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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (8 page)

BOOK: Vespera
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—¿Y con quién querrías hablar? —dijo ella finalmente.

—Con alguien que pudiera haber visto algo la noche del asesinato.

—Va a ser una lista muy corta —dijo Iolani—, puesto que ninguno de nosotros estábamos fuera aquella anoche.

—Entonces hablaré con la gente que no vio nada en absoluto.

Iolani pareció cansarse del juego tan pronto como Rafael, o bien se guardaba otra baza. Ella se volvió hacia el tratante ártico que tenía a su derecha, el capitán Glaucio, quien, levantado de su asiento, era un individuo descomunal con una ligera chepa, casi con seguridad, debido a un hombro roto mal soldado.

—Glaucio, ve y encuentra algún sitio cómodo donde se siente esta gente mientras se entrevistan con la avanzada al completo. Envía a la
Allecto
hasta Thure a por más hielo, pues pueden pasarse aquí un buen rato.

Ella hablaba como si los insultos no fueran otra cosa que un ligero divertimento, pero su tono era tremendamente serio, como si fuera lo único que no consiguiera reprimir. Iolani odiaba, y odiaba con pasión, pero ¿a quién? ¿Era a uno de ellos en particular? ¿O al mismo nuevo imperio?

Iolani los condujo hacia el puesto de avanzada, a través de un camino pavimentado y hasta el grupo de construcciones que, ahora que Rafael podía verlas de cerca, formaban casi una aldea. Había un pequeño muro tras los árboles, lo bastante bajo como para que un hombre pudiera saltarlo, aunque detrás había una red de estacas y cuerdas que haría tropezar a cualquiera que lo intentase. Una extraña defensa que no tendría mucha fuerza disuasoria contra un asalto anfibio, en caso de llegar hasta aquí sin ser detectado.

Mientras el grupo de Valentino desfilaba, los tratantes árticos los observaron. Formaban una hilera de hombres y mujeres de rostros pétreos vestidos prácticamente igual que Iolani, algunos con negras chaquetas hasta las rodillas de un estilo pasado de moda hacía un siglo (quizá fuera un distintivo de rango), y muchos con sombreros que ocultaban sus caras del sol. Los que llevaban sombrero —quizá un tercio—, tenían un color de piel norteño, pálido, de un blanco casi translúcido y el cabello liso, negro o rubio.

La avanzada tenía el esquema propio de una aldea, construida enteramente de piedra, con una plaza central, una fuente y un edificio oficial abovedado. ¿Por qué necesitarían un edificio así? A la derecha, al este de la aldea, Rafael alcanzó a ver fugazmente un conjunto de construcciones que no eran edificios, sino algo que podría ser un teatro de escasa altura o un hipódromo, pero en seguida quedó oculto tras otras edificaciones y no tuvo oportunidad de continuar mirando.

Había más tratantes árticos aguardando en la parte sombreada de la plaza, observando tras las ventanas o en los balcones, con expresiones que irradiaban hostilidad; pero había otros tantos que no iban vestidos de negro y cuando algún niño lanzaba una mirada ocasional a los visitantes, sus padres le hacían volver a casa.

Cuando llegaron, había dispuestos algunos bancos en un extremo de la plaza a plena luz del día. Rafael alzó la mirada hacia el cielo... Sí, los habían colocado en un lugar donde daría el sol hasta poco antes de ponerse. Iolani quería que se marcharan.

—Bien —dijo ella, señalando los bancos con un gesto—. Ya podéis empezar.

Valentino y Aesonia se quedaron de piedra y los tribunos se llevaron las manos a las armas.

Rafael, de pronto, se dio cuenta de que allí podrían morir. Antes de que los soldados y los marinos pudieran mover un solo dedo para socorrerlos; antes de que los magos pudieran mover una gota del agua de la bahía en su defensa. La
Soberana
era una bestia colosal en aguas poco profundas y quién sabía qué defensas ocultas tenía el clan Jharissa en la laguna.

