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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Veneno de cristal (21 page)

BOOK: Veneno de cristal
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Cerca de San Pantalon, entró en una bodega y compró una botella de nebbiolo, un sangiovese y un barbera muy joven. Ya eran casi las siete y decidió irse a casa. Cuando entraba en su calle, vio a Raffi abrir la puerta de su edificio y lo llamó, pero su hijo no lo oyó y cerró. Brunetti tuvo que hacer equilibrios con los paquetes para sacar las llaves y, cuando entró en el portal, ya era tarde para hacerse oír sin gritar.

Al poner el pie en el último tramo de la escalera, oyó la voz de Raffi, al que había visto entrar solo. El misterio se aclaró cuando, a la mitad del tramo, vio a su hijo apoyado en la pared, al lado de la puerta, con el
telefonino
en la mano.

—No, esta noche no puedo. Tengo que hacer cálculo. Ya sabes la cantidad de trabajo que nos pone.

Brunetti sonrió a su hijo, que levantó una mano y, con un elocuente gesto de solidaridad masculina, miró al techo mientras decía:

—Claro que tengo ganas de verte.

Brunetti, abandonando a Raffi a lo que supuso era la tierna porfía de Sara Paganuzzi, entró en el apartamento y se sintió envuelto en un aroma a alcachofas que, procedente de la cocina, flotaba por el pasillo e inundaba la casa. Aquella apetitosa fragancia despertó el recuerdo del hedor que había respirado doce horas antes. Dejando los paquetes en el suelo, se fue por el pasillo en sentido opuesto a la cocina y entró en el cuarto de baño.

Veinte minutos después, duchado, con el pelo mojado y vestido con un pantalón de algodón y una camiseta, volvió al recibidor en busca del jersey. Los dos paquetes habían desaparecido. Siguió hasta la cocina, donde vio las tres botellas alineadas en la encimera, a Paola frente a los fogones y a Chiara poniendo la mesa.

Paola se volvió y frunció los labios besando el aire. Chiara lo saludó con una sonrisa.

—¿No tienes frío? —preguntó Paola.

—No —respondió Brunetti retrocediendo en dirección a la habitación de Raffi.

Según avanzaba por el pasillo crecía su indignación: aquel jersey era suyo, había trabajado para pagarlo y el color era perfecto para ese pantalón. Preparado para ver a su hijo con el jersey puesto, se paró delante de la puerta, llamó con los nudillos y, al oír la voz de Raffi, entró.


Ciao, papà
—dijo el chico levantando la mirada de los papeles esparcidos sobre la mesa.

Tenía ante sí un libro de texto, apoyado en la rana de cerámica que Chiara le había regalado en Navidad. Brunetti saludó a su hijo e hizo una inspección ocular de la habitación, perfectamente profesional, según le pareció.

—Te lo he dejado encima de la cama —dijo Raffi, volviendo al trabajo.

—Oh, está bien. Muchas gracias.

Se lo puso para la cena y recibió las felicitaciones de Paola y de Chiara, que se lamentó de que los buenos jerséis siempre fueran de hombre, y que las chicas tuvieran que llevar angora color de rosa y otras chorradas por el estilo. Pero, por otra parte, al parecer, las chicas tenían preferencia cuando de servirse fondos de alcachofa fritos y chuletas de cerdo con polenta se trataba. Paola, sin la menor aprensión por el hecho de que acabaran de traerlo, había abierto el sangiovese, y a Brunetti le pareció un gran acierto.

Como había merendado dos pasteles, Brunetti rechazó la pera asada, con gran sorpresa del resto de los comensales. Nadie le preguntó por su salud, pero vio a Paola muy solícita, porque le dijo si querría tomar
grappa
en la sala y, quizá, café, mientras los chicos fregaban los cacharros.

Ella se reunió con él un poco después. Traía una bandeja, con dos cafés y dos buenos vasos de
grappa,
que dejó en la mesita, y se sentó a su lado.

—¿Por qué te has duchado? —le preguntó.

Él echó azúcar en el café y dijo, mientras lo removía:

—He estado paseando, hacía más frío del que esperaba y he pensado que me vendría bien una ducha, para entrar en calor.

—¿Y te ha ido bien? —preguntó ella, sorbiendo el café.

—Ajá. —Él terminó el café y levantó la
grappa.

Ella dejó la taza, tomó el vasito y se arrellanó en el sofá.

—Buen día para pasear.

—Ajá —fue todo lo que le salió a Brunetti. Luego dijo—: Te lo contaré en otro momento, ¿vale?

Ella se acercó mínimamente, hasta rozarle el hombro y dijo:

—Claro que sí.

—A ti se te dan bien los crucigramas, ¿verdad? —preguntó él.

—Bastante bien.

—Me gustaría que vieras una cosa —dijo él poniéndose en pie.

Sin esperar respuesta, fue al recibidor a buscar las tres hojas de papel que tenía en la chaqueta y volvió a la sala con ellas en la mano.

Las desdobló, se sentó al lado de su mujer y se las dio.

