Read Visiones Peligrosas III Online

Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

Visiones Peligrosas III (20 page)

BOOK: Visiones Peligrosas III
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No de mí, sino de algún otro lector que lo lea, Margaret recibirá la intuición, y ambos lo sabrán. «Hey, el viejo murciélago lo hizo», dirá Margaret. Ignoro lo que el lector-emisor atrapado en medio de todo esto pensará o dirá.

Estoy contento de ser un miembro de esta augusta aunque a veces picara compañía que interviene en esta producción. Tiene un aire de excelencia, y algo de ella quedará sobre mí. Somos, todos nosotros, condes de Condom y duques del Pequeño Egipto.

El reconocimiento

J.G. Ballard

Tengo esta teoría. De hecho, tengo todo un granero lleno de teorías, pero tengo esta teoría en particular acerca de los hombres que se convierten en líderes de movimientos. No me sentiría en absoluto sorprendido al descubrir (gracias al hallazgo de algunos nuevos Manuscritos del Mar Muerto, por ejemplo) que de pronto Jesús se volvió (por decirlo así) en la cruz, miró hacia abajo y dijo: «¿Cómo diablos me metí en esto?». ¿Pensó realmente que iba a convertirse en la cabeza visible de un gran movimiento? ¿Lo pensó Gandhi? ¿Lo pensó Hitler? Bueno, sí, él quizá sí, pero, quién lo esperaría de un enlucidor bajito y feo? ¿Y Stokeley Carmichael? ¿Y J. G. Ballard? ¡Ah! ¡Ya hemos llegado!

Jim Ballard, del que tengo la impresión de que escribe historias peculiarmente ballardianas —historias difíciles de encajar en un estilo o una temática o una aproximación pero todas ostentando la marca de fábrica Ballard—, es el líder incontestado de la «escuela británica de ciencia ficción». Estoy seguro de que si le dicen ustedes esto a Ballard (que quiere que se pronuncie Bhalard), se les quedará mirando con ojos muy abiertos como si estuvieran ustedes locos. Por supuesto no escribe como el líder de un movimiento, puesto que un movimiento implica generalmente ejemplos fáciles de citar, una jerga, claridad, y una fuerte dosis de predictibilidad. Ninguna de esas cosas se halla presente en la obra de J. G. Ballard.

Entre sus libros más celebrados están
The Drowned World
(
El mundo sumergido
),
The Wind from Nowhere
(
El viento de la nada
),
Terminal Beach
(
Playa terminal
),
The Volees of Time
(
las voces del tiempo
),
Billenium
(
Bilenio
) y
The Crysíal World
(
El mundo de cristal
). Ninguna de esas obras contiene ideas tan revolucionarias u originales que puedan justificar racionalmente el término de «nuevo movimiento». Sin embargo, en su conjunto, presentan una especie de estilo literario enriquecido, una aproximación tenebrosa pero en cierto modo más clara —quizá la palabra adecuada sea «intensa»— al material de literatura especulativa. Hay un aroma de surrealismo en la obra de Ballard. No, tampoco es eso. Es, en algunos aspectos, serena, como es serena la filosofía oriental. Resignada pero vital. Parece existir una realidad sobreimpuesta que cubre la fantasía pura que yace debajo de la concepción ballardiana. Francamente, la obra de Ballard desafía las categorías o el análisis cuidadoso. Es como una litografía a cuatro colores. El más exquisito paisaje de Wyeth, al ser examinado más y más minuciosamente, empieza a parecerse al puntillismo, y al final a nada excepto a una serie de desconectadas manchitas de color. Lo mismo ocurre con las historias de Ballard, cuando se examinan como partes desconectadas. Una vez leídas, una vez asimiladas tal como son, se convierten en algo mucho más grande que la suma de todas sus partes.

La historia que van a leer aquí es una de ellas. Es un notable ejemplo de Ballard en la cúspide de su misterio, de su pulsión. La historia dice todo lo que se necesita decir acerca de Ballard el escritor. En cuanto a Ballard el hombre, la información es tan dispersa como sus historias: nació en Shanghai, China, en 1930, de padres ingleses; durante la segunda guerra mundial fue internado en un campo de prisioneros japonés, y en 1946 fue repatriado a Inglaterra; más tarde estudió medicina en la Universidad de Cambridge.

Corno he dicho en otro lugar de esta antología con respecto a otra historia, no tengo ni idea de si es ciencia ficción, fantasía, alegoría o un cuento premonitorio. Todo lo que sé con seguridad es que es inmensamente interesante, provocador, y encaja a la perfección con algo que dijo Saúl Bellow acerca de la excusa para la existencia de una historia. Dijo, en 1963: «… Una historia debe ser interesante, muy interesante, tan interesante como sea posible…, inexplicablemente absorbente. No puede haber otra justificación para ninguna obra de ficción».