Demasiado público, habría dicho Silvanos. Pero si los Jharissa habían matado a Catilina (y a juzgar por su rencor, parecían tener algún motivo, aunque sólo los cielos podrían conocerlo), tenían la oportunidad, aquí y ahora, de matar a Valentino y a la emperatriz madre, dejando a la hermana de Valentino, Aventine, como el último miembro vivo de la dinastía.

Aunque seguramente no pensarían que iban a escapar de la ira de la Armada, ¿no? Rafael sintió un frío atroz en la boca del estómago cuando miró a los tratantes árticos que los rodeaban. Iolani no hacía otra cosa que esperar... pero ¿por qué? ¿Por qué no dar el golpe ahora?

Si Rafael solicitara un tratamiento mejor por su parte, lo único que conseguiría sería mostrar debilidad. Lo que había ahora en luego era un asunto de honor y Valentino no mostraría debilidad frente a estos tratantes árticos ni por un segundo.

Por eso, sería el orgullo de Rafael el que se sacrificaría. Valentino exigía más de lo que se imaginaba, pero ahora, la preocupación de Rafael era cómo salir de allí con vida.

—Gran thalassarca, me temo que debería haber sido más preciso —dijo él, preguntándose si al menos podría hacer que ella se mantuviera al sol el tiempo suficiente para que se quemara aquella piel tan pálida. Sin embargo, casi justo en ese momento, Iolani se movió para situarse en la única zona sombreada a su alrededor, junto a un tronco de palmera—. Lo habitual en la mayoría de los casos es interrogar a las personas en privado, con la única presencia de un abogado. ¿Existe algún espacio menos público del que pudiéramos hacer uso?

—¿Para que podáis intimidar a los sospechosos que escojáis para que confiesen? —dijo Iolani—. ¿Quién sabe los ardides que pueden emplear vuestros magos, apartados de miradas indiscretas? No, no tengo ninguna objeción en que interroguéis a mi pueblo; después de todo, todos nosotros tenemos en alta estima la verdad. Pero el interrogatorio deberá llevarse a cabo bajo el control adecuado.

Es decir: en la plaza donde los arqueros o arcabuceros de éter sobre los tejados dispondrían de ángulos claros de tiro sobre todos ellos, y no en la seguridad de un espacio cerrado en el que pudieran atrincherarse y contar con rehenes hasta que llegara una fuerza de la
Soberana
.

¿Cómo había podido caer en una trampa así? ¿Cómo era posible que Valentino hubiera caído en una trampa así, más aún con su madre presente?

Su madre. Aesonia misma era una maga del Agua de poder considerable y a ella la acompañaban dos de su grupo de acolitas, dos mujeres jóvenes de Exilio con la túnica verde marino de Sarthes. ¿Eran ellas toda la protección de Valentino? ¿Ningún tribuno?

Era muy tarde para hacerse preguntas, por supuesto.

—A menos que tengas a bien suplicarme un favor, en cuyo caso podría encontrar algún espacio donde yo y algunos de los míos, una docena quizá, nos aseguraríamos de que se sigan los procedimientos adecuados. Nos regimos por las leyes de Vespera, después de todo, y no por las del nuevo imperio.

Hizo suficiente hincapié en lo de suplicar, como para que Rafael mirara a Valentino, pero el emperador negó con la cabeza.

—Tranquilo Rafael, no te voy a pedir que te humilles por un poco de sombra. —Aunque sí quizá por algo más importante. Eso formaba parte de estar al servicio de un emperador. Cuanto más poder y cuanta más influencia se ganaban, más había que pedir... o que perder, como muchos primeros ministros a lo largo de la historia habían descubierto.

—¿Es eso lo que mis solicitudes son para ti? ¿Una humillación? —Preguntó Iolani, peligrosamente serena, y un murmullo se extendió por la multitud silenciosa de tratantes árticos—. ¿O es que os irrita el estar sujetos a las mismas leyes que todos los demás?