—Las he encontrado en la habitación de un hombre que trabajaba en Murano. Creo que ha sido asesinado.

Ella miró los papeles sosteniéndolos a distancia. Brunetti volvió a levantarse, fue al estudio de su mujer y volvió con sus gafas. Ella se las puso y estudió los papeles más de cerca. Trató de sostenerlos uno al lado del otro, no pudo, se inclinó hacia delante y los extendió encima de la mesa, después de apartar la bandeja hacia un lado, para hacer sitio.

—He pensado que podían ser códigos de cuentas bancarias —apunto Brunetti—, pero no tiene sentido. Ese hombre ni tenía dinero ni creo que le interesara.

Paola volvió a inclinar la cabeza para mirar los papeles.

—¿También has descartado que puedan ser fechas? —preguntó, y él asintió con un gruñido.

Al cabo de un rato, ella dijo:

—El primer número de la primera hoja es casi el doble del segundo.

—¿Eso significa algo para ti? —preguntó él.

—No.

Ella meneó la cabeza con un movimiento rápido. No dijo nada de los números de la segunda y tercera hojas.

Así se quedaron, mirando los papeles, concentrados inútilmente, y así los encontró Chiara al pasar camino de su cuarto, para seguir con el latín. Se sentó en el brazo del sofá, al lado de Brunetti.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un rompecabezas —respondió Brunetti—. No sabemos qué significa.

—¿Te refieres a las coordenadas? —preguntó Chiara señalando los números anotados en la tercera hoja.

—¿Coordenadas? —preguntó un asombrado Brunetti.

—Desde luego —dijo ella con indiferencia—. ¿Qué van a ser si no? Mira —dijo, señalando el signo de grados que seguía al primer número—, grados, minutos y segundos. —Se acercó el papel—: Esto es la latitud, que siempre se da primero, y esto, la longitud. —Miró los números otro momento y dijo—: Las segundas coordenadas indican un lugar que está muy cerca del primero, un poco hacia el sudeste. ¿Quieres saber dónde?

—¿Dónde, qué? —preguntó Brunetti, un poco aturdido todavía.

—Dónde están esos sitios —dijo Chiara golpeando el papel con el índice—. ¿Quieres saber dónde están?

—Sí —dijo Paola.


Okay
—dijo Chiara poniéndose de pie.

Antes de un minuto, estaba de vuelta con el atlas gigante que había pedido en Navidad, el mejor que Brunetti había podido encontrar, publicado en Inglaterra, con más de 500 páginas casi tan grandes como las del
Gazzettino.

Chiara dejó caer el libro en la mesa, tapando los papeles, que sacó tirando de las esquinas. Usando las dos manos, abrió el libro por la mitad y fue pasando hojas. De vez en cuando, miraba los números y luego volvía al libro. Con un resoplido de impaciencia, retrocedió a las primeras páginas, recorrió con el índice los números que aparecían en la parte superior de un mapa de Europa y luego lo deslizó por el margen derecho de la página.

A continuación, fue levantando cuidadosamente la esquina superior de las hojas, hasta encontrar el número que buscaba, abrió el libro por allí y los tres se encontraron mirando a la laguna de Venecia.

—Parece que están en Murano —dijo Chiara—, pero para encontrar el sitio exacto necesitas un mapa más detallado, quizá una carta de navegación de la laguna.

Sus padres no decían nada, los dos se habían quedado mirando el mapa. Chiara se puso en pie otra vez.

—Ahora tengo que volver a las guerras de las Galias —dijo, y se fue a su habitación.

Capítulo 19

—¿Todas esas cosas las saca de los libros de Patrick O'Brian? —preguntó Brunetti cuando Chiara se fue.

Quería hacer un chiste o, por lo menos, un medio chiste, pero Paola respondió, completamente en serio:

—Probablemente, en el siglo diecinueve utilizaban el mismo sistema para anotar latitud y longitud, pero ella tiene mejores mapas.

—Nunca más diré ni una palabra contra esos libros —prometió Brunetti.

—Pero ¿seguirás sin querer leerlos? —preguntó ella.

Desentendiéndose de la pregunta, Brunetti dijo:

—¿Aún tenemos aquellas cartas de navegación?

—Deben de estar en la caja —respondió Paola, dejando que Brunetti fuera en busca de la vieja caja de madera en la que la familia guardaba los mapas.

Brunetti volvió a los pocos minutos, dio a su mujer la mitad del contenido de la caja y él repasó el resto. Al poco rato, Paola dijo levantando uno de los mapas:

—Aquí está el grande de la laguna.

Era un recuerdo del verano que habían pasado explorando la laguna en un viejo bote que les prestó un amigo. Debía de hacer más de veinte años, porque aún no habían nacido los chicos. Él recordaba la noche en que, al bajar la marea, se quedaron varados en un canal bajo las estrellas.

—Qué de mosquitos había —dijo Paola, que también recordaba aquella noche, y lo que hicieron después de untarse mutuamente de repelente.

