Se estrecharon la mano, al tiempo que Jeff se preguntaba qué podía haber hecho para impedir aquello. Quizá nada. Quizá tenía que ocurrir.

—El lunes hablaré con Spencer —le dijo Frank—. Suponiendo que para entonces el mundo siga en paz y el país en funcionamiento. Jeff le lanzó una larga mirada tranquila.

—Así será.

—Me alegra saberlo. Cuídate, socio.

Cuando Frank se marchó, Jeff se sentó en un taburete de la barra y finalmente consiguió una copa. Iba por la tercera cuando la CBS pasó este boletín:

—…detuvo a un sospechoso en relación con el asesinato del presidente Kennedy. Repito, la policía de Dallas detuvo a un sospechoso en relación con el asesinato del presidente Kennedy. Se comenta que Nelson Bennett no tiene ocupación fija y que en otros tiempos fue activista de izquierdas. Las autoridades han informado que encontraron un número de teléfono en el bolsillo de Bennett; el número pertenece a la embajada soviética de Ciudad de México. Les daremos más información en cuanto…

El frío de los últimos días de noviembre le daba un aspecto sombrío al patio de la casa del East Side; era un lugar pensado para el verano, en un mundo donde el verano había sido desterrado. La mesa de cristal y los brazos de las sillas de cromo bruñido contribuían en cierta manera a hacer que aquel día pareciera aún más vano. Jeff se cerró la gruesa chaqueta de lana y se preguntó por centésima vez en los últimos dos días qué había pasado para que se repitiera la inevitable tragedia de Dallas. ¿Quién diablos era Nelson Bennett? ¿Un asesino de apoyo contratado para que se mantuviera al acecho cuando detuvieron a Oswald? ¿O sería acaso una pura chiripa, un loco suelto, manipulado por fuerzas mucho más poderosas que cualquier conspiración humana para que el flujo de la realidad se mantuviera inamovible?

Se daba cuenta de que no tenía manera de saberlo. En aquella vida reestructurada ya se enfrentaba a bastantes cosas que escapaban a su comprensión: ¿por qué iba ese elemento en particular a resultar menos insoluble que los demás? Y sin embargo, no cesaba de darle vueltas, de martirizarse. Había tratado de utilizar su prescencia para moldear el destino de una forma positiva, algo que superaba con mucho la trivialidad de sus apuestas, de sus planes de inversión, y sus esfuerzos no habían servido más que para crear una levísima ola en la corriente de la historia. Había cambiado el nombre de un asesino, nada más.

¿Qué le presagiaba aquello para su propio futuro? Todas las esperanzas que tenía de reconstruir su vida aprovechándose de su conocimiento del futuro, ¿estaban acaso destinadas a ser sólo cambios superficiales, cuantitativos, pero no cualitativos? ¿Acaso sus intentos por alcanzar la verdadera felicidad serían inexplicablemente truncados igual que su intervención en el asunto Kennedy? Todo eso también escapaba a su comprensión. Hacía seis semanas se había sentido omnisciente como un dios, y su potencial para el éxito le había parecido ilimitado. Pero ahora, todo volvía a quedar sujeto a interrogantes. Lo invadió una paralizante sensación de desesperanza, peor de la que había experimentado desde el internado, aquel horrible día, junto al puente en el que…

—¡Jeff! ¡Dios mío, ven! ¡Han matado a Bennett, lo dieron por la tele, lo acabo de ver!

Movió despacio la cabeza y entró detrás de Sharla. Pasaron una y otra vez las imágenes del asesinato, tal como sabía que ocurriría. Se veía a Jack Ruby, con su sombrero de gángster de película de segunda, salir de la nada en el corredor del sótano de la prisión del condado de Dallas. Se veía la pistola y a Nelson Bennet que moría como siguiendo las instrucciones de un apuntador invisible, la cara barbuda crispada de dolor, un reflejo distorsionado de la bien documentada muerte de Lee Harvey Oswald. Jeff sabía que el presidente Johnson no tardaría en pedir una investigación completa de los hechos acaecidos aquel sangriento fin de semana. Una comisión especial dirigida por el juez Earl Warren. Se buscarían diligentemente las respuestas; no encontrarían ninguna. La vida continuaría.

Capítulo 6

Después de aquello Jeff no volvió a meterse en nada más; se dedicó exclusivamente a hacer dinero. Se le daba muy bien hacer dinero.