* * *

La noche de San Juan un pequeño circo visitó la ciudad en el País del Oeste donde estaba pasando mis vacaciones. Tres días antes la enorme feria itinerante que siempre venía a la ciudad en verano, equipada con la gran noria, tiovivos y docenas de casetas y puestos de tiro al blanco, había ocupado su sitio habitual en la gran plaza central de la ciudad, así que el segundo recién llegado tuvo que montar sus carros en el gran terreno despejado detrás de los almacenes a lo largo del río.

Al oscurecer, mientras paseaba por la ciudad, la gran noria giraba por encima de las luces multicolores, y la gente cabalgaba en los tiovivos y paseaba cogida de la mano por la calle adoquinada que daba la vuelta a la plaza. Más allá de todo aquel ruido, las calles que conducían al río estaban casi desiertas, y me alegré de poder pasear solo entre las sombras por delante de los escaparates a oscuras. La noche de San Juan, la víspera del solsticio de verano, me parecía un momento adecuado tanto para la reflexión como para la celebración, el momento de observar atentamente los cambiantes movimientos de la naturaleza. Cuando crucé el río, cuyas oscuras aguas fluían a través de la ciudad como una reluciente serpiente, y entré en los bosques que se extendían a un lado de la carretera, tuve la indiscutible sensación de que el bosque se estaba preparando también, y que dentro de sus huecos incluso las raíces de los árboles se deslizaban por el suelo como si probaran sus fuerzas.

Venía de regreso de aquel paseo, y estaba cruzando el puente, cuando vi llegar a la ciudad el pequeño circo itinerante. La procesión, que se acercaba al puente por una carretera lateral, consistía en no más de media docena de carromatos, cada uno de ellos arrastrando una alta caja provista de barrotes y tirados por un par de viejos caballos. A la cabeza, una mujer joven con un rostro pálido y los brazos desnudos cabalgaba un garañón gris. Me arrimé a la balaustrada en el centro del puente y observé cómo la procesión llegaba a la orilla. La joven dudó, tirando de las gruesas riendas de cuero, y miró por encima de su hombro a los carromatos que se habían ido juntando. Empezaron a cruzar el puente. Aunque la pendiente que había hasta su centro era ligera, los caballos apenas parecían capaces de alcanzar la parte superior, vacilando sobre sus debilitadas piernas, de modo que tuve mucho tiempo para realizar un primer escrutinio de aquella extraña caravana que debería preocuparme más tarde.

Animando a su cansado garañón, la joven pasó junto a mí… Al menos a mí me pareció que era joven, pero su edad parecía más bien una cuestión de humor, del suyo y del mío. Debía volver a verla en varias ocasiones…; a veces me parecía poco más que una niña de doce años, con un mentón aún sin formar y unos ojos que lo miraban todo muy abiertos sobre unas huesudas mejillas. Más tarde se me aparecía como de mediana edad, con los cabellos grises y la tensa piel revelando el huesudo cráneo bajo ellos.

Al principio, mientras miraba desde el puente, tuve la impresión de que debía de tener unos veinte años, presumiblemente la hija del propietario de aquel gastado circo. Mientras pasaba trotando por mi lado, una mano sujetando las riendas, las luces de la distante feria se reflejaron intermitentemente en su rostro, revelando una nariz aquilina y una boca firme. Aunque no era hermosa, poseía esa curiosa cualidad atractiva que a menudo he observado en las mujeres que trabajan en las ferias, una elusiva sexualidad pese a sus gastadas ropas y su entorno. Cuando pasó por mi lado me miró, sus tranquilos ojos clavándose en algún punto impreciso de mi rostro.

Los seis carromatos la siguieron, los caballos tirando fatigosamente de las pesadas jaulas mientras subían la pendiente del puente. Tras los barrotes tuve un atisbo de paja removida y una especie de caseta en un rincón, pero no había el menor signo de animales. Supuse que estaban también demasiado mal alimentados como para hacer algo más que dormir. Cuando hubo pasado el último carromato vi al único otro miembro de la troupe, un enano con una chaquetilla de piel que conducía el carro que cerraba la caravana.

Caminé tras ellos cruzando el puente, preguntándome si serían los últimos en llegar de la feria ya instalada. Pero por la forma como vacilaron al otro lado del puente, la joven mirando a derecha e izquierda mientras el enano se sentaba agazapado a la sombra de la jaula frente a él, comprendí que no tenían ninguna relación con la brillante noria y las diversiones que habían ocupado la plaza. Incluso los caballos, inmóviles e indecisos, con las cabezas bajas para evitar las luces de colores, parecían conscientes de esta exclusión.

Tras una pausa, avanzaron a lo largo de la estrecha calle que seguía el curso del río, los carromatos bamboleándose cuando las ruedas de madera resbalaban en el borde cubierto de hierbas. Un poco más adelante había un terreno despejado lo suficientemente grande que separaba los almacenes junto a los muelles de las casitas con terraza que había debajo del puente. Una única farola en su parte norte derramaba una débil luz sobre la cenicienta superficie. Para entonces la oscuridad había caído ya sobre la ciudad y parecía aislar aquel triste pedazo de terreno, ni siquiera animado ya por el movimiento del río.