Brunetti dejó caer al suelo sus mapas y extendió el de ella en la mesa. Sin que él se lo pidiera, Paola le leyó la coordenada de la latitud de la primera anotación y él recorrió el margen del mapa con el dedo, deteniéndose al llegar al valor indicado. Empujó la mesa con las rodillas, para acabar de extender el mapa. Ella leyó la longitud y él deslizó el dedo por la parte superior hasta encontrar el número. Bajó el índice izquierdo por las líneas verticales y con el derecho trazó una horizontal buscando la intersección. Repitieron la operación con la segunda anotación y fueron a parar a un punto que parecía estar a pocos metros del primero.

—Todos, en Sacca Serenella —dijo él.

—No pareces sorprendido.

—No lo estoy.

—¿Por qué?

Brunetti tardó casi media hora en explicarle lo ocurrido, incluidos el registro de la habitación del muerto, habitación que no estaba lejos del punto de intersección de las líneas, y la dolorosa visita a la viuda y a su madre, pero sin dar detalles de las circunstancias de la muerte de Tassini.

Cuando acabó de hablar, Paola fue a la cocina y volvió con la botella de
grappa.
Se la entregó a Brunetti y se sentó a su lado, luego dobló el mapa y lo dejó caer al suelo con los otros. Le quitó la botella, sirvió dos pequeños tragos y preguntó:

—¿De verdad creía que estaba intoxicado y que su hija se había contagiado?

—Yo diría que sí.

—¿A pesar de los informes médicos?

Brunetti se encogió de hombros, dando a entender la poca importancia que los informes médicos tienen para quien ha decidido no creerlos.

—Él estaba convencido.

—Pero ¿cómo podía haberse contaminado? —preguntó ella—. Si trabajara en Marghera, sería distinto, pero no he oído decir que en Murano haya peligro, me refiero para la gente que trabaja allí.

Brunetti rememoró su conversación con Tassini.

—Él creía que había una conspiración para impedir que le hicieran análisis fiables, a fin de que no hubiera suficientes pruebas genéticas. —Vio su escepticismo y dijo—: Eso pensaba.

—Pero ¿qué es lo que creía ese hombre en concreto? —inquirió Paola.

Brunetti extendió las manos en ademán de resignación:

—No conseguí que me dijera de dónde creía él que venía el mal ni cómo podía haber afectado a la niña. Sólo dijo que De Cal no era el único culpable de lo que ocurría. —Y antes de que ella volviera a preguntar, añadió—: No, no me dijo qué era lo que ocurría.

—¿Crees que podía estar loco? —preguntó Paola con voz más suave.

—Yo no entiendo de eso —respondió Brunetti, después de reflexionar—. Él creía que había algo de lo que, al parecer, no existían pruebas o, por lo menos, él no las tenía. Yo no diría que eso sea estar loco.

Esperaba que Paola dijera que acababa de describir ni más ni menos que la fe católica, pero, al parecer, esta noche Paola no lanzaba pullas fáciles, y sólo dijo:

—Pero lo creía lo suficiente como para anotar esos números, sea lo que sea lo que significan.

—Sí —admitió Brunetti—. Pero el que anotara unos números no significa que lo que él creía tenga que ser cierto.

—¿Y los otros números? —preguntó ella recogiendo del suelo las otras dos hojas y poniéndolas en la mesa.

—Ni idea —dijo Brunetti—. He estado toda la tarde mirándolos y no les encuentro sentido.

—¿No hay pistas? —preguntó ella—. ¿No había nada más en su habitación?

—Nada —dijo Brunetti y entonces recordó los libros—. Sólo unas enfermedades laborales y un Dante.

—No bromees, Guido —cortó ella.

Él se levantó, fue de nuevo a la chaqueta y esta vez volvió con los dos libros.

La reacción de Paola ante
Enfermedades laborales
fue similar a la de él, aunque ella lo dejó caer al suelo, no a la mesa.

—El Dante —dijo alargando la mano.

Él se lo dio y vio cómo ella lo miraba, lo abría por la portada, leía los datos de publicación, lo abría por la mitad y lo hojeaba hasta el final.

—Su libro del colegio, ¿verdad? —dijo—. ¿Era aficionado a la lectura?

—Vi muchos libros en su casa.

—¿Qué clase de libros? —Lo mismo que Brunetti, ella pensaba que los libros dicen mucho de la persona.

—No sé. Estaban en una estantería del fondo de la sala, y no me acerqué lo bastante para leer los títulos. —Los había mirado sin fijarse, pero ahora, al recordar la habitación, le parecía volver a ver los lomos con nervios y letras doradas, como los de los poetas clásicos o de las ediciones de los grandes novelistas que Paola tenía en su estudio—. Sí, era amante de la lectura —dijo al fin.

Paola ya estaba absorta en el Dante. Él la observó unos minutos, hasta que ella volvió una página, lo miró con expresión de asombro y preguntó:

—¿Cómo he podido olvidar que es perfecto?

Brunetti recogió los mapas, los guardó, cerró la caja y la dejó en el suelo.

BOOK: Veneno de cristal
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