Las acciones de los estudios cinematográficos resultaban una elección bastante fácil. En la década de los sesenta, la gente había ido mucho al cine y se habían producido ventas multimillonarias a las cadenas de televisión de películas como "El puente sobre el río Kwai" y "Cleopatra". Jeff se apartó de las pequeñas empresas de electrónica, aunque sabía que muchas de ellas multiplicarían espectacularmente su valor, pero no recordaba los nombres de los ganadores. En cambio, metió dinero a espuertas en los conglomerados que le constaba que se habían alimentado a lo largo de la década de tales inversiones: Litton, Teledyne, Ling-Temco-Vought. Sus elecciones comenzaban a dar beneficios casi desde el mismo día en que adquiría las acciones, y él se dedicaba a invertir los ingresos comprando más acciones. Al menos así se distraía.

Sharla había disfrutado de la pelea, a pesar de haber apostado perversamente por Listón cuando Jeff le había dicho que lo hiciera por Cassius Clay. Las reacciones de Jeff a la velada pugilística habían sido decididamente más encontradas, no tanto por la pelea en sí, sino por el ambiente y la multitud. Algunos de los grandes apostadores y corredores de apuestas que había entre el público reconocieron a Jeff por el revuelo que había causado en el mundo del juego su histórico acierto en la Liga de Béisbol; incluso algunos de los hombres que habían tenido que pagar grandes sumas del multimillonario bote lo agasajaron con grandes sonrisas y pulgares en alto. Podían haberlo excomulgado de su círculo, pero como se había convertido en una leyenda, le tributaban los honores debidos a un personaje con semejante fama. En cierto sentido, suponía que era precisamente eso lo que le había fastidiado; el respeto visible de los apostadores era un recordatorio demasiado claro de que había comenzado esta versión de su vida jugándole una colosal, si bien insondable, pasada al hampa de Norteamérica. Lo recordarían eternamente en ese contexto, fueran cuales fueran sus ulteriores éxitos en la sociedad. De pronto le entraron ganas de tomar una larga ducha caliente para quitarse el olor a humo de cigarro y dinero sucio que todo aquello llevaba implícito.

Pero el problema radicaba en algo más concreto, pensó, mientras la limusina se desplazaba velozmente por la avenida Collins, dejando atrás las vulgares fachadas de los hoteles de Miami Beach. Específicamente en Sharla. Había encajado bien en el grupo de aficionados al pugilismo, se había sentido como en casa entre las otras jóvenes neumáticas, con sus llamativos vestidos ceñidos y sus caras excesivamente maquilladas. Reconócelo, se dijo, mirando de reojo hacia el asiento que ocupaba a su lado: tiene aspecto vulgar. Cara pero vulgar; como Las Vegas, como Miami Beach. A cualquiera le quedaba claro, después de un análisis somero, que Sharla no era otra cosa que una máquina diseñada para follar. Nada más. Era la imagen viva de la chica que no se puede presentar a mamá; hizo una mueca al recordar que eso fue justamente lo que él había hecho. De camino hacia allí, para ver la pelea por el título, habían pasado por Orlando. Su familia estaba abrumada y algo más que intimidada por la magnitud de sus repentinos triunfos económicos, pero ni siquiera eso lograba ocultar el desdén que Sharla les inspiraba, su ansiosa decepción al enterarse de que Jeff vivía con ella.

La chica se inclinó hacia adelante para coger un paquete de cigarrillos de su bolso, y al hacerlo, el corpino de satén negro de su vestido se abrió un poco, ofreciéndole a Jeff una generosa porción rosada de sus turgentes pechos. La deseaba incluso en ese ambiente, sintió la conocida necesidad de apretar su cara contra aquella carne, de subirle el vestido por las piernas perfectas. Llevaba casi un año con esa mujer, compartiéndolo todo con ella, salvo su mente y sus sentimientos. La idea le resultó de pronto desagradable. la belleza de Sharla, un reproche a su propia sensibilidad ¿Por qué había permitido que aquella relación durara tanto? Era comprensible el atractivo inicial de la chica: Sharla había sido una fantasía dentro de la fantasía, una incitante pièce de résistance que acompañaba la recuperación de su juventud. Pero se trataba de una atracción esencialmente huera, tan juvenil en su falta de sustancia o complejidad como los pósters de las corridas de toros que colgaban de las paredes de su dormitorio en la universidad.

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