La procesión se dirigió hacia aquel oscuro recinto. La joven hizo dar la vuelta a su caballo sacándolo de la calle, y condujo a los carromatos por entre las cenizas hasta la alta pared del primer almacén. Se detuvieron allí, los carromatos aún en línea, los caballos obviamente felices de verse protegidos por la oscuridad. El enano saltó de su percha y trotó hacia la joven, que estaba desmontando del garañón.

En aquel momento yo estaba avanzando a lo largo de la ribera a poca distancia de ellos. Algo inconcreto acerca de aquella extraña pequeña troupe me intrigaba, aunque pensando retrospectivamente en ello pienso que tal vez fueran los tranquilos ojos de la joven cuando me miró los que me habían aguijoneado más de lo que me había parecido en aquel momento. Sin embargo, estaba desconcertado por lo que parecía la falta total de objetivo de sus existencias. Pocas cosas hay tan tristes como un circo itinerante, pero éste se veía tan desgastado y miserable que parecía quitarles toda posibilidad de obtener algún beneficio en ningún lugar. ¿Quién era aquella extraña mujer pálida y su enano? ¿Imaginaban que alguien iba a acudir realmente a aquel deprimente terreno junto a los almacenes para ver sus ocultos animales? Quizá simplemente estaban llevando a un grupo de viejas criaturas a algún matadero especializado en animales circenses y se habían detenido allí para pasar la noche antes de seguir su viaje.

Sin embargo, como sospechaba, la joven y el enano estaban moviendo ya los carromatos en la inconfundible forma en que se preparan para montar un circo. La mujer tiraba de las bridas mientras el enano trotaba entre sus piernas, azotando los tobillos de los caballos con su sombrero de fieltro. Los dóciles brutos tiraban de sus carros, y al cabo de cinco minutos las jaulas estaban dispuestas en un burdo círculo. Los caballos fueron desuncidos, y el enano, ayudado por la joven, los condujo hacia el río, donde empezaron a mordisquear tranquilamente la oscura hierba.

Hubo un asomo de movimiento dentro de las jaulas, y una o dos formas pálidas se agitaron entre la paja. El enano trepó por los escalones de la caravana y encendió una lámpara sobre un hornillo que pude ver por la puerta abierta. Regresó con un cubo de metal y recorrió las jaulas. Echó un poco de agua en cada una de las escudillas que había en ellas, y las empujó hacia las casetas con el mango de una escoba.

La mujer le siguió, pero parecía tan poco interesada como el enano en los animales que había dentro de las jaulas. Cuando él dejó a un lado el cubo, tomó una escalera y la mantuvo apoyada mientras él trepaba al techo de la caravana. Bajó un puñado de carteles atados juntos mediante una tira de lona. Tras soltarlos, el enano llevó los carteles a las jaulas. Trepó de nuevo por la escalera y empezó a atar los carteles en los barrotes.

A la débil luz de la farola tan sólo podía ver los deslucidos dibujos pintados hacía muchos años en el estilo tradicional de los rótulos feriales, los motivos florales y los ornamentos pintados en torno a las imprecisas letras. Acercándome a las jaulas, alcancé el borde del terreno. La joven se volvió y me vio. El enano estaba asegurando el último de los carteles, y ella se inmovilizó junto a la escalera, sujetándola con una mano y mirándome con ojos inmóviles. Quizá fuera su actitud protectora hacia la diminuta figura que se movía sobre ella, pero pareció mucho más vieja que cuando la había visto aparecer por primera vez con toda su colección de animales en las afueras de la ciudad. A la débil luz su cabello se había vuelto casi gris, y sus brazos desnudos parecían arrugados y consumidos por el trabajo. Cuando seguí aproximándome, pasando junto a la primera de las jaulas, se volvió para seguirme con los ojos, como si intentara interesarse un poco por mi llegada a la escena.

Arriba en la escalera hubo un destello de movimiento. Deslizándose de las manos del enano, el cartel resbaló del techo y cayó al suelo junto a los pies de la mujer. Retorciendo sus cortos brazos y piernas, el enano se deslizó escalera abajo. Quedó de cuatro patas en el suelo, oscilando como una peonza hasta que recuperó el equilibrio. Golpeó su sombrero contra sus botas para quitarles el polvo y luego empezó de nuevo a trepar por la escalera.

La mujer sujetó el brazo del enano. Movió la escalera un poco más hacia la jaula, intentando apoyarla mejor contra los barrotes.

Con un impulso, movido más o menos por la simpatía, avancé hacia ella.

—¿Puedo ayudarles? —dije—. Quizá pueda alcanzar el techo. Si me dan el cartel…

El enano dudó, mirándome con sus tristes ojos. Parecía dispuesto a dejarme ayudarles, pero permaneció allí con el sombrero en una mano como si un misterioso conjunto de circunstancias le impidiera decirme nada, alguna división de la vida tan formal e impasible como las de las castas más rígidas.

BOOK: Visiones Peligrosas III
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