—¿Qué leyes? —preguntó Aesonia—. No veo leyes aquí. Venimos en calidad de enviados diplomáticos para investigar el asesinato de mi marido, el emperador ungido de Thetia y tú nos bloqueas el paso. Tu consejo en Vespera —su tono dejó bastante claro que se refería al Consejo de los Mares—, del que formas parte, nos ha dado garantías de ayuda y libre paso que estás incumpliendo con cada palabra y cada acto.

—¿Es que no os he ofrecido ayuda? —dijo Iolani señalando los bancos—, ¿y libre paso? —Con un amplio movimiento del brazo señaló detrás de ellos—. Por ahí llegaréis a vuestra nave. Podéis marcharos cuando queráis. No os lo impediremos.

Tenía talento para el arte dramático, Rafael tenía que reconocérselo. Aquello era puro teatro, pero terriblemente verdadero. Estaba jugando con ellos, pero... ¿se trataba sólo de humillar a Valentino y a su madre o es que no pensaba dejarles salir vivos de allí?

Humillar a un emperador y a continuación liberarlo era una locura, pero también lo era matar al hombre que estaba al mando de la Armada más poderosa de Thetia, y que lo adoraba. Se vengarían como fuese.

Si Rafael hubiera estado en el lugar de Iolani, ya los habría matado.

—Habéis hecho un largo camino para hacer vuestras preguntas —dijo Iolani—. No nos dejéis tan pronto.

Los pocos tratantes árticos que había en medio se apartaron pura despejar el camino hasta los bancos... pero una vez estuvieran sentados allí, ya no habría escapatoria. En aquel momento aún tenían una oportunidad si conseguían huir.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó súbitamente Rafael.

—La verdad —respondió Iolani, con su rostro severo—. Así que sentaos y descubridla.

Pero mientras hablaba, Rafael observó a Glaucio, el descomunal tratante ártico que estaba junto a ella, hacer un pequeño gesto; Iolani miró más allá de ellos, al espacio que había a su espalda, y pudieron oírse pisadas y ruidos metálicos en el sendero que mediaba entre el grupo del emperador y el mar.

Capítulo 3

—¿Te molesto? —preguntó con inapropiada jovialidad.

No había secciones de soldados, ni tratantes árticos, ni refuerzos de la
Soberana
. Tan sólo una patricia vesperana de unos cincuenta años, con cabellos plateados, piel aceitunada y arrugas alrededor de los ojos, flanqueada por un par de soldados con armaduras de escamas de peces y penachos de color turquesa. Su holgado traje no era nada espléndido y la falta absoluta de la acostumbrada magnificencia diplomática de Vespera indicaba que se había dado mucha prisa para llegar hasta allí. Y por buenas razones.

—Leonata —dijo Iolani, alzando y moviendo ligeramente la mano—. No esperaba verte por aquí.

—No, ya veo —dijo la recién llegada—. Pero mira, tenía la impresión de que esto iba a ocurrir.

—Nuestros invitados expresaron su deseo de interrogar a mi pueblo —dijo Iolani.

Leonata miró de manera manifiesta a los tejados y Rafael fue el único, pensó él, que se volvió lo suficientemente rápido para ver cómo una figura de negro escondía un extraño y pesado aparato que tenía sujeto contra el pecho.

—En ese caso, pueden hacerlo con mi consentimiento —dijo ella con una voz repentinamente tan severa como la de Iolani, antes de darse la vuelta para hacer una reverencia a Valentino y tenderle una bolsa sellada—. Mi emperador, mis condolencias por la muerte de tu padre. Soy la gran thalassarca Leonata Mezzarro Estarrin enviada del Consejo de los Mares y encargada de resolver este asesinato.

Valentino le correspondió con una mínima reverencia.

—Te quedo agradecido, gran thalassarca —dijo formalmente.

Rafael se dio cuenta de que ella le había salvado la vida. Y la de todos ellos, ya que, por la razón que fuera, Iolani no se atrevería a hacer ningún daño a Leonata ni a hacer ninguna otra cosa teniéndola a ella como testigo. Lo confirmaba la frustración de los tratantes árticos, la manera en que se relajaron ligeramente.

Valentino debía de estar furioso, ahora incluso más, cuando pisándoles los talones a Leonata, otro grupo de soldados y tribunos llegó a la carrera por el camino sin hacer ningún caso a los adustos tratantes árticos.

—No recibíamos tu señal, almirante, así que vinimos según las órdenes —dijo el tribuno al mando, rojo de vergüenza. Rafael se permitió dar un respiro de alivio.

—Gracias —dijo Valentino distraídamente.

—¿Todavía deseas interrogar a las gentes del clan Jharissa? —preguntó Leonata, dando un paso adelante con desenvoltura, pasando al lado del tribuno para dirigirse al emperador.

—Sí —respondió Valentino—. Rafael, ponte a ello.

—Permíteme hacerlo a mí —dijo Leonata—. Iolani, me temo que habrá que hacer algún cambio. Necesitamos un espacio más privado y algunas mesas para los secretarios... ¿cuentas con secretarios? ¿Rafael? ¿Sí? Está bien. Y necesitaré que se pongan por orden. No tiene sentido interrogar a todo el mundo. Me gustaría pensar que puedo confiar en ti para que nos traigas primero a los mejores testigos posibles. —Aquí hubo un tono de reprimenda aunque oculto tras una sonrisa y unos modales tan inofensivos que ni siquiera Iolani pudo molestarse.

—Como desees —dijo Iolani, y recitó una serie de instrucciones a Glaucio con voz demasiado queda para que Rafael acertara a entender nada, excepto que no estaba hablando en thetiano.

* * *

Leonata recogió los folios con las notas que los secretarios habían dejado esparcidos sobre la mesa y los sujetó con un alfiler. Sus investigaciones habían finalizado. La partida imperial no se demoró para regresar a su nave, dejando sólo algunos legionarios en la plaza para proteger a Rafael. Leonata le miró, pero el rostro de Rafael no le reveló nada. Después de todo, era el sobrino de Silvanos.

—Nada —dijo Rafael—. Es como interrogar un muro de piedra. ¿Dónde estabas la noche del asesinato? Aquí. ¿Viste alguna cosa? No. ¿Fuiste a algún sitio en las cercanías del canal? No. ¿Llegaron otras naves aquí? No.

Se hallaban frente al sencillo y enlucido concejo, ahora desierto. La inminente oscuridad y la pura rigidez de los testigos acabaron por poner fin al interrogatorio, a pesar de todos los esfuerzos de Rafael y Silvanos. Silvanos relevó a su sobrino después de una o dos horas, pero sin mayor fortuna, lo que pareció animar un poco a Rafael.

—No van a deciros nada —dijo Leonata. Rafael no perdió los estribos, pero como a tantos otros individuos brillantes, no le gustaba que se burlaran de él.

—Ya lo sé —dijo Rafael—. Sólo hemos perdido cuatro horas para comprobarlo.

—No ha sido completamente una pérdida de tiempo. Sabemos que todas las versiones son exactamente la misma...

—Lo que usualmente es un indicio de que son tan culpables como el demonio —apuntó él, interrumpiéndola.

Era como su tío, y no sólo en la apariencia.

—Sí, lo sé.

—Lo averiguamos cuando estaban a punto de matarnos.

Leonata no dijo nada. Por Thetis, si ella se hubiera retrasado sólo unos instantes en salir de Vespera, o se hubiera entretenido liando algunas instrucciones o vistiéndose de una manera más apropiada para un enviado, Iolani habría tenido tiempo para hacer algo realmente estúpido. Aunque era imposible saber a qué atenerse con Iolani. La joven mujer era una máscara impenetrable excepto con los tratantes árticos, y ellos no se mostraban más dispuestos a hablar que Iolani.

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